XXVII
Tengo la certeza de no ser el tipo más rápido de pensamiento en Medellín. Soy lento, aunque nadie me ha diagnosticado un Erre Eme. La gente me perdona muchas cosas tal vez porque no se detiene a mirar qué hago y qué no hago. En cambio, al Gordo lo veían caminar o lo oían hablar y de inmediato se sentía una especie de suspiro a su alrededor y muchos pensaban, Este no es competencia nuestra. Todo el mundo vive compitiendo por ser más inteligente, más importante, más rico, más audaz, más maoísta, más cualquier otra cosa. A mí no me han detectado, no saben de mi lentitud ni despierto sospechas pues estudio economía en la Universidad de Antioquia, tengo una novia muy bonita y a nadie se le ocurre que en la familia pueda haber dos hermanos con el mismo diagnóstico de Erre Eme. Pero no saben cuánto me demoré para entender cómo sería la vida del Gordo si mi mamá se muriera, si mi hermana se casara con el médico, si Rosmira se fuera, si yo no estuviera a su lado. Me tomó mucho tiempo darme cuenta de que él necesitaba una identificación como cualquier ciudadano de este país. Me tardé para saber por qué mi mamá tenía esa mirada de ensimismamiento en la época de la misión Documentos. Ya era muy tarde cuando supe que en esos momentos se había acabado la plata del seguro de vida de mi papá y que había llegado la hora de asumir el papel de jefe de familia.
Eso fue como un golpe en la cabeza. Mi mamá llegó a mi cuarto donde yo seguía leyendo sobre la Larga Marcha del primer ejército rojo y me dijo, Estos son los últimos bolívares. Cuando se fue miré otra vez el libro y pensé en mi lentitud para entender las cosas. Todos esos meses ella estuvo midiendo centavo a centavo los gastos de la casa y trató de estirar los recursos hasta que alguno de nosotros empezara a trabajar, pero por esos días yo solo aspiraba a entrar en la orden de Mao donde están prohibidas las soluciones individualistas. Me puso la realidad en cifras concretas frente a los ojos, Veinte mil bolívares, ¿Cuánto vale un bolívar?, pensé. No debía ser mucho, tal vez alcanzaría para vivir un mes. Había llegado el momento de pensar en trabajar para sostener la casa. Mao podría esperar.
Claudia me acompañó al Banco de la República a cambiar los bolívares por pesos colombianos, Necesito hablar con vos, le dije, y ella suspendió sus ocupaciones para ir a encontrarse conmigo en el paradero de los buses de La América. Había llovido y la temperatura en la calle permitía caminar con suéter y las manos en los bolsillos. Ella llegó con bufanda en el cuello y yins muy pegados al cuerpo. Además, llevaba puestas las sandalias franciscanas como la primera noche en el apartamentico de Maru. Eran el símbolo del noestoylistatodavía. Después de recibirla en el último escalón del bus le dije, Caminemos despacio para que no se te mojen los pies. Bajamos por el pasaje Boyacá y el costado de la iglesia de La Candelaria nos recordó el pasado de la ciudad. Quitando a los mendigos y a los vendedores de estampitas de santos, a las indias ecuatorianas con sus niños amarrados al cuerpo, a los señores que hacen declaraciones de rentas, memoriales y cartas sentados frente a sus máquinas de escribir casi acabadas, ignorando a los loteros ciegos o paralíticos junto al muro de piedra y argamasa, uno podría imaginarse esa calle en mil ochocientos setenta llena de señoritos hablando de política, un callejón de conspiradores expertos en la teoría de la guerra de más allá de las montañas que no están dispuestos a arriesgar sus negocios ni sus vidas. Cien años después quienes ocupan esta cuadra no sospechan cómo era la ciudad a finales del siglo diecinueve, Paremos en la Científica, le dije a Claudia. Su figura le llegaba a la mía un poquito más abajo del hombro, ambas se reflejaban en el vidrio como dos espíritus flotando encima de los libros de Althusser, Martha Harnecker, Luis Carlos López, Ospina Vásquez, Tirado Mejía, César Vallejo, Nada de Mao, le dije. Ella me miró como preguntándose, Y a este qué le dio ahora. Seguimos caminando entre los inválidos tirados en el suelo, apartando ofertas de payasitos que sacan la lengua cuando uno tira de una cuerda, esquivando a los loteros y a los vendedores de paletas, así llegamos al Banco de la República, un edificio elegante y fresco como recién bañado. Mientras llenaba un formulario y hacíamos la fila le dije, Esto es lo último. Tal vez puse cara de víctima y Claudia reaccionó diciéndome que no era para echarse a morir, Yo siempre he trabajado ayudándole a mi mamá con las costuras para sus clientas, me dijo, ¿Y tú qué sabes hacer?, me retó. Fue un reto inútil porque yo nada podía ofrecerle al mercado laboral, Soy lento para entender las cosas que pasan, Claudia, le dije, pero tampoco me creyó.
Convertimos los bolívares en pesos y nos fuimos a caminar por los lados de la avenida La Playa hablando de posibles oficios para un tipo con mi lentitud, mesero en un bar, vendedor en una librería, cajero en un banco, ninguno de los anteriores. Claudia me habló de un colegio en el que trabajaban unos compañeros de la universidad por las noches, Pagan por horas y queda por aquí cerquita del Paraninfo, vamos a ver si nos dan puesto, me dijo, ¿Ahora mismo?, Sí, contestó, Ya mismo. Claudia sí es rápida. No se pone a acariciar las palabras, va directo al grano, la imagino cortando una tela en el costurero de su casa, tijeras grandes, manos chiquitas, dedos que se mueven ágiles como los dientes de un conejo, chas, chas, chas, Listo el corte, mamá, le debe decir, y la mamá le agradece entregándole otra pieza, Para que le haga el ruedo, mija, entonces ella se sienta frente a la máquina, pasa el hilo por la aguja sin hacer mucho esfuerzo con los ojos porque es joven, una niña todavía, mueve la ruedita que posiciona la punta sobre el paño, acciona el motor con la pierna, traque, traque, traque, Ya está listo el ruedo, mamá, y desde el patio su papá la mira, Qué desperdicio esta mujer en la universidad, pensará.
Esa noche en el comedor hablé de mi trabajo, Voy a dar clases de matemáticas, les dije. Les hablé de cómo llegamos a esa casa vieja de la calle Colombia abajito de la Plaza de Flórez y nos fuimos derecho a la oficina de la directora del colegio, una señora gringa con fama de estricta. Nos pusimos a sus órdenes, Podemos dar clases de todas las materias del bachillerato, le dijimos. Y tal vez eso la convenció. Claudia sería profesora de historia y yo de matemáticas. Les enseñaríamos a personas adultas que quieren validar su bachillerato. Mi mamá debió dormir más tranquila esa noche, aunque mi salario no iba a alcanzar para pagar todo lo de una casa como la de nosotros. Cuando mi papá estaba vivo se servían tres pollos en el almuerzo. Rosmira los preparaba en una salsa que le gustaba mucho a él, casi tanto como los fríjoles. El Gordo comía feliz, mi mamá nos pasaba muslos, pechugas, alas, pescuezos, rabadillas y al levantar las presas de la bandeja goteaba la salsa en el mantel. Pero después de la muerte de mi papá nos acostumbramos a servirnos menos. Con un solo pollo bastaba porque mi hermana se cuidaba de no engordar y mi mamá siempre ha sido muy prudente, Ojalá me alcance para mercar, pensé viéndolos a todos en el comedor.
Al Mono no le gustó mucho la noticia de mi trabajo, pues según él uno debería estar disponible las veinticuatro horas del día para las tareas de la revolución, Esa es una decisión incorrecta desde el punto de vista de la política, compañero, me dijo. No era un regaño sino una reflexión en voz alta sobre lo que él haría si estuviera en mi caso. Ya había sido maestro suficiente tiempo en Puerto Berrío. No lo culpo. Lo imagino en una madrugada diez años atrás cuando caminó desde su casa en la vereda hasta la carretera principal y le puso la mano a un jeep que sacaba canecas de leche para el pueblo. El carro se inclinaba por el peso de la carga. Se colgó del estribo trasero, miró por última vez el paisaje de su montaña, las señales de humo de un fogón a otro fogón, una forma de decirse los vecinos, Los hombres de esta casa comerán sabroso después del ordeño, se fue con un nudo en la garganta, pensando en lo que iba a encontrar más allá de esas alambradas, más lejos de esos caminos. Después unas monedas, guardadas durante meses, lo llevaron a otro pueblo y luego a otro hasta cuando desembarcó en Puerto Berrío, su sueño cumplido, y desde entonces se puso a trabajar, ¿Barrías la iglesia, Mono?, ¿Lavabas buses junto al río?, ¿Vendías pescado por las calles arrastrando una carretilla con bagres pisados por troncos de hielo?, ¿Todas las anteriores, Mono?, en cien oficios trabajó hasta terminar el bachillerato y llegar a ser maestro en el colegio. Ahí van resumidos muchos meses de malcomer, maldormir, malbañarse, malvestirse. Un día apareció en el patio del liceo donde había estudiado los últimos años, llevaba sus libros debajo del brazote de hombre crecido a pesar de todas las trampas que le puso la vida. Para entonces ya tenía el pelo crespo y largo, como se usaba en las ciudades, y era el nuevo profesor de sociales. Tal vez los primeros años fue un maestro atento con los estudiantes y por eso se convirtió en un personaje importante para ellos, inclusive para uno a quien le decían el Teniente, el más hablador, el más respetado, casi temido por su tamaño y por la voz fuerte que se imponía sobre todas las voces de su grupo. El Mono les hablaba de la historia del país y sostenía debates ardorosos con ese muchacho cada vez más inquisidor con sus preguntas acerca de las luchas de los campesinos por la tierra, después de las cuatro de la tarde, cuando ya se había calmado un poco el calor, salía a pasear por las calles y a conversar con otros maestros atrapados como él por el misterio de la tierra caliente que solo permite actividades como tomar cerveza, soñar besos, bailar y cantar canciones. El Mono cayó en esa red, se dejó arrullar por las estudiantes del colegio, por las profesoras, por las enfermeras del hospital, por las secretarias de los juzgados, ellas se encargaron de adormecerlo y llegó a pensar que ahí se terminaba el camino. Pero una noche se le dispararon las alarmas en el pecho cuando vio al Teniente hablando con unos tipos en el salón de billares, Esos son los Vásquez Castaño, le dijo un profesor que estaba con él. Al otro día el Teniente no fue a clases y nunca más lo volvieron a ver en el pueblo, pero todos sabían que el muchacho se había convertido en uno de los jefes guerrilleros de la zona, A veces cierro los ojos y lo veo tirado en una cañada con la sangre corriéndole por el pecho, me dijo una vez. Tal vez fue el Teniente quien lo hizo dejar esa vida rutinaria de maestro de pueblo y por eso se molestó tanto cuando le dije que ya tenía trabajo en un colegio nocturno.