XVIII

Estaban terminando de comer. Monique, con los codos sobre el mantel frente a la señora Ambrat, no perdía ripio de lo que decía Blanchet, que exclamó mientras pelaba una naranja:

—¡A ver, señor Ambrat! La cuestión, en caso de que Alemania no nos pague, no es saber si tenemos derecho o no a ocupar el Rin a perpetuidad. Tener derecho es una cosa, ¡y la menos segura y más precaria de todas! Y la realidad es otra. El derecho siempre ha sido la interpretación de unos intereses, se trate de pueblos o de personas. Tenga la fuerza y tendrá todo el derecho. ¡El derecho, que cambia de aspecto cuando la fuerza cambia de bando! Pero ¿estamos seguros de seguir teniendo la fuerza? La vida del mundo, y la nuestra dependiendo de él, ¿deberán siempre estar subordinadas a esta quimera agotadora? ¿Estamos condenados a la eterna revancha de las guerras? Luego, para mí, la cuestión se plantea no por derecho sino por la realidad. Y, ¿cuál es el interés real de Francia, que es el mismo del mundo? ¿La frontera del Rin o la paz, garantizada por un préstamo de liquidación internacional? La paz, es decir, el trabajo universal, ¡la Europa solidaria!

—¡Ojalá!

—Basta con quererlo. ¡No hay progreso sin confianza en el progreso!

En ese momento se abrió la puerta del salón. Era Riri que, como el discurso le parecía largo y aburrido, se había levantado de la mesa con permiso de la señora Ambrat llevándose su postre y ahora jugaba a ser maestra de ceremonias:

—¡Señores y señoras, el café está servido!

Daba saltitos y palmadas, estallando en carcajadas.

—¡A que te cojo! —dijo Monique.

La niña, fingiendo divertida tener miedo, corrió por el salón y, cuando la iban a alcanzar, buscó un refugio. Se echó a las piernas de Blanchet entre gritos de alegría.

La señora Ambrat sonrió:

—¡Para! ¡Vas a cansar al tío Georges!

Él la sujetó y le acarició el pelo. Solterón y sin familia a la que querer, aceptaba encantado ese parentesco elegido en casa de sus amigos.

—¡Oh, perdón! —dijo cogiendo la taza de café que le tendía Monique—. Gracias.

—Ya lleva azúcar… ¡tres terrones, como siempre!

—¡Oh! —exclamó Riri—. ¡Menudo goloso!

La señora Ambrat la regañó por esa manera de hablar, pero los cuatro se rieron. Se estaba a gusto en el luminoso salón. El fuego chisporroteaba en la chimenea. Fuera, el sol invernal teñía de dorado los árboles desnudos y el cenador, salpicado por algunas hojas de cepas vírgenes.

—Me voy al jardín —declaró Riri cuando se terminó el terrón de azúcar empapado en el café de la taza de su «madrina».

—Ve, hija.

Monique, sentada cerca del gran armario cuya pátina miraba con agrado, se sentía muy bien. Estaba acurrucada en un sillón, con la tranquilidad de estar protegida. Apreciaba el cuidado que sus amigos habían puesto durante la comida —y Blanchet el primero, con una intuición que ella le agradecía— para que no pensara en su amargo bache.

Le cambiaba ver ese horizonte tan amplio que la deslumbraba después de salir de las tinieblas en las que había vivido. A fuerza de vivir un amor tan egoísta, se dio cuenta de que había acabado perdiendo el interés por todo lo que no fuera ella misma o él… Y ahora volvía a descubrir, con tanto placer que se sorprendía, un infinito campo de ideas… ¡Por fin respiraba tras la asfixia de la prisión!

¿Régis? ¡Ya no pensaba en él! Murió para ella en el mismo instante en que grabó en la memoria su última imagen: esa sombra vengativa en la ventana. Lo había arrancado por completo de su cuerpo y de su mente. Aunque era libre seguía dolorida y, con la energía intuitiva de los jóvenes, se volcaba en el remedio por excelencia: la voluntad de curarse.

Mientras los dos hombres retomaban su charla, la señora Ambrat observaba meditar a Monique mirándola con afecto. Le alegraba el cambio que se había producido en ella… ¡Pobre niña, había ido a buscar tan lejos la desgracia cuando quizá la felicidad estaba ahí, delante de sus ojos! ¡Blanchet y ella estaban hechos para entenderse! ¡Cómo podía haberse enamorado de Boisselot! No conocía a un ser más antipático que él…

Acercó su silla hasta el sillón donde estaba Monique y la cogió de las manos:

—¡Tiene buena cara, querida! Estoy muy contenta de que se sienta cómoda aquí.

—¡Hace un tiempo estupendo! —dijo Monique mirando por encima de Blanchet y el señor Ambrat el cielo despejado en el que resplandecía un agradable sol.

—¡Es verdad! —exclamó Blanchet—. ¿Le apetece dar un paseo por el jardín? ¡Riri nos está llamando!

—Pero pónganse los abrigos —aconsejó la señora Ambrat.

Una ráfaga de aire fresco entró por la puerta vidriera que Blanchet acababa de abrir.

—¡Así estamos muy bien! —dijo él.

Cuando ya habían bajado los dos escalones y estaban pisando la grava, la señora Ambrat insistió:

—¡Espere, Monique! Voy a por un chal.

Monique se acercó, sola, hasta el umbral con la mirada puesta en Blanchet, que gesticulaba, elegante y ágil, al lado de un encorvado señor Ambrat… De pronto, se giró bruscamente al notar una presencia. La puerta vidriera que daba al jardín de la entrada se acababa de abrir. La negra figura de un hombre se recortaba sobre el fondo luminoso. Se quedó tan estupefacta que ahogó un grito. Régis, con el sombrero puesto y una mano en el bolsillo del abrigo, estaba delante de ella. Más delgado y con los ojos hundidos, se le quedó mirando con cara aturdida. Monique solo pudo balbucear:

—¿Qué… haces… aquí?

—Te he estado mirando por la ventana desde que te levantaste de la mesa… Vengo a por ti. Vamos.

—¡Estás loco!

—¡Que vengas! —dijo amenazante mientras iba hacia ella y le tendía la mano libre.

Monique comprendió lo que pasaba cuando vio su mirada asesina. Y, alterada, lanzó un grito tan agudo que Régis, desconcertado, se paró.

—¿No quieres venir? —murmuró—. Está bien.

En ese momento sacó del bolsillo la mano armada con una pistola y apuntó el cañón. Pero Blanchet, que había acudido al oír el grito de Monique, se tiró delante de ella, cubriéndola con su cuerpo. Régis disparó…

Vio pasmado cómo Blanchet se tambaleaba y a Monique, con el cuello lleno de sangre, agacharse para sujetarlo. El señor y la señora Ambrat, que habían salido corriendo, irrumpieron en la escena. El ingeniero se abalanzó sobre Boisselot, que se dejó desarmar como un niño. La señora Ambrat ayudó a Monique a tumbar a Blanchet en el sofá… Riri lloraba ruidosamente agarrada al delantal de la cocinera, que había acudido al oír el estruendo.

El señor Ambrat fue el primero en ser plenamente consciente de la situación.

—Marie —ordenó a la doncella, que daba vueltas como una peonza—, vaya corriendo a buscar al doctor Lumet. Llévese a Riri con usted. Acaba de suceder un accidente.

Monique sollozaba sentada al lado de un Blanchet inconsciente, presa de una crisis nerviosa. La señora Ambrat volvió del comedor, adonde había ido a coger vinagre y una toalla para humedecer la cara del herido y hacerle volver en sí. Le habían desabrochado el cuello y el chaleco y, por la camisa entreabierta, se veía la pequeña herida cerca de la axila. Monique, nerviosa, apoyó la oreja en el pecho de Blanchet para asegurarse de que respiraba.

—¡Pero si usted también está herida! —exclamó el señor Ambrat—. Tiene el cuello lleno de sangre… Déjeme ver…

—¡Yo no tengo nada!

—¡A ver!

La bala, después de atravesar el hombro de Blanchet, había arañado el de Monique. Era un desgarro superficial que ni siquiera le dolía de lo preocupada que estaba.

—¡Vaya animal! —dijo con rabia el señor Ambrat.

Solo entonces pensó en ir, justiciero, a por el asesino… ¡Pero ya no había nadie! La silla donde Régis se había derrumbado un minuto antes estaba vacía… Boisselot había tomado consciencia bruscamente de la situación y había huido.

Gracias a los golpecitos que la señora Ambrat le daba en la cara con la toalla mojada, Blanchet volvió en sí tras lanzar un profundo suspiro.

—¡Ay! —se quejó levantando la cabeza.

—¡No se mueva! —dijo Monique.

Arrodillada junto al sofá, le había cogido la mano y la apretaba con cariño. Él abrió los ojos, vio las tres cabezas encima de él y las tranquilizó con una sonrisa.

—¡No creo que sea nada grave! Una bala en el hombro… Ya sé lo que es. Me sacaron una del otro hombro, en 1915… ¡Pero era una bala alemana!

—No hable, no debe alterarse —dijo la señora Ambrat.

—A esta no hará falta sacarla —dijo Monique inclinada sobre él—. Mire la que ha liado al salir…

Le afectó tanto ver el surco rojo sobre su cuello que empalideció y parecía que se iba a desmayar otra vez.

—¡Es solo un rasguño! No se asuste…

No sabía qué decirle… Hubiera querido gritar lo que bullía en su interior, lo agradecida que estaba… Las palabras se le amontonaban, impotentes, y morían en sus labios. También tenía miedo de cansarle.

—¡Si no hubiera sido por usted…! —murmuró.

Él contestó con una mirada donde la involuntaria fiebre le otorgó a las palabras todo su sentido:

—No me dé las gracias. Era mi deber.

¡Su deber! Sí, hubiera hecho lo mismo por cualquier otra… Porque era valiente y caballeroso. Pero ahora estaba segura de que le alegraba haberlo hecho por ella. La satisfacción que leía en su rostro la trastornaba totalmente.

—¡Ahí está Marie! —dijo la señora Ambrat—. ¿Y bien?

—El doctor estaba allí. Enseguida viene.

—Muy bien, ponga a calentar agua.

Blanchet esperó a que hubiera cerrado la puerta.

—Y ahora hay que ponerse de acuerdo con lo que ha pasado… ¿Dónde está la pistola?

—Ahí, encima de la mesa.

—Ustedes la estaban descargando mientras charlábamos y se disparó de manera fortuita.

Monique y la señora Ambrat se miraron. ¡Lo había dicho de forma tan natural! Monique estaba a punto de llorar. No tenía dudas de que, con esta justificación, una vez más solo pensaba en ella. Blanchet, tras el impulso que le había llevado a ponerse delante del disparo, tuvo miedo de mermar su sacrificio con una imposición y añadió por delicadeza:

—A nadie le interesa un escándalo.

—Ese miserable va a salir impune —constató el señor Ambrat.

—¡Ese infeliz! —corrigió Blanchet.

Monique, para disimular su angustia, había ido a mirar por la puerta vidriera que daba al jardín, aún abierta.

—¡Ya está aquí el doctor! —anunció.

Pusieron al corriente al señor Lumet, a quien la versión de la imprudencia le pareció la más verosímil del mundo. Inspeccionó la herida y, en cuanto vio la posición y el aspecto de ambos orificios, se quedó tranquilo:

—Es cosa de ocho días —declaró—. Reposo y lavados. Y si la herida no supura, no quedará ni rastro. Mientras tanto, vayan a acostar a este hombretón. Ya ha tenido bastante trasiego.

A pesar de las protestas de Blanchet, que insistía en que una ambulancia le llevase de vuelta a Versalles para no molestar a sus amigos, todo se decidió en un santiamén. Monique le cedió su habitación, ella estaría de maravilla en el diván del dormitorio de la señora Ambrat. Rápidamente, pusieron sábanas nuevas y desembarazaron el armario y los muebles de la ropa y los objetos de aseo.

El señor Ambrat y el doctor sujetaron al herido y lo llevaron hasta la habitación. Apenas habían terminado de quitarle la ropa y de tumbarlo cuando Monique, que había preparado un apósito, llamó a la puerta. Ella misma había reunido lo necesario para dispensar los primeros auxilios: algodón, agua oxigenada y rollos de gasa. También se había puesto una bata, que había cogido prestada, como el resto de cosas, del surtido botiquín de la casa.

Blanchet, febril, sonrió al verla entrar. La improvisada enfermera le devolvió la imagen de los años terribles de la guerra, como una alucinación. ¡Estaba en la cama del hospital! Sonrió, malherido, con la misma sonrisa de felicidad con la que ocho años antes había dado la bienvenida a su resurrección, tras pasar por el infierno de las trincheras, cuando vio inclinarse hacia él la blanca silueta de ojos bondadosos donde brillaba la vida…

Georges Blanchet, que antes no había sido ni más frívolo ni más egoísta que el resto, encontró en la guerra su camino de Damasco. Salió diletante y volvió apóstol, conoció a fondo un sufrimiento excesivo.

Como todos los que no salieron idiotas de allí, conservaba de esa temporada en el infierno un odio y un amor: odio por la mentira social, amor por la verdad y la justicia… Pero, a decir verdad, debía reconocer que este amor solo lo tenía una ínfima minoría. Lo compartían muy pocos hombres y aún menos mujeres.

Pensaba que, como consecuencia de haberse abstraído en el solitario mundo de las ideas, se había marchitado. Sentía que era más viejo con cuarenta años que los Ambrat con sesenta… Les decía: «Soy un hombre acabado». «¡Porque es un hombre solo!», replicaban ellos cada vez. «¡Búsquese una esposa!»

Entonces cogía su primer libro de un estante de la biblioteca y se lo mostraba bromeando:

—¡Matrimonio y poligamia! ¡Soy como esos cocineros que no prueban sus platos! ¡Aunque haya escrito que el matrimonio sea el fin, creo que es el principio! He dicho que no tenía nada que ver con el amor. No lo concibo sin él…

—Pero, aunque sea cierto que el matrimonio y el amor rara vez coinciden, no son incompatibles… Aquí tiene un ejemplo —respondía siempre la señora Ambrat señalando a su marido—. ¡Déjeme hacer a mí! ¡Una mujer le amará y se casarán!

Después de haberse encontrado con Monique en el Louvre, habían sentido una simpatía el uno por el otro que se intensificó a raíz de un entendimiento tácito en los breves momentos en que volvían a verse. Este hecho, lejos de aplacar su distante afectividad, le desquiciaba. Al ver en las garras de Boisselot a esa mujer que consideraba excepcional y que, inconscientemente, ya amaba, recaía en la misma neurastenia que sufría las noches que pasaba en la trinchera, cubierto de barro…

¡Y luego, de pronto sobrevino ese grito que aún le desgarraba las entrañas! Y el disparo tras el cual se despertó como un hombre nuevo, en esa cama tan cómoda donde ella había dormido… ¡Y la aparición! El futuro se anunciaba con esa blanca silueta de ojos bondadosos donde brillaba la vida…

Mientras Monique terminaba de colocarle el apósito, cerró los ojos y se durmió, agotado.

—Tiene las manos ardiendo —constató el doctor—. Dejémosle a solas. ¡Necesita tranquilidad absoluta! Si tiene sed, denle un poco de agua con limón. Tómenle la temperatura a las cinco. Nada más… Vendré otra vez antes de la cena.

—No se preocupe —dijo Monique—. Yo me quedaré con él.

Se sentó junto al cabecero de la cama en silencio mientras los Ambrat salían de puntillas con el doctor. Con una mirada de insaciable curiosidad, examinaba detenidamente esos rasgos que el sufrimiento había hecho más nobles. Penetraban en su interior y se grababan con tanta fuerza en la ardiente cera de su alma, que cubrían todos los rostros del pasado y los borraban.

Este hombre tan guapo, tan inteligente, tan bondadoso, se había jugado la vida por ella espontáneamente. ¿Podría agradecerle lo bastante semejante sacrificio? Se tenía por una persona insignificante, mancillada, rebajada. Y, sin embargo, nunca se había sentido tan atraída por la necesidad de creer y la embriaguez de amar.

—¡No! ¡Cállese! Está prohibido hablarle a la cuidadora.

—¡Pero si ya estoy bien!

—¡Está mejor, que no es lo mismo! Si no se porta bien, en vez de coger un libro y quedarme a su lado, me voy.

Se quedó mirándola preocupado, pero ella le acarició la frente y luego, silenciosamente, se volvió a sentar. Abrió La cartuja de Parma y se sumió en sus pensamientos.

Habían pasado seis días desde… el accidente. «¡Tiene gracia!», le había dicho Monique a la señora Ambrat, «¡ese pistoletazo en lugar de tener consecuencias trágicas, está arreglando las cosas…! ¡Para Régis ha sido como una descarga eléctrica que le ha dejado sin pilas! Sus celos feroces han salido disparados al mismo tiempo que la bala… ¡Buen viaje!». Se lo imaginó en el barco que a esas horas le llevaba a Marruecos.

Esa misma mañana, una nota de la señorita Cherbalief le había informado de la decisión y su cumplimiento: «El señor Boisselot ha pasado por la calle de La Boétie y, sin más comentarios, ha declarado que se va a ausentar durante mucho tiempo…».

Monique, al pensarlo, se sorprendía de no sentir rencor hacia él. Más bien, una indulgente lástima. Aunque no la había querido bien, al menos la había querido —su odiosa violencia lo había demostrado sobradamente— como nadie lo había hecho hasta entonces… La alejó de sus venenos. Incluso el recuerdo de esa frenética posesión, ahora que se había liberado, la conmovía más que irritarla.

Quiso ser honesta consigo misma con respecto a lo que pensaba sobre Régis. Ahora consideraba de manera diferente algunos de esos reproches que al principio le habían parecido injustos. «¡Ese infeliz!», había dicho generosamente Georges… Sí, era un infeliz, pero al menos, y había sido muy ingrata al olvidarlo, su dolor había hecho florecer dos alegrías. Porque, aunque tratase de acallar su canto interior y evadir el brillo de la mirada que, suplicante, la cubría en ese mismo momento, los dos emanaban alegría. ¡Una alegría infantil! ¡Una alegría pura!

—Se lo advierto —dijo ella levantando un dedo amenazador—: es muy feo aprovecharse de que la enfermera esté distraída para hablarle de esa manera…

—No he dicho nada…

—¡Pero lo oigo! ¡Mi querido Georges!

Cada día interpretaban el mismo dueto. Se decían las mismas cosas una y otra vez, un himno alterno que brotaba inconscientemente de sus corazones… No necesitaba jurarle que la amaba: le había dado la prueba más insigne y arrebatadora. Precisamente la certeza de su amor provocaba a Monique una gran incertidumbre.

La delicadeza con la que intentaba conquistarla —¡como si no la hubiera conquistado ya totalmente, y de golpe!— y la elegancia de interesarse solo por ella le atormentaban con el recelo contrario. ¿Era digna de ese amor? ¿Estaba ofreciéndole un alma mancillada? ¿Un cuerpo público? ¿Se merecía esa inmensa felicidad? Le iluminaba un deseo que a Monique le parecía más emotivo por su timidez que por su fuerza.

—¡Tengo miedo de que ame a una Monique que no es la auténtica! —dijo ruborizada con la cabeza gacha—. Me pregunto si tengo todas las cualidades que me supone… Y hay momentos en que me gustaría creerlo. Como cuando me mira de esa manera… ¡Entonces me imagino volviendo a nacer con mi espíritu de niña, imagino que el pasado no ha existido y que todo vuelve a empezar!

—No ha existido nada. ¡Todo empieza ahora!

—Si usted supiera…

Se le removieron todos los recuerdos y sus restos volvieron a atacarla… Necesitaba confesar, pedir perdón… Pero había pagado muy cara una sinceridad imprudente y peligrosa, como le habían demostrado los celos de Régis. Pero la confesión que había hecho al amigo y con la que el amante había sufrido tanto, ¿no debía hacérsela también, costara lo que costase, a quien se había convertido en soberano de su vida al salvarla? Tenía una sed mística de humillarse como castigo a su orgullo. La otrora rebelde ante la mentira y la brutalidad masculinas, la garçonne orgullosa, volvía a ser mujer, y débil, ante la grandiosidad del amor verdadero.

—Si usted supiera… —repitió.

—¡Sí que lo sé! ¡Sí, sé que ha sufrido mucho, como todos los corazones ávidos de lo absoluto! Sé que, sin que nunca le haya hecho daño a nadie, la gente se lo ha hecho a usted. ¿Qué importa lo demás? ¡Es pasado, y le pertenece! Para mí, en la vida solo existen las personas iguales y libres y, por tanto, el amor en su forma más pura. No tenemos ningún derecho sobre la persona que amamos, salvo aquello que ella nos quiera dar. Y solo cuando uno y otro se lo dan, se encuentran en igualdad de condiciones.

Le escuchaba como la pecadora que escucha al Salvador.

—¡Todo lo que sé, Monique, es que usted era, que es, una valiente y bondadosa alma que deja en evidencia la pobre buena voluntad humana! Una persona ávida de verdad y de justicia. Una persona a la que el sufrimiento, lejos de mermarla, la ha hecho más fuerte.

—¡Ojalá fuera cierto!

—El sufrimiento, Monique, es el baño revelador. Un alma vil sale de él corrompida. Un alma noble, fortalecida. ¡Tenga confianza! ¡Se acabaron los malos tiempos! La vida sigue.

—¡Lo siento mucho! —suspiró ella—. ¡Me hubiera gustado tanto ofrecerle un corazón que solo hubiera palpitado por usted!

—¡Está llorando!

—¡Sí, lloro por la pequeña Monique, por esa frescura suya que ya no tengo! ¡Lloro pensando en lo alegre que estaría si sus brazos hubieran sido los primeros en estrecharla! ¡Lloro pensando en la pequeña Monique de tía Sylvestre!

Su desgarrador lamento le conmovió. Notó que los ojos se le llenaban de lágrimas.

—¡No llores! No llores, por favor. ¿No te das cuenta de que el verdadero amor lleva consigo una luz tan radiante que es capaz de borrar cualquier sombra? ¡Deja de pensar en las pesadillas de la noche! ¡Empezaremos a vivir ahora! Nos despertamos con el amanecer de un nuevo día…

—¡Mi amor! —murmuró Monique.

Su rostro húmedo se iluminó como una mañana empapada de rocío. Él levantó los brazos y ella se dejó caer en la cama inclinando el pecho, que la bata protegía como un escudo blanco. Por primera vez, sentía una especie de pudor que la mantenía acurrucada contra él… En la eternidad de ese momento, ninguno de los dos pensó en recoger la rosa del beso que se abría en sus labios.

Georges le acarició la frente y el fino pelo cobrizo:

—¡No tengas miedo! Vas a ser amada.

—¡Qué bueno eres! —dijo ella apasionadamente—. Siento que estoy en un refugio donde ninguna tormenta me puede alcanzar ya… Estamos en la cima de un árbol, rodeados por la soledad del bosque…

Al cabo de los ocho días que había previsto el doctor Lumet, Georges se levantó recuperado. La herida no había supurado en ningún momento. Las dos cicatrices iban cerrándose con la aparición de la piel nueva.

Las dos mujeres se sentaron junto al sofá del salón, donde pedían al herido que se tumbase de cuando en cuando. La señora Ambrat cosía. Monique charlaba:

—¡No, aún no se encuentra en condiciones de volver a Versalles! ¡Sus clases aún pueden esperar quince días más, hasta después de las vacaciones de Navidad! Hasta el día de Año Nuevo… Mire, ¡usted es mi herido! Tiene que obedecerme.

Pronunciaba usted con el cariño del tuteo que aún no se atrevía a utilizar en público. El respeto a esta convención social hacía gracia a la perspicaz señora Ambrat. ¿Acaso pensaban que su romance no saltaba a la vista?

—Cierto, soy su herido, pero ya le he complicado bastante la vida a nuestros amigos…

La señora Ambrat apoyó la costura en sus rodillas:

—¡Tío Georges! ¡Qué pesado es usted!

—Aunque aquí esté muy bien, tengo que ocuparme de mi trabajo, ustedes tienen sus asuntos…

—¿Quiere decir que ya está harto de vernos? Pues bien, ¿quiere que yo le diga lo que es usted, tío Georges? Un ingrato.

La señora Ambrat sonrió con malicia tras mirar a uno y otro. Él respondió con voz seria:

—¡No, mi querida y buena amiga! No soy un ingrato. Siempre recordaré que fue aquí, en este sofá al que me tiene atado su autoridad, donde Monique me cogió las manos y me las apretó tan fuerte que ya nada las podrá separar. Le debo mi felicidad a esta casa y a usted, señora Ambrat.

La mujer se levantó de golpe. La emoción se traslucía en su rostro enjuto. Se acercó primero a dar dos besos a «tío Georges» y luego fue junto a Monique, que también se había puesto de pie y la miraba inquieta.

—¡Ahora le toca a mi nieta!

Al oír esta palabra, que hacía aflorar el recuerdo más querido de su amistad, Monique creyó ver junto a ellas, con su cara bondadosa y sonriente, a la anciana que la había educado. Tía Sylvestre se confundía con la señora Ambrat… Monique dio un largo abrazo a la amiga que había sucedido en su corazón a la tía desaparecida. Era como si mediante una ensoñación del pasado, tuviera entre sus brazos a una verdadera madre.

—¿Sabe en quién estoy pensando, mi niña? —dijo la señora Ambrat cuando logró dominar su emoción—. Ahora que hablaba de la Navidad… El día 24 de este mes hará cuatro años que su pobre tía vino a comer aquí la oca rellena y las salchichas… Fue la última vez que la vi. ¡Nos reuniremos el miércoles, dentro de quince días! Tomaremos la cena de Nochebuena pensando en ella. ¡Cuánto le hubiera alegrado verla así de feliz!