V

Tras el primer acto de Menelao, cayó el telón.

—Es divertida —decretó la señora Lerbier volviéndose hacia su hija.

—¡Bah!

—Eres la reina de las contradicciones.

Se colocó el tirante del vestido, que había resbalado dejando al descubierto su pulida redondez.

—Buen público —dijo la señora Lerbier recorriendo la sala con sus anteojos—. Se nota que es Nochebuena.

El teatro Cosmo, inaugurado recientemente para la representación de operetas internacionales, brillaba en todo su esplendor con la orquesta ascendente del primer piso y el balcón de palcos descubiertos. A la gala de Nochebuena se le añadía el estreno de Alex Marly como Menelao. Los hombres llevaban frac. Las mujeres, escotados vestidos de noche: gotas de perlas y rocío de diamantes sobre flores de carne tierna y de carne correosa. Tanto los cuerpos menos deseables como los más armónicos se exhibían desde la axila hasta los riñones por las escotaduras de vaporosos vestidos. Parecía un mercado de esclavas sometidas al ojo experto de aficionados y mercaderes que, de un vistazo, sopesaban el contorno de los torsos, los felices brazos desnudos, la insinuación del pecho dentro de su cobijo. Los altos peinados, que parecían barcos empavesados, iban del negro azulado al rubio caoba, y los toques de maquillaje otorgaban a la exposición de los rostros, bien conservados, una magnificencia de máscaras pintadas. Y todos daban vueltas, relucían y cotorreaban inmersos en un calor asfixiante que se mezclaba con el intenso olor de los perfumes, emanando un tufo brutal a humanidad.

Las reverencias se intercambiaban ante un leve gesto de las manos. La señora Lerbier dirigió la mirada al patio de butacas y señaló a Plombino, con su pelambre habitual; a la esposa del general Merlin junto a su marido que, despojado de uniforme, asemejaba un viejo oficinista; a la señora Hutier con el exministro asombrosamente anónimo; a los De Lot, padre e hija, cuyo apellido se prestaba a ciertas insinuaciones, sin duda calumniosas… Cecil Meere, sumido en su elegante neurastenia, se dignó a emerger de ella para dirigir un vago saludo a Monique.

—¡Mira, mira! —dijo la señora Lerbier—. Allí… en el palco cubierto detrás de la columna… ¿Ves a la señora Bardinot y a la señora Jacquet? Michelle te está saludando. Pero ¿quién es ese que está con ellas?

El hombre se dio la vuelta y Monique dijo sonriendo:

—Es Max de Laume.

—¡Antinoo! ¿Qué pinta ahí? ¿Le hace la corte a Michelle? ¡No! Se va a casar con d’Entraygues… ¿Va detrás de su madre, por lo del premio George Sand? ¡No! Está seguro de que se lo van a dar… ¡Entonces es Ponette! ¡Sí, sí! Veo a Ransom en el palco de Abraham de Rothschild pero no veo a Léo… ¿Nuestra seductora nacional estará pensando en serio cambiar de caballero?

Su propia malicia le hizo sonreír. No le gustaba «esa judía grandota» aunque le bailase el agua. Sí, resultaba agradable con sus ojos de gacela y su aspecto desgarbado… ¡resultado de estar siempre doblando el espinazo! La señora Lerbier juzgaba repugnantes el servilismo y la agudeza con los que la Bardinot manipulaba incansablemente a su marido. Él, un insignificante funcionario del Ministerio de Hacienda, había escalado puestos con una rapidez escandalosa: de ser un empleado raso al gabinete de gobierno y de ahí a una subdirección. Después, imparable, fue secretario personal del ministro, director de personal e inspector general. Ahora estaba barajando la posibilidad de dejar la administración pública por un banco cuya presidencia iba a quedarse vacante, y con el apoyo de Ransom…

—¡Es tremendo! —reía maliciosamente la señora Lerbier cuando le hablaba a sus amigas de «nuestra querida Ponette»—. ¡Vaya carrera le ha fraguado a su marido solo poniéndose de rodillas!

Y también les decía:

—Los hombres no pueden resistirse a su manera de tender la mano.

Pero el señor Bardinot había triunfado, lo que acallaba a las malas lenguas.

La señora Lerbier se acordó del rumor sobre lo que dijo Ponette la primera vez que oyó hablar de Antinoo: «¿Qué título es ese?».

—Seguramente esté obsesionada.

—¡Qué cotilla eres, mamá! —dijo Monique—. Voy a ver a Michelle.

—Recuérdale a su madre que la espero mañana para merendar en el Claridge con Hélène Suze.

Monique recorría los pasillos con paso ágil, indiferente a las miradas que la desnudaban. Le asqueaban esas reuniones «tan parisinas» donde, a pesar de la brillante fachada, seguía viendo el estercolero. ¡Se vende cuerpo! ¡Se compra conciencia! Afortunadamente, como dijo aquella tarde Georges Blanchet, había excepciones. ¡Pero personas como ella, Lucien, Vignabos o tía Sylvestre se contaban con los dedos de una mano!

Monique se rio pensando en la cara que habría puesto su tía ante el doble espectáculo del escenario y de la sala si hubiera hecho caso a su hermana, que insistía en llevarla a ver Menelao. Qué buena idea había tenido la anciana yendo a pasar tranquilamente la Nochebuena y la Navidad a casa de la señora Ambrat en Vaucresson.

¡Otra amiga del tipo del señor Vignabos! Una feminista militante. La señora Ambrat, profesora en el instituto de Versalles, sacaba tiempo para dirigir, tras haberla fundado, una obra benéfica para niños huérfanos y abandonados. Lo que no le impedía ser una compañera admirable a ojos de su marido ingeniero. Monique se imaginaba a los tres charlando bajo la lámpara hasta que, al llegar la medianoche, rociaran con una copa de Vouvray (pues el señor Ambrat era de Tours) la oca rellena y las salchichas. Monique envidiaba la vida que llevaban, con trabajos interesantes y alegrías sencillas… Debería haber acompañado a su tía, pues hoy ya no vería a Lucien, y haber terminado esta excelente jornada a su lado.

Recapituló todo lo que había hecho: la visita a la calle Médicis, el abrigo de petigrís y la capa de marta cibelina que había encargado en el peletero, la cita con Lucien en el bulevar Suchet para elegir los muebles que les había aconsejado Pierre des Souzaies (¡el secreter y la biblioteca no estaban nada mal!)… Y después, siempre bajo la luminosa mirada de la genial anciana, el té en el Ritz.

Cuando Lucien tuvo que dejarlas, insistió muy educadamente en su pesar por no poder acompañarla al teatro y tener que cenar sin ella… Pero no había otra opción: los belgas habían vuelto a llamarle aquella misma mañana. Por su parte, Monique le prometió volver directamente a casa si no le veía antes de que acabara el espectáculo. Si sus padres, tal y como parecía, pensaban salir de fiesta con la señora Bardinot y, como ella creía, Ransom y Plombino, la pandilla se iría sin ella y punto.

—¿Se puede?

—¡Ven, corre! —exclamó Michelle al verla.

Michelle —pequeña, rolliza y de un rubio tan claro que parecía decolorado— estaba en el fondo del palco contándole a Max de Laume una historia candente, a juzgar por el brillo de sus miradas.

—Espera —dijo Monique—, voy a saludar a tu madre.

La señora Jacquet, soltando en su honor los impertinentes con los que pasaba revista a la asistencia como una soberana a su tropa, sacudió con gracia su peluca blanca. La señora Bardinot se libró durante un momento del bombardeo de gotas de saliva que salpicaban persistentemente las galanterías desdentadas de Ransom, quien le hacía su visitita de rigor. Ella, imperturbable, estaba acostumbrada a recibirle desde hacía años.

«Es el precio a pagar por el banquero y su lluvia de oro», se dijo Monique observando las gotas perdidas. Ransom era, junto con el señor Bardinot, el único hombre que permanecía junto a Ponette. Esta cambiaba de amante cada seis meses y sus caprichos, que variaban de una semana a otra, duraban el tiempo que ella tardaba en sacarles los distintos beneficios posibles.

—No le pregunto por el señor Bardinot, ya sé que está en la Conferencia.

Ponette había conseguido que el presidente del Consejo, tras ganarse sus simpatías gracias a la intermediación de Plombino, contara con su marido como experto economista para formar parte de la delegación francesa en la vigesimoséptima reunión del Consejo Superior.

—Bueno, amigos —dijo Monique volviendo al fondo del palco—, ¡veo que no os aburrís! Solo hay que ver la cara que tiene de Laume.

—¡La verdad es que sí! —confesó, y señaló a Cecil Meere, quien, vestido con un traje marrón, exhibía su hastío ante el patio de butacas y parecía más apático de lo habitual—. Su cara de funeral es para troncharse.

—La verdad es que nunca ha estado tan mal —constató Monique.

Se echaron a reír y Michelle dijo triunfante:

—¡Y que lo digas!

Como Monique puso cara de no entender, empezó a contar la historia sin hacerse de rogar:

—Verás, esta tarde estaba tomando el té en casa de la hija De Lot. Éramos cinco o seis, además de los jovencitos de siempre. Vaya, toda la pandilla excepto Ginette a quien, al parecer, Hélène Suze había invitado a un concierto en casa de Anika Gobrony. ¡Música de cámara, supongo! Habíamos quedado con Cecil, haciéndole creer que se encontraría con Sacha Volant, su último encaprichamiento. Vino, por supuesto. Así que, mientras creía que le estaba esperando, hemos seguido jugando… ¡Me encantan los juegos inocentes!

—¡Si se pueden llamar así! —observó Max de Laume.

—¡Ves malicia por todas partes! ¿Qué tiene de malo sentarse en una banqueta, a la vista de todos, con los ojos vendados y las manos a la espalda? Hay que adivinar quién se sienta en tus rodillas y te besa. Eso es todo. Hasta que no lo adivinas, no pasa el turno a otro.

—¿Y bien?

—Nos la ingeniamos para atar a Cecil en la banqueta. Cuando tuvo el pañuelo anudado sobre los ojos, hicimos un gesto a los jovencitos para que se quedaran quietos. ¡Si hubiera tenido hombres, le habría encantado! Y empezamos a besarle, una tras otra, lo mejor posible. Simone se puso un trozo de estopa debajo de la nariz para simular un bigote. Cuando, por casualidad, Cecil acertaba con un nombre, gritábamos «¡No!» y empezábamos de nuevo. Le besamos en el cuello, en los labios… ¡Al final, estaba poniéndose a mil y le soltamos! ¿Y sabes qué tuvo la cara dura de decirnos? «¡Golfas, no habéis podido conmigo!» Pero Simone, que se había sentado encima de él después de mí, supo contestarle como es debido. ¡Además, con solo mirarle a los ojos y ver su aspecto alicaído, yo también estoy segura de que mentía! Te juro que parecía un globo al que habían hinchado y que luego se había desinflado de golpe.

Sonó el timbre del fin del entreacto.

—¿Sabéis qué? ¡Me dais asco! —dijo Monique—. ¡Adiós!

Se marchó disgustada. ¿Qué pensaría de esa insensata de Michelle y de ella misma un hombre como Max de Laume? ¿Un hombre inteligente, que había ido a la guerra y que se dedicaba a observar la sociedad y criticar libros? Monique estaba segura de que las metía a las dos en el mismo saco de desprecio.

En cuanto se dio la vuelta, Michelle la despellejó:

—¡Vete, mojigata! Estas siempre son las peores… ¡Ah, pero es que ella se va a casar…! ¿Y qué? Yo también.

—¿Permite, hijita? —se excusó Ransom que entraba por la puerta arrastrando la barriga—. En un ratito nos vamos al Rignon.

—Depende de mi madre…

Su beatífica sonrisa mutó en un gesto ansioso cuando se marchó el gordinflón.

—¡Sí que iré! ¡Menos mal que tú has aceptado venir! —dijo soltando una mirada de admiración a su compañero, que se secaba la frente despacio—. Es verdad, aquí hace muchísimo calor. ¡Qué pañuelo tan bonito! Déjame ver…

«¡Vaya!», exclamó sorprendida al oler el pañuelo, pues guardaba en su interior una minúscula borla. Se empolvó las mejillas con ella y se lo devolvió a Max:

—¡Toma, presumido!

Pero cambió de idea con un gesto tan brusco que él se quedó atónito: con la excusa de guardar el pañuelo, hundió la mano rápidamente en el bolsillo de su pantalón hasta colocarlo en el lugar adecuado. Max no pudo evitar agarrarle la mano.

—¿Qué pasa? —preguntó Michelle haciéndose la ingenua para que no descubriera su artimaña.

—¡Nada! —murmuró él.

Volvió a sentarse junto a ella con los dientes largos. Se levantó el telón y vieron a Alex Marly discutiendo con una Helena muy ligera de ropa y que, para engatusarle, se quitaba lo poco que llevaba puesto. Max de Laume echó una ojeada a la espalda rechoncha de la madre Jacquet y luego a la tentadora espalda de Ponette. ¡Y pensar que había venido por ella! Después, constató de un vistazo que la misteriosa Michelle, sentada a su derecha, había cruzado tan alto las piernas que dejaba al descubierto las pantorrillas y una rodilla, enfundadas en medias de seda.

Movió su silla hacia delante, colocándola entre la de la señora Jacquet y Ponette, y fingió escuchar a Alex Marly con suma atención. El actor bailaba mientras decía gangueando: «¡Soy Menelao y aquí no corto el bacalao!». Echó la mano hacia atrás y cogió uno de los finos tobillos, sintió la redondez de la pantorrilla, después la de la rodilla… Se detuvo, indeciso, y dejó caer la mano por detrás de la rodilla con una suave caricia. Como Michelle descruzó las piernas ante este gesto, él siguió lentamente su camino hasta que, al terminarse la seda, sus dedos rozaron una piel tan suave que hubiera querido besarla.

Estaba tan excitado que el corazón le latía a toda velocidad. Michelle no ofrecía ninguna resistencia, así que le echó valor: estrujó el fino tejido de las braguitas y palpó el misterioso fruto dentro de su mullido escondite. Sabía que estaba sometida a su voluntad y la acarició hábilmente pero, de pronto, las piernas se cerraron con fuerza. Soltó a su presa y no tuvo que girarse para estar seguro de que Michelle, rígida, acababa de experimentar una sensación tan profunda como la que ella había infligido unas horas antes a Cecil Meere.

Cuando por fin Helena se desnudó (salvo por un taparrabos y una sábana alrededor de su cuerpo que le cubría un pecho y el vientre), reconquistó a Menelao y recibió los exaltados aplausos, Max de Laume se decidió a afrontar la mirada de su compañera. En sus ojos solo leyó una inocente amistad. No había sucedido nada. Tuvo la cortesía de no insistir y solo pudo preguntarse con modestia: «¿En quién estaría pensando? ¿En d’Entraygues, quizá? ¡Pues que le vaya bien! ¡Lo lleva claro con esta gatita viciosa!».

Y se inclinó sin remordimientos sobre la nuca de Ponette, cuyos rizos castaños se crisparon bajo su aliento. Ella se estremeció: «¿Será mejor que Léo?». No dejaba de buscar, con una infatigable esperanza que siempre se esfumaba, al hombre definitivo que acariciara sus aburridos pechos.

—¡Venga, vámonos! —dijo Ponette tras el segundo acto—. Tengo que ir a dar un recado a los Lerbier de parte de Ransom. A Plombino y a él les gustaría muchísimo que cenaran con nosotros. ¿Me disculpa, querida?

La señora Jacquet mostró con garbo su dentadura, mientras que Michelle le dirigía a Sacha Volant, sentado en el patio de butacas, la mejor de sus sonrisas. Fuera del palco, la señora Bardinot, incapaz de guardar un secreto que pudiera sorprender, confió al guapo Max:

—Creo que están amañando bajo cuerda que John White compre la patente de Lerbier.

—¿Y Vigneret?

—¡También estará en el ajo, por supuesto! ¿A usted no le gustaría entrar en el asunto?

—¿Se piensa que soy un potentado?

Ella sonrió, ¿qué pretendía decir con esa respuesta?

—Siempre hay algo para los amigos…

Max se puso a la defensiva:

—Mire, esos líos no van conmigo. Yo no soy como Léo.

A Ponette le atraían los caracteres autoritarios y le gustaron los malos modos de Max. Él se ganaba la vida únicamente con su talento, ¡una gran ventaja sobre Léo! Además, aunque los dos llevaran una medalla por la guerra, Max no la había robado… Frente al palco de los Lerbier, en el momento en que él agarró el picaporte para abrir, ella le sujetó la mano:

—¡Usted me gusta!

Max encajó bien el golpe, estaba acostumbrado. Su curiosidad por Michelle, reavivada por aquel primer logro con ella, no le impedía estar receptivo al avance de la señora Bardinot, una amante envidiable. Ponerle unos cuernos prenupciales a d’Entraygues tenía su gracia. Suplantar al querido Léo, también.

—¿Y Mercœur? —preguntó.

—¿Qué pasa con Mercœur?

—¿Ha desaparecido? ¿Qué ha hecho con él?

—Creo que esta noche me ha dejado por Hélène Suze o por Ginette Morin.

—¿Y no le importa?

Lo miró fijamente a los ojos con una ternura sumisa:

—Ay, tonto… Me gusta.

Max le guiñó un ojo. Trato hecho.

Una hora más tarde, el coche de los Lerbier se detuvo delante del Rignon. A pesar de lo que había dicho y de la repugnancia que sentía, Monique tuvo que ceder ante las presiones de sus padres y, sobre todo, ante las súplicas de Michelle. La señora Jacquet nunca dejaría a su hija ir a esa cena de Ransom si no fuera con su amiga, ella ya no tenía edad para esas cosas… La señora Lerbier se había ofrecido a llevar a la niña a casa cuando regresaran.

Max de Laume y la señora Bardinot ya estaban allí, junto con Ransom y Plombino, cuyos coches Voisin de doce cilindros arrancaban en ese momento para hacer sitio bajo la marquesina.

—¡Por tu culpa he tenido que venir! —le espetó Monique a Michelle.

Se sentía mal estando allí después de la promesa que le había hecho a Lucien. Nunca la habría roto si no hubiera temido hacer sufrir a su padre con su obcecación. Aún le retumbaban en los oídos las crudas palabras que el hombre le había dicho: «¡Hazlo por mí! ¿No quieres? ¡Pues hale, vete a dormir, ya que tu familia te importa un pimiento!». ¡Pobre papá! ¿Tan graves eran sus problemas de dinero?

Michelle tomó a su amiga del brazo:

—¡Mujer, ya verás cómo nos divertimos! ¡Pero antes que nada, yo quiero bailar!

Empezó a canturrear, contoneándose, la tonada de un tango que les llegaba a ráfagas a través de las puertas giratorias de cristal. Antes de entrar, Monique lanzó una mirada hostil a la muchedumbre que desfilaba pavoneándose al bajar de los coches. Los hombres llevaban sombreros de copa y bufandas de seda abiertas sobre las pellizas; las mujeres, con largos abrigos de chinchilla o de visón, exhibían en la cabeza penachos o recogidos repletos de joyas.

Monique iba a ponerse en la cola para entrar cuando le pareció ver el coche de Lucien que, en vez de pararse en la marquesina, giraba al final de la calle y se detenía una veintena de metros más allá, junto a la entrada de los reservados.

—Ve tú —le dijo a Michelle—. Quiero ver una cosa.

«Le habrá dejado el coche a un amigo», se decía, «como me lo prestó esta tarde a mí». Entonces vio algo que la horripiló: ¡Lucien abrió la portezuela, bajó y le tendió la mano a una joven que llevaba una capa de marta parecida a la que ella había encargado en la peletería! Rápidamente, como dos enamorados que no quieren ser vistos, la pareja se adentró en el local.

Quiso cerciorarse y recordó que, en una comida reciente con Lady Springfield, había visto en el restaurante una escalera interior que conducía al primer piso. Volvió rápidamente junto a Michelle. Delante de ellas, el señor y la señora Lerbier apretaban el paso hacia la gran mesa oval donde los banqueros les hacían señas de pie. Max de Laume y Ponette, sentados uno al lado del otro, flirteaban tranquilamente.

A Monique le pareció oír decir a Ransom: «Aquí estaremos mejor que en una sala, esto es más alegre», y a su madre: «¿Qué mosca te ha picado? ¿No te quitas el abrigo?».

—Sí… Ahora vengo —murmuró.

Acto seguido, salió corriendo y subió las escaleras. Llegó justo a tiempo para ver a Lucien en el descansillo, delante de una puerta abierta que le indicaba un camarero. Estaba quitándole la capa a su compañera, cuyo vestido se abría por detrás hasta la cintura. Era morena, con una maliciosa sonrisa felina, ¡Cléo, por supuesto!

Monique se agarró a la barandilla, le fallaban las piernas. ¿Era una alucinación? ¡No! Era una realidad que la dejaba anonada y la horrorizaba absolutamente. El camarero, que en esa asombrosa visión acababa de cerrar la puerta de la sala, se acercó a ella solícito.

—¿Le puedo ayudar, señora?

Ella balbució: «La mesa del señor Plombino…». Y pensó: «Entonces, la carta anónima…».

Al escuchar el célebre apellido, el camarero hizo una reverencia:

—Está abajo, señora. Si la señora desea que la acompañe…

—¡No, gracias!

Se dio la vuelta enloquecida y, para rumiar todo su dolor, bajó a toda velocidad las mismas escaleras por las que había subido Lucien. El camarero le gritó:

—¡Señora, por ahí no! ¡Por ahí no!

Llegó a la calle y echó a andar junto a la fila de coches. Los chóferes estaban charlando. Pasó por delante del automóvil de Lucien. Marius la vio y, sorprendido, se levantó la gorra con un gesto automático:

—¡Señorita!

Solo entonces, como si hubiera necesitado esta última prueba, se dio cuenta de la magnitud de su consternación y su dolor. Volvió sobre sus pasos, se cruzó otra vez con Marius, a quien esta vez no pilló desprevenido y fingió no verla. Subió de nuevo por la escalera que daba a las salas y tuvo la suficiente sangre fría como para dar una explicación al camarero, quien sospechaba que había ocurrido algo extraño y la miraba estupefacto.

—Me había dejado una cosa en el coche.

Y, como una autómata, bajó al restaurante. En la mesa la recibieron unos saludos entusiastas. Plombino le señaló su silla: «¡A mi ladito!» pero, en vez de sentarse, se acercó a su madre y le dijo al oído:

—No me encuentro bien. Me voy a casa.

Un evidente escalofrío le recorrió todo el cuerpo, tenía tan mala cara que su madre se alarmó:

—¿Qué te pasa? Te acompaño.

—¡No, no, quédate! —le ordenó nerviosamente—. Te enviaré el coche de vuelta y llevarás a Michelle a su casa después de cenar. Quiero acostarme.

Monique insistió:

—No me pasa nada, de verdad. Tengo un poco de fiebre, no te preocupes por mí.

Y, sin decir nada más ni mirar a nadie, se abrochó el abrigo y se marchó con la cabeza bien alta.