Fueron unas semanas de absoluta felicidad. Monique disfrutaba orgullosa de una libertad total que por fin había conquistado. Su joven sed de voluptuosidad se aplacaba como nunca al recibir un placer sin límites que empezaba a conocer.
Hasta ahora, cuando estaba en brazos de quien creía poseerla, un confuso sentimiento de inferioridad y un rencor contra la sumisión no le habían dejado disfrutar plenamente la furia de sus sensaciones.
En el momento álgido de la unión, siempre se había sentido sometida a aquellos hombres con los que había aceptado o deseado acostarse, ya que la posibilidad creadora que aún rechazaba dependía de ellos más que de ella.
Eran unos momentos embriagadores pero inciertos en los que su voluntad de despegarse, a veces incluso antes del momento culminante, no solo mermaba el placer sino que añadía una amarga insatisfacción. La humillaba profundamente pensar que siempre dependía de todos esos hombres, dominadores temporales. Y si no hubiera tenido cuidado, podían haberse alzado como los auténticos dueños de su vida incluso tras haber desaparecido: era ella la que tendría que ofrecer su carne y su aliento durante nueve meses. ¡Pero era más que eso, se trataba de su propia supervivencia!
¿No constituía el riesgo más peligroso, el más mortificante, de todas las ataduras femeninas? La maternidad solo tenía sentido y grandeza si era consentida. Mejor aún: deseada.
Es cierto que hubiera podido, como tantas otras, sortear esta ley de la naturaleza mediante alguna artimaña previa… El malthusianismo, como le dijo un día ese Georges Blanchet que tanto le había desagradado, estaba abierto a todo tipo de trucos… ¡Pero ella no se veía pidiéndole, por ejemplo, a Briscot, que antes de acercarse a ella se pusiera una de esas fundas que Michelle siempre llevaba por si acaso en el bolso antes de convertirse en la marquesa d’Entraygues! Esta ocurrencia, que en otra época había indignado a Monique, ahora le hacía sonreír; pero también pensaba que ese ridículo espectáculo acentuaba la hipocresía y, creía ella, la humillación. Le asqueaba pensar en llevar algún preservativo encima, como si fuera un pintalabios o colorete…
El haber elegido voluntariamente a Peer Rys para colaborar en esa gran obra en la que ella sería el artífice principal, dejaba a un lado pequeñas y penosas preocupaciones así como cualquier sentimiento de dependencia. Monique aceptaba con alegría las leyes de la naturaleza, y las recuperaba en igualdad de condiciones.
Al placer de abandonarse por completo al disfrute físico se añadía el goce del amor propio. Por primera vez, Monique desarrollaba plenamente su personalidad. Su orgullo se deleitaba controlando al hombre y vivía una exaltación divina por haber escogido al más guapo para esa luna de miel carnal y por ser finalmente ella misma.
La gratitud por el placer que recibía, que a muchas otras convertía en auténticas esclavas, infundía dulzura infantil a la involuntaria pero constante manifestación de su superioridad. Era tan consciente de esta y, a su pesar (pues nunca había sido vanidosa) la mostró tantas veces, que Peer Rys, harto de que lo redujeran al rol que él solía otorgar a las mujeres, enseguida mostró su descontento.
Su sangre sarracena —que, mezclada con la de todas las razas europeas, es la predominante en las venas del pueblo argentino a pesar de la variada amalgama— le inclinaba hacia una vanidad natural que había ido en aumento y le empujaba a rebelarse contra una amante empeñada en serlo. Tras su pseudónimo escandinavo y su herencia latina, Peer Rys, hijo de italiano, realmente no era más que un moro.
Al cabo de un mes, Peer —traducción de Pietro—, ya estaba harto. Este bailarín nudista solo concebía una compañera hogareña y discreta. Monique, si no hubiera tenido más pretensiones, le habría parecido una amiga deliciosa. Pero cuando se ponía autoritaria y quería que la dejase embarazada, se volvía insoportable y le reducía a una especie de semental. ¿Un hijo? ¡Ya se lo había hecho a otras sin tantas historias!
Sin embargo, un paréntesis iluminó la última quincena de su pasional historia. La Semana Santa caía a finales de abril y Peer carecía de compromisos hasta mediados de mayo, cuando se marcharía a Londres. Los salones aristocráticos reclamaban su presencia a condición de que usara un taparrabos… En cuanto a Monique, tras un invierno de mucho trabajo, le apetecía descanso y soledad. Así que él se dejó secuestrar: una escapada a la playa… ¡Listos para ir a Clairvallon!
La maravillosa primavera de Provenza les dio la bienvenida. El tranquilo hotel que daba al golfo de Saint Tropez les gustó. Los pinos cortaban el cielo con sus grandes copas negras. El romero se había desprendido de las flores que lo cubrían y, azul pálido, perfumaba fuertemente el aire. Frente a ellos, el mar resplandecía como un lago en calma. Parecía un gran zafiro encajado en la esmeralda que formaban las colinas; en el centro estaba Saint Tropez rodeado de sus antiguas murallas, como un broche de oro rojizo.
Fue la última chispa de un fuego que se extinguía.
Monique empezó a temer entonces que su deseo no se cumpliera: no había podido evitar tener la menstruación, tal y como temía. Tenía tantas ganas de ser madre que un instintivo análisis de todo su ser le hacía encontrar, con una ardorosa necesidad, el secreto para resultar apetecible. La tierna dulzura del amante, «su Piètre», le devolvía el gusto por un acto que había acabado siendo funcional. La ilusión de sentirse amado por sí mismo le restituyó unos sentimientos ingenuos y espontáneos. Ambos se dejaban llevar por el aire salino sin pensar en nada. Su juventud se acrecentaba con el trote de los animales o el letargo de las plantas. Cualquier cosa les divertía: mil detalles de la vida cotidiana de una cómica sencillez.
Sus noches desnudas eran una interminable unión en la que el deseo resurgía incansablemente, incluso en el sueño profundo o el ligero despertar de la mañana.
Monique conoció una insaciable sed de caricias. Los besos de su Piètre, que la habían abierto a una voluptuosidad total, completaron su progresiva iniciación. Se había ofrecido a él íntegramente, con la ingenuidad de una rosa que se abre al sol. Unos bruscos arrebatos la empujaban hacia sus musculosos brazos. La barca donde navegaban solos —a merced del timón fijo y el motor—, la calurosa arena de las calas, los olorosos caminos de la montaña… Todo valía como lecho ocasional para satisfacer su deseo.
Durante los momentos de pasión, la embriaguez de las furiosas acometidas de Peer apretando los dientes, hacían gritar a Monique. O bien, inmersa en la sabia lentitud de la penetración, le susurraba palabras tiernas similares al arrullo de una paloma. Era entonces cuando creía que amaba. Y, en el momento de la efusión compartida, deseaba con todas sus fuerzas que naciese un hijo de la unión de sus cuerpos.
Un día él la tomó de imprevisto en las agrestes montañas y ella quiso convencerse de que su sueño se cumpliría. Estaba recogiendo lavanda bajo unos pinos cuando, de pronto, él se aprovechó de su postura para levantarle la falda. Monique sintió que el ardiente dios la poseía, lanzó un gemido animal y se ofreció activamente. Toda la energía de la naturaleza se desencadenó junto con ellos bajo el sol. Las fuerzas centenarias que, sin preocuparse de castidades adquiridas, trabajan instintivamente para perpetuar la especie.
Durante mucho tiempo recordó con un tierno pesar aquel momento en que creyó comunicarse con el espíritu de la tierra…
—¡Mi ramo! —exclamó antes de continuar el paseo.
Recogió unas perfumadas ramitas y abrazó el moreno cuello de Pietro, que contemplaba el paisaje satisfecho. Se molestó con él: ¡solo tenía que pensar en ella! Y, poniéndole el manojo de lavanda debajo de la nariz, le dijo:
—¡Huele esto!
Él sintió un cosquilleo y estornudó. Monique se echó a reír.
—¡Voy a conservar estas flores! Nunca se marchitarán en mi recuerdo.
Dos meses después, en París, Monique sintió una divertida indiferencia cuando encontró uno de aquellos brotes secos entre dos poemas de un libro de Samain que se había llevado a Clairvallon y que, desde la primera noche, había renunciado a leer en voz alta con su pareja.
Una triste decepción arruinó el final de su estancia. La inexorable aparición del periodo le confirmó por segunda vez que ya no podía esperar de su compañero nada más que un intercambio de sensaciones, algo que cualquier otro gimnasta limpio y sano le podría procurar.
En ese momento vio a Peer Rys con su auténtica desnudez: era tonto, ignorante y vanidoso. El orgullo con el que ella lo había exhibido hasta entonces, como a una bella mascota, mutó en una irritación insuperable ante las miradas de admiración que todo el hotel les seguía echando. Por todas partes, en el restaurante, en la terraza, en los pasillos y hasta en los senderos por donde paseaban, las mujeres seguían con una mirada provocadora o tímida al «bailarín desnudo», y él hinchaba el pecho con arrogancia. O bien sacaba su minúsculo neceser, que contenía un espejito, un peine y una polvera, y se ocupaba minuciosamente de su cutis mientras que ella hablaba. Monique se encogía de hombros con lástima.
Peer estaba enfadado y buscaba cualquier motivo para discutir. Encontró uno en las cartas de sus admiradoras: al principio, Monique se interesaba por su procedencia. Más por curiosidad que por celos. Era una gran distracción a la hora del café. Abrían los sobres juntos, comentaban las cartas… Una costumbre a la que ella renunció desdeñosamente los últimos días.
El día anterior a marcharse, como ella simulaba estar absorta en la lectura de L’Éclaireur de Nice, el periódico local, Peer carraspeó molesto mientras dejaba ostensiblemente sobre la mesa un sobre perfumado.
Silencio. Monique no dijo ni mu, así que él estalló:
—¡Yo no sé qué hago aquí, si ya no te interesas por mi persona! ¡Menos mal que, aunque tú te desentiendas, otras me tratarán como merezco!
—Pero querido, yo también lo hago. Eres el bailarín más guapo del mundo, claro que sí.
—Y el hombre más estúpido, ¿no? ¿Como tú la mujer más inteligente?
—Lo estás diciendo tú.
Peer se levantó muy pálido y exclamó:
—¡En cualquier caso, el más estúpido de los dos es el menos inútil! ¡Yo puedo engendrar niños! —Y enseñando las cartas a Monique—: ¡Mira, mira! ¡No me faltan ocasiones, todas las que quiera!
Ella le miró de arriba abajo, altiva. Pero el sarcasmo había surtido efecto. ¡Sí, era una inútil! De repente, la tristeza por ser estéril creció hasta convertirse en el desierto de su soledad…
—¡Estate tranquilo, que no seré yo quien te retenga! —le contestó herida.
Pero, después de pensarlo, añadió con una sonrisa melancólica:
—Te equivocas. ¿Por qué pelearse? Empezamos como amigos. Dejémonos como amigos…
¡Peer Rys! Ahora estaba en Roma. Pensaba en él como en un amigo, a pesar de sus defectos. Sin duda, los había visto desde el principio, pero no le había querido precisamente por su nivel intelectual… ¿Podía estar resentida con él por no haberle dado lo que ella deseaba?
Con una tenaz voluntad de no desesperar aún, le señalaba a él, y no a ella misma, como responsable del fracaso. Dejando un lado su mediocridad, había pasado con él unos momentos que primero fueron buenos, luego deliciosos y después menos buenos, ¿qué reproche podía hacerle?
No se le pasaba por la cabeza que el motivo de su desilusión pudiera ser ella misma, solo ella. Tampoco se preguntaba por qué se había cansado tan pronto de unas cualidades amorosas que la habían atrapado enseguida.
Estaba convencida de ser moralmente superior a los hombres que la rodeaban y su herida cicatrizada le hacía sentir pánico ante el amor tal como lo veía en su entorno, así como un miedo al sufrimiento si se dejaba caer otra vez. Unas anteojeras que limitaban, en el orgulloso surco de su búsqueda, el fecundo campo de visión de la vida.
Una vez que Peer Rys hubo regresado a sus espectáculos, Monique continuó su propio camino con confianza. Cualquier otro podría hacer lo que él no había sido capaz. Así que identificó, sucesivamente, a varios procreadores.
El primero fue un diputado de la región de Midi, que la sedujo por su parecido con Mistral. Lo había conocido en una cena multitudinaria en casa de los Hutier: primero le llamó la atención su cara noble y fina y después escuchó divertida su vigorosa voz. Pero a este presuroso amante de engañosa voz musical solo le faltaban la cresta y los espolones para ser un gallito. Enseguida le decepcionaron su ambición y sus aires de suficiencia.
Después estuvo con un ingeniero de rasgos romanos y hombros anchos, un gran constructor de puertos y vías férreas. Manejaba ideas claras y proyectos intrépidos. Le gustó por su franqueza y su inteligencia, que los viajes y el trabajo internacional habían acrecentado. Pero al cabo de tres meses las esperanzas que había depositado en su cuerpo de toro se desvanecieron. El ingeniero no era más fértil que un buey.
A Monique le acabó asaltando una duda: ¿y si fuera culpa suya? Decidió consultar a un médico, pero retrasaba el momento cada semana. Las horas pasaban cada vez más rápido: a medida que aumentaban los ingresos, crecía el esfuerzo, lo uno llevaba a lo otro.
Tuvo que ampliar su negocio a las tiendas vecinas, tras asegurarse su alquiler, y ahora también se extendía sobre ellas el largo rótulo de mármol verde. Encima del triunfante letrero destacaban las palabras Decoración, Curiosidades con el nombre de la empresa escrita con sobrias letras doradas.
Monique no lamentaba haber dejado de salir por la noche. Ya no la veían en las salas de baile ni en los music halls. Todos los días empezaba a trabajar a las diez de la mañana y se quedaba hasta tarde dibujando y coloreando sus muestras, siempre que no cenase fuera o con algún amigo, pues, después del diputado y del ingeniero, seguía esperando, ya sin grandes esperanzas, a ese hijo con el que comenzar su experimento y superarlo con éxito.
Lo único que le gustaba de su mundanal éxito era que le permitía una independencia material. El mundo aceptaba en una Monique Lerbier reconocida y triunfadora lo mismo que le había reprochado cuando era una persona gris y pobre. Ese beneplácito, lleno de banalidad y servilismo, solo le proporcionaba una satisfacción: poder traer al mundo libremente, sin tener un compañero o depender económicamente de nadie, a un ser libre y educarlo en el desprecio de las costumbres y las leyes que a ella le habían hecho sufrir tanto.
¿Un hijo natural? ¿Y después? Llevaría el nombre de su madre con la frente bien alta. Desde el momento en que diera sus primeros pasos, lo liberaría de ataduras sociales. Le enseñaría a querer, sin hipocresía, todo lo que vale la pena, así como a no desear nada que atentara contra su dignidad. Así, con palabras superfluas, le ahorraría males innecesarios.
Sí, esa seguía siendo su principal motivación: un hijo que solo le perteneciera a ella y del que estuviera orgullosa, que fuese el centro de días solitarios y horas muertas que ni el trabajo ni la voluptuosidad lograban llenar, y que a la larga le cansaban.
Lo que aún no se confesaba a sí misma era esta otra íntima razón: una necesidad de ternura y de amor insatisfechos, el desamparo absoluto de una mujer abandonada, incluso en la soledad de sus parejas. Monique proyectaba en su deseo de estar embarazada las mismas ansias de complemento y la misma sustitución sentimental que tantas esposas infelices buscaban en la maternidad.
En el momento en que perdió las esperanzas, el sentimiento de haber fracasado volvió a invadirla inconscientemente. Su cuarto intento le había dejado una tristeza que, poco a poco, estaba convirtiéndose en neurastenia. Enseguida rompió con su amante, provocándole una rabiosa desesperación.
Era un pintor de su edad, divertido y vividor, que creaba paisajes con círculos y retratos con cuadrados. Todo con una tonalidad granate salpicada de blanco… No es que esas creaciones le pareciesen lógicas, sino que obedecían a unas ganas de impactar propias de la juventud. Además, entre ellos la estética no había tenido nada que ver…
Afortunadamente, habían llegado las vacaciones. Monique le dio una pista falsa para evitar que la siguiera. Mientras él la buscaba en Suiza, ella se escondió en una pequeña playa bretona: Rosmenidec, un hueco entre dos enormes acantilados. Los árboles llegaban hasta el mar… Un pueblo de pescadores donde solo había cinco o seis casas y un modesto hotel.
Pasó allí un mes sola, evitando cualquier compañía. Salía al amanecer con un cuaderno de dibujo y lápices y no volvía hasta el mediodía para comer rápidamente en el hotel, después volvía a salir para deambular entre las rocas hasta la hora del baño… Y por la noche, muy tarde, soñaba despierta echada en la arena o daba una vuelta por el campo.
En un primer momento se había zambullido en este saludable encuentro consigo misma pero el contacto con la impávida naturaleza así como con sus vecinos —unas relaciones escasas pero inevitables—, le había hecho sentirse enseguida aún más sola que en París, inmersa en su trabajo y rodeada de rostros que iban y venían.
El espectáculo de la mediocridad humana le pareció aún más desolador ante la grandiosidad de un ambiente tan sereno: tierra, mar y cielo por los que su profunda angustia intentaba echar el vuelo en vano, como un pájaro que acaba de nacer. Tenía ganas de llorar de impotencia ante esa inmensidad que ayer, animada por su fe, abrazaba y hoy su imposibilidad la abatía.
Entonces, por primera vez desde su huida, su atormentado corazón se rindió a la evidencia. No había logrado nada con la libertad. ¿Su trabajo? ¿Para qué le servía si solo alimentaba su desolación? El placer no había sido más que un simulacro del amor. Si no podía tener un hijo, ¿qué le quedaba?
No valía para nada seguir engañándose: ese era el balance claro y cruel del pasado. Unas ruinas de las que no había salvado nada. Ni siquiera ese cordón que, en remotos momentos de tristeza, la unía al espejismo del nido familiar.
¿Su madre? Tras la mediación de Plombino, la había visto una o dos veces. ¿Su padre? También había accedido a recibirlo en la calle de La Boétie. En aquellos encuentros, superado el primer malestar, había sentido una emoción casi dulce… El tenaz lazo de los recuerdos se había relajado pero no roto. Volvía a verse como una niña feliz… Pero enseguida notó que tenía ante sí a unos hostiles extraños que le sonreían con reproche.
Solo les contaba banalidades porque, de lo contrario, chocaba contra la roca de la incomprensión. Los tres se cansaron pronto: ellos eran demasiado mayores para dar el paso necesario para recuperarla, y ella era demasiado categórica para hacer teatro. Cuando les vio tan anclados como siempre en sus costumbres, solo que más pueriles bajo las arrugas y las canas, sintió con tristeza la ruptura definitiva… Ya no tenía nada en común con ellos, ni siquiera el sufrimiento, con el que habían cargado de manera tan diferente.
Monique, sentada en la playa apoyando la espalda contra una roca, cogía puñados de arena maquinalmente y luego dejaba escapar entre los dedos esa fina lluvia seca… Así pasaban las horas, corriendo en un reloj de arena que se daba la vuelta una y otra vez… ¡El pasado no existía!
Veía revolotear a las gaviotas sobre el susurrante reflujo de la marea. Rozaban el agua con sus vientres blancos y luego, con las alas extendidas, alzaban el vuelo dando un brusco impulso. El sol se ponía en el horizonte entre palacios de nubes que se iban derrumbando. «¡El futuro!», se dijo Monique. Abatida, dejó caer la mano sobre la arena otra vez… En su interior y alrededor de ella solo veía soledad y, luego, vejez.
Le llegó el eco de una canción lejana. Algún pescador estaría remendando las redes… De la melodía brotaban unas notas solemnes, como un rezo de resignación. Toda la miseria y todo el valor de las vidas de los marineros, siempre luchando contra los elementos… Monique sintió vergüenza y se despabiló.
«Estoy loca», dijo mientras se levantaba. «¡No pensar más que en una misma es como estar ciega! Para empezar, no estoy segura de que nunca pueda ser madre. Y si no, ¿qué más da? ¡La señora Ambrat dedica su vida a los hijos de los demás!»
Regresó a París al día siguiente. Durante el mes de septiembre tuvo que preparar la temporada de invierno, lo que la absorbió hasta el punto de no encontrar tiempo para ir al médico, tal como había decidido, hasta los primeros días de otoño. La señorita Cherbalief, que tenía una pariente que había sufrido una enfermedad femenina el año anterior, le recomendó al doctor Hilbour.
Se presentó allí sin prejuicios, confiando en la ciencia y en la autoridad de su sacerdocio. Esperaba ver a un señor mayor, lampiño, con gafas… y se encontró con un joven de barba bien cortada y ojos sonrientes. Cuando le contó el motivo de la consulta, aunque le habían advertido de las obligaciones que conllevaba una revisión como esa, se lo pensó dos veces al ver esa especie de camilla en la que el doctor la invitó a sentarse tras hacerla pasar a una pulcra habitación. Pero estaba decidida, costara lo que costara.
Cerró los ojos y no los volvió a abrir hasta que Hilbour dijo con voz cantarina:
—Muchas gracias.
—¿Y bien, doctor? —preguntó ansiosa mientras se recolocaba.
Él carraspeó:
—Mire, señorita… Creo que así lo entenderá mejor… —dijo mientras señalaba la pizarra y cogía un trozo de tiza.
—No hace falta. Tengo bastantes nociones de anatomía…
Él la miró sin intentar disimular su sorpresa y dijo sin rodeos:
—Pues entonces, escuche: habría que recurrir a una intervención básica que, puedo asegurarle, no es arriesgada… a lo sumo un poco molesta… Le explico: la forma de su matriz hace que la concepción sea imposible. Tiene una particularidad que muchas mujeres le envidiarían: un cuello uterino estrecho con el que no puede temer o desear quedarse embarazada, ¡depende del punto de vista! —añadió con una tímida sonrisa—. Los espermatozoides más listos se rompen la nariz. ¡No son capaces de entrar!
—¿Y cuál es el remedio?
El doctor señaló, sobre una mesita de cristal, el pequeño arsenal que reposaba junto al espéculo que acababa de utilizar: pinzas, hojas de alga laminaria…
—Abrir el camino con una dilatación progresiva… También es posible, esta es la solución más radical, realizar una intervención quirúrgica: anestesia, legrado, y también dilatación. Usted elige.
Monique dio su opinión al instante:
—Probemos con su método. Confío en usted… ¿Cuándo empezamos?
—Cuando quiera… Hoy mismo, si tiene tiempo.
—¡Adelante!
Y se volvió a echar con decisión en la camilla no sin antes ponerse cómoda, tal y como le aconsejó el médico. Con mucho cuidado —y una discreción que ella agradeció— el doctor llevó a cabo las primeras curas. Hilbour era uno de esos médicos que no suelen resistirse a los encantos de sus pacientes, pero tenía por principio no asustarlas en la primera consulta. Reservaba las sorpresas para las siguientes visitas, a domicilio.
A pesar del dolor punzante, Monique se obligó valientemente a seguir con el tratamiento. Seguramente habría seguido si no hubiera sido porque, en la tercera sesión, el facultativo se rindió ante sus encantos. El doctor, tomando por descaro lo que no era más que simple indiferencia, se permitió algún gesto que no dio lugar a dudas sobre sus intenciones.
Monique, ante este abrupto ataque, sintió una repulsión insoportable que la levantó de golpe. Furiosa, puso al cerdo de patitas en la calle.
—¡Un tipo encantador, ese doctor Hilbour! —dijo simplemente a la señorita Claire unos días después—. ¡Quizá tenga pacientes que estén satisfechos con él!
La tosca lujuria de la mayoría de los hombres, siempre desatada, le indignaba. ¡Al menos los animales tenían su época de celo! ¿Qué idea tendría ese maníaco de las mujeres y, en concreto, de ella misma? ¡Ella no era ninguna perrita! Consideraba ese comportamiento tan humillante como la peor de las ofensas, y a la tristeza de ser estéril se sumó otro desaliento. Para ese bruto, al igual que en mayor o menor medida para casi todos lo que la cortejaban, ella no era más que un trozo de carne a su disposición. ¿A nadie le importaba lo mejor de sí misma: lo que pensara o sintiese? ¿Qué podía esperar de una vida sin afectos desinteresados? A falta de la permanente compañía que le hubiese hecho un hijo o una hija, a falta de entregarse al absorbente trabajo de modelar un carácter, ¿a quién o a qué debería unirse? ¿Qué hombre valía la pena? ¿Cuál sería la tarea que llenaría el abismo de su vida?
Pensó que todos los médicos no serían como ese, que era la excepción que confirmaba la regla de la honestidad profesional. También pensó que, si soportaba el dolor físico, conseguiría la capacidad que, de momento, le faltaba. La depresión que atravesaba le hizo desechar ambos razonamientos que en otro momento la hubieran llevado por distintos derroteros. En cuanto a la intervención quirúrgica, ¿por qué tendría que intentarlo, ya que nadie la amaba ni ella amaba a nadie? No tenía fuerzas para luchar. Se dio cuenta de que con cada claudicación de su voluntad se volvía más débil. Se dejaba llevar con los ojos cerrados a una fatalidad que la arrastraba…
Entonces ocurrió un incidente que, bien pensado, no debería haberle extrañado, pero que la sorprendió por lo imprevisto que fue y remató su misantropía.
Plombino, que no la había dejado en paz tras su infructuosa mediación, se hallaba casualmente sentado a su lado en una gran cena que ofrecía la señora Bardinot con la excusa de celebrar el nombramiento de su marido como presidente del Banco Unificado del Petróleo. El auténtico motivo era ofrecerle al barón una oportunidad para conseguir a la mujer con la que estaba obcecado. Su pasión frustrada se había convertido en una obsesión. Aguantó hasta el final de la cena pero, cuando ya estaban terminando el postre, dejó de contenerse y, resoplando, rozó insistentemente la pierna de Monique con la rodilla.
Ella se volvió hacia el paquidermo con gesto decidido:
—¿Se encuentra bien?
Él resolló, con los ojos pegados a un escote que dejaba al descubierto la radiante redondez de los hombros, unos brazos esculturales y una espalda de terciopelo. Se levantaron de la mesa y ella tuvo que aceptar agarrarse al brazo que él le ofreció torpemente. Entonces Plombino se rindió y dijo con su voz gangosa unas palabras llenas de sincera emoción:
—Mire, estoy enamorado de usted… ¿For qué no quiso amueblar el falacete del farque Monceau? ¡For esa cortesía, le hubiera fagado doscientos mil francos y un millón en crédito! Incluso más, si hubiera querido. Le daría todo lo que tengo, todo, fara gustarle…
Monique soltó una risotada insolente:
—Ah, no, usted no está enfermo, ¡está chiflado!
Se adentraron en el salón y ella se soltó de su brazo. Pero Plombino la cogió de la mano y la llevó hasta un rincón donde había unas palmeras ocultas por un biombo:
—Ya sé que a usted no le importa el dinero… Es rica, y luego lo será tanto que no sabrá qué hacer…
—Desengáñese. ¡En Francia hay muchos pobres! Y en Rusia hay millones de personas que se mueren de hambre. ¿Por qué no les da a ellos lo que me ofrece a mí? Así veré si le hago el honor de trabajar para usted.
El hambre del Volga, que dejaba a las puertas de los cementerios montañas de cadáveres infantiles, y la miseria que empujaba al canibalismo: Monique empalideció al pensar en las atrocidades que devastaban a un pueblo que durante dos años había dejado correr su sangre en aquella carnicería mundial… Con la mirada baja, recordaba las fiestas de antaño, a esos zares aclamados en París y a los presidentes de la República homenajeados en los palacios imperiales… Los Plombino, Ransom o Bardinot de entonces obtuvieron sus millones de los calcetines de lana de los campesinos o de las cajas fuertes burguesas, millones con los que estos golfos se enriquecieron y cuya legitimidad se hundió en el doble pozo de la guerra y la revolución. ¡Esa gangrena es la que había corrompido la solidaridad!
El pensamiento de Monique sobrevolaba por esta acumulación de catástrofes sin detenerse… ¿La humanidad, la vida, era esto? ¡Mentira y opresión por doquier! ¿Cómo podía haber gente que aún osara hablar de principios o declarar que existe el Orden, el Derecho y la Justicia cuando solo pensaba en llenar la barriga o descargar sus testículos?
Plombino era la súbita personificación de ese codicioso grupito; representaba a la estirpe de los oportunistas, que se llenaban los bolsillos con la miseria de los pueblos. Al ver su panza majestuosamente exhibida, Monique admiró la paciencia de todos esos infelices de rostro demacrado que vivían en las chabolas obreras, toda esa gente que se amontonaba como ganado en agujeros donde reinaban los piojos y la tuberculosis…
La ciega y lenta papeleta electoral había fracasado, y esto era producto de su engaño. Llegados a este punto, casi podía justificar la bomba del anarquista y su explosión de rabia… Monique razonó: «¡La bomba es un estallido no menos ciego! Un estrépito inútil, incluso perjudicial. Represalias que sofocan otras represalias. No se puede esperar nada hasta que las ametralladoras, aún en manos de los poderosos, no cambien de dueño…».
Más de una vez —al salir de uno de esos restaurantes nocturnos donde títeres y marionetas vestidos con diamantes y perlas desperdiciaban en una hora lo que alimentaría un mes a todos los desgraciados que tiritaban en los alrededores— se le había aparecido el espectro macilento de la revolución. Aquella noche la rondaba con más insistencia. Terminó de exaltarse cuando, al abrir los ojos de nuevo, echó un vistazo al salón de los Bardinot.
Allí estaba el ministro de Hacienda asignado por el Bloque Nacional, que representaba los valores republicanos y estaba al servicio de los grandes bancos internacionales. Había hombres de negocios que parecían cuervos embutidos en sus trajes negros o cebados puercos de abultados carrillos a los que habían travestido. Había políticos que rezumaban desinterés y mujeres medio desnudas que llevaban una especie de camisón. Finalmente, frente a ella estaba Plombino mirándola con ojos brillantes.
—Frometido queda —dijo gangueando—. Y, como usted no quiere nada de mí, voy a abrir una cuenta con dos millones fara la decoradora…
Monique se calmó ante la idea de curar, aunque fuera con unas gotas de oro, aquellos terribles males que sobrepasaban la imaginación.
—Tal vez acepte —murmuró—. ¡Pero tenga claro que la mujer queda al margen del dinero!
—Sí, sí… —gimió—. ¡Ah, si usted quisiera…! No se enfade conmigo: solo le fido que sea baronesa, que viva conmigo… Fodría hacer todo, todo lo que le apeteciera… ¡Nunca entraría en su dormitorio…! Nunca…
Con esa súplica entendió la magnitud de su propuesta. ¿Amantes? ¡Él se los proporcionaría si hiciera falta! Y se quedaría mirando por el ojo de la cerradura, como Hutier… Una náusea la mareó. Se dio la vuelta sin contestar, encogiéndose levemente de hombros. Él la siguió, obstinado.
Entonces Monique, imitando su acento, le espetó:
—Nunca, ¿lo entiende usted?, ¡nunca frabajaré para usted si me vuelve a decir esas cosas!
Plombino se quedó blanco e insistió:
—Solo quiero estar cerca de usted… foder aspirar su aroma… Usted sería libre… totalmente libre…
Monique le respondió de un tirón en voz muy baja:
—¡Es usted un ser nauseabundo! ¿No se da cuenta de hasta qué punto todo lo que dice y no dice le degrada y me ensucia? No, no lo ve… ¡Cállese! Usted y su dinero representan para mí toda la mezquindad del mundo, toda la ruindad y la violencia de la raza humana… ¡Su deseo me contamina y su lujo me horroriza! Usted es un… —se detuvo—. ¡No, es inútil, nunca lo entendería!
—¡Qué dura es usted! —suspiró.
Lo miró de arriba abajo: barrigón, penoso.
—Sí, usted no lo puede entender… Dejémoslo ahí. Esta noche estaba apenada. ¡Hay días que son así! Basta una gota de barro para colmar el corazón.
Él digirió la ofensa y le hizo una humilde reverencia:
—¡Ferdóneme, for favor! No quería… no sabía… ¿Triste, usted? ¿Cómo iba a saberlo? Quédese tranquila, nunca le volveré a decir… nada… Fara demostrar que me ferdona, frométame solo una cosa: que se encargará… cuando quiera, cuando fueda… de amueblar mi casa… ¡que lo haga la señorita Claire, si a usted le molesta fensarlo! ¡No, no! Ya no digo nada más… Mañana le enviaré un cheque de trescientos mil francos para sus fobres. Espero que no se haya enfadado conmigo… y que nos fodamos ver de cuando en cuando… ¡Gracias… gracias!
No sintió piedad por él. Babeaba por miedo al desprecio y, tras su servilismo, albergaba la hipócrita y persistente esperanza del multimillonario que está acostumbrado a comprarlo todo. La señora Bardinot acudió risueña pensando en su celestinesca idea. Monique aprovechó para despedirse bruscamente.
—¡Mujer, quédese! —exclamó—. Después de la ópera viene a cantar Marthe Rénal…
Pero Monique negó categóricamente con la cabeza:
—¡No, no! Tengo que trabajar. ¡Precisamente, gracias al barón!
A la señora Bardinot se le iluminó la cara saboreando la gran comisión que se llevaría y no percibió el sarcasmo de la ironía en el «adiós» burlón que le soltó Monique.
«¡Trabajar!», se repetía Monique mientras se despedía a la francesa… «¡Contribuir al bienestar y a la vanidad de esos patanes! ¡Ah, si esto sirviera para aliviar otras desgracias peores que las mías…!» No por ello su oficio dejaba de parecerle menos superfluo… Una diversión estéril. ¡Vaya bobada de trabajo!