XII

Desde aquel momento, se dejó llevar por su instinto.

Las horas pasaban igual de tristes una tras otra. Monique vivía en una especie de noche moral. La energía que era el motor de su existencia no era lo bastante potente como para guiarla en su deriva. Después de haber conseguido restablecerse, de nuevo caía en picado, pensaba que esta vez de manera irremediable. ¿Reaccionar? ¿Para qué? Ya no creía en nada.

Ese recóndito destello que se encuentra en lo más profundo de todos los seres y que perduraba dentro de ella, oculto entre las tinieblas del inconsciente, era capaz de mantenerla en pie, sin ser consciente de ello, sobre el fango donde, sin pena ni remordimiento, creía que se estaba hundiendo sin remedio.

Monique tenía, a pesar suyo, uno de esos caracteres tan rectos que pueden enderezarse de un porrazo cuando parecen tambalearse. Pero solo estaban convencidas de ello las dos personas que la conocían bien y que sentían por ella un poco del cariño que le tenían a tía Sylvestre.

La señora Ambrat y el profesor Vignabos habían presenciado con tristeza cómo Monique se distanciaba de ellos y espaciaba las ocasiones para verse. Tuvieron que resignarse después de un último almuerzo en la calle de La Boétie en la que Monique tuvo un repentino arrebato y les confesó todo lo que pensaba.

A partir de entonces, también ella tuvo la necesidad de evitar sus rostros apenados por lo perspicaces que eran. No había hecho falta que dieran su opinión. En sus caras leía un reproche, lo que era aún más doloroso para su amor propio, ya que esas personas le recordaban a su tía y los buenos y malos momentos del pasado.

Ya nunca volvía a ese cementerio. Solo vivía el presente. Un cambio que percibió la mayoría, pues se rebajó al mismo nivel de los demás. Beber, comer, dormir y, para completar el programa de los placeres, todo lo que hombres y mujeres se puedan imaginar en el terreno de los goces y los vicios. «Se está volviendo más simpática», decían de ella.

«¡Usted vale mucho más que para eso!», le dijo la señora Ambrat un día en que pasó por delante de los lujosos escaparates, ahora únicamente en manos del gusto refinado de la señorita Claire, y decidió entrar en la tienda a pesar de todo.

La señorita Cherbalief se encargaba de dirigir la parte artística y Monique confiaba en ella incluso para gestionar todas las decoraciones importantes tras unas someras instrucciones. El señor Angibault, responsable de la parte comercial, se hacía cargo de presupuestos y cobros.

De pie, delante de la señora Ambrat en la pequeña recepción, Monique, que a las dos de la tarde se acababa de levantar, dijo con un suspiro:

—Déjelo… De verdad… ¡Esta vida, en el fondo, es muy divertida! Primero me la tomé a la tremenda y luego demasiado en serio… Estaba equivocada. Es una farsa. ¡Lo inteligente es verlo desde un punto de vista cómico y, sobre todo, no dramatizar, porque en el fondo nada es importante! Uno puede amoldarse muy bien a esta vida… ¡No se preocupe!

La señora Ambrat se quedó mirando con pena los brazos caídos y el cutis plomizo de Monique.

—¿Eso es lo inteligente? —murmuró.

—Sin duda.

—¡Cómo puede decir esto una mujer! Cómo puede decirlo usted, Monique…

—Claro que puedo. ¿Por qué una mujer sin marido ni hijos —incluso sin padres, porque los míos…— tendría unos escrúpulos que no tienen los hombres? Debe resignarse, señora. ¡Que cada cual viva su vida! ¡Que a todos nos llega nuestra hora! ¡Y, mientras yo espero la mía, no me compadezca porque viva como un hombre!

La señora Ambrat esbozó un gesto de impotencia. ¡Le hubiera gustado decirle tantas cosas! Dio un cariñoso abrazo a Monique pues, a pesar de todo, creía en ella, y luego se marchó con paso rápido. Era la típica cuarentona delgada, sin edad definida y casi asexuada que, al no haber sido madre, dedicaba todo ese instinto femenino insatisfecho al consuelo de la educación. El hábito de enseñar le otorgaba una autoridad un poco arisca que abrigaba una ardiente sensibilidad.

Monique escuchaba bostezando las explicaciones que le daba la señorita Claire: el barón Plombino estaba encantado con su nuevo fumadero de madera veteada de arce y terciopelo color ceniza, y presentaba sus respetos a la señorita. Los bocetos de los decorados para la nueva obra de Fernand Dussol estarían listos esa tarde. La señora Hutier había llamado por teléfono dos veces: volvería a hacerlo un poco más tarde.

—Está bien. Gracias, Claire.

Monique ahogó otro bostezo. Ya no le interesaba nada… Bajo el prisma de su aburrimiento, el día se preveía monótono. Se miró con disgusto en un espejo que reflejaba una cascada de telas cayendo como un oleaje violeta y oro.

¡Vaya ojos tenía! ¡No era de extrañar, después de una noche como aquella! Se la pasó entera fumando con Anika Gobrony, las dos solas. Horas deliciosas en las que los sentidos se entumecían, pero que al día siguiente, junto con una sensación de vacío, le provocaban una apatía por todo lo que no fuese el tranquilizador olvido de la droga. Horas de nirvana salpicadas de largas charlas entre pipa y pipa. Horas en blanco en las que ambas, fraternalmente tumbadas a cada lado de la bandeja, recordaban interminables historias sin especial interés… cotilleos miserables que mostraban la desidia del pozo en el que, lentamente, se hundían el talento de la gran violinista que había sido Anika Gobrony y las excelentes cualidades de Monique como artista y como mujer.

Tuvo un sobresalto al oír el imperioso timbre del teléfono. Había desarrollado una fobia a esos sonidos tan bruscos, como si fueran una inoportuna intromisión en su marasmo.

El señor Angibault asomó su cuadrado rostro de metódico lorenés.

—La señora Hutier.

—Ya voy.

Monique suspiró. Los entretenimientos que solía proponerle Ginette ya no le divertían. Pero, al fin y al cabo, ¡mejor eso que nada!

Poco a poco, había vuelto a frecuentar las amistades de antaño. Hélène Suze y Michelle d’Entraygues, junto con la señora Hutier y Ponette, se habían convertido de nuevo en sus amigas más cercanas. Incluso, de tanto verlas, sentía un aprecio por ellas que no había tenido anteriormente, cuando era totalmente contraria a su mentalidad y rechazaba esa desidia y perversión en las que ahora se sumía y compartía con ellas.

Un poco de irracional pero dulce melancolía se sumaba a esta amistad cenagosa en la que se hundía. Inconscientes recuerdos del pasado, esa imagen de la Monique que había sido en aquellos días de ilusión, cuando iba a casarse y el futuro se anunciaba radiante…

Escuchaba con el auricular en la oreja cuando, de pronto, esbozó una sonrisa ambigua:

—No. Esta noche, imposible. Voy a cenar con Zabeth y luego tengo que llevarla a casa de Anika…

—Sí, nunca ha fumado. Le hace gracia.

—¡Precisamente! La lucidez, el abandono mental que produce… Eso conjuga muy bien con la teosofía.

—¡Y con el espiritismo, sí! Se ve doble.

—…

—Bueno, ya que te apetece tanto, podríamos hacer esto: recógenos después de cenar… ¿Dónde? ¿Conoces el restaurante indio? En Montmartre… Sí, ese. Luego ya veremos. De todas formas, ella estará encantada. No hay edad para dejar de aprender… ¡Efectivamente! Hasta luego, querida.

Colgó el teléfono. La chispa que había encendido en sus ojos la viciosa proposición se apagó. Monique recorrió con una mirada triste el pequeño salón donde ya no le gustaba trabajar ni recibir visitas. Los dibujos inacabados se amontonaban bajo la tapa del cerrado secreter estilo Luis XV. Le pareció que la sala estaba vacía, vacía como ese día que empezaba. Vacía como su vida.

Tocó la campanilla bostezando aún más fuerte. La señorita Cherbalief asomó su rostro de voluntariosa eslava con mirada de acero.

—Claire, me vuelvo arriba. No me pregunte. Voy a salir y cenaré fuera.

—¿Y la cita con la señorita Marnier?

La dogaresa coleccionista de arte, que había cambiado al argentino belga y su piso de la calle Lisbonne por un hombre de negocios americano y un palacete en la avenida Friedland, renovaba todo su mobiliario.

—Dígale… lo que quiera. Todo me parecerá bien. Buenas tardes.

Llegó a su entresuelo arrastrando los pies. Después de Peer Rys, el diputado, el ingeniero y el pintor, ningún hombre había vuelto a entrar. La consulta al doctor Hilbour le había ahorrado relaciones inútiles. Como llevaba, tal como le había dicho a la señora Ambrat, una vida masculina —pisito de soltera incluido— dormía donde la llevaba el azar, normalmente en el pequeño estudio en Montmartre que había acondicionado para un doble fin. Al salir de los music halls y los clubes nocturnos, que volvía a visitar a menudo, ese baño y ese salón, amueblado solo con un diván, le eran muy cómodos.

Un lugar muy propicio para la dormidera de opio, cada vez más frecuente, y, a veces, para la realización del acto sexual. A raíz de las interminables sesiones en casa de Anika, le había surgido la necesidad de tener su propio acomodo, como una auténtica opiómana, así como de disponer de un amplio campo de maniobras para sus improvisadas aventuras, por lo general con tres o cuatro acompañantes.

Monique se estiró, perezosa. Después, echó los postigos en pleno día y volvió a tumbarse en la cama deshecha. Pensó, con un malestar no carente de remordimientos, en los ruidos que le llegaban desde la calle, en las tiendas que recorrían Claire y Angibault, en el sol que brillaba en el cielo, en el bullicio de una ciudad en pleno rendimiento… Y sintió que se hundía voluptuosamente en su vacuidad, tal que entrase en coma.

No se despertó hasta al final de la tarde, con la sensación de haber desperdiciado un día más. ¿Pero acaso importaba? Ahora, el día comenzaba para ella con la noche… Esa noche en la que creía vivir intensamente gracias a la embriaguez proporcionada por la droga y los encuentros fortuitos que animaban un poco su permanente hastío.

Dedicó largo rato al mecánico rito de arreglarse; ella, que antes tardaba un segundo en ponerse cualquier cosa, ahora se tomaba su tiempo para elegir qué vestido ponerse y con qué combinarlo. Banalidades con las que llegaba hasta las nueve de la noche, cuando solía cenar.

Cuando a las ocho escuchó el timbre de la puerta, el dedo con el que iba a reavivar sus pómulos, impregnado en colorete rosa, se quedó suspendido en el aire. «¡Ya está aquí Zabeth! ¡Uy, llego tarde!»

—¡Adelante! —gritó cuando la doncella anunció a Lady Springfield.

Con una fugaz emoción, vio reflejarse en el espejo, como si hubiera surgido de las resucitadas profundidades de su juventud, a su buena amiga de otra época. Lady Springfield, alta y ágil como una liana de melena oscura, había cambiado tan poco que Monique creyó estar viendo a aquella Élisabeth Meere de antaño a pesar del escotadísimo vestido que llevaba puesto. Su rostro níveo conservaba esa expresión desenvuelta pero también algo misteriosa que le hacía decir a tía Sylvestre: «Élisabeth es una losa que cubre un secreto».

Monique le tendió el cuello sin darse la vuelta:

—¡Dame un beso pero no me manches de pintalabios!

—El mío es seco y no mancha…—rio Zabeth—. ¿No te da vergüenza? ¡Aún estás sin vestir!

Monique se dio lentamente el último toque de maquillaje: una pizca de azul en el rabillo del ojo.

—Ya está, estoy lista. Tengo las medias puestas.

No llevaba más que un quimono con una corta combinación debajo. Al levantarse, Lady Springfield la contempló maravillada:

—¡Estás guapísima! —Y añadió ruborizada—: Ya lo eras antes…

Clavó la mirada en los senos de Monique, como aquella perturbadora tarde en que, bajo un cielo tormentoso y el pecho al descubierto, compararon sus incipientes turgencias como la manzana y la pera. La inglesa alargó la mano instintivamente, acarició los hermosos frutos por encima de su cesto de encaje y sintió cómo se estremecían. Mientras Monique recuperaba de su memoria aquel lejano momento, veía cómo los pezones de Zabeth se erizaban y tensaban la ligera seda de su vestido… Ella también se ruborizó: el mismo fuego de su amiga le había encendido las mejillas.

Aunque sintiera una ligera vergüenza, le resultaba agradable; por lo que murmuró instintivamente con voz cálida las mismas palabras que había proferido la otra vez, pero con una entonación muy diferente: «¡Para! ¿Qué haces?». Zabeth lució una sonrisa tan franca que en su decidido rostro no hubo ni rastro de misterio. Monique, divertida, le dijo:

—¿No te da vergüenza?

Lady Springfield negó con la cabeza. ¡No, no le daba vergüenza! ¿Por qué debería tenerla? Su marido estaba demasiado ocupado con asuntos de Estado como para preocuparse de sentimientos. Engendró dos hijos como si hubiera plantado dos árboles. ¿Quién se encargaba de educarlos? De momento, la niñera y, después, el colegio… El espiritismo, teosófico incluso, bastaba para satisfacer las necesidades del alma de Lady Springfield, que no le hacía ascos a los placeres carnales. ¿Y había un cuerpo más delicioso que el de una mujer hermosa? El de Monique, deseado durante tanto tiempo, ocupaba el primer lugar en sus recuerdos. Un lugar más valioso por cuanto se lo reservaba a ella.

Las dos amigas cenaron alegremente en el pequeño restaurante que Monique le había indicado a Ginette Hutier. Solo unos pocos iniciados conocían su exótica cocina, sazonada con curry y pimienta roja, con la que se apreciaba mejor el frescor de un champán seco. Un latigazo que aceleraba su relax…

Estallaban en estrepitosas carcajadas como si fueran dos chiquillas. Lady Springfield, a vueltas con su obsesión, trataba de convertir a una rebelde Monique a su fe del más allá.

—¡No, no y no! —protestó entre dos bocados—. Digas lo que digas, solo somos un conglomerado de células, una materia que, a la larga, tras milenios de perfeccionamiento, generó el alma como una flor que genera su fragancia… Pero el alma y la fragancia mueren totalmente cuando la materia se disgrega…

—¡Oh! ¡Qué sacrílego!

—No, es racional. No creo en la supervivencia del espíritu, tan solo en las formas que hayan podido crear el arte y la ciencia de los vivos… ¡una supervivencia también efímera! En cuanto a los espíritus… si existieran, aunque solo fueran unos pocos, no se expondrían para dar una vuelta por esta maldita vida. ¡Se quedarían donde están!

Señaló un suculento guiso que les traía el camarero, un cingalés que lucía un moño trenzado.

—¡En las coles, por ejemplo! Pero no hay espíritus. Hay fuerzas desconocidas sobre las que quizá influye nuestro intelecto, al igual que ellas influyen en lo que sentimos.

—¡Yes, fuerzas sobrenaturales!

—¡No, fuerzas naturales! Aún no las conocemos, pero tal vez un día lleguemos a analizarlas. ¡Si apenas estamos empezando a descubrir el misterio del calor y la electricidad!

—¡Y la telepatía! ¿Y qué pasa con las premoniciones? ¿Y con las profecías de acontecimientos imposibles de prever? Son realidades que se han demostrado científicamente. ¿Y las fotografías de cuerpos fluídicos? ¿Cómo se explica sino mediante una intervención espiritual, a la vez humana y divina?

Lady Springfield, indignada, golpeó la mesa con el cuchillo tan violentamente que el cingalés fue hacia ellas.

—¡Ah, el espíritu de la mesa ha hablado! —se burló Monique.

Para disimular, Monique pidió una segunda botella de champán:

—¡Nos la beberemos sin problema!

Yes —dijo la espiritista con una sonrisa—. ¡Así la mesa dará vueltas sola! No, no soy tan ingenua como para creer en todo. Pero estoy segura de que nuestras almas no mueren al tiempo que nuestros cuerpos. Su esencia astral se dispersa por el infinito hasta reencarnarse bajo otras formas. De esta manera, hay un ritmo de vida universal en armonía con la justicia de Dios.

Hablaba con tanta convicción que le temblaba la voz, lo que le provocaba un ligero acento extranjero.

—¡Dios! —exclamó Monique divertida al escuchar esa palabrería de boca de una materialista convencida—. ¿Qué Dios? ¿El de los ejércitos, quizá? Entonces, ¿qué cuerpo juzgará lo bastante pacífico como para encerrar en él a un Guillermo II, por ejemplo? ¡Me río yo de esa inmortalidad y metempsícosis tuyas!

Monique se iba animando. Sus palabras amortiguaban el fragor soterrado de la vanidad de vivir:

—¡La oscuridad de la materia está alrededor y encima de nosotros, antes y después de todo! Nuestro destello dura un segundo y, antes de desaparecer, es allí donde emite su resplandor de fuego fatuo. Y ya está. Mientras tanto, tengo que empolvarme la nariz.

Se aplicó el maquillaje con brío. Por su parte, Lady Springfield, cansada de filosofar, había sacado un largo cigarrillo de una pitillera de plata. El cingalés, pendiente de ellas, le acercó la llama de un mechero.

—Gracias…

Lady Springfield observó a Monique con ternura:

—Querida, me das pena… Creo que tras tu alegría se esconde bastante tristeza… ¿Verdad que sí…? Estaba segura… ¿Por qué desanimada…? ¿Ves? Eso no es racional.

Monique se encogió de hombros alzando su copa:

—¡La vida! No hablemos ahora de eso… Hay quien se ahoga en un vaso de agua. Yo prefiero ahogarme en champán.

Apuró la copa de un trago. Zabeth movió la silla hacia delante y enganchó con sus rodillas las piernas extendidas de Monique.

—Los hombres no tienen ni idea de la felicidad femenina. Lo único que les importa es su… —dijo con voz mimosa.

—¡Depende! —dijo Monique—. Ginette ayer me decía justo lo contrario hablando de su marido.

—¡Oh, ese es un puerco! —exclamó sincera la inglesa.

La reputación del señor Hutier —motivo frecuente de burla en los periódicos satíricos—, tras rebasar las fronteras del restaurante Maxim’s y del burdel Irène, había traspasado las del canal de la Mancha. Lord Springfield no daba crédito, le había engañado el cinismo del ministro, a quien había conocido en la última conferencia de aliados. Pero Milady, mejor informada, daba fe de ello, ya que un día el señor Hutier la sorprendió con Ginette en actitud muy cariñosa. A modo de compensación, les había exigido que siguieran para su solitario disfrute.

—¡Pues hoy la vas a ver! —dijo Monique—. Va a venir a buscarnos… ¡Mira, ahí está!

La esposa del ministro asomó por la puerta su pícaro rostro de morena descarada. Las dos amigas le hicieron una señal y Ginette, imponente en su abrigo de noche, cruzó con autoridad el restaurante. No había nadie salvo la propietaria, que jugaba a las cartas con una amiga acompañada de un perro faldero, y el anacrónico cingalés. Este identificó, sin que su cara de bronce se inmutase por la sorpresa, a la señora Hutier como la «señorita» que un día, junto con otra joven y un elegante señor, conoció en el salón de té Daunou, donde trabajaba como camarero. La mirada confusa del cingalés y su risa contenida le recordaron a Ginette la escena que se produjo a continuación… ¡Precisamente en casa de Cecil Meere! El gran diablo negro sodomizaba al joven mientras Michelle d’Entraygues y ella miraban y echaban una mano…

Ginette, sin abrir la boca, le hizo un guiño censurador al hombre y rápidamente propuso marcharse: los demás estaban esperando en el coche…

—¿Quiénes? —preguntó Lady Springfield.

—Max de Laume y Michelle…

—¿Adónde vamos?

Ginette apoyó un dedo en sus labios. «¡Ya lo verás!», dijo con una sonrisa seductora. Había planeado pasar una hora en el music hall y luego probar una nueva agrupación: Zabeth sustituiría a su hermano y Max, al cingalés. No había pensado todavía en el reparto de roles: quería dejar bastante margen a la improvisación, pues había decidido —junto a su marido, ya que su libertad tenía ese precio— dar comienzo esa noche a un nuevo escenario de posibilidades.

El exministro, pues el gabinete Pertout se disolvió tras la cena en casa de Anika, asistía de forma intermitente a esas fiestecitas. Si decidía no ir, siempre exigía un riguroso resumen. A falta de la excitación de visu, necesitaba un relato detallado para ponerse a tono y ser convenientemente flagelado en casa Irène. Así es como el señor Hutier, líder del progresismo, se había ganado su fama de cerebral.

—¡Al fondo! —ordenó Ginette empujando a Lady Springfield al tiempo que Max de Laume se levantaba para saludar…—. ¡Siéntate, Max…! Que Michelle se siente en tus rodillas… ¡Y Monique en las de Zabeth! Yo, ahí, en el medio…

Le dio la dirección al chófer.

—¡Pero Anika nos está esperando! —exclamó Lady Springfield.

—¿Anika? No te preocupes… A ella solo le importa la pipa…

—¡Y es una pena! —dijo Max de Laume—. Tenía mucho talento.

Max juzgaba con severidad el abandono que, poco a poco, había convertido a la gran artista en un despojo humano. Para una mente calculadora como la suya, que planificaba metódicamente su vida como si fuera una máquina de méritos, el placer no excluía la voluntad. Cada cosa tenía su momento. Así es como a los treinta años presidía el Círculo de Crítica Literaria y en el salón de la señora Jacquet ya le señalaban como el futuro benjamín de la Academia.

Monique no pensaba en nada. La embriaguez, por un lado, y el cálido abrazo de Zabeth, contra quien se acurrucaba, por otro, le procuraban una sensación de bienestar que la paralizaba. Le reconfortaba esa especie de ternura de hermana mayor, que se mezclaba con recuerdos de la adolescencia y el atractivo de una nueva sensación: algo así como una curiosidad un poco incestuosa.

En el Olympia, el grupo causó sensación al entrar por el proscenio, pero se cansaron enseguida de ser el foco de atención de la sala. Se distrajeron un rato con una foca parlante y luego con una vedette que imitaba a la cantante Damia, pero todos estuvieron de acuerdo con la propuesta de Ginette: «¿Y si nos vamos?».

En la salida, Lady Springfield se sorprendió al ver que se metían en un taxi, cuyo chófer aceptó llevarles gracias al billete extra que le tendió Max de Laume. Ginette se lo explicó:

—He devuelto mi coche con la excusa de que volveríamos en el de la señora d’Entraygues… ¿No querrás que nuestros chóferes sepan que vamos a una mancebía?

Zabeth repitió, sin comprender: «A una…». Una carcajada de Ginette, que no le dejó terminar la frase, acrecentó su estupor:

—¡Sí, sí, a un lupanar!

—¿A un lupanar?

—¡Sí, a un burdel!

—¡Oh! —exclamó Lady Springfield con un tono de indignación tan franco que los cuatro se partieron de risa.

—¿Qué pasa? —contestó Ginette—. Es la última sala donde nos divertimos. Sin presentaciones ni remilgos. La naturalidad sin tapujos. ¡Allí al menos no hay dudas en cuanto a la mercancía!

Zabeth miró a Monique y dijo tajante:

—¡Vámonos!

Pero su amiga le respondió:

—¡Quédate, tonta!

Monique sonrió divertida al ver hasta qué punto el sentido de la honorabilidad y el culto a la teosofía de la inglesa se aliaban con una perversión cuidadosamente oculta bajo la hipocresía religiosa y mundana. Cogió de la mano a Zabeth:

—¡Venga! Será gracioso.

Lady Springfield esgrimió un último argumento:

—¿Y si nos reconocen?

—Imposible —zanjó Max de Laume, que había sido puesto al corriente del complot, junto con Michelle, desde por la mañana—. Para empezar, nadie nos va a reconocer porque nadie nos conoce. En segundo lugar, nadie nos va ver. Y, finalmente… —dijo con gesto distinguido—, como profesionales que son, la discreción está asegurada.

Zabeth se resignó:

—Al menos espero que tu marido… —dijo amenazando a Ginette.

—Tranquila, no aparecerá hasta dentro de una hora. Tiene que venir a recogerme cuando salga del banquete de la asociación de no sé qué.

—¡Para entonces ya me habré ido!

—¡Bah, no nos molestará! Es aquí…

El taxi se detuvo unos números antes de la linterna roja que revelaba, con relativa discreción, la ubicación del burdel. Max de Laume llamó al timbre y negoció algo con la madama, que después dio unas órdenes al interior. Oyeron el trote por las escaleras. Los portazos. Las cuatro amigas, precedidas por la gruesa y solemne mujer, subieron con cierto malestar ante la idea de que esas paredes tenían ojos. Max, con aire desenvuelto, formaba la retaguardia. No respiraron tranquilas hasta que no llegaron a la habitación turca, pues la habitación de los espejos estaba ocupada. Era una amplia estancia de estilo Constantinopla-Plaza de Clichy con lámparas de cristales de colores que proyectaban una misteriosa luz sobre las gruesas cortinas. Un cúmulo de cojines cubría el inmenso diván, tan ancho que varias personas podían acostarse una junto a otra.

Tras pedir el champán de rigor, la madama se interesó por el resto de la consumición: ¿Morenas? ¿Rubias? Incluso ofreció, como solía, a la negra. Max se abstuvo de decidir y Ginette eligió, siguiendo el consejo de la mujerona, a Irma, la flamenca, y Michelle, a Carmen: «¡Una española de pura cepa! ¡Y de Sevilla!».

Zabeth y Monique, indiferentes a la elección, se habían tumbado como simples espectadoras cruzando las manos detrás de la nuca. Lady Springfield, con el codo hundido entre los cojines, observaba cada gesto disimuladamente por encima del hombro de Monique.

A la experta mirada de Zabeth enseguida le agradó la voluptuosa belleza de Irma y la vigorosa elegancia de Carmen, que se quitaron la bata tras saludar con desenvoltura. Desnudas, las chicas se despojaban de su condición social y regresaban a una sencillez animal, a una insconsciencia primitiva.

Salvo Zabeth y Monique, que conservaban su vestido, en la habitación turca solo se veían cuerpos blancos. Imitando a Carmen y a Irma, Ginette, Michelle y el guapo Max se habían quitado la ropa, desperdigada por la habitación.

Zabeth se encendió al ver sus juegos.

Ginette, sometida a los besos con los que la flamenca recorría su cuerpo, entonaba su arrullo habitual tapándose los ojos con los brazos. Mientras, a su lado, Carmen y Michelle, hechas un ovillo con Max, formaban una ondulante cadena uniendo bocas y sexos.

La ebriedad de Monique se había disipado. Observaba taciturna a Zabeth, que no quitaba ojo al movimiento de los cuerpos… ¡la emoción de la primera vez! Cuántas veces, en lugares parecidos, en momentos similares de confusión, Monique también había participado en esas caricias… Con Michelle, con Ginette, con otra Carmen o con otra Irma. Formas familiares, casi anónimas, del abatimiento que siempre la atenazaba, del olvido que nunca lograba…

Hubiera querido poder levantarse y huir, pero el calor asfixiante de la habitación y un mareo de cansancio, a la vez que una inmensa pereza, la dejaban clavada, inerte, en ese lecho de lujuria.

Un rostro se movía encima de ella. Resignada, vio cómo el irrefrenable deseo brillaba en los ojos de Zabeth. Sus labios glotones se apoderaban de los suyos. Sus pechos se rozaban. Bajo su ropa arrugada, un cuerpo estirado se enrollaba a sus cansados miembros como una ardiente liana… Monique suspiró, vencida.

Un desvanecimiento con el que Monique tuvo, junto al placer, la degradante y abominable consciencia de que en ese momento se extinguía, prostituida incluso en sus recuerdos, la última imagen que había podido conservar intacta de sí misma.

La Monique de Hyères… La que conservaba la pureza y el candor aún inmaculado de su juventud.