II

—¡Ginette! —exclamó Monique.

—¿Qué?

—¡Tu «amigo»!

—¿Léo? ¿Dónde? Con este barullo no se ve nada.

—En el puesto de Hélène Suze. Eligiendo un puro…

—¡Puedo oír sus cochinadas desde aquí! Mira cómo se sonríen.

—Parece que no te molesta…

—Qué va. Me divierte.

—¡No lo entiendo!

Ginette Morin soltó una carcajada:

—¡Monique, me encantas! ¡Nunca entiendes absolutamente nada! ¡En el fondo eres una boba, por muy independiente que parezcas!

Ginette ya le había dado la espalda e intentaba meterle la mercancía por los ojos a un hombrecillo gordo y peludo, Jean Plombino, el rey del mercadeo.

—¿Una corbata, señor?… ¡Oh, para colgarse no! No, para esperar la de la Legión de Honor… ¿O estos bonitos pañuelos? ¿No? ¿Una caja de guantes, entonces?

Bajo los ramilletes que formaban las enormes arañas, resplandecientes entre la acristalada floración de los candelabros, surgía un murmullo continuo de la hilera blanca y dorada que formaban los salones. Los personajes mitológicos de los prominentes tapices, que iban alternándose en las paredes color damasco grosella, parecían contemplar con sorpresa la multitud que transitaba o se apiñaba yendo de un puesto a otro y que cubría con una algarabía de voces y un revuelo de elegancia la inmensa galería de la planta baja del ministerio, convertida por un día en rastrillo benéfico. Allí se amontonaba la flor y nata de París, zumbando como un gigantesco enjambre de avispas.

Jean Plombino, barón del Papa, escuchaba distraídamente a la señora Morin. Notó que Monique le dirigía la mirada: se inclinó todo lo que pudo, dejando colgar su pelambre. Había enviudado de una siciliana que era mercader de naranjas, y buscaba para su única hija una institutriz digna de su nueva riqueza. Una manzana podrida de la guerra, pero una manzana judía y, por tanto, fuertemente apegada a la tierra familiar: «el barón» conservaba, en su fetichismo por los valores, el de las virtudes conyugales.

Había discernido la rectitud y honestidad de Monique ocultas tras una apariencia desenvuelta. Eran cualidades que apreciaba aún más por no haberlas tenido nunca y que no solía ver entre el amplio auditorio de muchachas que se exhibían a la espera de un marido o, en su defecto, de un amante. ¡Solo había que alargar la mano! Tenían el precio puesto, había para elegir.

La única pega de esta fequeña Lerbier, cuyo radiante pelo rubio le fascinaba, era… ¡su inminente boda con Lucien Vigneret, el fabricante de coches! ¡Un buen partido, sin duda! ¡Pero vaya mujeriego! Solo había que esperar, nunca se sabe… Tal vez cualquier día… ¿el divorcio? Y además, a falta de esposa, ¡menuda amante…! Los millones de Plombino, paquidermo de piel sudorosa, le ayudan a olvidar su fealdad: un hombre con una renta de un millón doscientos mil francos siempre está seguro de que será bien recibido.

Ofendido por el seco saludo con el que Monique había respondido a su reverencia, duplicó las miradas a Ginette Morin. Era una atractiva morena, seguro que fervorosa… Pero solo como un pasatiempo. Tanto como Monique le parecía, sin duda, una compañera envidiable, Ginette no le inspiraba mucha confianza. ¡Era otra cosa, para echar una canita al aire! Al pensarlo, su belfo colgante se humedeció. Asintió, excitado:

—¿Una caja de guantes? ¿For qué no? ¡Sobre todo si me los fone usted!

—Tardaría mucho en probarle los seis pares.

—No lo creo…

Soltó una gran carcajada. Ginette abrió unos ojos como platos:

—¿Qué tiene de divertido? Son de piel satinada de cabritilla, talla pequeña…

—Esa no es mi talla.

—¡Por supuesto que no!

Ginette rio a su vez, con desvergüenza, ante el espectáculo de las gruesas manos extendidas.

Jean Plombino —que antaño se había echado más de un saco al hombro cuando, porteador en los muelles de Génova, ganaba tres francos al día— no se avergonzaba de su vulgo origen. La no tan lejana penuria aderezaba con soberbia el orgullo que sentía por su fortuna.

—No todo el mundo fuede tener sus dedos de hada… ¡Ni siquiera fagando por ellos! —se burló.

Ginette se quedó sin habla: ¿qué estaba insinuando? ¿Y qué quería decir, viniendo de él, ese anuncio de compra? ¿Y si tuviera buenas intenciones? ¿Baronesa Plombino? Bueno, por muy repugnante que fuera la bestia, podría considerarse… Pero el barón continuó:

—¡Ah, frecisamente está aquí Léo, el gurú del buen gusto! Buenas tardes, señor Léonidas Mercœur… La señorita Morin le estaba esperando.

—Hélène Suze ha sido la culpable— se excusó el recién llegado guiñando un ojo cómplice—. Le estaba dando su recado, señorita Morin.

—¿Y bien?

—De acuerdo.

Ginette pensó: «¡Menuda orgía…!». Tras su mirada impenetrable, esbozó la velada: el placer de fumar opio los cuatro juntos en casa de Anika Gobrony, la novedad de la cocaína, ¡y lo que podía pasar después…! Se lo imaginaba con una confusa precisión, con la malsana curiosidad de quien es «medio virgen» y busca todos los vicios. El barón se dio cuenta de que sobraba. Sacó de su cartera un gran billete azul:

Fara su buena acción, señorita, con todos mis respetos a su señora madre…

—¡Llévese algo al menos! ¡Tome este saquito perfumado! Es de clavel, mi aroma preferido.

—¡Me lo llevo de recuerdo! En cuanto a los guantes…— señaló a Mercœur—. ¡Fara él! Apuesto a que esa talla le sirve.

Se marchó risueño, balanceándose a uno y otro lado, hasta el puesto vecino, donde la señora Bardinot y Michelle Jacquet le hacían señas amistosas.

—¡Ya no hay aristocracia! —profirió con amargura elegíaca el repartidor de sentencias mundanas—. El dinero lo ha equilibrado todo. La estupidez reina a sus anchas.

Léonidas Mercœur, o Léo a secas, estaba naturalmente por encima de esas miserias. Había vivido mantenido por la generosidad de sus amantes desde que tuvo edad para gustar, antes de que, en 1915, fructíferas especulaciones en la administración le pusieran a salvo de las necesidades así como de los disparos. Este antiguo peluquero promocionado a cronista mundano vivía de las rentas: treinta mil francos en bonos del Estado. Sus ahorros de la guerra. Desde entonces, tras experimentar la comodidad de los servicios auxiliares, seguía efectuándolos como civil. Dilapidaba la fortuna de la señora Bardinot usando para sus exiguos gastos (que doblaban sus ingresos) una parte de lo que ella misma le sacaba a su amante, el banquero Ransom. Lo que, por otra parte, no impedía al hermoso Léo, confidente de ancianas y preceptor de jóvenes, tirar la caña, por si picaba algo en las turbias aguas de cada encuentro.

Algunos compradores abandonaron los corrillos. Ginette se prodigaba con los ojos brillantes y el busto echado para delante, orgullosa de atraer más clientela que su mejor amiga, la pequeña Jacquet, cuya cara de pilla divisaba de perfil en el puesto vecino. Con el cuello al descubierto y brindando los senos bajo el ligero crespón, daba la impresión de que con cada objeto que vendía dispensaba a todo el que pasara un poco de ella misma. Una vanidosa satisfacción se mezclaba con su excitación sexual: ¡esta noche se cobraría lo más gordo!

—¡Léo, espere…! No me ha dicho nada.

Al ver que Max de Laume y Sacha Volant se dirigían hacia ellos, le dijo disimuladamente, muy bajito y rápido:

—Mañana a las seis en casa de Anika. Tendremos tiempo de sobra, sus padres cenan en el Elíseo.

—¿Dónde quedamos?

—En el salón de té de la plaza Vendôme, con Hélène Suze.

—Es usted un amor.

Estaba inclinándose ceremoniosamente para despedirse cuando un aumento de la agitación, un murmullo creciente, les hizo darse la vuelta. La gente se apartó y se echó a un lado. La seca y lampiña figura del millonario americano John White hizo su aparición como un barco acorazado, al que escoltaba una pequeña chalupa oscilante: la esposa del general Merlin en persona, presidenta de la beneficencia de mutilados franceses, que hacía los honores seguida de un rumoroso oleaje de señores mayores y mujeres hermosas.

—Ahí están los verdaderos clientes —bromeó Léo—. ¡Me largo!

Monique, tras dar la espalda a Ginette desinteresándose por sus hazañas, se sorprendió al ver irrumpir ante ella la ola de autoridades. ¿A por quién iban? Seguramente a por la directora del rastrillo y vicepresidenta de la obra benéfica, la señora Hutier… ¡No! El cortejo se detuvo ante su puesto de flores artificiales.

Ginette, verde de envidia, acudió corriendo en su ayuda y la señora Hutier se abalanzó con gran melindre.

—Le presento a nuestra querida vicepresidenta: la señora Hutier, esposa del exministro —dijo la generala volviéndose hacia John White.

El rostro huesudo del millonario no se inmutó. Solo el cuello saludó con un movimiento mecánico en honor a ese gobernante desconocido.

—La señorita Morin, hija del reputado escultor.

Ginette, a pesar de su seductora reverencia, vio que su nombre recibía la misma inclinación indiferente.

—La señorita Lerbier.

De pronto los rasgos angulosos del señor White se relajaron con un gesto de interés.

—Oh… ¿Productos químicos? Los conozco… ¿Y esas cositas?

Inclinó su largo cuerpo sobre las diminutas maravillas: narcisos, rosas y anémonas que parecían una floración de piedras preciosas en un jardín de juguete.

—A la señorita Lerbier le divierte confeccionarlas ella misma. Una auténtica artista… ¡Y una parisina de pura cepa!

La mujer del general, sorprendida al ver cómo se animaba el autómata al que paseaba desde hacía veinte minutos sin más resultado que sus «oh» y sus reverencias, aprovechó la ocasión, hasta el momento buscada en vano, para que su visitante se interesara por los destinatarios de la obra benéfica.

—Es una de nuestras colaboradoras más fervientes. Nuestros mutilados la adoran.

«¿¡Qué!? ¡Cómo exagera!», pensó Monique, quien solo había estado una vez en el gran hospital de Boisfleury y había salido tan revuelta que no había tenido el valor de volver.

Pero la generala le echó una mirada militar con la que le pidió que lo entendiera y que le siguiera la corriente. Mientras tanto, John White la miraba con simpatía. Había cogido con su mano robusta una plúmula de espino blanco y la examinaba con curiosidad.

—¿Verdad que son bonitos esos pétalos blancos? —elogió la presidenta—. ¡Fíjese en esta tonalidad tan delicada! No podría decir si es marfil o jade.

—No es más que miga de pan seca y coloreada —corrigió Monique.

—¡Oh! —exclamó John White—. ¿En serio? Me lo llevo.

Y, mientras le pedía a la gruesa señora Merlin que le sujetase la delicada joya, sacó del bolsillo interior de su chaqueta una libreta y un bolígrafo e, impasible, firmó y extendió dos cheques: uno de cinco mil francos a la estupefacta Monique «por el espino blanco» y otro de diez mil francos «por los mutilados» a la presidenta, cuya cara redonda se iluminó como una luna llena.

Después, sonrió a Monique sin mediar palabra, repartió por el mostrador una triple sacudida de cabeza y reanudó la marcha, sin manifestar el menor deseo por detenerse en el siguiente puesto a pesar de las reverencias de la señora Bardinot.

Ahora convenía ofrecer cuanto antes una copa de champán al donante. La presidenta, satisfecha, renunció a más demostraciones superfluas y, apretándose tras la alta arboladura americana y el balanceo de la chalupa—guía, la ola del cortejo fluyó hacia el bufé.

—¡Querida, no me había dicho que tuviera amistad con América! —le reprochó la señora Hutier.

—¿Yo? Nunca había oído hablar de John White.

—¡Cierto! —confirmó un recién llegado.

Al oír la voz que, para ella, sofocaba todas las demás, Monique se volvió de golpe. Lucien Vigneret concluyó:

—¡Pero John White sí que habrá oído hablar del invento del señor Lerbier!

De repente, el rostro de Monique se iluminó. Un fuego rosa avivaba la delicada blancura de su tez.

—¡Pero bueno! ¿Ya te has enterado? —dijo agitando el cheque.

—¡Es «el acontecimiento»!

—No me lo puedo creer…

«Sí, sí, mejor no te lo creas…», se dijo Ginette volviendo a sus asuntos convencida de que ahí habían urdido algo, mientras que la señora Hutier, indulgente con los éxitos y el amor, se apresuró a dejar a los enamorados a solas con sus confidencias. «¡Qué buena pareja, y qué bien avenida!»

Monique y Lucien simularon darse un beso juntando los labios. Ella solo escuchaba el canto de su felicidad bajo las palabras banales que oía a su alrededor.

—No le busques tres pies al gato —siguió diciendo Vigneret—. John White no se ha rascado el bolsillo para ganarse tu sonrisa, aunque bien valga un cheque. Ese golpe de efecto lleva el sello de tu padre. El granuja de White debe pensar que la incorporación del nitrógeno en los abonos agrícolas puede aplicarse de forma provechosa a la tierra americana. Y, como es francófilo, prefiere hacer negocios con Aubervilliers que con Ludwigshafen… ¿Entiendes?

Well! Los dólares serán bienvenidos.

—¡Por supuesto! El oro siempre es bienvenido. Sobre todo cuando son luises los que entran bajo el signo del dólar —recalcó Lucien con una tristeza que la sorprendió.

—Nos devuelven con negocios lo que compramos en armamento… ¡Qué desgracia! De todos modos, no es culpa de Nueva York que París y Berlín estuvieran en guerra.

—¡Qué razón tienes, Minerva! —asintió Lucien.

Se burlaba de ella llamándola con ese apodo, que le había puesto tanto por su lógica —aunque estuviera de acuerdo, le asustaban sus afirmaciones categóricas— como por su belleza. «¡Minerva!» Ella odiaba la comparación, tras la que intuía cierta reticencia. Algo que no habían dejado claro y con lo que sus caracteres no se ponían de acuerdo. ¡La única sombra en su amor! Le miró y él sonrió.

—No está nada bien —musitó— que me hagas rabiar cada vez que estoy hablando en serio. ¡En el fondo, me trae sin cuidado todo lo que no tenga que ver con nosotros!

Él la miró, halagado. Monique susurró:

—Tú eres mi presente, mi futuro, mi cuerpo, mi alma… ¡Es maravilloso que tengamos total confianza el uno en el otro! Nunca me engañarás, ¿verdad, Lucien? ¡Pero unos ojos como los tuyos no podrían, no sabrían mentir! ¡Dime todo lo que piensas! ¿Lucien? ¡Lucien! ¿Estás aquí?

La tomó de la mano y besó su muñeca largo rato mientras murmuraba: «¡Aquí estoy!» y, en un susurro, entonó: «¡Te quiero!». Pero también pensaba: «¡Qué pesada es con esa manía de la sinceridad! Pinta mal para el futuro… Tal vez haya cometido un error no siendo más sincero con ella… ¡Tenía que haberle confesado todo, por Cléo! O, al menos, pedirle a su padre que le contara una parte de la verdad… Ahora es demasiado tarde».

«¡Te quiero!» Fascinada por esas palabras mágicas, Monique revivió el momento inolvidable: cuando los dos estuvieron casualmente solos en el piso donde pronto vivirían y que a ella le gustaba tanto decorar… Solo deseaba una cosa, pero no se atrevía a decirlo: ¡que volviera a suceder! Sin imaginarse el camino en dirección contraria que ya había tomado él, recapituló las compras que hacían, sus citas… todo lo que día a día terminaba uniéndoles. Esta tarde, su visita cotidiana… Mañana, a las cinco, el peletero; luego, echar un vistazo a los muebles imperio de los que les había hablado Pierre des Souzaies y, después, el té en el Ritz… Monique hizo un mohín:

—¡Qué pena que tengas un compromiso por la noche! Hubiera sido bonito que cenaras con nosotros y, después del teatro, celebrásemos juntos la Nochebuena. De todas formas, te reservaré un sitio… Ya sabes, palco 27. Alex Marly interpreta a Menelao.

—Haré lo imposible para escaparme. Te aseguro que se trata de un asunto importante.

… Sí, la licencia para fabricar el coche nuevo, conseguir vendérsela a esos belgas que habían venido ex profeso desde Amberes… Será más fácil que se decidan en el ambiente agradable de una cena… Todo esto le había dicho a Monique, y ella lo aceptaba como una de las aburridas obligaciones de su trabajo.

—¡El año que viene no nos separaremos más! —puntualizó ella levantando un dedo amenazador.

Tras la embriaguez de los días nupciales, se imaginaba que estarían juntos incluso en su trabajo cotidiano. Lo compartirían todo, tanto las preocupaciones como las alegrías.

—¿Me lo juras?

—¡Por supuesto!

Con treinta y cinco años, Lucien Vigneret afrontaba el matrimonio como quien llega a puerto después de una travesía tormentosa. Tenía la certeza de ser amado, por lo que saboreaba de antemano la tranquilidad de espíritu con los sentidos satisfechos. Se calzaba la perspectiva de esta estabilidad como unas pantuflas calentitas. Solo pensaba en su felicidad.

¿Y la de Monique? Estaba convencido de garantizarla sin esfuerzo: con ternura, atenciones y, pronto, la absorbente presencia de los niños… Absorbente para la madre, porque a él los niños no le preocupaban en absoluto… Ya tenía, en algún lugar del mundo, una niña que había abandonado. Una responsabilidad que a su vertiginosa conciencia no le pesaba más que el último perro al que había atropellado. Hoy en día, su mayor tormento era la inevitable ruptura, al menos en apariencia, con su amante, la modista Cléo.

Era una joven a la que había despedido de niña, luego había mantenido y que pensaba que iba a casarse con él algún día. Tenía un carácter colérico y celoso, ¡idéntico al de Monique! Pero temía, más que la franqueza y la espontaneidad de esta —pegajosas, sobre todo desde que la había conquistado sin reservas—, que la otra montara algún escándalo en el ayuntamiento. ¿Cómo evitarlo? Evitando sospechas hasta el final… Cuando eso sucediera, él ya sería dueño, con la patente en el bolsillo, del negocio Lerbier. ¡Luego ya vería! Incluso, si fuera posible, arriesgarse a seguir discretamente con las dos.

Lucien Vigneret, sagaz calculador, contaba con dar el pelotazo en esta asociación con su futuro suegro. Un pacto que se cerraría pronto y en el que Monique, sin saberlo, estaba en juego.

La fábrica Lerbier, afectada por la crisis general de negocios, se tambaleaba bajo su brillante superficie. Lo que había quedado de los beneficios de la guerra se esfumó en pos del invento. Lucien esperaba llevarse un buen pellizco, exonerando de responsabilidad en el contrato los quinientos mil francos, no pagados, de la dote de Monique y aportando a la sociedad Lerbier-Vigneret solo quinientos mil francos de dinero contante y sonante. La transformación del nitrógeno, explotada eficientemente, valía tanto como el oro.

Por eso no disimulaba su mal humor ante la inquietante generosidad de John White, posible comanditario. ¡Después de la boda, todo lo que quiera! De momento, la chica solo era valiosa a ojos de Vigneret por la patente. Pensando de esta manera, no era mejor ni peor que la mayoría de los hombres.

Iba a despedirse de Monique cuando ella, con una súplica espontánea, le retuvo.

—Va a venir mamá, ¡quédate…! Nos acompañarás.

Monique, presa de un ingenuo fervor, disfrutaba de ese instante precario como una religiosa disfruta de la eternidad. Lucien, con su rostro atrevido, su delgadez musculosa y sus ojos color azabache, les ganaba a todos, ¡hasta a los más guapos! Incluso hacía sombra a Sacha Volant, el exaviador convertido en campeón de carreras de coches, y a Max de Laume, alias Antinoo, crítico literario de la Nouvelle Anthologie Française.

Justo entonces Monique los vio, solícitos alrededor de Ginette. La señorita Morin examinaba con desdén el tenderete de Monique. ¡Aunque el rastrillo se estuviera terminando, estaba bastante bien surtido! Y, señalándole su puesto vacío, le dijo:

—¡Eh, menuda competencia! ¡A mí no me queda nada para vender!

—¡Sí! —protestó Sacha Volant.

—¡No! ¿El qué?

—¡Eso!

Le indicó una rosa que se marchitaba en el cinturón de Ginette. Max de Laume subrayó, con una sonrisa ambigua:

—Tu flor.

—¡Es demasiado cara para vosotros, queridos amigos! —respondió Ginette.

—¿Cuánto, por ejemplo? ¡Pon un precio! —exclamaron al unísono.

—¡Yo qué sé! ¿Veinticinco luises? ¿Es mucho?

—¡Para nada! —aseguró galantemente Sacha Volant—. Te doy treinta… ¡y más que vale!

—¡Cuarenta! —soltó Max de Laume.

—¡Cincuenta!

La señorita Morin consideró que el equívoco, si no la puja, ya había durado bastante. Así que soltó la rosa que se disponía a coger Sacha Volant y se la tendió a Mercœur, que llegaba en ese preciso momento.

—¡Adjudicada, señores! —dijo con un gesto burlón—. No la vendo. La regalo.

En los salones amplios, donde la muchedumbre era menos densa y el ruido se atenuaba, el rastrillo derivaba en recepciones particulares. A la orquesta de la Guardia Republicana le siguió la famosa banda de jazz de Tom Frick. Los bailarines de foxtrots y shimmys se bamboleaban entre las mesas de la gran sala del bufé. Alrededor de los puestos, donde se habían formado grupos según simpatías, resonaban las carcajadas y las voces. Podría decirse que, tras el ajetreo de la tarde, se trataba de la animación de una fiesta elegida donde la élite mundana cerraba filas. Los quinientos a seiscientos figurantes de todas las parroquias y de todos los organismos estaban allí. Se sentían como en casa.

—Tu madre no viene —dijo Vigneret—. ¡Las seis! Me tengo que ir. Es un asunto ineludible.

¡La cita con Cléo a las seis y cuarto era en su casa! Tenía el tiempo justo.

—Bueno —dijo Monique suspirando—, ¡nos vemos esta noche! No llegues muy tarde.

—A las nueve y media, como siempre…

Monique vio cómo se alejaba mirándole con ternura. Cuando desapareció, sintió bruscamente que estaba fuera de lugar. ¿Qué pintaba ella en esa feria de todo tipo de vanidades y perversiones?

El lujo y la estupidez que por allí desfilaban, bajo esos lujosos techos gubernamentales —mientras se sumaban escandalosamente los ingresos, que las vendedoras pregonaban a bombo y platillo— le revolvían el estómago. La etiqueta dorada con la inscripción «A beneficio de los mutilados franceses» no conseguía borrar de su memoria y de su sensibilidad la imagen atroz del gran hospital de Boisfleury…

Aunque en la guerra había tenido que acostumbrarse al sufrimiento y los hospitales, aquel espectáculo era un recuerdo insoportable que la perseguía y la horrorizaba: orugas humanas que se arrastraban o daban saltitos con muletas, torsos que se movían sobre ruedas, rostros gravemente heridos… Los restos de unos hombres que habían sido inteligencia, esperanza o amor, y que ahora solo eran muñones amorfos, caras destrozadas, ojos blancos y bocas torcidas. Guerra criminal, ¡una mancha que ni todo el oro del mundo ni toda la piedad de la Tierra nunca podrán borrar de la frente ensangrentada de la humanidad!

La risa chillona de Ginette Morin prorrumpió en el salón justo cuando Monique acababa de ver a su madre. Corrió a su encuentro. La señora Lerbier, risueña bajo su abrigo de piel, caminaba hacia ella con indolencia.

—¡Vámonos enseguida!

—¿Qué te pasa?

—Tengo náuseas.

La señora Lerbier se compadeció de ella:

—Con el calor que hace, no me extraña… A ver, ¿te esperas a que dé una vuelta primero?

Y, como tenía mucho calor, se apartó la estola de cibelina. Un collar de perlas afloró en su grueso cuello.