9 de junio

Laurie

—¡Cierra los ojos!

Estoy en la cocina haciendo la cena (ensalada nizarda con atún) cuando Oscar llega a casa después de su habitual estancia de tres noches en Bruselas. Por una vez parece alegre, y siento que una oleada de alivio me recorre de arriba abajo. Las cosas han ido tensándose cada vez más entre nosotros; sigue sin haber indicios del regreso a tiempo completo a Londres que Oscar me prometió, y ya llevamos casi seis meses intentando en vano tener un bebé. No es que sea algo tremendamente raro, y menos teniendo en cuenta que a veces estamos en países diferentes en el momento óptimo para la concepción. Sí, ahora ya lo sé todo sobre estas cosas.

—¿Estás seguro? Tengo un cuchillo de cocina en la mano.

Me río, suelto el cuchillo y hago lo que me pide.

—Ya puedes abrirlos de nuevo.

Obedezco, y me lo encuentro ahí plantado con un ramo tan enorme que apenas alcanza a ver por encima de él.

—¿Debería preocuparme? —digo sonriendo mientras lo acepto.

Niega con la cabeza.

—Habría comprado champán si no hubiéramos dejado las drogas duras —contesta.

Se ha portado muy bien con lo de no beber, y él también lo ha dejado por solidaridad.

Se me forma un nudo de pánico en el estómago. Faltan cuatro días para que me venga la regla, o no. Me parece una celebración un poco prematura.

—Pregúntamelo, venga —dice, y me doy cuenta de que todo esto se debe a otra cosa.

Paro de buscar un jarrón lo bastante grande para contener una cantidad de rosas tan generosa y las dejo en la mesa.

—¿Qué pasa?

Ya estoy dando vueltas a lo que podría estar a punto de contarme. ¿Será eso? ¿Se habrán acabado los viajes a Bruselas? Por fin podremos volver a ser una pareja a tiempo completo.

—Ven a sentarte —dice para prolongar el momento, y me coge de la mano y me lleva al sofá de la sala de estar.

—Estás poniéndome nerviosa —digo medio divertida, medio preocupada.

Oscar se sienta a mi lado, con el cuerpo vuelto hacia mí.

—Brantman ha aparecido esta mañana y me ha convocado a una reunión.

¡Lo sabía!

—¿Y…? —Sonrío.

—¡Estás frente al nuevo director del banco!

Su rostro es todo sonrisa, como un niño al que le hubieran llegado todas las navidades de golpe. Cuando me acerco a él y lo abrazo, capto el tufo del alcohol; nuestra ley seca debe de haberse suspendido hoy.

—¡Vaya, eso es maravilloso! —exclamo—. Y muy merecido, además, porque te esfuerzas mucho en tu trabajo para ellos. Me alegro de que sepan reconocerlo. ¿Te han dado ya una fecha para tu regreso a Londres?

Le aprieto la mano.

—Bueno, este puesto no supone exactamente pasar menos tiempo en Bruselas. —Su sonrisa es titubeante—. Al contrario, en realidad.

Me quedo inmóvil, de repente invadida por el presentimiento de que hay algo más y no me va a gustar.

—No dejo Bruselas, Laurie —dice aferrándose a mi mano—. De hecho, el trabajo se realizará allí a tiempo completo.

Lo miro fijamente, consciente de que estoy parpadeando demasiado rápido.

—Yo no…

Busca mi otra mano y me mira con expresión implorante.

—No digas que no sin reflexionar. Sé que es inesperado, pero llevo todo el día pensando en ello y estoy seguro de que mudarnos allí es lo mejor para los dos. Tú, yo y también el bebé, pronto. Bruselas es una ciudad preciosa, Laurie, te encantará, te lo prometo.

Lo miro de hito en hito, conmocionada.

—Pero mi trabajo…

Asiente.

—Lo sé, ya lo sé. Pero con el bebé tendrías que dejar de trabajar de todas formas, y de esta manera también puedes estar tranquila durante el embarazo.

—¿Tendría que dejarlo? ¿Y si quisiera volver a trabajar?

Todavía no lo tengo claro, pero ¿cómo se atreve a decidir por mí sin más? Qué anacrónico por su parte dar por hecho que me quedaré en casa cuando sea madre. Y qué estúpido por la mía, me doy cuenta ahora, no haber discutido este tema con él antes.

Frunce el ceño, como si estuviera poniéndole trabas innecesarias.

—Bueno, allí también hay un montón de trabajos. Pero, con sinceridad, Laurie, ganaré tanto dinero que no necesitarás trabajar… Piénsatelo, por favor —prosigue sin darme la oportunidad de hablar—. Puedes tomar café… bueno, menta poleo, en la plaza, y pasear por el río. Descubriremos la ciudad antes de que nazca el bebé, será igual que cuando nos conocimos. Hay un montón de expatriados, harías muchísimos amigos.

Me siento coaccionada por completo, y furiosa porque parece que no tengo ni una sola baza. Sé muy bien que sus ingresos son más que suficiente para mantener a una familia, mientras que los míos apenas bastan para mantenerme a mí misma, pero por lo que se ve Oscar ha hecho todas sus conjeturas sin pensar ni por un segundo en mis deseos, como si mi trabajo fuera un pasatiempo y no una carrera profesional. No sé qué decir ni qué pensar. Me alegro mucho por Oscar, de verdad, por que se le reconozcan el esfuerzo y las largas jornadas laborales, pero no deseo dejar mi trabajo, ni Londres ni mi vida. No es justo que su éxito signifique que yo pierda tantas cosas queridas para mí.

—¿De verdad esperabas que respondiera que sí como si nada? —pregunto con incredulidad.

No es un hombre dado a la irreflexión; supongo que la emoción ha podido más que su habitual sentido común.

—Esperaba que te lo plantearas, al menos —dice con resquemor—. Debes de saber lo mucho que significa para mí.

—Y yo pensaba que tú también sabías lo mucho que mi trabajo significa para mí, lo mucho que me importa estar cerca de mi madre —replico de inmediato—. ¿No pueden ofrecerte ningún puesto aquí, en Londres? ¿Por qué tiene que ser en Bruselas? Es inaceptable que te pidan algo así. Que nos pidan algo así.

—Creo que lo ven más como una recompensa que como un castigo. —Un dejo de petulancia se filtra en su voz cuando suspira y niega con la cabeza, impaciente—. ¿Es que tú no eres capaz de verlo igual?

Aparto la vista de Oscar porque está haciendo que me sienta como una persona poco razonable y sin argumentos.

—¿No crees que nuestras familias nos echarían de menos? —Cambio de rumbo—. Tu madre odiaría verte tan poco, ¿y qué pasará cuando también haya un bebé?

No puedo evitar el tono de desafío. Cuanto más lo pienso, más molesta estoy porque lo haya enfocado como una celebración con flores. Estamos casados, debemos tomar estas decisiones juntos, con independencia de quién de los dos sea el que gana más—. No quiero estar en un país distinto al de mi madre cuando tenga un bebé, Oscar. Le encanta ser abuela, quiero que se involucre.

Nos miramos el uno al otro, en un callejón sin salida. Antes nunca discutíamos; ahora parece que es lo único que hacemos.

—No es justo que me lo sueltes así y esperes que me entusiasme —digo—. Necesito tiempo para pensarlo.

Aprieta la mandíbula, con los oscuros ojos llenos de consternación.

—No tengo más tiempo. Esto es la banca, Laurie, ya sabes lo rápido que van las cosas. Brantman quiere una respuesta el lunes por la mañana, y la única respuesta que puedo darle es que sí, porque si digo que no, ¿qué puto sentido tiene que siga trabajando allí? —Levanta las manos al cielo, un gesto de impotencia—. Mi carrera en el banco estará acabada; siendo autocomplaciente y poco ambicioso no duras mucho en un lugar así.

Sacudo la cabeza, aturdida ante la injusticia de que me hayan asignado el papel del malo.

—Voy a darme una ducha —dice, y se levanta del sofá con brusquedad.

Se queda quieto un momento, como si esperara que le ofreciera una disculpa, pero suspiro y miro hacia otro lado hasta que se va de la sala de estar. Cada vez tengo más dolorosamente claro que pensar que quizá Oscar albergara en algún momento la esperanza de permanecer fiel al hombre que conocí en una playa de Tailandia no es más que una ilusión. Tal vez ni siquiera él fuera consciente en aquel entonces, pero esta agitada vida de viajes, tratos, cenas y salas de juntas es la que mejor encaja con él. Pero hay algo más: esa vida es la que desea tener.