XIX

Desde el momento en que Georges y Monique retomaron sus vidas, empezaron a verse a diario. Él fue a comer varias veces a la calle de La Boétie. Otros días era ella la que iba a Versalles, normalmente en uno de los coches de la señorita Cherbalief, y se acomodaba en su casa de la avenida de Saint-Cloud. Era una casucha vieja, demasiado grande para él, pero con posibilidades. Además, contaba con un huerto, un gallinero y un cobertizo, que Monique acondicionó como garaje.

La anciana doncella que llevaba años encargándose de la casa del «señor Georges», aceptó enseguida a la intrusa pues adivinó que, si bien no era aún la señora de la casa, lo sería pronto.

Una tarde en que Monique había llegado pronto en el tren, él no quiso que se marchara y ella aceptó cenar de improviso. Pero Georges la sorprendió con una refinada cena y, al ver su cara de asombro ante la mesa adornada con mimosas y rosas, le confesó:

—Desde el momento en que entraste aquí por primera vez, no hay día que no sueñe con que no volverás a irte, con que te quedarás conmigo… Todas las noches, la casa está lista para ti.

Monique observó con agrado el pequeño salón donde él trabajaba y donde también cenaban, los muebles que ya le eran familiares… ¡Sí, todo un universo entre esas cuatro paredes! Georges se levantó para besarle la mano. Resultaba conmovedor con su alegría inocente y la febril discreción de su deseo…

Cuando la tomó entre sus brazos y, por fin, se atrevió a formular su ardiente petición, ¿por qué ella negó con la cabeza?

—No, esta noche, no, por favor…

En vano le ofrecía sus labios y le suplicaba con la mirada. Ella se liberó con pudor de su abrazo pero, al ver que él se separaba con pena, le cogió de la mano.

—¡Perdóname, Georges! No sé a qué sentimiento obedezco. Creo que no te merezco todavía… Dame un poco más de tiempo… para ser digna de ti. ¡Y, sobre todo, no pongas esa cara que tanto me entristece! Te debo todo, te pertenezco…

—¿Entonces…?

—No lo sé… ¡No, no! Todavía no.

La acompañó a la estación y Monique se sintió culpable al verle tan triste y silencioso. Durante todo el camino de vuelta se lamentó de esta inexplicable contradicción emocional que la había contenido en un momento en el que todo su cuerpo se predisponía al deseo. ¿Qué duda última había triunfado sobre su cariño, listo para abandonarse?

Eran sobresaltos de un inconsciente donde la Monique transitoria, esa que había desperdiciado su mente y su cuerpo, había desaparecido por completo y la nueva Monique, exactamente igual a aquella que se abrió confiada a la vida, empezaba a florecer con miedo.

Se había reencontrado con su alma de prometida con un ardor aún mayor, pero con el mismo impulso tierno y pueril. Inconscientemente, la serenidad de espíritu y la discreción le proporcionaban un aspecto más femenino. La señorita Cherbalief se quedó boquiabierta al verla otra vez instalada en la pequeña recepción.

Monique se deshizo de todos los papeles que desde hacía dos años se amontonaban en el secreter de estilo Luis XV. Con alegría y una facilidad que pensaba que había perdido, dibujó a la aguada el esbozo de un piso: sencillo, unas pocas habitaciones amplias, sobrias, luminosas…

—¿Por qué me mira así, señorita Cherbalief? ¡Perdón! ¿Señora Plombino?

—Es curioso, creo que se ha producido un… ¡cambio! ¡Ah! ¿Su pelo, quizá? ¿Se lo está dejando crecer?

—Sí.

—¡Justo ahora que estaba pensando en cortarme el mío…! ¡Ocurrencias del barón! Quiere que me peine como usted…

—¡Baronesa, quédese como está! El pelo corto es de chicos.

—¡Es algo nuevo! Como su proyecto de piso… —dijo Claire señalando el dibujo—. ¿Está pensando la señorita Lerbier en convertirse en señora?

Monique sonrió… ¿Señora Blanchet…? ¿Un marido, hijos…? ¿Por qué no?

Lo que hace un mes le había parecido un sueño irrealizable, ahora se le presentaba como un milagro posible. Miraba con otros ojos porque sentía con otro corazón… No podía evitar hacer proyectos. Usarían la casita de Versalles en primavera y verano. En vacaciones, viajarían, y en invierno…

Claire, que no obtuvo respuesta a su pregunta, la miraba con una sonrisa.

—De momento, solo tengo ganas de mudarme. Y como usted es propietaria de varios inmuebles y me puede alquilar algo en la calle de Astorg… ¡Espere! ¡Una cosa más! Como el barón acaba de regalarle su Mercedes, ¿sigue necesitando el pequeño Voisin de diez caballos?

—No…

—¡Se lo compro! ¿Le parece bien?

—Muy bien —dijo la señorita Cherbalief, que llevaba tiempo acostumbrada a no sorprenderse por nada con «la jefa»—. Pero después de que arreglen el Mercedes… ¿El viernes le viene bien?

—Con que lo tenga para Nochebuena… Tengo que llevar al señor Vignabos a Vaucresson, a casa de los Ambrat…

—¡Pues entonces, perfecto! Mañana tengo que ir a Magny… Se lo quería contar, por eso necesito el Voisin… Al entierro de Anika.

—¡Anika! —gritó Monique.

—Murió anteayer, sola, en un hotel al que había ido a retirarse hacía un tiempo… ¿No lo sabía?

—No, todo eso ya queda muy lejos…

—De un flemón en la garganta.

—¡Pobrecilla!

Monique pensó en ella, cadavérica, sumida en la oscuridad de los fumaderos. El pasado con sus maléficos recuerdos volvió a resurgir. Se sobrecogió de miedo al pensar que había escapado a un terrible destino y lamentó el desdichado final de la artista. Al mismo tiempo, surgieron los fantasmas de la pandilla… Michelle d’Entraygues, Ginette Hutier, Hélène Suze, Max de Laume… ¡Y Lady Springfield! Y los demás, todos los demás, los que le habían sido indiferentes: Bardinot, Ransom… Y aquellos a los que había dado tanto de sí misma: Vigneret, Niquette, Peer Rys… ¡y Régis, por último! Apenas se acordaba de sus rostros… ¡Ellos también habían muerto!

Alejó de su mente esas pesarosas imágenes y dijo entristecida:

—Claire, usted apenas la conocía, es muy amable por su parte ir a Magny. Estoy segura de que no habrá mucha gente detrás de su ataúd. ¡Con la de amigos que tenía…! Le daré unas flores para que las junte con las suyas… ¡Pobre Anika! Otra más que ha sido víctima de sí misma.

—¡Tiene razón! —concluyó la eslava con voz tajante—. Solo tenemos una vida y es muy estúpido echarla a perder.

Monique se levantó. La señorita Cherbalief, curiosa, quería seguir indagando.

—Entonces, cuando viva en la calle de Astorg, ¿qué haremos con el entresuelo? —preguntó señalando hacia arriba.

—Ampliar el negocio. Ocúpese usted. En cuanto haya terminado de mudarme, apañe ahí arriba algo que quede bien… Unas salas para exponer telas de vestidos… Sí, aún no se lo he dicho… Me apetece poner en marcha esto: Cherbalief y Lerbier, modas. Aquí podríamos poner la escalera… Mire, iría a dar allí…

Había cogido una gran hoja en blanco y garabateaba los planos… Con sus expresiones, sus gestos, se la veía tan alegremente decidida que Claire la escuchaba estupefacta y pensaba: «¡Esta no es mi Monique, me la han cambiado!».

—Brindo —dijo el señor Vignabos levantando su copa, en la que burbujeaba el espumoso Vouvray— por la sanación de nuestro amigo.

—¡Y por la mía, profesor! Nadie habla de ella… —protestó Monique.

El señor Vignabos la miró por el rabillo del ojo. El señor y la señora Ambrat se preguntaron con la mirada. Todos advirtieron el doble sentido de esa queja que hacía en broma. Les emocionó el tono que desprendía de sincera y profunda humildad, así como de orgullo, pero se quedaron en silencio esperando a que fuera ella quien se explicara… Blanchet era el único que sabía exactamente a qué se refería. Se levantó de un salto. Deseaba con todo su corazón que, aparte del afectuoso recuerdo de tía Sylvestre, nada más ensombreciera esa feliz velada a Monique. Levantó la copa para desviar la atención sobre el verdadero sentido de la frase:

—¡Tiene razón Monique! Para reparar el incalificable olvido de nuestro venerado profesor, brindo por la aún más rápida sanación de nuestra amiga. ¡Señorita, es lo que pasa cuando se es modesta! ¡Solo hablamos de mi herida y no nos preocupamos por la tuya! Aunque es cierto que apenas se ve…

—¡Bueno, aún se nota un poco!

Inclinó la cabeza. Una raya rosa se dibujaba sobre su cuello níveo, junto al hombro, y se perdía bajo el terciopelo negro de un vestido apenas escotado. La única joya que llevaba era una fina cadenita de oro con la pequeña bala de plomo, que Riri recogió al día siguiente junto a la chambrana de piedra donde había caído.

Monique se la había guardado sin decir nada, supersticiosamente. Ni por el diamante más bello del mundo hubiera cambiado esa cosita inerte bautizada con la sangre de Georges y la suya y que les había marcado con la misma señal, como si fuera una misteriosa conexión.

Con la mirada baja, mientras que la señora Ambrat retiraba una parte del Mont Blanc que había de postre para Riri —¡la pequeña había pedido que se lo guardaran, junto con un poco de salchicha y de oca!—, Monique recordaba todos los sucesos del pasado que se acumulaban en aquel aniversario, ¡Nochebuena en la que murió una niña y nació una mujer! Entre esos dos polos de su vida hubo un mundo de duelos y decepciones, un desierto de tristeza y de ruinas… Una época tan penosa y tan larga que sin Georges no la hubiera podido superar.

Cuando abrió los ojos, la arropaba la inquieta mirada de Georges… ¡Qué a gusto se estaba allí! Estaban tan bien alrededor de la mesa, en un agradable comedor de luz cálida, con la simple alegría de estar allí los cinco después de una buena cena donde también había estado presente su tía…

Tía Sylvestre se erigía delante de ella. La terrible imagen del cadáver tendido en la camilla había desaparecido definitivamente. La bondadosa anciana estaba ahí, viva, con esa sonrisa indulgente que lucía el día en que fueron juntas a la calle de Médicis… El señor Ambrat estaba en lo cierto: los muertos que amamos no están muertos, ¡no desaparecen mientras sigamos recordándolos!

El salón de Vignabos, Régis, Georges… la trágica Nochebuena y, por encima de todo, el maternal rostro que había dejado de ver durante aquella larga y triste época y que se le volvía a aparecer hoy. ¡Sí, allí, viva! Le daban ganas de gritar «¡Tía! ¡Tía!», tenía una necesidad incontenible de ser comprendida y absuelta. Tomando por testigo a la ausente a través de aquellos que la habían querido tanto y, sobre todo, a quien era su juez soberano, confesó:

—¡Georges, no! No digas lo que no es. ¡Yo me refería a la curación que te debo a ti! ¡A quién puedo decir la verdad, sino a ti y a estos viejos amigos que no solo encarnan para mí a tía Sylvestre sino a toda mi familia! ¡Porque de mis padres, mejor no hablar! ¡Para ellos soy como un adorno que les perteneció y que pasó a otras manos! Cuando los veo, no sé qué decirles… Si no me retuviera les gritaría: «¡Vosotros y vuestro asqueroso entorno habéis sido la causa primera de mis errores!». Si me hubiera quedado con tía Sylvestre, habría seguido siendo una chica sencilla, pura… ¡Sí, sé muy bien que también es culpa mía! Si hubiera sido menos tajante y menos orgullosa, no habría hecho lo que hice en una noche como esta… ¡Me da muchísima vergüenza! ¡Pero ya es demasiado tarde! ¿Qué querían que hiciera? Cuando te metes en un barrizal, te quedas atrapado. ¡Quieres salir y no puedes! Entonces, te manchas cada vez más…

Se tapó la cara con las manos.

—Mi pobre niña —dijo la señora Ambrat—, ¿por qué se tortura de esta manera? ¡A su edad, el pasado no vale la pena…! ¡Tiene todo el futuro por delante!

—Loca, loca maravillosa —imploraba Georges al mismo tiempo—. Si hay algo que podía hacerte aún más encantadora ante mí, son esos escrúpulos exagerados. ¿Quién podría pensar en reprocharte un pasado que te provoca tan doloroso lamento? ¡Mírame! Solo hay una cosa válida en el mundo: el minuto en que vivimos.

—¡Tiemblo ante mi felicidad —dijo ella levantando la cabeza—, me inunda su luz! ¿Tengo las manos lo bastante limpias como para poderla abrazar sin mancharla?

Georges tomó sus finas y suaves manos blancas y las besó con fervor.

—La vegetación crece mejor por donde ha habido un incendio. Monique, en nombre de tía Sylvestre, te pido que seas mi esposa…

—¿Puedo serlo? —balbuceó ella.

—No solo es que pueda, mi querida niña —exclamó el señor Vignabos, con la voz trémula a su pesar—, ¡es que debe hacerlo! Enhorabuena, Blanchet, es una gran elección.

Monique, con la cara resplandeciente de felicidad bajo las lágrimas, puso su mano sobre la mano temblorosa de Georges, que palideció al ver realizado su deseo.

—Y ahora, queridos —dijo la señora Ambrat—, no quiero ponerles de patitas en la calle pero son las tres y, antes de que lleguen a París… ¿A qué hora sale su tren, Georges?

—¡A las cuatro!

—¡Es verdad! —dijo Monique—. Me había olvidado de esa conferencia que tienes que dar en Nantes…

—Y volviéndose hacia el señor Vignabos—: ¿Y a usted no le llevamos, profesor?

—No, la señora Ambrat va a tener la gentileza de hospedarme.

—¡Pues entonces, vámonos! ¡Tenemos el tiempo justo! ¡No, no! —ordenó Monique cuando el señor Vignabos y el señor Ambrat hicieron ademán de acompañarles—. ¡Métanse dentro, hace mucho frío!

De vuelta en el coche, permanecieron en silencio. ¡Un silencio cargado de pensamientos! Los de él, radiantes, y los de ella, tumultuosos, chocaban entre sí y lanzaban unas chispas de desorden, júbilo, gratitud y remordimientos que formaban un continuo ramillete de fuegos artificiales.

Conducían como dentro de una nube, a través de la noche de luna llena y los bosques brumosos que se despejaban ante la luz deslumbrante de los faros.

—Ve más despacio, Monique… ¡Es precioso!

Habían llegado al recodo que hace el Sena en Bougival, que se desplegaba como una cola de plata entre las orillas azules de las islas.

—¡Qué bonito es! —murmuró ella.

Paró el coche y se cogieron de las manos. ¡Se decían tantas cosas sin hablar! De pronto, con un mismo impulso, unieron sus bocas durante una larga promesa. Luego Monique arrancó el coche y se volvieron a poner en marcha hacia su felicidad.

En ese mismo momento, los Ambrat y el señor Vignabos se disponían a ir a sus habitaciones.

—¿Sabe lo que demuestra esto, amiga? —decía el señor Vignabos subiendo la escalera—. ¡Que para alguien joven al que la vida social aún no haya contaminado del todo, las costumbres de hoy en día son un peligroso caldo de cultivo! Tenemos el ejemplo de nuestra garçonne. Salió de su educación dual, ¡y de la guerra!, con una sed de emancipación que tienen bastantes mujeres, sus hermanas…

—¿Bastantes? —observó la señora Ambrat—. ¿Eso cree? ¡La mayoría se resigna ante sus cadenas! Y muchas, es triste decirlo, se apegan a ellas.

—¡Qué más da! La élite arrastrará a la masa. Todas guardan en su interior una fuerza benéfica en potencia… Potencia de paz, de justicia y de bondad. ¡Una fuerza que se abrirá camino! Para ello contamos, querida amiga, con todas las que han hecho, y seguirán haciendo cada vez más, su parte del trabajo como iguales. ¿Podemos reprobar a Monique el haber sido una precursora a su manera? ¡Sí, dio un paso en falso, pero al menos lo dio!

—Sin embargo, reconocerá que sin el señor Blanchet… —dijo la señora Ambrat.

—Sí, pero para ser justos, sin Vigneret… Cuando una mujer tropieza, busque dónde está el hombre.

—¡El hombre, siempre el hombre! —refunfuñó el señor Ambrat—. ¿No sería más justo decir que todos somos juguetes en manos de energías que nos sobrepasan? La alegría y el dolor son ciegos. ¡Las fuerzas actúan y nosotros las sufrimos!

El señor Vignabos concluyó de manera indulgente:

—Razón de más para excusar a Monique. Cuando olemos una flor, ¿pensamos acaso en el estiércol?

Enero-mayo 1922

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