XV

Los días, y luego las semanas, pasaron.

Habían comprado un coche a medias. Descubrieron la emoción de las salidas improvisadas, evadirse de ellos mismos ampliando horizontes. A ella le hubiera gustado un coche más espacioso y veloz, pero él se opuso para poder pagar su parte sin problema. Le daba bastante rabia tener que dejarla conducir.

Miope y distraído como era, se resignó a verla al volante. Bastaron unas pocas clases para que se convirtiera en una hábil conductora, y él en un concienzudo mecánico. Régis era el primero en bromear, con la pipa entre los dientes, sobre este rol inferior que, en el fondo y sin que ella lo sospechase, lo humillaba.

Monique cada vez estaba más segura de que habrían podido vivir en armonía sintiéndose cada uno bien en su piel. Era un gran compañero. Tenía una visión muy amplia de los acontecimientos y de las personas. Era compasivo a pesar de sus arrebatos… Tras esos colmillos que siempre enseñaba, percibía una absoluta bondad.

¿Acaso sus discrepancias —esa cólera que lo convertía en una bestia al menor síntoma de celos— no demostraban un apego sin igual, emotivo, casi adulador?

Después de padecer su queja silenciosa, el reproche de sus indirectas… todo ese bombardeo sordo con el que la asediaba, se persuadía de que la quería muchísimo.

Incluso llegó a pensar que sería hermoso unir sus vidas más estrechamente. Le propuso alquilar un apartamento donde pudiera pasar más tiempo con él. Él podría ir todos los días a comer con su madre… Pero él temía cómo podría afectarle ese semiabandono a la pobre inválida.

A Monique le disgustaba esa vida dividida, entrecortada por su trabajo y, sobre todo, por la obligación que Régis creía tener con respecto a su madre y que le impedía independizarse.

Sus citas eran breves y precarias, exceptuando las noches que se veían en el pisito de la calle Pigalle, y que siempre les dejaban una sed de volverse a ver que alteraba su encuentro amoroso en lugar de aplacarlo. Una sed amarga y corrosiva.

Como si se tratara de un universo reducido, engalanado en vano, el exfumadero seguía siendo un pisito de soltera y obligaba a un infeliz retroceso de su amor, transformando sus sentimientos en desconfianza con involuntaria hostilidad. Entonces, ella se desencantó.

Comenzaba a irritarle esa disonancia, de la que estaba harta. Le tenía rencor… No dejaba de decirle: «El pasado es pasado. Ni tú ni yo podemos cambiar nada… ¡Yo te quiero! ¿No te parece lo más importante…?». Él entraba en razón, reconocía lo absurdo de sus celos y volvía a la carga casi de inmediato.

Tenía una curiosidad enfermiza que le empujaba a una permanente necesidad inquisitoria. Como no podía ponerla en práctica con el presente, su obsesión le llevaba a rastrear sin descanso en el pasado. Y el peor de todos era el recuerdo de Peer Rys.

Régis destrozó y echó al fuego el libro de Samain sin poder perdonar al Jardín del infante su brizna de lavanda seca, que todavía desprendía el olor de la erótica confesión.

No le bastaba con aborrecer a los que sabía que habían gozado de Monique, sino que hubiera querido tener una lista de todos los que, antes de él, habían poseído su cuerpo. Por mucho que sintiera que era su dueño, no podía soportar que, antes de ser suya, hubiera palpitado bajo tantas bocas.

La razón le aconsejaba inútilmente que rechazara esas visiones: le hostigaban con rostros concretos e imaginarios y desplegaban sus pinturas vivientes. Una lascivia absoluta que desquiciaba su deseo y le gangrenaba.

Pero ella, consciente de cómo proteger su amor, respondía con silencio (¡demasiado tarde!) y caricias a esos obsesos interrogatorios, quería desviar su atención mediante el cariño.

Buscó lugares nuevos donde quererse. Conocieron la diversión de las escapadas improvisadas y huyeron del lujo banal de los hoteles de lujo para descubrir el encanto de los alojamientos rurales y los hoteles de provincias. Pero siempre que sus brazos se separaban, leía en los ojos alterados de su amante aquella idea fija.

Tres meses después, Régis sufrió un duro golpe: su madre falleció. Fue una melancólica tregua en la que Monique fue su mayor apoyo. Ahora podrían poner en marcha el proyecto que había abrigado al principio: estar juntos en un nido acogedor donde no hubiese nada que recordase los viejos tiempos.

Se divirtieron reformando el modesto piso de Régis con cortinas de cuadros, estanterías de colores crudos y cerámica rústica. Monique construyó con sus propias manos una gran librería y, como escritorio, le encontró un colosal mueble de roble amarillo en muy buen estado a pesar de tener tres siglos, proveniente de una granja normanda.

Todas las noches, Monique cenaba y dormía allí. Se iba por la mañana, a las once. Él comía solo, trabajando en la segunda parte de Los corazones sinceros a la que había titulado ¿Posesión?, pues era uno de esos escritores que observan más que imaginan y aparecen en todos sus libros aunque no quieran.

Monique pudo respirar tranquila durante un tiempo. Influenciada por Boisselot, desde que estaban juntos había retomado su oficio, que él consideraba una distracción frente a las peligrosas tentaciones que, en las horas que ella se escapaba a su control, pudieran desembocar en el viejo y conocido torbellino de relaciones y hábitos.

Volvía a encargarse del negocio, conservando a la señorita Cherbalief y asociándose con ella. Incluso le regaló su antiguo pisito de soltera, del que la hizo propietaria de pleno derecho. ¡No quería saber más de él! El trabajo que la señorita Claire había llevado a cabo en el palacete de Plombino la había catapultado a lo más alto; además, como había aceptado los regalos ofrecidos por el desanimado barón, ahora disponía de un inesperado capital. Aun así, la rusa le agradeció a Monique que pusiera esa guinda en la edificación de su fortuna pero prefirió seguir siendo la segunda de a bordo en una empresa donde, en realidad, era la primera. Monique, al dejarle llevar la marcha general del negocio, volvió a disfrutar con los lápices y los pinceles… Una readaptación parcial de la personalidad pero suficiente para que los interesados cálculos de Régis dieran un resultado contrario al esperado. A medida que se sumergía de nuevo en las saludables aguas del trabajo, Monique cosechaba una energía que la dejaba como al salir de un baño: con las ideas claras y la mirada límpida. Tras conseguir la plenitud física, también recuperaba poco a poco la salud moral.

Ese trabajo, en el que su amante solo había visto una forma de conservar el monopolio de la autoridad, provocó que el carácter al que había querido someter volviera a ser consciente de su valía. Este sentimiento, después de la decadencia que había sufrido, subió la moral de Monique.

Empezó a tolerar con menos facilidad el despotismo del que Régis abusaba sin querer. Su rebelión interna aumentaba cada vez que él la obligaba a rememorar una vida de la que él, sin embargo, la había sacado.

Todo servía como excusa para sus desatinados comentarios. El incidente más nimio lo convertía en esa fiera que se agazapaba tras el hombre civilizado. Las escenas, que cada vez eran más insoportables, siempre terminaban con apasionadas disculpas. Sin embargo, ninguna fue comparable en violencia a la que sobrevino tras una inesperada casualidad: la reaparición del bailarín desnudo.

Se debió a una representación de gala que organizó Ginette Hutier en beneficio de la obra para los mutilados franceses: tras seis años de existencia, no quedaba un céntimo. Los desgraciados tardaban demasiado en morirse.

En el último momento, añadieron al programa a Peer Rys. El anuncio de Alex Marly, que ejercía de eventual regidor, perturbó a Régis tanto como a Monique. Bajo el creciente murmullo de general satisfacción, que acabó en vítores, él se inclinó hacia ella clavándole la mirada:

—¿Estás contenta?

—¡Estás loco!

Nunca se había arrepentido tanto de las confidencias que le había hecho al principio de su amistad, antes de que estallase el deseo. Régis, sin esperar a que se alzara el telón, se levantó de su asiento y le ordenó que lo siguiera. Ella se negó, ofendida. Pero, cuando lo vio alcanzar con paso decidido la puerta que estaba detrás de sus asientos, flaqueó. Él estaba sufriendo por su culpa. Y, aunque se tratase de un sufrimiento sin motivo, la conmovía porque aún lo amaba, casi tanto como en los dichosos días de Rozeuil.

No intercambiaron palabra en el taxi que los llevó de vuelta. Cada uno iba echado contra su lado, subiendo la pendiente de sus pensamientos e hilvanando toda una ristra de pesares. Cuando llegaron al pequeño dormitorio y él miró con odio cómo se quitaba el abrigo, bajo el que llevaba un vestido de perlas con la espalda y los brazos al descubierto, Monique no pudo soportar más ese insultante silencio. Se acercó a él conciliadora:

—Cariño, no puedo enfadarme contigo viendo cómo sufres… A mí me duele más que a ti. Padezco el daño que me infliges sin motivo, y sufro contigo por el tormento que te provocas tú solo…

Él la apartó bruscamente:

—¿Acaso soy yo quien se acostó con Peer Rys?

Ella se encogió de hombros:

—¿Has escrito Los corazones sinceros y me reprochas mi franqueza? ¿No he sido lo bastante honesta como para confesarte la verdad de mi triste vida antes de ser tuya?

—Yo no te lo pedí.

—¡Régis! ¡No es posible, este que habla no eres tú! ¿Preferirías que no hubiera sido sincera? ¡Lo hice por confianza y cariño hacia ti, y ahora lo utilizas para torturarnos! Olvidas que fue ese impulso el que nos atrajo el uno hacia el otro… ¿Habrías preferido que me callara y que, cuando de todas formas hubiésemos acabado juntos, porque era el destino, te lo hubiera ocultado?

—Tal vez.

—¡No, no! ¡Ninguno de los dos hubiéramos podido hacerlo! Si no, no seríamos tú y yo, y no nos querríamos. ¿Crees que uno u otro podemos ocultarnos cosas si nos amamos? ¿Es posible quererse de verdad sin conocerse? ¿Sin que uno sepa realmente cómo es el otro?

—No.

—¿Imaginas que te hubiera mentido, arriesgándome a que un día hubieses descubierto la verdad? ¿Esquivando tus interrogatorios? ¡Porque, ahora, eres tú quien me interroga!

—No lo puedo evitar.

—Por eso he hecho bien contándote todo antes. ¡Piénsalo! Antes o después habrías tenido que saberlo… No te hubiera hecho sufrir menos.

—Es verdad.

—Me echas en cara las confidencias que te he hecho… ¿qué habría pasado si te las hubiera escondido?

—Es verdad. Pero…

—¿Pero qué? ¿Habrías querido que contestara a tus preguntas con mentiras? ¿Que jurara en falso? ¡Porque no te hubiera bastado con las palabras, habría tenido que jurar! Cariño, cariño, ¿no te das cuenta de que tu amor ha sepultado todo eso? ¿Que soy feliz porque siento que somos sinceros el uno con el otro? ¡Porque solo la felicidad es capaz de borrarlo todo y redimir!

Régis, cabizbajo, callaba con gesto afligido. Ella lo agarró por los hombros:

—¿No te avergüenzas de ser cruel e injusto? Si me quieres, mírame.

Le lanzó una mirada desesperada y murmuró:

—¡Ya sabes cuánto te quiero! ¡Como a nadie! ¡Totalmente! ¿Crees que si no te amara, odiaría a esos que te han poseído antes que yo?

—¡Yo también te quiero como a nadie y totalmente! —exclamó—. ¿Pero qué pensarías si te torturase con el recuerdo de tus amantes? Las has tenido, antes que yo.

La miró a los ojos con tanta dureza que le invadió un frío que le llegó al corazón.

—No tiene nada que ver.

—¿Por qué?

Él se dio la vuelta y empezó a desnudarse, silbando.

—¿Nada que ver? ¿Qué quieres decir?

—Sería muy largo de contar —insistió quitándose el chaleco.

—¡Me hablas como si me hubieras encontrado por la calle! —exclamó Monique.

—No. Si fueras una mujer de la calle, una pobre mujer que se acuesta con hombres porque es el único oficio que ha podido aprender en este mundo, no te hablaría así. Nadie quiere casarse con una fulana.

Monique hizo un gesto de sorpresa, pero él continuó:

—Esa mujer, simplemente, apetece; como apetece un trozo de carne u hojear un libro. Se le paga para eso. Y si resulta que uno se atreve a amarla… hay que estar loco para tener celos de los amantes que ha tenido, ¡y que no podía evitar tener! Para empezar, no los conoce y ni siquiera se acuerda. ¡Son muchísimos! La gente es anónima… Pero tú, tú…

Ella sufría al oírle.

—¿Quién te obligaba a ofrecerte como una loca al primero que pasaba? ¿A enamoriscarte de un cretino como el bailarín desnudo por su cara bonita? Sin hablar del resto: ¡los que no has sido tan vanidosa de contarme y los que te ha dado vergüenza sacar a relucir, porque sabes muy bien que no son trigo limpio y que es mejor meterlos en un cajón y echar la llave!

Monique se cubrió la cara con las manos para ocultar su vergüenza. Él siguió gritando:

—¡No tenías por qué hacerlo! Deberías haber pensado que un día podrías conocer a un buen tipo, tan intransigente como yo… ¡Que un día podrías enamorarte y que tú, de cuna y educación privilegiadas, echándote a perder como una puta, peor que una puta, le harías un desgraciado y a ti misma también!

Ella no contestó. Intentaba separar los golpes justos de los que no lo eran. Algunas palabras se le clavaban en carne viva porque coincidían con las llagas de un remordimiento. Otras la herían mucho menos profundamente, de lo injustas que le parecían. Finalmente, contestó:

—¡Dejemos de hablar de mí, ya que no quieres ver lo que he sido antes de conocerte! Una infeliz… ¡Y, como por fin eres sincero, sigue siéndolo hasta el final!

—Dime…

—Acabas de decir: ¡nadie se casa con una fulana! Pongamos que sea cierto aunque lo veamos todos los días. Pero ¿con una viuda o una divorciada? Contesta.

—¡Depende! —masculló al prever el argumento.

—¡No! Las medias tintas no son propias de ti. Contesta… Si quisieras, como me quieres a mí, a una viuda o a una divorciada, ¿te casarías con ella?

—Tú no estás viuda ni divorciada. Es muy fácil razonar con el si.

—Te repito que no se trata de mí. Una viuda o una divorciada, que habría podido hacer muchas locuras de las que tú no sabes nada y a la que simplemente amas… ¿Te casarías con ella?

—Por supuesto…

—Ya no entiendo nada.

Estaban frente a frente, escrutándose con la mirada, como ante un espejo.

—Una viuda —añadió Boisselot— o una divorciada, normalmente se han sometido a su destino. Son menos responsables de él que tú del tuyo. Ellas han obedecido la ley.

—¿Qué ley?

Como oyó que Monique se echaba a reír, dijo tajante:

— Perdone usted… La de los hombres y la de la naturaleza.

—¡La de la naturaleza! ¡El himen! ¡El himeneo! Se trata de eso, ¿verdad?

—Pues sí, es eso.

Monique soltó una risita burlona.

—¡Si cuando yo decía que eras un cavernícola…! Es por la membranita, ¿no? ¡La mancha roja en el lecho nupcial! ¡Y los salvajes alrededor de la cama celebrando el sacrificio de la virginidad! ¡Cuéntales esto a las chicas de hoy en día! ¡Señoras, allá va un fisgón! Vives en el pasado, Régis. ¡Te crees que el marido es el amo y señor! ¡El sangrador y el maestro!

—¡No! —exclamó cogiéndola del brazo—. ¡Pero sí es el que, marido o amante, deja en vuestro cuerpo una huella tan profunda que, aunque estéis en brazos de otro, seguís siendo su criatura, su cosa!

—¡Ah, sí, la impregnación! ¿Crees que el hijo de un segundo matrimonio se parece al primer marido? No es más que literatura. ¡En cualquier caso, Régis, nunca me casaré contigo, puedes estar tranquilo! ¡Ni aunque me lo pidieras de rodillas! Y, en cuanto a los hijos, si algún día los tengo, no me gustaría que fueran como tú.

—Gracias.

—Además, ¿de qué sirve discutir? —dijo cansada—. ¡Todo esto es tan particular! Hay madres que se morirán sin saber qué es el amor… La mujer solo se abre a la vida si antes se ha abierto al placer.

—¡Peer Rys! —soltó él con una risilla burlona.

—¿He dicho que el placer dure toda la vida? ¿Acaso la mía no es ejemplo de justo lo contrario? Solo somos felices si nos amamos en cuerpo y alma.

Él desvió la mirada. Ella dijo con un suspiro:

—¡Me lo has enseñado tú, Régis! Solo somos felices con esa condición… O, más bien, deberíamos serlo…

Seguían inmóviles el uno al lado del otro. Monique tuvo un gesto conciliador y se acercó a él. Entonces, vio que estaba llorando y se conmovió.

—¿Por qué tenemos que torturarnos de esta manera? No hay nada que degrade más que un dolor intrascendente ¡y además inútil!

—Cuando se está sufriendo, no se razona.

Estaba avergonzado y se desplomó sobre las rodillas de Monique:

—¡Perdóname, soy una bestia!

Ella apoyó la mano en su cabeza y se quedó mirándolo con más compasión que ternura. Régis se levantó de un salto y la abrazó… ¡Cuántas veces habían acabado así sus discusiones, rodando por el tálamo conciliador! Pero esta vez Monique dijo con tristeza:

—¡No, Régis! No. Necesito que esta noche me dejes. Has roto algo entre nosotros… Mañana… Cuando estemos tranquilos, cuando tengas…

Pero, una vez más, él la forzó. Monique cedió a su pesar. Y cuando, vencida por el deseo, terminaron su espasmódica lucha lanzando unos gritos salvajes, les invadió una gran tristeza. No consiguieron dormirse hasta el amanecer, con el cuerpo entrelazado y los pensamientos distantes.

Desde aquel día, Monique se vio arrastrada a una vida convulsa. Se acordaba melancólicamente de los momentos apacibles de su amor, cuando aún se parecía a un soleado manto de agua con sus flores de olvido. El paraíso de Rozeuil, donde los atrapó el demonio… ¡Ese demonio que ahora se había apoderado por completo de Régis! El mal lo había atrapado, lo hipnotizaba. Ya ni siquiera intentaba razonar ni dominar sus celos, que habían rebasado los límites del pasado y llegaban hasta el presente, emponzoñando todo.

Por más que este desengaño fuera inesperado, y tan amargo que su orgullo sufría por haber encontrado una nueva forma de esclavitud en aquel de quien esperaba la liberación, Monique seguía adelante con la pasión habitual y también con los remordimientos por su error… Quizá Régis cambiaría… Las enfermedades graves tardan tiempo en sanar. Todo lo que Régis tenía de inteligente y de bondadoso se acabaría imponiendo y, ¿quién sabe? Tal vez eliminaría el veneno…

De esta manera, el amor y el amor propio se ponían de acuerdo para predisponerla a la paciencia. Por miedo a enfurecer al loco, ahora propenso a sospechar de todo, consentía en no abandonarlo casi nunca. Renunció a la mayoría de sus relaciones y actividades. Dejó que la acaparase, cada día un poco más.

Él se impuso como soberano y la relegó a ser su sombra. Monique se convirtió en una vigilante de su trabajo. Lo acompañaba cuando él quería salir. Solo veía a los amigos de él: algunos pintores, literatos de vanguardia… Rara vez al señor Vignabos desde el día en que se encontraron en su casa con Blanchet y la conversación entre él y Boisselot tomó un cariz desagradable. Bastó con que Monique compartiera la opinión del profesor para que, de inmediato, Régis defendiera todo lo contrario con una rabiosa violencia.

A la larga, este aislamiento provocó un efecto fatal: Monique se ahogaba, como en una cárcel. Cuando reaccionó, la aparente paz que había entre ellos cesó bruscamente:

—¡No! —protestó decidida cuando él quiso impedirle ir a comer un domingo a casa de la señora Ambrat—. Llevo dos meses rechazando ir a Vaucresson, ¡es estúpido! Acabarás enemistándome con toda la humanidad.

—No pensaba que la señora Ambrat fuera toda la humanidad.

—Ya me has obligado a alejarme de Vignabos, ¡ya está bien! El resto me da igual… Los he dejado de ver encantada. Hay cantidad de cotillas y pesados que son como lastre que se puede soltar… ¡Sí, conozco tu método! ¡Todos tus métodos! «Para prosperar hay que alejarse del mundo…» ¡Y etcétera! ¡Pero Vignabos, la señora Ambrat…! ¡Es pasarse de la raya!

—Yo te digo que está bien así —dijo sombrío—. ¿Te crees que no sé por qué quieres ir el domingo a Vaucresson?

—Para cambiar de aires.

—¡Siempre con la misma canción!

—Cuéntame, que me voy a reír, ¡vamos, dilo!

Llamaron dos veces a la puerta del dormitorio y la respuesta que Monique, preparada para dar réplica, ya se imaginaba, quedó interrumpida. ¡Loco! ¡Estaba loco! Apareció la doncella, Julia, que llevaba un parche en el ojo. Era una maritornes rechoncha y asmática, con la cara corroída por el vitriolo, ¡recuerdo de un amor! Anunció, retorciendo el delantal:

—La comida está servida.

Una vez sentados con los entremeses en la mesa, esperaron a estar solos. Julia abandonó por fin el comedor con paso lento. Su mayor interés era observar la vida de sus amos. Se deleitaba espiándolos, ávida de detalles, a la hora de las peleas. Era su entretenimiento. Instintivamente, como bestia de carga bajo el yugo del hombre, siempre se ponía de parte de Régis. Desde la oscuridad de su ergástulo, le extrañaban la elegancia y la independencia de Monique.

—¿Puedo saber ahora qué es lo que me lleva a Vaucresson?

Boisselot vaciló. Temía, si la nombraba, dar cuerpo a la sos-pecha que le carcomía.

—¡Como si no lo supieras!

Y canturreó con sorna:

Aroma de tu amor… ¡Efímera ilusión!

Lo miró con lástima. ¡Estaba tan loco como para dar ideas que a ella nunca se le ocurrirían si él no las mencionase! No pudo soportar la compasiva ironía de Monique y volvió a la carga:

—¡Vaucresson, un encuentro de amigos! ¡Los verdaderos y únicos amigos! Me apuesto a que allí estará también, casualmente, no solo ese buen tipo que es Vignabos sino también ese otro que es un tipo excelente…

—Blanchet, ¿verdad?

—¡Lo has dicho tú! —se burló imitando la voz de Max.

—¿Sabes lo que eres?

—Un idiota, está claro. ¡Pero no un ciego! ¿Crees que no me di cuenta de vuestros tejemanejes la última vez que lo vimos? ¡Digo cuando lo vimos porque no sé qué puedes hacer a mis espaldas!

—¡Régis!

—¿Qué pasa? Es verdad. Expongo un hecho: desconozco qué haces.

—¿Cómo puedes dudar…?

—¡Siempre hay que dudar! No hay mayor certeza que la duda. Y con tu indignación confirmas la mía.

Se calló orgullosa y él tomó la delantera:

—¿Te piensas que no me he fijado en que os hacíais ojitos cuando yo hablaba y en la cara que ponías cada vez que él abría la boca? ¡No me sorprendería que ya os estuvieseis entendiendo!

Julia entró en el comedor trayendo un bistec con patatas poco apetitoso. Lo dejó sobre la mesa y cambió los platos con sus dedos amorcillados de uñas negras. ¡Qué relativo es todo! Monique sintió más fuerte que de costumbre esa especie de pobreza rasposa que rezumaba todo lo que había en torno a Régis: la estrechez de miras, la opresión de las paredes.

Julia cortó la carne y la sirvió maquinalmente. Comieron como dos extraños sentados a la misma mesa. Él no pudo contenerse más y se levantó apartando la silla:

—¿No te atreves a negarlo? ¡Estaba seguro!

Empezó a caminar de un lado a otro como si estuviera enjaulado.

—Por favor, siéntate —le pidió Monique—. Me estás mareando… Y ahora, escúchame: no pienso rebajarme a sacarte de tu error. ¡Todo esto es estúpido! Y no es digno de nosotros…

—Entonces, ¿qué pasará el domingo?

—Iremos a comer a casa de la señora Ambrat.

—¡Irás tú!

—Iremos —dijo Monique despacio pero con un tono de voz tan firme que él no se atrevió a contradecirla—. O me das esta prueba de inteligencia, que es la única disculpa que te pido, o todo terminará entre nosotros para siempre.

Boisselot le clavó una mirada de animal amenazador en cuyas pupilas se leía la inseguridad. ¿Ceder? Sí, podría hacerlo… Así los espiaría mejor, se informaría…

—No quiero convertirme en la víctima de tus caprichos —continuó Monique—. Quiero determinar mi conducta por mí misma y como me dé la gana. ¡No hay amor duradero sin respeto del uno hacia el otro! ¿Te has cansado del nuestro? Viendo cómo te ensañas en destruirlo, diría que sí.

Él volvió a echarse en la silla con la cabeza entre las manos:

—¡No, Monique! ¡Te quiero, perdóname! Cambiaré…