Ésta es la relación de cómo todo estaba en suspenso, todo en calma, en silencio; todo inmóvil, callado, y vacía la extensión del cielo.
Ésta es la primera relación, el primer discurso. No había todavía un hombre, ni un animal, pájaros, peces, cangrejos, árboles, piedras, cuevas, barrancas, hierbas ni bosques: sólo el cielo existía. No se manifestaba la faz de la tierra. Sólo estaban el mar en calma y el cielo en toda su extensión. No había nada junto que hiciera mundo, ni cosa alguna que se moviera ni se agitara, ni hiciera ruido en el cielo.
No había nada que estuviera en pie; sólo el agua en reposo, el mar apacible, solo y tranquilo. No había nada dotado de existencia.
Solamente había inmovilidad y silencio en la oscuridad, en la noche. Sólo el Creador, el Formador, Tepeu, Gucumatz, los progenitores, estaban en el agua rodeados de claridad. Estaban ocultos bajo plumas verdes y azules, por eso se les llama Gucumatz. De grandes sabios, de grandes pensadores es su naturaleza. De esta manera existía el cielo y también el Corazón del Cielo. Así contaban.
Llegó aquí entonces la palabra, vinieron juntos Tepeu y Gucumatz, en la oscuridad, en la noche, y hablaron entre sí Tepeu y Gucumatz. Hablaron, pues, consultando entre sí y meditando; se pusieron de acuerdo juntaron sus palabras y sus pensamientos.
Entonces se manifestó con claridad, mientras meditaban, que cuando amaneciera debía aparecer el hombre. Entonces dispusieron la creación y crecimiento de los árboles y los bejucos y el nacimiento de la vida y la creación del hombre. Se dispuso así en las tinieblas y en la noche por el Corazón del Cielo, que se llama Huracán.
—POPOL VUH
AGOSTO ES HOY LARGA noche en el mundo. Otro agosto, en las montañas del sureste mexicano afila despacio el Viejo Antonio su machete de dos filos. La luz del fogón arranca destellos naranjas y azules del plomado y alargado espejo que sostienen las manos del Viejo Antonio, mientras la Doña Juanita le arranca al comal una y otra tortilla. Yo espero sentado en un rincón, fumando. Esta noche saldremos de cacería con el Viejo Antonio y me supongo que planea estarse en la montaña hasta que se amanezca, porque le ha pedido a la Doña Juanita que nos prepare algunas tortillas y pozol. La Doña Juanita, entre suspiro y suspiro, ha molido el maíz, ha torteado la masa y ya tiene un altero de tortillas recién hechas así de grande. Sobre el fogón, relamida por un lúbrico fuego, una ollita recalienta el café.
Yo me voy adormeciendo con el rítmico tallar de la lima sobre la doble lengua del machete y con el olor de las tortillas de la Doña Juanita. De pronto, el Viejo Antonio se levanta y dice:
Me voy pues.
Sí, pues dice la Doña Juanita, mientras termina de envolver en hojas de plátano una bola grande de pozol y lo mete, junto con las tortillas, dentro de la morraleta del Viejo Antonio. Con cuidado vierte el café en una vieja botella, de plástico y lo coloca junto al pozol y las tortillas.
Yo me despabilo y me incorporo. Salimos ya al dintel de la puerta cuando veo que el Viejo Antonio no lleva su vieja chimba.
Olvida usted su arma le digo.
No la olvido, esta noche no necesitamos la chimba responde el Viejo Antonio, sin detenerse siquiera.
Salimos a la noche. Yo sé que está expresión de “salimos a la noche” se usa en sentido figurado, pero en este caso era más que eso. Cuando estábamos dentro de la champa del Viejo Antonio parecía que la noche se había quedado allá afuera, como si no estuviera invitada a la ceremonia del afilado del machete, el calentado del café y el cocimiento de las tortillas. Aunque la desvencijada puerta de la casita estaba abierta, la noche no se entraba, se llegaba hasta el borde mismo pero ahí se quedaba nomás, como sabiendo que no era ese su lugar sino otro, allá afuera. Así que, cuando salimos de la champa del Viejo Antonio, salimos a la noche.
Un rato largo caminamos por el camino real. Acababa de llover y fuerte, pero ya jugueteaban de nuevo las luciérnagas, colgando rápidas serpientes de luz en ramas y bejucos. No obstante, agosto salpicaba charcos y lodos por todos lados, y a ratos era imposible encontrar un cruce que no significara andar con el lodo hasta las rodillas. Al poco, tomamos el desvío de una vieja picada, acaso sólo transitada de vez en cuando y, por lo tanto, sin mucho lodo. Aquí ya había monte alto, quiero decir que los árboles eran grandes y frondosos y era como si hubiéramos salido de una noche y hubiéramos entrado a otra más oscura, una noche dentro de la noche.
Yo ignoraba que es lo que buscábamos, y qué íbamos a cazar si el Viejo Antonio había dejado su chimba en el pueblo, pero como no era la primera vez que el salir con el Viejo Antonio era un misterio al inicio (que terminaba por aclararse al final de la jornada, justo como se aclara la madrugada cuando el sol empieza a arañarle las espaldas a los cerros), nada dije y seguí en silencio el paso del Viejo Antonio.
Debía ser ya pasada la medianoche cuando la picada terminó, o se perdió por el crecimiento del monte (que persevera en cerrarse las heridas que hombre y tormentas le hacen). Sin embargo, seguimos caminando. De cuando en cuando, el Viejo Antonio usaba su machete para abrirnos paso, sobre todo cuando los bejucos se hacían pared enfrente nuestro.
Aunque yo usaba mi focador todo el tiempo, el Viejo Antonio sólo encendía el suyo de vez en cuando y lo hacía dirigiendo el haz de luz hacia uno u otro lado, sólo un momento, como buscando algo. De pronto se detuvo y su lámpara se obstinó un largo rato en el suelo. Yo alumbré también para ese lado, pero no vi nada especial: algunas ramas tiradas por el viento, bejucos, hierbas, plantas pequeñas, alguna raíz asomando sus nudos y jorobas por entre la tierra.
Aquí es, murmuró el Viejo Antonio, y se fue a sentar bajo un árbol, justo enfrente y a unos 10 metros de donde había alumbrado unos segundos antes.
Un buen rato estuvimos ahí, sentados, esperando. Cuando, vi que el Viejo Antonio empezó a forjar su cigarro, supe tres cosas: una era que no estábamos esperando ningún animal (el olor del tabaco lo alejaría), la otra era que se podía fumar, y la tercera era que el Viejo Antonio empezaría a hablar en cualquier momento. Así que saqué la pipa y el tabaco, le encendí su cigarrillo al Viejo Antonio y le di fuego a la pipa lanzando grandes bocanadas, tratando de ahuyentar al chaquiste y de ayudar al Viejo Antonio a traerse, tal y como alguna vez se la conté a la mar y ahora lo hago con ustedes…
DICE LA GENTE QUE NO ES SABEDORA, que guarda la noche muchos y grandes peligros, que es la noche cueva de ladrones, lugar de sombras y temores. Eso dice la gente que no sabe. Pero vos debés saber que el mal y el malo no se andan ya escondidos tras los negros pliegues de la noche, ni se guardan más en cubiles. No, el malo y el mal andan a cielo abierto y caminan el día impunemente. Habitan el mal y el malo en los grandes palacios del Poder, poseen fábricas, bancos y grandes comercios, visten ropas de senadores o diputados, son presidentes de las distintas repúblicas que en estas tierras duelen, y hablan como si no fueran el mal y el malo quienes hablan. Esconden el mal y el malo su gris pestilencia debajo de mil colores y andan las modas que ellos mismos decretan.
Sí dice, el Viejo Antonio exhalando una redonda voluta de humo, no se esconden ya el mal y el malo, ahora se muestran y hasta se hacen gobierno. Pero no fue siempre así. Hubo antes un tiempo en que el mal y el malo no se andaban el día. Es más, nadie andaba el día porque el día no se hacía todavía. Era el tiempo en que todo era noche y agua, y todo y todos se estaban dentro de la noche, nada ni nadie se salía. Cuentan los viejos más viejos de los viejos que los seres todos se estaban dentro de la noche y no hacían más que caminarla de una a otra orilla, pero sin pasar nunca al otro lado. No porque no quisieran, era porque no había todavía otro lado, sólo noche grande y en silencio. Cuentan también que en la noche fue que se reunieron por vez primera los más grandes dioses, los que nacieron el mundo, los más primeros. Algunos dicen que fue su primer acuerdo hacerse el día porque bueno vieron que se hubiera el día y que a la noche siguiera. Pero no así fue, no. El primer acuerdo que sacaron los más primeros dioses fue expulsar de la noche al mal y al malo. Cuentan los más viejos que muchas y grandes razones se dieron los primeros dioses, para tomar la decisión de expulsar al malo y al mal de la casa de la noche. Habló, dicen, el Tepeu, el vencedor de todas las batallas, y claro dijo que ni la noche ni el mundo que habrían de parir los dioses eran lugar para el mal y el malo, y que aunque largo tardaran, había que luchar para sacar al malo y al mal de todo.
Gucumatz, de alargado cuerpo y plumas de quetzal vistiéndola, la más grande sabedora, dijo que la noche es para hacerse cosas buenas y el mal y el malo lo impedían. Mucho hablaron los primeros siete dioses, los más grandes, que siete veces eran dos en uno. Al final acuerdo sacaron de que el mal y el malo debían ser expulsados de la noche y arrojados muy lejos, donde ninguna memoria los alcanzara. Eso acordaron los dioses más grandes, los que nacieron el mundo, los más primeros. Ese fue el primer acuerdo, cuando el mundo no era todavía, ni el día, ni nada, cuando todo era noche nomás y agua negra que en silencio se estaba. Esto cuenta los más viejos de los viejos, que es donde las comunidades van escribiendo sus historias pasadas. En los más viejos de los pueblos, como cajitas que hablarán luego, guardan los hombres y mujeres de maíz las historias de cómo y para qué fue hecho todo.
Y cuentan los más viejos de los viejos que al primer acuerdo se siguió el primer problema: no había adónde expulsar al mal y al malo, porque en ese tiempo sin tiempo, toda era noche y agua, nada estaba hecho todavía, nada se hacía, todo esperaba su hora. Entonces los dioses primeros se volvieron a reunir y vieron que primero tenían que hacerse las cosas y los lugares, y que sólo entonces tendrían un lugar a dónde expulsar al mal y al malo. Fue así como fueron hechas las cosas todas, como el día de la noche fue nacido, al igual que las mujeres y hombres de maíz, y fueron hechos los pájaros y los animales y los peces y hubo movimiento en tierra, mar y cielo y el mundo se echó a andar, y aunque recién nacido, el mundo despacio se empezó a andar porque mucha era la carga con la que su larga jornada empezaba. Y algo cansados quedaron los dioses primeros, porque mucho fue lo que se nacieron, un mundo pues, y dentro de ese mundo había de por sí muchos mundos y todos diferentes y otros y, sin embargo, mundos del mundo. Tan agotados quedaron los más grandes dioses que olvidaron que su acuerdo había sido expulsar al mal y al malo de la noche y mandarlos muy lejos, donde no los alcanzara memoria ni recuerdo alguno. Se acordaron los primeros dioses de lo que habían olvidado y buscaron al mal y al malo para, con su grande grandeza, expulsarlos. Los buscaron por toda la noche y no los encontraron, todos y cada uno de los rincones nocturnos fueron revisados y nada que aparecían el mal y el malo. Y es que, cuentan los más viejos de los viejos, el malo y el mal habían aprovechado la confusión de cuando todo se estaba naciendo por vez primera y, por una rendija, se habían escapado de la noche para llegarse al día y en él se habían escondido bajo el disfraz de gobernantes. Cada tanto, a lo largo del tiempo en el que camina el tiempo, el mal y el malo mudan de ropaje para, sin dejar de ser Poder y gobierno, aparentar que son otros siendo como son, los mismos.
La noche quedó pues, ahora con sus orillas y sus puertas y ventanas, nació su propia vida y se fue construyendo las luces que en la oscura nagua le cuelgan. Tiene la noche sus sombras, es cierto. Pero, sombras de la sombra, los hombres y mujeres que en la montaña la habitan y cuidan, tienen su propios destellos y, a su modo, también alumbran. Eso cuentan los más viejos de los viejos. Y cuentan que todavía andan los dioses primeros buscando al mal y al malo por la noche toda, y que es común econtrarlos levantando alguna piedra, sacudiendo alguna nube somnolienta, haciéndoles cosquillas a la luna o arañando estrellas, todo para ver si el mal y el malo no se han escondido por ahí.
Cuentan también que, cuando se cansan de buscar, los dioses primeros se reúnen, juntan un montón de estrellas sobre el negro fogón de la montaña y, con la lumbre azul y nácar, se hacen su bailadera y su cantadera y la marimba de hueso, madera y luz que tocan llena la noche que se nace en las montañas del Sureste mexicano. Hacen así porque cuentan que el mal y el malo no gusta del baile y del canto, y que lejos se huyen cuando se organizan alegrías en estos suelos.
Y cuentan los más viejos de los viejos que los dioses primeros escogieron a un grupo de hombres y mujeres para que buscaran al mal y al malo por el mundo todo y para que, encontrándolos, lejos los mandaran. Y cuentan que, para que nadie lo supiera, escondieron la grandeza de esos hombres y mujeres en pequeños cuerpos y de moreno los pintaron para que anduvieran la noche sin miedo y para que en el día tierra fueran de la tierra. Y para que no olvidaran que la noche fue la madre y el inicio y casa y lugar de los dioses primeros, de negro les vistieron el rostro para que sin rostro quedaran y llevaran, aun de día, un pedazo de noche en la memoria.
Eso cuentan los más viejos de los viejos dice el Viejo Antonio, forjando un nuevo cigarrillo. Después de encenderlo, sopla y reaviva la palabra:
Estos hombres y mujeres de quienes tanto se cuenta son los que llaman “verdaderos” y empezaron a buscar al mal y al malo en la noche, junto a los dioses primeros. Pero alguna vez tendrán que salir al día para también ahí buscar y encontrar al malo y al mal. Saldrán y entrarán del día a la noche por la puerta mejor, por la madrugada…
Se queda en silencio el Viejo Antonio. Arriba la madrugada empieza a ceder ante el implacable cortejo del sol. Un último suspiro deshace el último rincón oscuro y, después de haber dejado las huellas de sus uñas en la espalda de aquel cerro, el sol se encarama en la loma más alta.
El Viejo Antonio se incorpora, estira sus piernas, revisa el filo doble de su machete y dice:
Vámonos, pues.
¿Vámonos? pregunto. ¿No estábamos esperando algún animal para cazarlo o algo así?
No responde el Viejo Antonio sin detenerse, no estábamos cazando ningún animal; estuvimos velando por si el mal y el malo aparecían.
Recorrimos el camino de regreso rápidamente. Cuando salimos al potrero, a media loma, el día ya envolvía toda la cañada, las últimas gotas de lluvia eran derrotadas y un montón de gallos, más que cantar, alertaban.
El Viejo Antonio paró un poco y señalando a lo lejos, a occidente dijo:
Esta es la hora en que el mal y el malo reinan. No se ocultan ya, en el día caminan y de día apestan y pudren lo que tocan. En la noche no. La noche… la noche es nuestra.
En silencio queda el Viejo Antonio, y en silencio cubrimos la última legua que nos separaba de su champa. Cuando llegamos, la Doña Juanita llegaba también, con un tercio de leña a la espalda. Mientras lo bajaba, la Doña Juanita preguntó:
¿No aparecieron, pues?
No, pues respondió el Viejo Antonio, mientras le ayudaba a desanudar el mecapal y a apilar la leña contra una de las paredes de la champita.
Habrá que seguir velando dice la Doña Juanita, mientras junta algunas brasas aún anaranjadas y llama al fuego.
Sí, pues, habrá que seguir velando dice el Viejo Antonio, mientras vuelve a afilar con la lima la doble lengua del machete.
AFUERA EL DÍA SEGUÍA AGAZAPADO, sin entrar a la champa del Viejo Antonio, como si supiera que ahí dentro se velaba en la búsqueda del mal y el malo, como si temiera que ahí dentro, en el fuego que la Doña Juanita alimentaba, otro día y otro mañana se forjaran…