XXXI
Después de la invitación al bar me quedaron unos cuantos pesos de mi primer sueldo y se los entregué a mi mamá delante de mi hermana y de Rosmira. Era muy poquito y los cuatro lo sabíamos, pero actuamos como si se tratara de una fortuna porque en mi familia nunca se habla de asuntos de plata. Solo mi papá sabía acerca de las finanzas, pero trataba de ocultárnoslo para evitarnos sufrir por temas reservados para el jefe. Él mismo se negó a aceptar cuando tuvo dificultades con las empresas que montó, le oíamos decir, Voy para la oficina, Vengo de la fábrica, Salgo para el almacén, Tengo cinco empleados, Ya llegó la mercancía, pero nunca dijo, Necesito ayuda, por eso nos enterábamos de los resultados de la empresa cuando ya no había nada qué hacer y él se encontraba en alguna parte del país tratando de inventarse otro proyecto para mantenerse ocupado y con la ilusión de enriquecerse. Así resultó el viaje a Bogotá y nos fuimos a vivir a esa casa oscura donde los soldados mataron a un número desconocido de estudiantes ocultos en el jardincito de la entrada. Hubo otro viaje del que casi nunca se ha hablado en la familia porque mi mamá y mi papá quisieron borrarlo de la memoria. Quedó una fotografía, suficiente para imaginar cómo fue todo en esa ocasión. El lugar es una estación del tren. La mujer alta de pantalón estilo pescador ajustado al cuerpo, recortado a la altura de las pantorrillas, es mi mamá. Lleva una blusa blanca sin mangas para hacerle frente al calor. El pelo se le ve desordenado porque hemos viajado durante muchas horas. Mi hermana está a su lado, también viste pescador, la camiseta pegada al cuerpo deja ver que ha engordado, se ve molesta por el clima, debió marearse y vomitar varias veces en el vagón. El Gordo tiene un sombrerito de paja, camisa de un tono claro, la manga corta le deja ver los bracitos pequeños, en esa época todavía no ha golpeado a nadie, las manos descansan sobre las piernas, los zapatos de dos colores y punta redonda de ese día lo hacen parecer un bailarín de tap en reposo. A su lado estoy yo con una canasta grande junto a mis piernas. Siento el calor estacionado a la altura de mis narices, oigo los ruidos de los vendedores de comida, no alcanzo a entender qué ofrecen porque se mezclan con las voces de hombres que gritan destinos de los trenes a punto de arrancar, el sonido de los frenos, el contacto de rieles al cambio de vías, los pasajeros despidiéndose por las ventanas, todo me parece confuso. La fotógrafa es mi tía, la de la mano bendita para cuidar las matas de mi abuela. Viaja con nosotros para ayudarle a mi mamá durante la travesía por toda la cordillera hasta Bucaramanga y también le servirá de apoyo cuando lleguemos a instalarnos en la casa nueva. Llevamos más de una hora esperando la autorización del jefe de la estación Puerto Wilches para abordar el vagón. El calor asfixiante del medio día no nos deja hablar ni comer ni movernos. Por eso estamos recostados contra las rejas de la bodega de equipajes mirando el movimiento de los trenes. Mi tía se paró despacio, buscó la cámara de fotografías en la canasta junto a mis pies y dijo, Están como para una foto, no se muevan, y se fue caminando de espaldas imaginando el cuadro, después nos miró a través
de la camarita y otra vez nos dijo, No se muevan, clic, así quedamos.
Después de la fotografía nos subimos en silencio al tren y nos acomodamos en los mismos puestos de antes de llegar a Puerto Wilches. Esperamos un rato, cuando el tren arrancara nos iríamos de ese infierno y entraría el viento por las ventanas. Pero la máquina no se movía. Mi hermana estaba a punto de desmayarse, miraba a los lados, se tocaba el estómago y mi mamá le acariciaba la frente con las manos. Mientras tanto al Gordo le rodaba un hilo de sudor por las patillas, le bajaba por los cachetes rosados y se deshacía en el cuello. A su lado iba un cura de sotana blanca y sombrero negro en una mano. En la otra tenía un pañuelo sucio y arrugado con el que se limpiaba la cara. Me quedé dormido cuando el tren empezó a rodar lento, poco a poco se me borró la silla del frente con la figura de la sotana y la de mi hermano con su pava de paja y su cara sudorosa. Me pareció ver al cura abanicando al Gordo con el ala de su sombrero. Tal vez no lo hizo. Eso también era parte del sueño interrumpido por un brusco frenazo que tumbó unas cajas del portaequipajes. Me bajé con el Gordo para el baño de la estación, Vayan rápido, nos había dicho mi mamá, Nosotras nos quedamos cuidando el equipaje. El Gordo me dio la mano y así nos bajamos en un sitio parecido al anterior en donde mi tía nos había tomado la foto. Nos demoramos demasiado mientras se terminaba la fila de los hombres. Cuando el Gordo se subió de nuevo los pantalones corrimos, pero en esos momentos unos hombres empujaban el vagón y se alejaba de nosotros. Yo vi a mi mamá asomada por la ventana gritándonos cosas y haciéndonos señales. El tren se fue despacio y yo me quedé con la mano del Gordo en mi mano. Ya íbamos a empezar a llorar cuando me di cuenta de que habían parado a unos metros de la estación. Mi mamá se bajó corriendo para llevarnos de nuevo al vagón. Cuando subimos ya no estaba el cura de la sotana blanca, entonces me senté al lado del Gordo que durmió hasta llegar a Bucaramanga.
Ese viaje está borrado de la historia de la familia porque antes de llegar la empresa nueva de mi papá ya se había quebrado. Él no nos había dicho nada porque tenía la esperanza de encontrar una solución para que nosotros no nos enteráramos de las dificultades que había sorteado. Entonces nunca desempacamos las maletas por completo ni nos acomodamos en la casa porque en cualquier momento nos debíamos regresar para Medellín. Así estuvimos varias semanas viviendo en una casa medio vacía, pensando en el día en que mi papá dijera, Nos vamos, y de nuevo nos subiéramos al tren para atravesar la selva, los ríos y después las montañas que nos separaban de nuestra verdadera historia. Todos aceptamos ese episodio sin chistar. Nadie preguntó. Solo llegamos a la casa, pusimos la ropa en los armarios y seguimos viviendo. Los asuntos de plata era mejor no tocarlos. Por eso, después de todos esos años, no me sorprendió la actitud de mi hermana y mi mamá cuando les entregué el resto de mi sueldo del colegio. Tal vez pensaron para ellas mismas, Con esto no compramos ni una docena de huevos, pero no lo dijeron.
Me empezaba a preocupar la explotación del hombre por el hombre porque ya el mío era un caso concreto para analizar. En el colegio me pagaban muy poquito y con eso no alcanzaba para comprar mercado, ropa, medicinas, servicios públicos, transporte, mucho menos para cine, cerveza o para comer en la calle con mis amigos. Claudia me animó para pedir más horas, Habla con Mrs. Jackie y dile que estás dispuesto a trabajar en otros horarios. Podría salir de la universidad cuando tuviera descansos de por lo menos dos horas entre una clase y otra, viviría de afán, se acabarían las reuniones en las cafeterías, no volvería a las asambleas de estudiantes, quién sabe qué diría el Mono. De todas maneras, fui donde la directora del colegio decidido a exponerle mi situación de fuerza de trabajo disponible, Haga conmigo lo que quiera, Mrs. Jackie, le diría.
Mrs. Jackie me dio más horas, me pagó más plata, poco a poco empecé a pasar más tiempo en el colegio que en la universidad, y al principio fue bueno. Conocí más mujeres de tacones altos, me sentía bien respirando su mezcla de perfumes, acercándome a sus sillas para explicarles cómo trabajar las ecuaciones, así me llegaba intacto el aroma de sus labios al decirme, Gracias, profe. Pero con los días eso se me fue volviendo rutina y extrañé el mundo de la revolución al que ya casi había llegado a acostumbrarme. Busqué al Mono para pedirle informes de cómo iba la causa y él lo tomó como una invitación a rodearme de facilidades para vincularme más con sus actividades. Entonces empezó a ir al colegio por las noches a esperarnos a Claudia y a mí. Se quedaba en el cafetín conversando con los hijos de Mrs. Jackie. Ellos eran estudiantes de la Nacional y simpatizaban a escondidas de su mamá con el maoísmo, después salíamos caminando hasta el bus de Claudia. Tal vez él también necesitaba hablar con alguien a quien pudiera contarle sus dudas acerca del próximo cambio de vida, Yo creo que me largo de una vez y para siempre, Juanchito, me decía. No sabía cuándo se iría ni para dónde, Solo sabemos que es para toda la vida, compañero, me aclaraba.
Las continuas visitas del Mono al colegio donde yo trataba de ganar más plata para resolver los problemas económicos de mi casa dieron como resultado la llegada de los maoístas a la planta de profesores de Mrs. Jackie. Un día vi desde mi salón de clases a Jairo Ospina, el del dedo índice flaco y triste. Me sorprendió ver a ese tipo alto y barbudo cruzando el patio central en dirección al salón de profesores, Qué habrá pasado, pensé, pero no imaginé que ese era el nuevo profesor de química para los estudiantes de quinto y sexto de bachillerato. Saldarriaga fue otro de los nuevos profesores importados del maoísmo. Me alegré mucho porque había sido mi compañero en el colegio durante toda la primaria hasta que se fue para el seminario de los franciscanos en Cali. Saldarriaga era el más inteligente del salón. Los Hermanos Cristianos decían que esa capacidad se debía a la forma de su cabeza parecida a un trompo, también le echaban la culpa al gran tamaño de su frente y un poquito a sus orejas abiertas. No lo había vuelto a ver desde entonces, pero nos encontramos en el cafetín en el primer descanso y me abrazó. Algunos días después llegaron otros activistas menos conocidos en la universidad. Ellos hacían parte de la estrategia del maoísmo de tomarse ese lugar para convertirlo en una guarida de revolucionarios necesitados de plata. El Mono fue tajante con los hijos de Mrs. Jackie cuando le preguntaron si le gustaría trabajar con nosotros, Yo no vuelvo a coger la tiza nunca, dijo. Para él se trataba de una decisión incorrecta desde el punto de vista de la política, pero se reservó ese argumento y todos creyeron que se trataba de una fobia hacia el polvillo de la tiza.