XIII

Zabeth regresó a Londres el día siguiente para asistir al baile que ofrecía el Palacio de Buckingham con motivo de la pedida de mano de la princesa Mary y, unos días después, Monique tuvo un encuentro inesperado en el museo del Louvre, en las salas de la colección Dieulafoy. Había ido con la esperanza de ahuyentar su creciente neurastenia, en busca de un tema ornamental para Sardanápalo, la obra babilónica de Fernand Dussol.

El decorado del tercer acto, una terraza que se asomaba al Éufrates, obligaba a colgar un tapiz entre dos columnas. El color y los bordados que había pensado la señorita Claire habían satisfecho al autor pero no habían tenido el honor de complacer a Edgar Lair, el director.

Frente a los toros alados y los enormes frisos, Monique pensaba con desánimo en las civilizaciones muertas y en lo frívolo de su necesidad cuando un visitante se puso delante de ella para contemplar los detalles de la obra arquitectónica. Se dio la vuelta. Se miraron. Él la saludó y ella lo reconoció: Georges Blanchet… ¡No tenía escapatoria!

Tras su famoso encuentro en casa de Vignabos, había vuelto a verlo una o dos veces. La primera, en la calle de Médicis donde, hostil, apenas le había dirigido la palabra. La segunda fue en Vaucresson, en la casa de la señora Ambrat —llamada El Hogar Verde—, y habían simpatizado algo más. Blanchet, nombrado profesor del liceo de Versalles, adonde había llegado desde Cahors tras escribir un notable libro de pedagogía, había ido a documentarse para escribir un artículo sobre la obra benéfica. Era obvio que se trataba de un hombre bondadoso e inteligente, pero ella no le perdonaba haberse comportado aquella vez como un adivino demasiado perspicaz.

Seguía mostrando una discreta cortesía y un sonriente rostro clerical. Su cara lampiña solo estaba un poco más hinchada. Se interesó educadamente por el trabajo de Monique y la felicitó por su éxito. Ella le contestó con evasivas y una modestia nada fingida que le sorprendió. Picado por la curiosidad, la miró con mayor atención. Se fijó en que su tez, antes resplandeciente, había perdido su frescura. Unas profundas ojeras oscurecían sus abatidos ojos. Una arruga dibujaba en su boca, preciosa de cualquier modo, una expresión áspera…

Monique se percató del examen. Imaginó que la señora Ambrat le habría puesto al corriente de muchas cosas y fue presa de un arrebato de amarga sinceridad:

—Me ve cambiada, ¿verdad? ¡No, no hace falta que lo diga! Tiene razón. ¡Ya no me parezco en nada a esa muchacha con la que disertó sobre Del matrimonio!

Él creyó entrever, sin imaginarse su tamaño, una herida secreta, y protestó con espontánea simpatía:

—Monique Lerbier es guapa, de otra manera. Y es famosa.

Ella no contestó, perdida como estaba en su pasado, y él añadió, no sin una imperceptible ironía:

—¿No se encuentra ahora en igualdad con los hombres más afortunados, cuyos privilegios le parecían tan injustos?

Monique tuvo ganas de gritar: «¡Qué más me da, si a cambio he perdido las ganas de vivir! Vivo sola y sin rumbo. ¡La humanidad me asquea tanto que ya no tengo ni las ganas ni la fuerza para luchar por lo que sea! Pero, por muy despreciable que me parezca, no hay nadie que me desagrade tanto como yo misma». En cambio, solo dijo, señalando las colosales piedras:

—¿La igualdad? ¡Sí, en la nada! Las piedras nos dan una lección… ¡Mire cómo se han derrumbado!

Aquellos dispersos bloques de piedra recompusieron en sus mentes los templos destrozados desde hacía milenios. En el fondo del abismo inmemorial, las dinastías y los pueblos mostraban sus fantasmas. La historia se encadenaba de forma confusa a través del tiempo y del espacio… La gente nacía, sufría y moría. Y lo que quedaba de aquel torbellino de polvo volatilizado eran piedras impasibles y un recuerdo tan decepcionante como el olvido.

Monique le estrechó la mano con prisa y él se quedó allí, perplejo. Intrigado, siguió con la mirada a esa figura elegante que se alejaba erguida con paso ágil. Una fachada de altivez que ocultaba un rostro dolorido. Blanchet, filosófico, reanudó su paseo.

De vuelta en la calle de La Boétie, Monique intentó trabajar, pero sus dedos eran incapaces de sostener lápices y pinceles. Esa frustrada voluntad la desmoralizaba todavía más. ¿A qué debería dedicar su tiempo? Sí fuera valiente, podría entregarse en cuerpo y alma a cualquier tarea. Encontraría trabajos interesantes, incluso apasionantes. Podría continuar por su cuenta la obra benéfica de la señora Ambrat y ampliarla…

«¡Por todas partes hay sufrimiento que necesita consuelo! ¡Cuánto se puede hacer!», se dijo. «Pero solo se puede ser altruista sin pensar en uno mismo… Para la señora Ambrat, con cuarenta años, es fácil» Monique, joven, solo pensaba en ella. Las malas costumbres que había adquirido y él éxito que había alcanzado con su lujoso oficio, la ataban con mil nudos flojos pero resistentes.

Pidió a la señorita Claire que le mostrara el diseño del tapiz en cuestión y juzgó muy agradable su tono rojizo y los bordados de falsas gemas incrustadas.

—¡Qué idiota es Lair! Tendría que pasar por el teatro Vaudeville y ver cómo han dispuesto el decorado… —le dijo a Claire—. ¿Voy para allá?

—No podemos hacer pruebas. Es jueves y hay sesión matinal.

—¡Vaya! Pues entonces enséñeme el de terciopelo color cereza para el despacho del señor Plombino.

—No lo tenemos todavía.

Monique lo dejó ahí. Ya había hecho bastantes esfuerzos por hoy… La tarde extendía ante ella su yerma rutina… ¿En qué emplear esas horas interminables hasta que llegara la noche y fuera a fumar a casa de Anika? Podría ir al Ritz, donde Hélène Suze hacía de guía a una joven pareja de suecos con ganas de comprar… ¡Pero le asqueaba esa cortesía interesada! ¡Y el té en mesitas repletas de perpetuos pasteles, el ritmo machacón de las bandas de jazz y la estupidez de los parloteos!

Cada vez más a menudo, a su promiscuidad le sucedía un rechazo hacia ese mundo al que pertenecía y en el que las Hélène, las Ginette y las Michelle —esposas de ministros, burguesas o marquesas— no valían más que una Carmen o una Irma, si es que valían tanto como ellas.

Se puso de nuevo el sombrero y la chaqueta del traje. Hacía varios días que había adoptado ese uniforme, incluso por la noche; después de su última aventura, había renunciado a estilismos coquetos. Así solo tenía que soltar un corchete para quitarse la falda. Y si Anika la ayudaba a liberarse del corsé, enseguida estaba lista y enfundada en un cómodo quimono para la ceremonia habitual.

«Seguramente esté fumando cuando llegue», se dijo. «Ya habrá recibido la droga. ¡No hay nada como una buena pipa!» Repentinamente decidida, volvió a serenarse… Estaba en una de esas fases de toxicomanía y necesitaba el opio como el aire. Ya no podía desengancharse. Si no aspiraba ese humo sedante, se ahogaba. La ansiedad le cubrió la piel con un sudor frío. A menudo, al dejar de fumar después de dilapidar semanas con esa liviana embriaguez, había padecido esos dolorosos síntomas. Así que había sacado fuerzas para espaciar las sesiones. Percibía claramente que prolongando la abstinencia recuperaba una lucidez que desperdiciaba en ese sopor… Pero esta vez, como había tomado el veneno en dosis masivas, solo deseaba consumir más. ¿Era por embrutecimiento? No: por abatimiento, por el maravilloso desprecio a todo lo que no fuera la beatitud que sentía desde la primera pipa y que, al llegar a la vigésima, la había invadido hasta lograr el placer supremo: ¡sentirse disuelta, volatilizada!

Tal y como se esperaba, encontró a Anika postrada entre cojines, a oscuras. La minúscula lámpara, medio tapada por una mariposa de plata en la bandeja de los utensilios, apenas iluminaba. Parecía un velatorio.

—Soy yo —dijo Monique—. No te muevas.

En la calle resplandecía el crepúsculo de verano y la estancia, con unas cortinas que no dejaban pasar la luz e impregnadas del fuerte olor, le pareció tan mortecina como un gran sepulcro. Anika accionó el interruptor y un farolillo desprendió una luz púrpura que iluminó el cuerpo tendido de la fumadora. La violinista mostraba un rostro cadavérico, con la carne pegada a la morena osamenta…

—Llegas en mal momento. No tengo opio —dijo con voz ronca.

—Creía que…

—Pues no. Al tipo que me lo iba a traer —¡bueno, potente, directo de Londres!— le echaron el guante ayer, en el Saphir… ¿Te das cuenta? No fue por el opio, no sabían que lo llevaba… ¡Sino por la coca…! Le han confiscado todo.

Se rio nerviosamente. Después, empezó a hablar sin parar, con esa locuacidad automática que le producía el polvo blanco:

—¡Cuánto nos fastidian con sus leyes esos mandamases del parlamento! Me parto de risa… ¡Los estupefacientes! Ellos sí que me dejan estupefacta… ¡Como monseñor Hutier, ejemplo de virtud…! ¿Te das cuenta…? ¿Y si a mí me da la gana envenenarme? ¡Si quieren evitarnos venenos, que vayan a por el alcohol! Ah, pero con eso no se atreven… Son elegidos por los mismos que van a los bares…

Bajó la voz y le dijo en tono confidencial:

—Menos mal que me queda nieve… Me la ha vendido la Cochina, esa que trabaja en los lavabos del Pelícano… ¡Mira, mira, una caja entera…! ¿Te das cuenta?

Le enseñó riéndose una bombonera esmaltada.

—¡Y, además, sé dónde se puede conseguir! Hay un farmacéutico en el barrio de Javel… ¿Te das cuenta…? ¡Pero de opio, nada de nada! ¿A ti no te queda?

—¡Sí! Un poco, en el fondo de un bote…

—Vete a por él… ¿Te da pereza? Venga, pues da igual, quédate. Nos fumaremos las sobras… He rascado todas las pipas usadas… Mira, aún falta la cazoleta de la grande, esa de marfil… Está llena… ¡Las sobras también valen! Creo que hasta me gustan más…

Tosió a pesar de tener la garganta curtida y repitió con voz ronca:

—Las sobras son más fuertes… Te colocan mejor…

Necesitaba tomar algo potente, como los alcohólicos. Anika suspiró:

—¡Qué vida tan aburrida si no tuviésemos esto…! ¡Ven para acá! Túmbate…

—Espera, me voy a quitar el vestido.

Monique estaba acostumbrada a desnudarse a oscuras. Se envolvió en un quimono y se tendió junto a la bandeja. Le dio la vuelta maquinalmente a la mariposa de la lámpara pues le molestaba la luz y Anika, que había aprovechado ese paréntesis para ir a esnifar, le recriminó con violencia:

—¡A ver si dejas de meterme la luz en el ojo!

«¿Qué mosca le ha picado?», pensó Monique. Prefería el vértigo silencioso del opio a la euforia parlanchina de la cocaína, a la que la violinista intentaba conducirla desde hacía unos días.

Rechazó la dosis que le ofreció una Anika otra vez serena y, apretando con los dedos un poco del residuo negro, formó una bolita que aquella noche sería toda una exquisitez… ¡Otra vez que se quedaría sin cenar! Pero la bolita estaba demasiado dura y no se agarraba bien, se derretía en la caña. Se caía de la cazoleta y chisporroteaba con el fuego. Aun así, Monique consiguió apretar la pelota lo suficiente como para casi llenar la cazoleta.

Por fin se acercó la boquilla a los labios y dio una larga y ávida calada… La bolita se consumió de golpe y el humo era tan amargo que no pudo tragárselo. Normalmente, cuando el opio era fresco, se tragaba el embriagador veneno saboreando el placer de sentir cómo la penetraba, adormeciéndola casi al instante.

Soltó la pipa y se echó aturdida sobre los cojines. Un pestilente olor invadía la estancia, un tufo que se había apoderado de ella, que la arrastraba con la violenta inspiración del primer efluvio.

—¿Qué tal estás? —le preguntó Anika con una risita satisfecha.

—¡No grites! —suplicó Monique—. ¡Es como si pasara un tren!

El sonido retumbaba y se multiplicaba… Pero la onda sonora se esfumó al poco rato. Las paredes se movían hacia atrás. Todo se volvía muy lejano, muy lejano… el ruido se amortiguaba, hasta el punto de que la brusca verborrea de Anika se convirtió en un cuchicheo. El tiempo dejó de existir. El espacio se había colmado de una fluida dulzura. Monique, embelesada, experimentaba vacío y plenitud a la vez.

—¡Vaya, parece que te hace efecto! —se burló la voz de Anika, que parecía llegar desde otro mundo—. ¡Si hubieras tomado un poco de coca…! Yo, es el tercer gramo que tomo desde ayer… ¿Te das cuenta? No hay más que decir… las drogas son lo mejor que han podido inventar para curar el mareo… ¡A mí la existencia me da náuseas! ¡Una buena pipa y una buena dosis me colocan las tripas en su sitio! Privarse del opio y de la coca… ¿Te das cuenta…? ¡Hay que ser idiota! ¡Es como el médico que no quiere dar morfina a un paciente con la excusa de que vaya a gustarle! Entonces, ¿ni siquiera podemos estirar la pata sin sufrir? ¿Con qué derecho me condenan a vivir esos bastardos? Es mi miseria, no la suya… ¡Para lo que hacemos en su mundo…! ¿Te das cuenta? ¡Ah, y el amor! ¡El amor no existe, es un rumor que corre por ahí! Solo hay animales que, si no fornican, se desgarran. ¿El placer? ¡Una mierda! ¡Un callejón sin salida en el que enseguida vemos el final! ¿El arte? ¡Oh, querida! ¿Dónde estará mi violín? Sí, puede que tuviera talento… Sí, sí, una gran artista, muy bien… Hace mucho tiempo. ¿Y luego qué? Chopin también tenía talento, pero él pudo componer algo… Y eso permanece. Yo era una caníbal… ¿Te das cuenta? Tocaba la música de los demás… ¡Una fracasada! Ni siquiera tengo hijos… ¡Una inútil!

Abrió nerviosamente la bombonera y cogió una buena dosis.

—¡Te he dicho que tomes! —ordenó—. Es el auténtico antídoto… ¡Con esto, lo demás da igual!

—¡No! —dijo Monique—. Prefiero tus asquerosos restos.

La violencia del primer impacto se disipó. Monique se puso otra vez a formar y quemar más bolitas, pero ya no consiguió fumárselas de una sola calada. Ahora era ella la que estaba nerviosa y, como no lograba tranquilizarse, siguió el consejo de Anika y se tomó varias dosis seguidas.

Lejos de relajarla, ese peligroso polvo mal dosificado encrespaba su nerviosismo. De pronto, le dio la impresión de que su cara era de madera, sentía que la nariz, la frente y las sienes se habían endurecido y estaban tan brutalmente anestesiadas que le parecía haberse convertido en una máquina. Se puso a hablar sola, a rumiar palabras sin cesar. Una falta absoluta de sensibilidad le daba fuerzas. Hacía unos gestos bruscos sin poder dejar de hablar.

Pasaron toda la noche conversando de esa manera, como si fueran sordas, separadas por la bandeja cuya lámpara se apagó al amanecer.

Cuando Monique se despertó, muerta de frío, eran más de las doce. La habitación en penumbra resultaba misteriosa. Anika seguía durmiendo, estaba tan lívida que Monique la observó preocupada. Parecía estar muerta. Le tocó la mano y estaba helada… Pero su pecho se elevaba regularmente con una débil respiración. Monique se fue sin hacer ruido.

Por la tarde, aunque no se sentía nada bien, se pasó por el Vaudeville. Iban a hacer un segundo ensayo con el decorado y la gerencia había llamado por la mañana para informar de que el señor Lair quería ver a la señorita Lerbier en persona. Cuando subió al escenario, escuchó unas voces y se detuvo desconcertada. Era Lair, que gritaba:

—¿La academia? Me importa un bledo… ¡Su obra no es mejor por eso! ¡Le digo que es una basura! Aquí lo único que importa es la puesta en escena.

—¡Pero, señor…!

Monique reconoció la irritada voz de Dussol, enseguida sofocada por el bramido del actor: «¡Aaah!». Cuando ella apareció, se hizo el silencio.

Fernand Dussol, estupefacto, se quedó mirando al intérprete, que había agarrado el sombrero y se lo ponía con rabia glacial mientras se dirigía a la puerta esgrimiendo el bastón. El regidor y Bartal, el director, corrieron preocupados detrás de él y le cogieron por el faldón de la chaqueta. Pero Lair, ofendido, no quería saber nada. Los tres se metieron precipitadamente detrás de un bastidor.

El autor, con el rostro encendido bajo su pelo cano, vio a Monique y le contó la peripecia. Hasta ese momento le habían excluido de los ensayos debido a la autocracia de Lair, que no admitía ningún tipo de injerencia en su creación, mucho menos la del autor. Para no montar un escándalo, había tenido que dar su opinión con la obra terminada.

—Pero, maestro, ¿cómo lo ha aceptado, con lo célebre que es usted?

—Habríamos tenido que retirar Sardanápalo, y Bartal me ha suplicado que no lo hiciese: tendría que indemnizar con treinta mil francos a ese animal, contratado especialmente para esto… llegar a las manos.

—¡No! —dijo Monique sonriendo—. No me lo imagino…

Bartal trajo a rastras a Edgar Lair, que hizo su reaparición medio a la fuerza medio de buenas.

Monique examinó al famoso poeta, enclenque y cabezón, y al hercúleo intérprete… Era la viva imagen de Sardanápalo volviendo a sus estados convertido en rey. Afortunadamente, el tapiz rojizo desvió la atención. El actor explicó que, como llevaba una túnica blanca, quería un fondo negro.

—¿No será demasiado sobrio? —objetó Monique.

Fernand Dussol tuvo la mala suerte de ser de la misma opinión y el monarca le respondió mirándole por encima del hombro:

—¡Pero qué tonterías dice usted!

Luego se volvió hacia Monique y, con un tono que no admitía réplica, dio la cuestión por zanjada:

—¡He dicho que negro!

Ella hizo una pequeña reverencia y, con respetuosa compasión, estrechó la mano de Fernand Dussol, que temblaba de rabia, y se fue. ¡Vaya locos! Se arrepintió de haberse metido en esa jaula de fieras. El ataque de histrionismo agudo al que acababa de asistir añadía una nota de tristeza al desprecio que sentía por esa trágica farsa en la que cada día le daba más pereza participar. Lo que al principio le había parecido gracioso se había convertido otra vez, de improvisto, en lo que nunca había dejado de ser. ¡Negro!, como decía aquel tipo.

Los días anteriores a la prueba de vestuario fueron los más deprimentes que nunca había vivido. Se reducían a un sueño pesado o un bostezo interminable entre el paréntesis nocivo de las noches y la doble asfixia del opio y la cocaína. Dejó de comer, se llenaba con los primeros bocados. Notaba en los labios un sabor a ceniza.

Tenía la impresión de haber caído tan abajo como el día en que, en el vestíbulo de la avenida Henri-Martin, vio a una destrozada tía Sylvestre en la camilla. El batacazo que se había dado con su supuesta ascensión la había machacado. Estaba tumbada, inmóvil, bajo la gran roca, en los arrecifes. El agua helada se arremolinaba con furia bajo un cielo oscuro.

Si la señorita Cherbalief no la hubiese obligado a ir, habría dejado a Lair Sardanápalo exhibirse aquella noche bajo la terraza asiria sin que su maquinal aplauso se mezclase con los entusiastas vítores de la sala. Se arrepentía de la cobardía de ese gesto, considerándolo una abdicación más. ¿Pero y qué? Había perdido la cuenta de sus debilidades…

Estaba tomando un helado en el Napolitano con el barón Plombino, Ransom y la señora Bardinot, con quienes se había encontrado a la salida del teatro, cuando se fijó en un hombre sentado en la banqueta de enfrente que, tras cruzarse sus miradas, vaciló e hizo una reverencia. Rebuscó en su memoria: ¿quién es?

¿De qué le sonaba ese aspecto de bárbaro irascible, esos ojos felinos y esa barba pelirroja? No se acordaba. El desconocido había vuelto a coger su pequeña pipa con aire soñador pero Fernand Dussol y su esposa, que habían hecho una discreta aparición, se sentaron al lado del hombre Monique comprendió inmediatamente que estaban hablando de ella. Dussol le hizo un gesto amistoso. La impulsó un instinto de simpatía hacia uno y de curiosidad por el otro.

Se levantó para felicitar al anciano poeta y a su mujer. Dussol se apresuró a hacer las presentaciones:

—Régis Boisselot Monique Lerbier

—Ya nos conocemos —dijo ella estrechando amablemente su gruesa mano nudosa que él le había tendido con torpeza.

—Todo el mundo ha leído Los corazones sinceros —observó la señora Dussol.

—Va por la quinta edición —masculló Boisselot—. ¡Qué pequeño es el mundo! ¿Verdad, señora?

—No tanto… no había tenido el gusto de verle otra vez desde hacía cuatro años —bromeó Monique. Y explicó a los Dussol—: En casa del profesor Vignabos… hace mucho tiempo.

Le sorprendió el estupor del novelista, que no se atrevía a mirarla y le echaba miradas furtivas. ¿Tan fea estaba? Se acordó de la cara que puso Blanchet la semana anterior… ¡Boisselot tampoco daba crédito a sus ojos!

—Sí… mucho tiempo —murmuró él.

—¿Tanto que casi no me reconoce?

—Es por el pelo corto… Además, yo la he reconocido primero… —protestó.

—A duras penas…

Boisselot se calló… Era evidente que ya no tenía nada en común con aquella chica deslumbrante que guardaba en su recuerdo. Se había convertido en una mujer que debía de haber sido infeliz y que se había arrinconado, herida, en el fondo de sí misma. La mariposa había mutado en crisálida. Cuántas lágrimas albergaban esos ojos que él recordaba azules y ahora veía grises como un cielo lluvioso…

Terminó de fumarse la pipa. Charlaron. Los Dussol se fueron y ellos siguieron hablando. Incluso se comprendieron mejor estando solos, lo que sorprendió a Monique. Le gustó volver a encontrarse con ese carácter rudo y esa brutal franqueza que en otra época la habían impresionado sin herirla.

—Usted… —dijo Boisselot mirándola fijamente—. Usted está haciendo tonterías… ¿Está fumando?

—Usted también lo hace.

—¡Pero no el mismo tabaco! El mío estimula, el suyo atonta…

—¿Se nota? —dijo volviendo la mirada hacia el espejo, que le devolvió el reflejo de una cara enflaquecida bajo el maquillaje.

—¡Un poco! —refunfuñó—. ¡Sabe perfectamente que tiene una cara de perros! Las mejillas hundidas… ¡Y vaya ojos! ¡Opio y coca! Me he dado cuenta enseguida. Esas drogas no engañan.

—¡Sí! Sí que engañan… —declaró Monique muy seria.

—¿Qué?

—Engañan a las horas.

—¡Necesita tomar esa porquería! —exclamó indignado—. ¿Y usted se cree inteligente? ¡Hay muchas cosas que hacer en la vida en lugar de mirarse el ombligo y llorar por sus desgracias! ¿Usted sabe qué es la desgracia? Se lo voy a decir. Esta mañana, cuando he entrado en la cocina para dar una orden a mi asistenta, me la he encontrado con la señora que trae el pan. Una mujer mayor, de aspecto serio. Un momento después, Julia me ha llevado el desayuno y me ha dicho: «Señor, ¿ha visto a la mujer que nos trae el pan?». «Sí, ¡qué mala cara tenía!» «¡Ay, señor, la pobre es la cara del dolor! Aparenta sesenta años y no tiene aún cuarenta y cinco.» «¿Qué le sucede?» «Es una refugiada del norte. ¡Qué gente más desgraciada! ¿Sabe qué les pasó en la guerra? Vivía en un pueblo cerca de Lille. A fuerza de trabajar, su marido y ella pudieron comprarse una casa. Tenían un negocio que funcionaba bien, les daba para vivir con sus dos hijos y su hija. Entonces llegó la guerra. El marido y los hijos se fueron… Un día llegaron los alemanes. Ella y su hija se salvaron. Un mes después le dicen a la niña, que estaba enferma, que uno de sus hermanos ha muerto. Se vuelve loca de sufrimiento y la entierran una semana después. ¡Señor, una joven muy hermosa, que era la luz de su vida! Luego se enteran de que los obuses ingleses han caído muy cerca de su casa y la han destruido… Y, por último, el otro hijo está gravemente herido. Cuando se firma el armisticio, los tres están en París y se tienen que romper los cuernos trabajando mientras esperan una indemnización que a estas alturas aún no han recibido… A padre e hijo los contrataron en una fábrica. ¿Se piensa que viven tranquilos? Pues el hijo no puede seguir trabajando, está hecho polvo, vomita sangre. Y el año pasado le tocó al marido. Una máquina le enganchó y se quedó sin mano. ¡Y con la cabeza destrozada! Tuvieron que perforarle el cráneo para salvarle. Ahora no puede hacer nada. Tiene los ojos muy abiertos, la mirada perdida… como si se estuviera volviendo loco. Anoche le dijo llorando a su pobre mujer: “Espero que no te duela verme así, porque sería una desgracia hacerte sufrir, a ti, que tanto has tenido que soportar…”. Ya ve, señor, esto es lo que me estaba contando. Ahora ella es la única que trabaja…»

—¡Es horrible! —exclamó Monique conmocionada.

—¿Cree que después de escuchar esto puedo compadecerme de usted? Si no tiene nada que hacer, ahí tiene dolor para consolar… ¿La dirección? Sí, se la daré. ¡Cuando Julia terminó de contarme su historia, me sentí culpable por no haberme dado cuenta enseguida de todo el horror, la resignación y el sacrificio que acumulaba esa mujer! ¡Me he arrepentido de no haberle estrechado la mano y haberle pedido perdón por todo el mal que han causado la estupidez y la crueldad humanas!

Se quedaron en silencio. Sentían sobre sus hombros la abrumadora carga del destino.

—Tiene razón —murmuró ella con una mezcla de compasión y vergüenza—. ¡Solo pensamos en nosotros! Nunca olvidaré esta lección que me ha dado.

Lo miró con afecto. Al cabo de un momento, él dijo:

—¡Si no se siente capaz de hacer de hermanita de la caridad, al menos trabaje, arrime el hombro! Mire, mi obra no es que sea genial pero no me importa… no me desanimo, sigo trabajando…

—Ojalá tuviera su don…Vale más que mis pinceles.

—¡Por favor, no me lisonjee! No creo que tenga más talento que usted. Pero sí creo en la utilidad del esfuerzo. No todos podemos ser un Victor Hugo o un Delacroix… Pero me conformo con ser como…

—¿Quién?

—¿Quién? No sé…

Se quedó pensando y luego empezó a decir nombres. Una palabra le bastaba para dar su opinión sobre ellos. Hablaron de sus preferencias, que coincidían a menudo. Monique estaba encantada de charlar sobre arte y literatura con el escritor y se preguntaba por qué habían hecho tan buenas migas… Era feo y hacía gala de un carácter arrollador, más aún que cuando lo vio por primera vez en casa de Vignabos. Sin embargo, esta vez no le desagradaba su rudeza… ¿Por qué? ¿Porque le recordaba a aquel efímero compañero que se quedó grabado en su memoria? ¿Porque era el lazo que la unía a un dulce pasado? Pero, en este caso, también hubiera alargado la conversación con Blanchet cuando la abordó en el Louvre… «No, lo que me atrae es la rectitud de su forma de ser», pensó mientras escuchaba su tajante tono de voz, «estoy ante una persona honesta». La personalidad que revelaban las opiniones de Boisselot así como la candidez que ocultaba su feroz aspecto, le parecieron algo tan excepcional y novedoso que la impresionó.

La señora Bardinot le dirigió varios gestos de reproche que Monique zanjó con un «¡Ahora voy!», pero los minutos pasaban y ella seguía charlando.

—¡Adiós, faltona! —le soltó Ponette mientras se marchaba. Se estaba aburriendo de lo lindo con un Ransom amodorrado y un Plombino enfurecido que, cuando Monique les dejó, le calentaron la cabeza con sus historias de siempre… Definitivamente, esta Lerbier estaba chiflada. ¡No iba a sacar nada de una idiota semejante! ¡Mira que despreciar unos millones cuando solo tenía que alargar la mano y no dar nada a cambio! ¡Cómo podía preferir a ese hosco zanahorio antes que al barón!

Los tres pasaron con mucha dignidad y gesto reprobatorio por delante de la mesa de Boisselot, que se calló para admirar el desfile. Cuando la espalda gacha de Plombino, siempre cargando con su mochila imaginaria, fue la última en desaparecer por la puerta giratoria, Monique gritó con júbilo:

—¡Buen viaje!

—Ese gordo, el «hipopótamo», como usted lo llama, parecía muy afectado —comentó Boisselot para hacerla rabiar.

—¡Pobrecillo!

Le contó a grandes rasgos cuál era la infeliz pasión de Plombino y cómo, a cambio de hacerle cliente suyo, había conseguido uno de los mayores benefactores del comité para los refugiados de Fridtjot Nansen:

—¡El barón es un filántropo! —concluyó, irónica—. ¡No se meta con él!

—¿Barón? —exclamó Boisselot fingiendo sorpresa—. ¿Barón? ¿Eso qué es?

Monique se echó a reír. A ella también le parecían absurdos esos títulos pseudoaristocráticos que solo reflejaban una tonta vanidad. Un engañabobos con el que los más astutos, gracias a la estupidez endémica, se habían hecho con títulos de rentas…

—¡Y eso que la noche del 4 de agosto de 1789 se abolió el sistema feudal! Revolución, ¿dónde estás?

De pronto vieron que el café estaba vacío. Los camareros empezaban a apilar las sillas sobre las mesas.

—¡Ya es la una! —dijo Monique mirando el reloj.

—Es verdad —constató Boisselot—, ¡qué rápido ha pasado el tiempo!

Una vez en la calle, en la esquina con la Ópera, él se aprestó torpemente a despedirse. Justo cuando ella iba a llamar a un taxi, le preguntó:

—¿Dónde vive? Es importante, por el barrio…

—¡Ya sabe que en la calle de La Boétie!

—¡Podría no tener el piso en el mismo lugar donde tiene el negocio! —refunfuñó.

—¿Por qué no? —preguntó mientras sonreía pensando en su pisito de Montmartre—. Pues sí. Vivo en el entresuelo que hay arriba. Y espero que un día de estos me conceda el honor de venir a comer con nuestro amigo Vignabos…

Boisselot, halagado, se quedó sin habla. ¡A pesar de su reputación, no era una chica banal ni simple! En fin, sí, iría a verla encantado. Tomó la mano que ella le tendió y la estrechó afectuosamente. En el momento en que le cerraba la portezuela del taxi, ella le soltó:

—¿Entonces está de acuerdo? ¡Ah! ¿Me da su dirección?

—Calle de Vaugirard, número 27.

—Hasta pronto. Le enviaré una nota…

Cuando el taxi arrancó, se giró para mirar la robusta figura que se alejaba con paso lento.

«Qué amable es este Boisselot…»