XI
La manifestación fue un homenaje a la resistencia de Vietnam, había gente de todas las tendencias, pero los maoístas éramos mayoría, dijo el Mono en la cafetería de Derecho medio vacía. Unos profesores jugaban ajedrez en otra mesa sin inmutarse por el relato del Mono. Tres estudiantes hablaban en voz baja como conspirando. Solo yo me interesé por su testimonio, Decime cómo estaba Claudia, le dije. El Mono siguió hablando de los gritos de Uno-dos-tres-muchos-Vietnam, las pancartas de saludo a Hochiminh, a Mao y a otros nombres más latinoamericanos que nada me decían, casi todos eran mártires de esta revolución nuestra todavía incomprensible para mí, ¿Creés que Claudia sea maoísta?, le pregunté. El Mono tiró la colilla de su cigarrillo con un golpecito de su dedo del corazón y mientras botaba el humo me dijo, Pues se sabe de ella que fue novia de uno de los nuestros, El crespo de la bicicleta, pensé. El Mono me aseguró que ese romance era cosa pasada, Tranquilo, Juancho, me dijo, Podés encargarte de ese frente, si querés. Inclusive me invitó al sindicato esa noche porque iban a formar brigadas para pintar consignas en los muros y con seguridad Claudia iría.
Claudia tenía un pasado amoroso y reciente sobre el que yo debía caminar sin miedo, ignorando preguntas como, Qué tan lejos llegaron, Por qué terminaron, Por qué todavía él le presta la bicicleta y ella da vueltecitas por la universidad. De todas formas, me fui para el sindicato a las nueve de la noche a esperar a mi director espiritual en asuntos de la revolución y luego debía ponerme a su disposición para lo que viniera. El Mono llegó unos minutos después con un palillo de madera en los labios, ¿Ya comiste, Juancho?, me dijo, Recordá que esta puede ser la última comida en varios días. Sonriendo me explicó los peligros de caer en manos de la policía esa noche. Claudia era más valiente que yo. Allá estaba conversando con Maru y con otra gente sin importarle el peligro. Si por un momento pensé en sacar una disculpa y marcharme para mi casa, al verla tan tranquila y tan alegre me animé a vivir esa experiencia de recorrer con ella la ciudad de noche cuando todos estuvieran dormidos.
El Mono usó sus influencias con los jefes y quedamos juntos en una misma brigada con Maru, el tipo de barba negra como un árabe, Rubi y Claudia, que esa noche estaba amable y conversadora. Un séptimo componente del grupo dañaba el equilibrio de las tres parejas. Era un nortesantandereano de aspecto descuidado. Cara redonda sin afeitarse, al hablar se le veía el hueco en sus encías en donde faltaban varios dientes. Se llamaba Jorge y era un zorro viejo muy valiente que había estado en todos los paros cívicos de los últimos días. Cargaba dos tarros de pintura y una brocha gruesa. Caminaba despacio con unos zapatos demasiado grandes para sus pies. Las uñas de sus dedos eran largas y sucias. Los otros seis íbamos detrás de él. Lo seguimos por unos callejones hasta entonces desconocidos para mí. Desde una tienda lo saludaron unos mecánicos que tomaban cerveza, él les contestó sin entusiasmo y siguió andando con su balanceo de hombre cansado. Eran más de las once de la noche y solo se oían las pisadas del grupo, las de Jorge rompían el ritmo, ¿Confiás en él?, le pregunté al Mono. Claudia alcanzó a oír y sugirió parar y ponernos de acuerdo acerca de la mejor ruta para llegar a los muros que nos habían asignado, Estoy de acuerdo, dijo Maru, los ojos grandes y negros le brillaron en una mezcla de susto y firmeza. Jorge no se detuvo, siguió por la mitad de la calle y cuando estuvo como a una cuadra de distancia vi sus piernas torcidas y el contorno de las líneas redondas de su cuerpo, todo indicaba que alguna vez había sido gordo. Un silbido del Mono lo hizo detenerse y nos miró desde lejos, Devolvete, le dijimos con las manos, pero él no nos hizo caso y con la brocha nos señaló el camino, ya estábamos llegando a la Avenida del Ferrocarril, entonces decidimos seguirlo hasta el muro recién blanqueado, listo para pintarle una consigna contra el imperialismo norteamericano, Dos de nosotros pintamos y el resto campanea, dijo el Mono, los demás aceptamos esa división del trabajo.
Jorge empezó a pintar sin avisarnos. Claudia y yo éramos los campaneros, es decir, debíamos alertarlos por cualquier movimiento de gente o carros que vinieran por el sur, Maru y el árabe se camuflaron en la sombra en el otro extremo y Rubi le sostenía el tarro de pintura al Mono. El muro medía casi una cuadra y cada uno se hizo cargo de la mitad. Dos veces silbé porque venían carros. El Mono y Rubi suspendieron el trabajo pero Jorge siguió como si no hubiera oído nada. Los vehículos disminuían la velocidad y por las ventanas los pasajeros lo miraban, Este tipo nos va a hacer encarcelar, dijo Claudia. Fueron quince minutos largos en los que sentí la tensión de una misión revolucionaria. Lo mejor de todo fue la cercanía de Claudia, su respiración caliente, su pelo suave que me rozaba la cara mientras las brochas iban escribiendo con pintura roja en el muro blanco. Eran letras grandes y gruesas que debían leerse como gritos cuando la gente las viera al otro día. Una patrulla de policía pasó cuando ya los dos habían terminado de pintar, todos íbamos caminando con los tarros y los cuerpos más livianos, sin el temor de unos minutos atrás. Nos miraron y vimos cuando hablaron por radio, Perdámonos de aquí, dijo el Mono, en esos momentos recordé que no había comido bien antes de la cita en el sindicato, En ese carro tan chiquito no nos pueden montar a todos, dijo Maru, Pero ya avisaron por radio, mi amor, le dijo el árabe. Fueron sus primeras palabras de la noche, y con eso demostró ser un tipo sensato. Le hicimos caso a su sugerencia de correr por los callejones antes de que volvieran con un camión para agarrarnos a todos. Después del susto pintamos tres muros más y no volvimos a ver policías rondando esa noche.
Acabábamos de hacer un mural inmenso en el que agotamos los restos de pintura roja. Se leía desde La Sorpresa, a donde habíamos llegado después de mandar para el sindicato a Jorge con los tarros vacíos y las brochas sucias. Yo vi cuando el Mono le entregó un billete. Él se lo metió al bolsillo del pantalón y se fue arrastrando las latas y los zapatos por el pavimento. Los seis estábamos orgullosos de la consigna brillante en el muro más alto de los alrededores del parque de Berrío, la mirábamos mientras hablábamos de otros asuntos. La de esa noche era una mesa alegre, de gente que había vencido el miedo. Yo tenía doble motivo para sonreír porque Claudia quedó a mi lado. Todo se fue dando, Maru se sentó junto al árabe, el Mono con Rubi, y no quedó más alternativa que acercar mi silla a la de Claudia. Ella no intervino en la distribución de los puestos, ¿qué pensaría en esos momentos?, ¿sabría que el destino se estaba formando allí, en esa cafetería del centro de Medellín a una hora en que casi todo el mundo debía estar dormido? Tampoco hizo nada cuando Maru nos invitó a dormir en su apartamento, A estas horas ya no hay buses, dijo para justificar la invitación. Yo miré a Claudia, pude leer su preocupación por las implicaciones en su familia, entonces me ofrecí a acompañarla en un taxi hasta su casa, si ella decidía irse. Pero a veces se juntan los espíritus para lograr milagros. Sin sobresaltos, sin angustia en su voz, sin hacer drama, dijo, Voy a llamar a mi casa, y se fue hacia el teléfono público. El Mono sonreía y se dejaba acariciar de Rubi, Maru hablaba duro, se reía con fuerza, parecía dispuesta a empezar una noche de fiesta con su barbudo. Claudia regresó a la mesa con la misma tranquilidad con la que se había levantado a llamar, Cuando quieran, dijo. Al principio no supe si eso significaba, Lista, voy con ustedes, o, por el contrario, quería decir, Váyanse sin mí. Esperé una aclaración y solo cuando tomamos nuestras chaquetas y sacamos monedas y billetes para pagar la cuenta, entendí que nos íbamos juntos a amanecer a la casa de Maru.
Ahora, cuando pienso en el apartamento de Maru, suena música y las lámparas se apagan, solo nos alumbra la luz de las velas repartidas por la salita, el cuarto y la pequeña cocina, pero los ojos se acostumbran a esa penumbra y al olor del incienso. Veo la cara del Mono recostada contra la pared, adivino sus piernas estiradas, las suelas de sus botas sucias del camino que acabamos de recorrer pintando paredes, huyendo de la policía y de las imprudencias de Jorge. Maru se ha puesto una túnica blanca y cuando se para frente a las velas encendidas se le dibujan las piernas que imagino lisas y suaves. Ella reparte vasos y pone una botella de vino en el centro del círculo. Yo tiemblo de miedo y de ansiedad, no me atrevo a mirar a Claudia, ella en cambio se muestra suelta y tranquila, varias veces se ha parado a ayudarle a Maru en la cocina, sin darnos cuenta estamos en una fiesta improvisada a las dos de la mañana. En la grabadora suena Mercedes Sosa, bajito el volumen, tristes las canciones, pienso que me puedo hundir en la depresión si no hago algo para impedirlo, ¿Podríamos cambiar la música?, digo, entonces Rubi despierta de su sopor y mira al Mono, Yo traje la Cantata de Iquique, dice y espera a que el Mono apruebe su sugerencia. Al principio parece peor esa solución, sin embargo, después del primer vaso de vino la cara me arde y Claudia resplandece a mi lado, ya no siento más esa tristeza en el cuerpo, ahora floto en una tranquilidad extraña. Digo varias cosas que hacen reír al árabe y Claudia me acaricia la cabeza.
Esa noche supe un poco más sobre Maru. Desde hacía varios años ella era una mujer independiente y vivía en el apartamento de enseguida de su mamá. Trabajaba por las noches como mesera en bares de El Poblado y antes estuvo casada con un ingeniero de Panamá. Le encantaban los hombres de barba, era generosa con sus invitados y se reía con todo el cuerpo. Cuando se acabaron los velones de la sala ella se fue para su cuarto con su amigo y nos dijo que podíamos acomodarnos en los cojines, también nos entregó unas mantas para cubrirnos. En la grabadora seguían sonando las voces de Víctor Jara, Alí Primera y otra vez Mercedes Sosa en un cassette que Rubi puso antes de quedarse dormida encima del pecho de su compañero. No supe si el Mono me miraba desde su esquina, ya estaba muy oscuro y a mí solo me preocupaban los movimientos siguientes. Le cedí el rincón y la manta a Claudia. Ella se puso una camiseta larga de Maru que le cubría hasta los muslos, dejó su ropa doblada al lado de mi cabeza y cuando me acosté vi las sandalias de cuero recién embetunadas, los yins y la blusita de flores. No vi su ropa interior, entonces supuse que todavía la tenía debajo de la camiseta. Yo solo me quité la camisa y los zapatos y traté de no hacer movimientos bruscos.
En pocos minutos los cuatro nos quedamos callados y a pesar de la música escuchamos los gemidos y luego los gritos que salían del cuarto de Maru. Pensé en el árabe silencioso y no pude imaginar cómo podría estar generando esos ruidos. Claudia y yo mirábamos hacia el techo esperando el desenlace de los acontecimientos, pero Maru parecía no tener límite. Pasaron varios minutos, largos e incómodos, hasta cuando Claudia me habló en voz muy baja, No nos van a dejar dormir. Tampoco me dejaban concentrar en mi situación. Tenía a mi lado a la mujer que más me gustaba de toda la universidad, casi desnuda, a oscuras, en un territorio desconocido, y no era capaz de proponerle una caricia, ¿el Mono me estaría mirando?, ¿estaría pendiente de mis movimientos, del momento en que le levantara la manta a Claudia y me sumergiera en su tibieza? Y Claudia, ¿qué estaría pensando?, no me podía equivocar ni por mucho ni por poquito, ¿Qué estás pensando?, me dijo, Nada especial, trato de no pensar. Pero ella no me creyó, sabía que en mi cabeza solo estaba su piel, entonces se adelantó y dijo, Yo todavía no estoy lista, ¿me entiendes? Como un estúpido le dije, Sí, claro, te entiendo, pero debí preguntarle a qué se refería con eso de no estar lista, así fue como si yo aceptara estar pensando solo en sexo, en piel, en materia, No te preocupés, le dije después, Yo estoy listo para entender cualquier cosa. Pero no se trataba de una cosa cualquiera. En sus explicaciones dulces y temblorosas apareció el muchacho crespo de la bicicleta, al mencionarlo se le salieron las lágrimas y yo pude sentirlas correr por su cara hasta el cojín. Todo estaba muy reciente, tanto que ella todavía guardaba esperanzas de recuperarlo, por eso se había aventurado en los últimos días a asistir a las reuniones de los maoístas donde podría verlo, Son igualitos todos, ojalá no te vuelvas como ellos, Te lo juro, Claudia, seré distinto, pensé, y en realidad no quería ser como ese crespo que la había mirado delante de todo el mundo con displicencia. Entonces me tocó empezar a demostrarle que conmigo sería diferente, nada de sexo, solo palabras amables. Algo nos uniría desde esa noche, aunque fuera el temor a volverme como todos los maoístas del mundo.