Laurie
—Vives en el paraíso.
Sarah y yo estamos sentadas en la terraza de una cafetería con vistas a la arena blanquísima de la playa de Cottesloe. Aquí es invierno, y aun así el sol brilla un millón de veces más que en los cielos grises que dejé atrás hace un par de semanas. Hemos pasado una quincena maravillosa poniéndonos al día; Skype está muy bien, pero no le llega a la suela del zapato a estar en la misma habitación o en la misma playa o riéndonos juntas mientras miramos una película. Hace unos días recreamos con gran ceremoniosidad nuestro sándwich de Delancey Street; Luke lo calificó de asqueroso, pero nosotras pusimos los pies en alto y saboreamos el momento. No creo que ninguna de las dos preparara ese sándwich sin que la otra estuviera presente; el único sentido que tiene es que es nuestro, de las dos. Estamos rellenando nuestra amistad con recuerdos nuevos, y estoy disfrutando hasta del último minuto de mi estancia en Australia.
—Vente a vivir aquí. Podemos ser vecinas.
Me río por lo bajo. Me ha repetido lo mismo cien veces desde que llegué.
—Vale. Llamaré al trabajo y les diré que no pienso volver.
—Es increíble que hayamos llegado a los treinta —suelta Sarah.
Está sentada a la sombra, bebiendo no sé qué zumo saludable debido a que está embarazada de cuatro meses; Luke y ella han pospuesto sus planes de boda durante un tiempo para poder dar la bienvenida al bebé. Todo es muy fácil entre ellos; viven el uno para el otro en su preciosa casa de playa, con las ventanas y las puertas abiertas al mundo.
Siempre ha habido una parte de mí que le tenía envidia, pero sé que las cosas buenas no le han caído del cielo, que Sarah se ha esforzado por conseguirlas. Tuvo el valor suficiente para arriesgarse, siempre lo ha tenido.
—Sé que piensas que estoy de broma, pero ¿qué te retiene allí?
Doy un sorbo al champán que Sarah ha insistido en que tome. «Es su cumpleaños —informó a la camarera en cuanto llegamos—. Tráele del bueno.»
—¿Te imaginas lo que diría mi madre si le contara que me voy de Inglaterra?
Sarah asiente, con la cara vuelta hacia el océano.
—Pero se acostumbraría. Como todo el mundo. Y tiene a tu hermano y a su familia. —Sorbe un poco más del mejunje verde por la pajita y pone cara de asco—. ¿Qué más te retiene allí?
—Bueno, mi trabajo, para empezar —contesto.
—Un trabajo que podrías realizar desde cualquier lugar —contraataca.
Hace un par de meses que dejé atrás la sección de salud; lo irónico es que he vuelto al terreno conocido de los consultorios sentimentales. Esta vez, sin embargo, los que me escriben con sus problemas son adultos, no adolescentes; no cabe duda de que estoy cualificada para dar consejos sobre las cosas que importan en esta etapa. Divorcio, dolor, amor, pérdida. He pasado por eso, y tengo un cajón lleno de camisetas que lo demuestran. Mi éxito entre los lectores ha sido tal que me han pedido que haga algo similar para una de las revistas de un periódico dominical. Estoy tan asombrada como todos los demás. También hace poco que he retomado los estudios: un grado en psicología para profundizar en mi comprensión de la condición humana… Al menos, así es como lo vendí cuando tuve que convencer a mi jefe para que me ayudara a financiármelo poco después de empezar en mi nuevo empleo. Estoy disfrutándolo en silencio; la diligencia del estudio, la organización e incluso los artículos de papelería. Jamás me habría imaginado que fuera a tomar este rumbo, pero está bien. La vida tiene esas cosas, ¿no? Va desviándote a medida que avanza. Pero Sarah tiene razón: podría trabajar y estudiar desde cualquier sitio. Mientras tenga un portátil y una conexión wifi, seguro que sí.
«¿Podría vivir aquí?» Miro a Sarah, con su pamela roja de ala ancha y sus gafas de sol glamurosas, y capto las ventajas.
—Este lugar es precioso, Sar, pero es tu lugar en el mundo, no el mío.
—¿Y dónde está el tuyo? —pregunta—. Porque voy a decirte lo que pienso: el lugar no está en un sitio, está en una persona. Yo estoy aquí porque es donde está Luke. Y tú te habrías ido a Bruselas si Oscar hubiera sido tu lugar.
Asiento y Sarah se sube las gafas por el puente de la nariz.
Ahora que Oscar y yo llevamos un tiempo separados, empiezo a comprender que no teníamos lo que se necesita para pasar juntos toda la vida. Pensé que sí, durante una época; él fue un interludio seguro y fiable en mi inestable vida, pero al final no éramos una unión para siempre. Éramos demasiado distintos. Estoy segura de que a veces eso no importa, si el amor es lo bastante fuerte; los opuestos se atraen, según dicen. Quizá tan solo se trate de que no nos amábamos lo suficiente. Sea como sea, no me gusta pensar así. Prefiero pensar que tuvimos algo maravilloso durante una temporada, y que no deberíamos arrepentirnos en absoluto del tiempo que nos dedicamos el uno al otro.
Nunca lo veo; no me lo encuentro en los bares ni lo diviso paseando por la calle y me cambio de acera, un efecto secundario positivo de vivir en diferentes países. Tampoco es que yo pase mucho tiempo en los bares. Es como si hubiera entrado en hibernación.
En Navidad Oscar envió nuestro cuadro a casa de mi madre. La nota adjunta decía que le resultaba demasiado difícil tenerlo cerca. No sé qué voy a hacer con él; siento que no tengo derecho a quedármelo. Me pasé mucho rato mirándolo cuando llegó. Me tumbé en la camita en la que dormía de niña y pensé en todos los momentos que me habían llevado hasta aquel. En mi infancia con mamá y papá, Daryl y Ginny. En los novios del instituto y la universidad. En Delancey Street. En Sarah. En el piso superior de un autobús atestado. En un beso bajo la nieve. En una playa en Tailandia. En una propuesta de matrimonio delante de aquella misma imagen. En nuestra preciosa boda.
Espero que Oscar esté bien. Es extraño, pero nunca dejas de preocuparte por esa persona, aunque ya no quieras estar con ella. Creo que siempre lo amaré un poco. Y es difícil no experimentar cierta sensación de fracaso al convertirte en una estadística de divorcio.
Parece inevitable que, tarde o temprano, Cressida ocupe mi lugar. Apuesto a que la puñetera madre de Oscar nunca llegó a quitar aquella foto de ambos que tenía sobre el piano.
—Creo que sabes cuál es tu lugar, Lu.
Sarah y yo intercambiamos una mirada, pero no añadimos nada más porque en ese momento Luke llega desde la playa y se deja caer en la silla libre que hay en nuestra mesa.
—Tienen buen aspecto, señoritas. —Sonríe—. ¿Qué me he perdido?