Laurie
Lucille sabe de sobra que el martes es uno de los días que Oscar pasa en Bruselas, así que no tengo ni la menor idea de por qué está apretando el timbre de nuestra puerta. Durante un segundo me planteo fingir que no estoy en casa. Pero no lo hago, porque seguro que me ha visto llegar hace unos minutos, o bien, lo que me parece aún más probable, tiene una cámara espía aquí dentro para vigilar hasta el último de mis movimientos.
—Lucille —digo toda envuelta en sonrisas de bienvenida cuando abro la puerta, o al menos eso espero—, pasa.
De inmediato, me siento una maleducada por haberla invitado a entrar en su propia casa. A fin de cuentas, es su nombre el que aparece en la escritura de la propiedad. Sin embargo, Lucille es demasiado cortés para decirlo, aunque la mirada arrogante que me dedica al pasar sugiera lo contrario. Recojo a toda prisa la taza de café vacía que hay en la mesa, contenta por haber pasado la aspiradora antes de marcharme al trabajo esta mañana. Oscar está empeñado en convencerme de que contratemos una limpiadora, pero no soy capaz de imaginarme explicando a mi madre que pago a alguien para que limpie lo que yo ensucio. Su Alteza Real Lucille lanza una mirada crítica a su alrededor cuando se sienta. «Joder, ¿qué le digo?»
—Me temo que hoy Oscar no está en casa —anuncio, y se le agria la expresión.
—Ah. —Ondeando los dedos, acaricia las perlas gordas y mantecosas que siempre lleva puestas—. No me acordaba.
Ya. Lucille tiene apuntados en su agenda todos los compromisos de Oscar, escritos con un bolígrafo verde especial que utiliza solo para él.
—¿Una taza de té?
Asiente.
—Darjeeling, por favor, si tienes.
Por lo general, no tendría nada parecido a eso, pero alguien eligió como regalo de bodas una selección de varios tés, así que me limito a sonreír y la abandono a su suerte durante un momento mientras lo compruebo. ¡Ja! Sí, podría lanzar los puños al aire, tengo Darjeeling. Sé muy bien que mi suegra solo lo ha pedido porque creía que me pillaría fuera de juego, y la sensación de victoria que experimento es indecorosa. Desearía que las cosas no fueran así entre nosotras; quizá este sea un buen momento para que intente hacer algún progreso. Mientras espero a que se haga el té, pongo el azucarero y la jarrita de leche —más regalos de la boda— en una bandeja con dos tazas del tamaño apropiado y añado un plato con galletas de mantequilla.
—Aquí está —digo en un tono vivaz cuando vuelvo con la bandeja—. Leche, azúcar y galletas. Creo que no me he olvidado de nada.
—No, no y no, pero gracias por el esfuerzo.
Los ojos de Lucille son de un marrón diferente al de Oscar, más ambarino. Más serpentinos.
—Me alegro de que hayas venido. —Me siento sobre las manos para no gesticular demasiado por culpa de los nervios—. ¿Necesitabas a Oscar por algo especial?
Niega con la cabeza.
—Solo pasaba por aquí.
Me sorprendo preguntándome con qué frecuencia «solo pasaba por aquí»; sé que tiene una llave. No me extrañaría que entrara cuando no hay nadie en casa. Esa idea me desconcierta. ¿Busca cómo demostrar que soy una cazafortunas? ¿Revisa nuestro correo por si hay extractos de tarjetas de crédito en números rojos o registra mis cajones para encontrar pruebas de un pasado sombrío? Debe de echar pestes de mí porque estoy limpia.
—Imagino que te sentirás sola aquí durante la semana.
Hago un gesto de asentimiento.
—Lo echo de menos cuando no está. —Siento la retorcida necesidad de decirle que organizo fiestas salvajes para matar el tiempo—. Pero trato de mantenerme ocupada.
Como para justificar mi argumento, le sirvo el té. Sin leche, sin azúcar.
Lucille bebe un sorbo con gran elegancia y esboza una mueca, como si le hubiera servido ácido de batería.
—Un poquito menos de tiempo en la tetera la próxima vez, diría yo.
—Lo siento —murmuro mientras en mi interior pienso que la parte más alarmante de esa frase ha sido «la próxima vez».
—Administración, ¿no? ¿En una revista? Disculpa, pero tendrás que recordarme a qué te dedicas.
Su brusquedad me hace suspirar por dentro. Sabe muy bien a qué me dedico, y en qué revista. No me cabe la menor duda de que lo ha buscado todo en internet.
—No exactamente. Soy periodista en una revista para adolescentes.
Ya lo sé, ya lo sé. No es que pueda decirse que esté a la vanguardia del periodismo.
—¿Has hablado hoy con Oscar?
Niego con la cabeza y levanto la mirada hacia el reloj de pared.
—Por lo general llama después de las nueve. —Me interrumpo, y luego, con ánimo de tenderle una rama de olivo, añado—: ¿Quieres que le pida que te llame mañana?
—No te preocupes, querida. Estoy segura de que ya es bastante carga tener que llamar a casa todos los días como para añadir otra cosa a su lista.
Agrega una breve risotada al final, como si yo fuera una esposa arpía que necesita que le enseñen cuál es su sitio.
—No creo que a Oscar le suponga ninguna molestia —digo, ofendida contra mi voluntad—. A los dos nos resulta duro estar separados, pero estoy orgullosa de él.
—Sí, ya imagino que debes de estarlo. Es un trabajo con mucha presión, sobre todo ahora que dirige un equipo en el extranjero. —Sonríe—. Aunque Cressida me ha dicho que es maravilloso trabajar para él.
¿Cressida trabaja allí? Quiere que le pregunte de qué está hablando. Me trago la pregunta a pesar de que me abrasa la garganta. Para disimularlo, cojo mi taza y le doy un sorbo al dichoso té. Sabe a pis de gato. Lucille y yo nos evaluamos la una a la otra por encima de la mesita de café de cristal, y después ella suspira y echa un vistazo a su reloj de pulsera.
—Dios mío, ¿ya es esta hora? —Se pone de pie—. Debería marcharme.
Yo también me pongo de pie y la acompaño hasta la puerta. Cuando la beso en la mejilla apergaminada en el vestíbulo, busco en lo más profundo de mi ser y por fin encuentro los ovarios necesarios:
—Bueno, ha sido un placer inesperado, mamá. Deberíamos disfrutarlo más a menudo.
No creo que se hubiera quedado más horrorizada si la hubiera llamado «puta». Estoy convencida de que va a abofetearme.
—Laurel.
Inclina la cabeza con formalidad y sale con sigilo por la puerta.
En cuanto se marcha de una vez por todas, tiro el pis-té por el fregadero y me sirvo una generosa copa de vino. Que una mujer tan amargada haya criado a un hombre tan dulce me resulta todo un misterio.
Me siento en el sofá, abrumada por la soledad. Lucille ha venido hasta aquí por una única razón: para asegurarse de que estoy al tanto de que Oscar pasa la mitad de la semana en Bruselas con su exnovia, que es mucho más digna de él que yo. Con una exnovia sobre la que a mi marido no se le ha ocurrido comentarme que ahora trabaja a sus órdenes.
La única persona a quien en este momento me apetecería llamar para hablar es Sarah. Estoy a punto de marcar su número, pero ¿qué voy a decirle si me contesta? ¿«Hola, Sarah, necesito hablar con alguien porque he descubierto que mi marido pasa demasiado tiempo con su ex»? Por alguna razón, dudo que vaya a ser un hombro sobre el que llorar. Así que busco mi portátil y abro Facebook. No tengo a Cressida de amiga en esa red social, pero sí a Oscar, y no me cuesta ningún trabajo saltar de la página de mi marido a la de ella. Gran parte de sus publicaciones son privadas, salvo las pocas que quiere que todo el mundo vea, fotos de su sofisticado estilo de vida en Bruselas. Voy clicando en ellas hasta que encuentro una en la que aparece en la terraza de un bar junto a un grupo de personas, con Oscar sentado a su lado a la mesa, riéndose.
Oh, Oscar.