A mediodía, mientras Ángela iniciaba los preparativos para la cena de cumpleaños de Guzmán, Rubén se había sentado frente a ella en la cocina. Luego de un rato, dijo:
—Sí invitaste a Mariana, ¿verdad?
Ángela no dijo nada.
—Mariana, la que estuvo contigo en el semestre de titulación. Sí la invitaste, ¿verdad?... Yo creo que sí viene porque Adolfo y yo la invitamos también.
Ángela preguntó:
—¿Qué traen Adolfo y tú con Mariana?
—Pues nada, ¿por qué?
—No te hagas. Adolfo también me preguntó por ella. Ya saben que no es mi amiga, y que me cae mal porque anduvo de resbalosa con Guz. Hace años que no sé de ella. Y ahora la invitan a la fiesta sin pedir mi opinión. ¿Qué se traen?
Rubén soltó una risita. Ella insistió.
—Contéstame. ¿Qué traen Adolfo y tú con Mariana?
—Ay, Gelita, ya sabes. No es nada malo. Es que el otro día un amigo nos contó que le encanta coger.
—Ay, Rubén, no seas asqueroso.
—No es nada malo, deveras. Sólo queremos saber si es verdad.
Lo que más les importaba en el mundo a los hermanos de Ángela era la pornografía. Habían empezado desde niños, con las Playboy y las Hustler que su papá traía de Laredo y guardaba, según él bajo llave, en una vitrinita blanca que había en el baño. Luego, ya en secundaria, acostumbraban intercambiar fotografías y pósteres con sus compañeros de clase. Las revistas que los otros muchachos llevaban eran casi todas en blanco y negro, pequeñas y de pésima impresión, pero tenían la ventaja de que en ellas no sólo aparecían mujeres desnudas, sino sexo de verdad.
—Esta ruca quiere que se la metan por el culo.
—Sale una güera que se los come.
—Tengo el de una que se la cogen entre tres.
Adolfo y Rubén intercambiaban gustosos los coloridos ejemplares de Hustler por las hipnóticas confusiones fotográficas que, mitad por el discernimiento y mitad por la imaginación, siempre descifraban.
Comenzaron con las películas cuando ambos dejaron Parras para irse a estudiar a Saltillo. Doblajes italianos en el Cinemundo, fiascos españoles donde nunca salían tomas cerradas de vergas y vaginas, pornocaricaturas, películas con argumentos absurdos. No tardaron en llegar a los videos.
Conforme su vida escolar transcurría, Adolfo y Rubén fueron dando nombres, facciones y ademanes a las mujeres que amaban: oldies como Desiree Costeau, divas como Nina Hartley, Jenna Jameson y Nikki Tyler, embusteras adorables como Anna Malle, Taylor Wayne y Chloe Vevrier, cada una con su especial estilo de gemir, rasguñar, abrir las piernas, sacudirse acompasadamente entre dos miembros, poner los ojos en blanco, morder sus propios pezones, ahuecar las mejillas para darle cabida al glande en la fineza inflamada de sus gargantas, contorsionarse dentro de una limusina o encima de una mesa de operaciones o contra una red de tenis o sobre una roca escarpada a la orilla del mar o junto a la rama de un gran árbol o en un incómodo sofá más pequeño que sus nalgas, vestidas de María Antonieta, de mujer policía, de mesera, de colegiala, con diademas, con zapatillas de bailarina, con una gorrita de capitán de yate, con chaparreras, siempre arreglándoselas para que el semen cayera en sus pechos y sus narices, se escurriera por sus labios haciendo gorgoritos como la baba de la estúpida lujuria, como la leche rancia del amor a control remoto, como el gargajo húmedo y poroso de la humillación, pero eso sí, sin arruinarles el peinado, que de seguro les había costado horas y horas de labor frente al espejo.
Con los años, los dos hermanos fueron desmadejando los nombres de sus divas entre cientos de anónimas rubias, negras, morenas y asiáticas que surgían de los videos amateurs. Mujeres perfectas masturbando gordos enmascarados, chupándole la verga al camarógrafo, metiéndose trozos de plástico y metal por el coño o por el ano sin siquiera despojarse de una camiseta que decía «I love Atlanta», cientos y cientos de mujeres complacientes y perfectas que aparecían sólo una vez, que se perdían luego en la maraña de videos, handicams, satélites, televisores, jugos vaginales, alcohol y drogas con los que ellos soñaban noche tras noche hasta la madrugada, al punto de que a veces ni siquiera conseguían dormir porque una contorsionista desnuda aparecía bajo sus párpados en breves videogolpes, fugaces descargas eléctricas que los obligaban a deambular deseantes por la casa de asistencia, el departamento de solteros, la sala comedor de sus padres, bebiendo cervezas envejecidas y masturbándose cuatro o cinco veces antes del amanecer, colocándose un aro vibrador en torno al glande hasta que éste enrojecía, se agrietaba, se escoriaba tanto que les daba pavor ir a orinar. Era como vivir perpetuamente en medio de una orgía de fantasmas
Antes de salir de la habitación del hotel, Mariana se miró al espejo y pensó que, aunque no era la anoréxica gimnasta con la que soñaban todos los publicistas, esa minifalda y esa sonrisa tan blanca le quedaban muy bien.
Horas atrás, al hospedarse en el Rincón del Montero (un lujo tal vez excesivo, pero lo valía el volver a ver a Guzmán), había ensayado todas sus poses provocativas con los pocos gringos despistados que visitaban Parras pese al mal clima de otoño. Se trataba de hombres maduros y hastiados, y peor aún, extranjeros.
Pero una cosa era segura: ninguno, ni siquiera los que llevaban compañía femenina, la había mirado con indiferencia.
Mariana hubiera preferido visitar ese hotel en épocas de alberca y paseos a caballo, y no en medio del clima borrascoso.
Pero no desterraba de su fantasía el chance de engatusar a su antiguo profesor de redacción, de robárselo a Ángela y secuestrarlo, aunque fuera sólo un rato, en ese cómodo cuarto que había rentado por un par de días.
—¿Cómo eres ahora, Guzmán? —se preguntó mirándose a los ojos en el espejo—. De seguro tú también has engordado.
Alisó las mangas de su blusa de Zara y estudió detenidamente la caída de la minifalda sobre sus nalgas y sus muslos. Satisfecha, cogió el bolso y salió de la habitación.
La secuencia favorita de Adolfo y Rubén era un «sándwich»: Anna Malle comenzaba succionando el miembro de T. T. Boy y aceptando en el clítoris la lengua de Tom Byron, y terminaba con dos penes friccionando sus entrañas.
Bajo la luz mediocre que los productores del videohome pagaban, los ojos de Anna giraban hacia arriba y hacia abajo como si fueran los de una médium a punto de revelarle al mundo la esencia de las cosas.
La primera vez que vieron ese video fue una madrugada en casa de sus padres, durante la época en que ambos buscaban un empleo tras haber fracasado en la universidad. Se abrieron los pantalones y comenzaron a tocarse uno frente al otro. Al final se masturbaron mutuamente hasta eyacular. Adolfo dijo tendiéndose sobre el sofá:
—Qué buena mano tienes, puto.
Rubén le largó una bofetada manchándole el rostro.
Mariana no estaba segura de cuál de los dos hombres era el que la sujetaba por la cintura y la empujaba a través del pasillo mientras el otro la besaba. Tal vez Adolfo, pensó: desde el principio sus movimientos le habían parecido más violentos.
La casa estaba a oscuras. Una puerta se abrió. Al otro lado se filtraba el resplandor de la tormenta. Entraron. Mientras uno mordía su cuello, pudo oler la exasperación con la que el otro arrancaba los botones de su blusa. Estuvo a punto de protestar porque la prenda era costosa y ella estaba muy lejos de ser rica.
Pero tuvo miedo de que las palabras descarnaran aún más la situación. Se tendió en la cama. La oscuridad giró sobre su rostro durante unos segundos. En su nuca, los resortes del colchón vibraron tensos, musicales. Bajo el resplandor de los relámpagos que giraban en torno de su cuerpo y se cristalizaban filosamente en sus pupilas, Mariana se dio cuenta de que estaba muy borracha.
Al principio les advirtió que lo haría sólo con uno. Pero el ron y las caricias pudieron más que su pudor. Nunca había estado con dos hombres a la vez, y el que fueran hermanos acabó de excitarla: un espléndido chisme para la reunión de exalumnas de los martes.
Mariana no quería ser la clase de mujer en que se había convertido la mayor parte de sus amigas, niñas avejentadas que languidecían de tristeza cuando les afloraba una espinilla, fanáticas del gimnasio y los suplementos juveniles, histéricas convencidas de que el sexo era asqueroso y el domingo perfecto consistía en ir al cine, comprar una Pepsi Light y ver a Brad Pitt con esmoquin. No eran las actitudes: era la falta de imaginación.
Ella también pensaba que el sexo tenía algo de asqueroso, y por supuesto que moría por Brad Pitt con esmoquin. Pero deseaba también hacer cosas locas o poco saludables y contárselas al mundo, cosas como aceptar la pastilla azul que le obsequiaba un desconocido en un rave, fornicar con dos hombres a la vez, comer un inmenso trozo de Vienetta viendo por televisión las películas del domingo, flirtear con lesbianas en la antesala del nutriólogo, salir con gais a quienes sus novios estaban buscando para darles una golpiza... No le importaba que sus amigas se escandalizaran, que dos o tres la hubieran llamado puta o loca o gorda en un momento de coraje: ella sólo quería diversiones e historias.
La imagen de Brad Pitt con esmoquin pasó de nuevo por su mente. Una mano la tomó por los cabellos y la obligó a ponerse de rodillas. Ella buscó a tientas el trozo de carne y lo puso en su boca.
—Ah, sí —repetía la voz de Rubén, hasta que Adolfo susurró—: Ya cállate, imbécil. No dejas que me concentre.
La obligaron a ponerse de pie y terminaron de desnudarla.
Después la arrojaron boca abajo en el colchón. Mariana percibió que no había furia en lo que Adolfo y Rubén hacían con ella.
Todo era crudo, tosco, descortés; pero no por deseo. Hasta donde intuía, aquellos gestos formaban parte de una obscenidad estudiada, mecánica. Esto le dio un poco de miedo.
Ya no estaba lloviendo. Los relámpagos eran cada vez más espaciados.
Rubén se despojó del pantalón, rodeó la cama y volvió a plantar su miembro frente a ella. Adolfo le abrió las piernas con ambas manos y la penetró. Mariana resintió la falta de humedad en su pubis. Un viscoso ardor. Pero, poco a poco, el sabor del glande y el movimiento acompasado de la pelvis contra sus nalgas la hicieron olvidarse de sí misma. Los dos hombres parecían más tranquilos. Mariana supuso que empezaban a gozar la relación, y se esmeró en no perder el ritmo de sus movimientos, meciéndose entre uno y otro y conectando el placer de ambos a través de su cuerpo. Por un instante, ella también lo disfrutó.
Relajó los músculos de la cadera, aflojó la franja de grasa que colgaba de su vientre y dejó que su mente divagara en densas coloraciones oscuras deformadas por flashes que se desenvolvían en espiral. Sentía la lengua pastosa, la saliva espesa, las vértebras creciendo hacia la cabeza y saliendo de su cuerpo, multiplicándose en el aire como una escalinata.
Las uñas de Rubén se clavaron en sus hombros.
—No te vengas —susurró Adolfo—. Mejor ya vamos a voltearla.
Mariana sintió que la desconectaban. Mientras Rubén se deslizaba debajo de su cuerpo, ella supo que no lograría recuperar el orgasmo. Sobre su piel quedó una lenta vibración, una onda de radio casi imperceptible que aún podía resultarle placentera si se concentraba en ella, pero que tendía a desvanecerse igual que un objeto metálico al impactar la superficie del agua. Había un rumor marino cada vez que una mano se colocaba sobre sus orejas. A través del sonido, imágenes líquidas la circundaron suavemente.
Adolfo deslizó uno de sus dedos entre los muslos de ella hasta palparle el ano.
—Oye, ¿qué te pasa? Eso sí que no.
Él la cogió por el mentón y la obligó a girar. Mariana trató de resistirse, pero la mano apretó su boca y su nariz hasta dejarla sin aliento.
—Mira, pinche puta: si me estás chingando te voy a madrear.
La soltó. Mariana aspiró desesperadamente. Una pelvis debajo de la suya. La voz de Adolfo, asordinada. Un carraspeo.
Un estremecimiento de asco: la pegajosa baba resbalando por la piel. La carne rígida clavada en el recto. Todos sus poros se abrieron e incendiaron como si estuvieran lijándole el cuerpo. Creyó que de pronto engordaba, que sus vísceras comenzaban a colmarse de aire. Escuchó cómo los gases escapaban a través del canal adolorido. La indignación volvió a poseerla: manoteó e hizo el intento de gritar, pero Adolfo la sujetó otra vez por el mentón y el torso. Mariana se imaginó atorada entre dos láminas retorcidas.
Rubén murmuraba frases incomprensibles y acariciaba los brazos de su hermano. Adolfo le repitió que se callara. Ella aflojó el cuerpo y, como si sus músculos hubieran estado frenando todos los fluidos, las lágrimas brotaron en gotas muy gruesas.
Alrededor de su mentón, la mano de Adolfo tenía gusto a ajo.
Un rato después, cuando la liberaron, se dejó caer de espaldas sobre el colchón, cubriéndose el rostro con los brazos.
Por el olor y la humedad, distinguió que había manchado las sábanas de sangre y excremento.
—Vístete —le ordenó una voz—, no sea que tus ruidos hayan despertado a mamá. Y ya no llores, hombre. Cuando uno coge, tiene que coger hasta que duela.
Y otra voz, más lejana:
—Estuviste riquísima. Deveras. Lástima que no haya luz, si no te hubiéramos filmado. Ése era el plan.
Mariana hundió el rostro en la almohada. En su cabeza apareció de nuevo la imagen de Brad Pitt: cabello muy rubio adherido suavemente al cráneo, pasos lentos a lo largo de un pasillo cubierto de brocados rojos. Sonreía y chupaba una cuchara llena de crema de cacahuate.
El olor a mierda estaba llenándolo todo.