XXXIV

Los cambios repentinos en el comportamiento del Mono me hicieron pensar en la cercanía de su viaje. Era como si la mente se le hubiera ido y solo le faltara emborrachar su cuerpo antes de subirse en un bus y despedirse para siempre. Ahora miro hacia esos días cuando a los maoístas les dio por irse de las ciudades y veo al Mono serio y callado, la risa alegre de antes le sale ahora forzada, de pronto se le ha convertido en una risa simplona sin puñetazos en la pierna ni golpecitos en el pecho, solo se ríe su cara, el resto del cuerpo sigue tenso, ¿en qué pensaría el Mono?, tal vez tanta tensión escondía algo más grave, quizás sentía ganas de tirar la toalla y cambiar de vida como lo habían hecho muchos de los maoístas más prestigiosos que terminaron mareándosele a la revolución, ¿sería ese su caso?, ¿se estaba mareando?

Al primer mareado que conocí le decían el Turco. Se había acabado de graduar en la facultad de Derecho y su papá le consiguió un puesto en el ministerio del Trabajo. Mientras estuvo en la universidad fue un maoísta clásico, de bigote grueso, dedo firme, manos grandes y una tendencia a engordar a medida que transcurrían los semestres. Hablaba cantadito con acento guajiro. Había nacido en Valledupar donde su familia tenía una gran influencia política, Otro terrateniente, le dije al Mono cuando me contaron como un gran logro que el Turco había renunciado a su clase social para abrazar la causa de los pobres. Nunca se vio envuelto en asuntos indecentes con hijas de obreros. Era un maoísta fino, estudioso de los clásicos, varias veces lo vi leyendo libros de Lenin y subrayando revistas Pekín informa. Una vez el Mono le pidió prestado para mí Así se templó el acero. Todos los activistas se sabían de memoria ese libro. Era una historia de sufrimientos de los obreros rusos antes de la revolución del diecisiete, especial para prevenir los mareos. Una vez unos tipos me vieron leyéndolo en la universidad, miraron el libro y aunque no me conocían me dijeron, Ya pasaste por tal parte, Ya mataron a tal, Ya ocurrió tal cosa, y yo les contesté como si fuéramos viejos conocidos aficionados a las mismas lecturas, Sí, fue tremendo. El Turco tuvo en sus manos ese remedio para el mareo y sin embargo no le sirvió para nada, pues a pesar de haber leído y subrayado con tinta ese libro, aceptó el trabajo en el ministerio y desconoció las advertencias de todos los compañeros. Ellos le advirtieron de los impedimentos morales que tendría un revolucionario para ejecutar las políticas represivas del Estado, No acepte ese cargo, compañero, Huya de la burocracia, compañero, Ahora la tarea es el campo, compañero, le dijeron, No quiso, no pudo, no lo hizo, se mareó y lo expulsaron del partido, me dijo el Mono. Eran muchas cosas a la vez, Cómo así que se mareó, no pudo, lo expulsaron, ¿lo expulsaron de cuál partido?

El Mono nunca me había hablado de un partido, tal vez porque no me veía listo para conocer ese gran secreto de los maoístas. Mi reeducación política no era suficiente todavía y por eso me ocultaba el asunto, pero cuando le pregunté, me dijo, Es del abecé del marxismo, Juanchito, los que no tienen partido son anarquistas. Ese día supe que los miembros del partido se transforman en conspiradores cuando están juntos. Hacen reuniones secretas en casas y llegan siempre por rutas diferentes. Se cambian los nombres, hablan en clave, los jefes parecen dioses y todos aceptan sus órdenes sin chistar.

Lo del partido era una cosa más seria de lo que pensé en un principio. Algo así como un Ser Superior con el poder de acosar a la gente para dejar la universidad y comprometerse a fondo con las masas. El Turco debió vivir un infierno durante esos días en que le tocaba tomar una decisión sobre su futuro. Lamentó tener que graduarse y no seguir en la categoría de estudiante, ese estado especial en el cual todo está permitido, donde se siente en lugar de pensar, se teoriza en vez de practicar, se sueña sin compromisos y no se le debe demostrar nada a nadie. Vivió esos últimos días de exámenes y certificaciones en la decanatura como una pesadilla, acorralado por las llamadas de su papá desde la hacienda en cercanías de Valledupar en las que le avisaba de los contactos de alto nivel para conseguirle un puesto digno de él. Por otro lado, veía la imagen de los jefes del partido parados con una caja de alfileres de colores frente a un mapa detallado de Colombia, buscando el sitio a donde van a mandar al nuevo abogado revolucionario, Aquí compañeros, en esta zona de pantanos, habrán dicho señalando una sombra en el mapa. El Turco quería irse como Edgardo, el Crespo y todos los demás. Soñaba con una despedida de besos, cerveza y vallenatos, aspiraba a salir en un bus rumbo a la selva en medio de la admiración de sus copartidarios. Pero la figura gorda de su papá sentado en la hamaca debajo de los ventiladores lo hizo volver a la realidad. El Turco no escuchó las advertencias de sus superiores del partido y decidió posesionarse como funcionario del gobierno. Pudo más su papá vallenato y poderoso que su secretario político, pero este no se quedó quieto, promovió una discusión interna y la expulsión del paraíso de uno de sus mejores ángeles. Según el Mono, el día de su salida hubo luto porque perdían a un buen soldado, hablador sabroso con pinta de dirigente de la revolución. Nunca más lo volví a ver.

Después conocí a otros mareados de menor importancia. Ni siquiera sé el nombre de un muchacho flaquito de primer semestre de filosofía que llegó brioso y alegre a la universidad después de estudiar en un colegio de Hermanos Cristianos. Lo veíamos en todos los mítines, repartía volantes en las asambleas, gritaba consignas y se juntaba con los activistas importantes. Ese flaquito quería brincarse los años y ser grande de una vez. Le dieron la oportunidad, tuvo un nombre de combate y asistió a las reuniones secretas de la célula del partido. Tal vez mostró tantos ímpetus que los jefes dijeron un día frente al mapa chuzado con alfileres, Mandemos al flaco para la zona minera de El Bagre, y todos estuvieron de acuerdo. Hicieron los arreglos para conseguirle el pasaje y darle el nombre de un contacto en el caserío donde vivían mineros y barequeros bajo un clima salvaje. Lo invitaron a una despedida con trago y meseras que lo besaron y luego lo acompañaron hasta la flota de buses. Debió llegar de noche en medio de la oscuridad de ese pueblo sin energía eléctrica, lleno de soldados que rastrean guerrilleros en todos los grupitos de hombres en las calles. Se sintió apabullado por el movimiento de la gente y por las conversaciones sobre el oro de las minas. Estuvo dos días encerrado en una pensión del pueblo sin decidirse a salir para iniciar su labor de reclutamiento de mineros para la causa y, cuando por fin dejó el cuartico del hotel, no buscó a su contacto sino que se montó de nuevo en el bus de regreso para Medellín. No les dio la cara a sus jefes. Los evitó por todos los medios y nunca más volvimos a verlo en las asambleas. Ocurrió una transformación en su personalidad. Se cambió de carrera para ingeniería química y a veces lo veo con bata blanca de científico caminando por los corredores de la universidad. Tal vez el Mono sentía algo parecido en esos días. Principios de mareo. Ganas de no seguir aparentando fortaleza. Claudia me dijo que debíamos estar más tiempo con él, al fin y al cabo nosotros dos éramos su contacto con el mundo real.