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La Luna entre los espejos de la noche y el cristal del día

9 A 11 DE JUNIO DE 1995

Para cristal te quiero,

Espejo nunca.

—PEDRO SALINAS

Mayo de 1985. Madrugada. La luna se asoma al espejo de la laguna y ésta, celosa, le arruga el rostro con sus olas. A mitad del trayecto entre una y otra orilla vamos en un cayuco que tiene la misma estabilidad que mi decisión de cruzar el lago. El viejo Antonio me ha invitado a probar su cayuco. Durante 28 noches, de luna nueva a luna llena, el viejo Antonio ha labrado, a filo de machete y hacha, un largo tronco de cedro. Siete metros de largo mide la embarcación. Me explica el viejo Antonio que los cayucos se pueden hacer de los troncos del cedro, la caoba, el huanacastle o el bariy, y me señala los distintos árboles que nombra. El viejo Antonio se empeña en mostrarme uno y otro, pero yo no alcanzo a apreciar la diferencia entre ellos; para mí todos son árboles grandes. Pero eso fue en el día; ahora vamos de madrugada, como es ley, navegando en esta barquita de madera de cedro a la que el viejo Antonio ha bautizado como La Malcontenta. “En honor a la luna”, dice el viejo Antonio mientras rema con un largo y delgado palo. Estamos ya en mitad de la laguna. El viento le peina unos bucles de olas al agua y el cayuco sube y baja. El viejo Antonio decide que hay que esperar a que amaine el viento, y deja la embarcación a la deriva. “Una de estas olas nos puede voltear el cayuco”, dice mientras, con un cigarrillo, forja espirales de humo como olas el viento. La luna es plena y, a su luz, se alcanzan a distinguir los grandes islotes que salpican la laguna de Miramar. Por una espiral de humo el viejo Antonio llama una vieja historia. Yo estoy más preocupado de un naufragio que veo inminente (no me decido aún entre el mareo o el terror), así que no estoy para cuentos ni historias. Eso, por lo visto, al viejo Antonio lo tiene sin cuidado porque, recostado en el fondo del cayuco, empieza, sin trámite alguno, a contarme…

La historia de los espejos

CUENTAN LOS VIEJOS MÁS viejos que la luna se nació aquí mismo, en la selva. Cuentan que hace muchos tiempos, los dioses se habían quedado dormidos, cansados de tanto jugar y de mucho hacer. Estaba el mundo un poco silencio. Callado se estaba. Pero un lloriqueo quedito empezó a sonarse allá en la montaña. Resulta que a los dioses se les había quedado olvidada una laguna en medio de la montaña. Cuando repartieron las cosas de la Tierra, les vino sobrando esta lagunita y, por no saber dónde ponerla, la dejaron por ahí botada, en medio de unos cerros tan grandes que nadie se entraba en ellos. Entonces la tal lagunita estaba llorándose porque estaba sola. Y así como estaba en su chilladera, a la Ceiba madre, la sostenedora del mundo, se le puso triste el corazón por su lloradera de la lagunita. Recogiéndose sus grandes naguas blancas se acercó la Ceiba hasta donde se estaba la lagunita.

¿Qué te pasa, pues? le pregunta la Ceiba al agita que ya parecía un charquito nomás, por culpa de su tanta chilladera.

No quiero estar sola dijo la lagunita.

Bueno, yo me quedaré a tu ladodijo la Ceiba, la sostenedora del mundo.

No quiero estar aquí dijo la lagunita.

Bueno, yo te llevaré conmigo dijo la Ceiba.

No quiero estar abajo, pegada a la tierra. Quiero ser alta. Como tú dijo la lagunita.

Bueno, te levantaré hasta mi cabeza. Pero sólo por un rato, porque el viento es malhora y te puede tirar dijo la Ceiba.

Como pudo, la Ceiba madre se arremangó sus naguas y se agachó para tomar en sus brazos la lagunita. Con cuidado, porque era la madre, la sostenedora del mundo, la Ceiba, colocó la lagunita sobre su copete. Despacio se incorporó la Ceiba madre, teniendo cuidado de no derramar ni una gota del agua de la lagunita, porque veía la Ceiba madre que muy flaquita se estaba la lagunita.

Cuando ya estaba arriba la lagunita exclamó: Está bien alegre acá arriba. ¡Llévame a conocer el mundo! Quiero verlo todo! El mundo es muy grande, niña, y allá arriba te puedes caer dijo la Ceiba.

¡No importa! ¡Llévame! insistió la lagunita y empezó a hacer como se lloraba. La Ceiba madre no quiso que se llorara tanto la lagunita, así que empezó a caminar, muy derechita, con ella sobre la cabeza. Desde entonces las mujeres aprendieron a caminar con el cántaro lleno de agua en la cabeza, sin que se les caiga ni una gota. Como la madre Ceiba caminan las mujeres de la selva cuando traen el agua del arroyo. Derecha la espalda, levantada la cabeza, y un paso como de nubes en verano. Así camina la mujer cuando lleva, en lo alto, el agua que alivia.

Buena para la caminada era la Ceiba madre, porque en esos tiempos los árboles no se estaban quietos, sino que se andaban de un lado para otro, haciendo hijos y llenando de árboles el mundo. Pero el viento andaba por ahí, silbando de aburrido. Y entonces la vio a la Ceiba madre y quiso jugar a levantarle las naguas con un manotazo. Pero la Ceiba se enojó y le dijo: ¡Estate silencio, viento! ¿Qué no ves que llevo en la cabeza una lagunita lloradora y caprichuda? Hasta entonces el viento la miró a la lagunita, asomada allá arriba, en el rizado copete de la Ceiba. Bonita la miró el viento a la lagunita, y pensó de enamorarla. Y se fue el viento hasta arriba de la cabeza de la Ceiba y empezó a hablarle palabras bonitas en el oído de la lagunita. La lagunita, pues, lueguito que se puso a modo y le dijo al viento: ¡Si me paseas por el mundo, entonces me voy contigo! El viento ni se lo pensó dos veces. Se hizo un caballo de nubes y en ancas se llevó a la lagunita, tan aprisa que la Ceiba madre ni cuenta se dio de cuándo le quitaron a la lagunita de la cabeza.

Buen rato que se anduvo paseando la lagunita con el viento. Que muy bonita que era, le decía el viento a la lagunita. Que qué chula la condenada, que cuál sed no se aliviaría con el agua que se tenía la lagunita, que cómo no hundirse en ella, y muchas cosas le decía el viento para convencerla a la lagunita de hacerse un amor en un rincón de la madrugada. Y bien que se lo creyó todo lo que le decía el viento. Y cada que pasaban por encima de un charco de agua o de un lago, la lagunita aprovechaba para mirarse reflejada y se arreglaba el húmedo pelo y se entornaba los ojos líquidos y gestos de coquetería se hacía con sus olitas en su cara redonda.

Pero puro andar de un lado pa’ otro quería la lagunita y nada de hacerse un amor en un rincón de la madrugada y el viento como que se fastidió y se la llevó bien alto y ahí nomás pegó un relincho y reparó y aventó a la lagunita y cayendo se fue la lagunita y como muy alto estaba pues mucho se tardaba en caer y seguro se hubiera dado un buen golpe si no es porque unas estrellas la miraron que se caía y como pudieron fueron y la prendieron con sus puntas. Siete estrellas la agarraron por los lados y, como sábana, se la levantaron de nuevo hasta el cielo. Pálida quedó la lagunita por el miedo que le dio que se caía. Y como ya no quiso bajar a la tierra, le pidió a las estrellas que la dejaran quedar con ellas.

Bueno le dijeron las estrellas, pero tendrás que ir con nosotros para donde vamos.

Sí les respondió la lagunita, yo me camino con ustedes.

Pero la lagunita se ponía triste de andar siempre el mismo camino y se daba otra vez a la chilladera. Así, con su lloradera, se despertaron los dioses y se fueron a ver qué pasaba o de dónde venía esa chilladera y vieron a la lagunita, jalada por siete estrellas, cruzando la noche. Cuando supieron la historia, los dioses se enojaron porque ellos no habían hecho las lagunas para andar en el cielo, sino para estar en la tierra. Fueron a donde estaba la lagunita y le dijeron: Ya no serás laguna. Las lagunas no viven en el cielo. Pero como ya no te podemos bajar, entonces te vas a quedar aquí. Ahora te vas a llamar “luna” y tu castigo, por coqueta y presumida, será reflejar siempre el pozo donde se guarda la luz en la Tierra.

Porque resulta que los dioses habían guardado la luz adentro de la Tierra y habían hecho un agujero grande y redondo para que ahí se llegaran a beber las estrellas cuando la luz y el ánimo se les apagaran. Entonces la luna no tiene luz, sólo es un espejo que, cuando aparece como luna llena, refleja de frente el gran agujero de luz donde se beben las estrellas. Espejo de luz, eso es la luna. Por eso, cuando la luna se pasea frente a una laguna, el espejo se mira en el espejo. Y como quiera nunca está contenta ni enojada la luna, es la malcontenta…

A la Ceiba madre también la castigaron los dioses por andar de consentidora. Le prohibieron caminar para que no anduviera de un lado a otro y le dieron a cargar el mundo, además le pusieron más doble la piel para que no sintiera lástima de las lloraderas que escuchaba. Desde entonces, con la piel como de piedra, la Ceiba madre está de pie y sin moverse. Si se camina un poquito siquiera, el mundo se cae.

Así pasó dice el viejo Antonio. Desde entonces la luna refleja la luz que se guarda dentro de la Tierra. Por eso cuando encuentra una laguna, la luna se detiene para arreglarse el pelo y la cara. Por eso también las mujeres, siempre que ven un espejo, se paran a mirarse. Eso fue regalo de los dioses; a cada mujer le dieron un pedacito de luna, para que pudiera arreglarse el pelo y la cara, y para que no le dieran ganas de andar de paseadora y de subirse al cielo.

EL VIEJO ANTONIO TERMINÓ, pero el viento no, y las olas siguen amenazando la barquita. Pero yo no digo nada. Y no es que esté reflexionando en las palabras del viejo Antonio, sino que estoy seguro de que, si abro la boca, voy a echar hasta el hígado sobre el agitado espejo en el que la luna ensaya su coquetería…