Sentados en el sofá, el doctor Moses y Shannon veían Wild Thing a través del HBO. Shannon estaba loca por Matt Dillon: conocía casi todos sus diálogos e imitaba su sonrisa torcida y su forma de pararse con las piernas ligeramente abiertas. Se sentía como Bridget Fonda en Singles o Sean Young en A Kiss Before Dying.

Había soportado películas ridículas como Drugstore Cowboy y hasta rarezas como Kansas y Rumble Fish (en ésa le parecía muy tierno, tan flaquito, y el pesado de Nicolas Cage más feo que nunca) con tal de memorizar todos sus gestos.

El doctor Moses alargó el brazo por detrás de la espalda de ella sin despegar los ojos de la pantalla. Cogió la botella de Jack Daniel’s y se sirvió un buen vaso. Los hielos crujieron contra el vidrio. De reojo, contempló el perfil de Shannon sumergido en la atmósfera ácida que arrojaba el televisor: a pesar de los granitos y espinillas, la recta perfección de la nariz, y los ojos ligeramente rasgados le daban un aire de sensualidad adulta. El pecho de la chica subía y bajaba, suave, dulcemente, bajo la camiseta de algodón.

Matt Dillon se registró en un motel a la orilla del pantano.

Sigilosamente caminó hasta una de las construcciones de techos bajos y muros de madera podrida. Abrió la hoja de malla de una de las habitaciones procurando que el resorte no crujiera.

Tomó entre sus dedos la perilla y la hizo girar con lentitud, lanzando hacia el manglar una mirada que reflejaba la concentración más absoluta. Dentro, la oscuridad. Cruzó la habitación, encendió las luces y maldijo a la camarera. Abrió la ventana.

Luego miró hacia el interior. Sobre la alfombra, huellas de lodo. Conducían al baño. Descubrió en el espejo del lavabo el rostro de Denise Richards. Ella salió de su escondite y caminó hacia él. Sostenía debajo de una toalla un objeto parecido a una pistola.

«Así que mi madre te pagó... ¿Cuánto te pagó?»

«Ya lo sabes», dijo él.

«Pues ahora es tiempo de que pagues tú.»

Denise Richards retiró la toalla. Debajo había una botella de champán. Desde el fondo de la habitación, desprendiéndose de la sombra, surgió la esbelta silueta de Neve Campbell y se unió a la celebración.

Un clásico instantáneo, pensó Doc.

Denise Richards desnuda y cubierta de champán. Los pezones como obturadores lanzando gotas borrachas. La cadera despojándose de la falda con una firmeza exasperante. El músculo del muslo tenso, en sincronía perfecta con el entrecerrar de los ojos. Y, como remate, las suaves formas de Neve Campbell, los omóplatos rígidos y salientes, la insinuada redondez de los hombros, el sombrío surco de la espalda, la cintura entrevista apenas. Matt Dillon acariciaba a ambas mujeres con más socarronería que lujuria. El sueño de cualquiera: gozar hasta lo indecible sin perder la dulce angustia del deseo.

—Perras —dijo Shannon, y subió al sofá sus pies descalzos.

—Tómate un bourbon —dijo su padre.

—¿Deveras me vas a dejar? ¿Deveras?

—Si y sólo si vas a la cocina por una bandeja de hielos.

Shannon obedeció. Bajo la luz que salía del refrigerador abierto, el doctor Moses observó las huellas que los pies de ella habían dejado sobre la duela. Brillaban como dibujos de húmedos peces.

—¿Te están sudando los pies?

—No lo sé —respondió Shannon desde la cocina—. ¿Me sudan?

—Oye, la escena del motel es espléndida, hija. Es lo que en mis tiempos llamábamos un clásico instantáneo: una vez que la has visto, sabes de seguro que nunca vas a olvidarla.

Shannon se metió un hielo a la boca.

—Brrr. Hace frío. Tienes que hacer revisar la calefacción, Doc.

—Apúrate, mi amor. Ya siguen las escenas perversas.

Ella se sentó nuevamente en el sofá y deslizó un trozo de hielo dentro de la bata de su padre.

—No hagas eso. Me vas a resfriar.

Recostó su cabeza sobre las piernas de él.

—¿Me quieres, Doc?

—Mjm.

Le abrió un poco la bata y comenzó a trenzarle los vellos del pecho.

—¿Me quieres mucho?

—Te adoro, Shannon. Todo el tiempo te lo digo. Pero te estás perdiendo tu película.

—Okey.

Shannon dio vuelta y, recargando su codo sobre los muslos de él, clavó la vista en la pantalla. El doctor Moses sentía un leve dolor porque la presión del codo estiraba los pelos de su pubis. Pero no dijo nada.

Al poco rato, Shannon preguntó sin dejar de ver la pantalla:

—¿No crees que Matt Dillon es el hombre más sexi del mundo?

—¿Tú lo crees?... Yo no puedo saberlo. No recuerdo a ningún hombre que me haya parecido sexi.

—Ay, bobo. A ver: ¿qué es sexi para ti?

—No lo sé. Tú.

—Mentiroso.

Antes del fin de la cinta, Shannon se quedó dormida. Apenas le había dado un sorbo a su bourbon. El doctor Moses la llevó en brazos escaleras arriba hasta una habitación tapizada de pósteres de Dido y Avril Lavigne. La cubrió con un edredón. Luego volvió a la planta baja. Se preparó otro trago, tomó el teléfono inalámbrico y se encerró en el baño de las visitas.

—Estás llamando a Sweetie Dell. Todas las modelos son mayores de dieciocho. Si no deseas la conexión, cuelga ahora y ningún cargo se efectuará sobre tu cuenta telefónica.

Doc marcó tres dígitos más.

—Hola, papi rico.

—Mónica.

—Me pasé el día entero esperando tu llamada.

La mujer hablaba mezclando palabras en inglés y en español. Tenía acento antillano. Doc soltó el nudo de la bata y deslizó su bóxer hasta los tobillos. Comenzó a acariciarse.

—Hoy estabas muy bonita.

—Uy, no sabes, amor: tú me encendiste tanto... Dime, ¿cuántos años tengo?

—Quince. Te gusta mucho el cine.

—Uy. Soy tan chica, papi, tan ingenua... Pero a veces me gustan las películas malas. Ya sabes, donde salen nenas que hacen eso. Me gusta verlas contigo, muy pegadita a ti... Así... ¿Lo estás gozando?

—Wild thing.

—Sí, nene. Sigue, sigue así. Tú eres mi salvaje.

—No probaste tu bourbon.

—¡Oh, papi! Déjame probarte a ti. Déjame tenerlo en mi boca, ¿sí?

Doc tenía las piernas arqueadas y una ríspida palpitación surgía de su mano a cada nueva sacudida vibrando entre el índice y el pulgar con un fragor amargo. Una voz de mujer gemía dentro de su cabeza como arrastrándose por el suelo de una caverna forrada de óxido, como si el aire que él tan dificultosamente respiraba a través de la bocina estuviera penetrando en el cuerpo de ella.

Wild thing —repetía tensando los músculos de la garganta.

Tuvo un par de visiones: los pechos pequeños cubiertos por la blusa de algodón y un vaso de bourbon sostenido por una mano de uñas cortas y barnizadas. Luego su clavícula y los huesos de su espalda comenzaron a fluir, como si todas sus sensaciones se hundieran en un desagüe.

Sonó un largo timbre. Enseguida, el inglés aséptico y las vocales suaves de una telefonista.

—Su tiempo ha expirado. El cargo a su cuenta telefónica será de 9,96. Si desea una ampliación de minutos, marque 3.

Doc dejó caer el teléfono dentro del lavabo. Se quitó la bata, la colgó en el perchero y se limpió las manos con un montoncito de clínex. Luego se metió bajo la ducha. Un hueco en espiral le recorría la columna: cada vértebra giraba como un juego mecánico, pero sin adrenalina. En la penumbra, el agua de la regadera le pareció distinta. Un poco sucia.

Antes de salir del baño encendió la luz y trató de orinar, pero tenía las vías inflamadas. Vació de un trago su bourbon y esperó unos segundos. Finalmente, una orina espesa fluyó hasta el fondo de la cristalina agua del excusado. Doc desplazó la palanca del depósito y salió. Bajo el haz de luz que brotaba del baño, distinguió sobre la duela las huellas húmedas que los pies de Shannon dibujaban.

—Te siguen sudando los pies —dijo.

Ella estaba parada de cara al patio interior, con la ventana abierta.

—Creí que te habías dormido.

—Lo hice. Pero empezaste a hablar muy fuerte ahí dentro y me desperté. Me asusté un poco.

—Lo siento... ¿Quieres ir a dormir ahora? Te llevo otra vez.

—Uhuh —murmuró ella haciendo un gesto de negación con la cabeza—. Voy a quedarme aquí un rato.

—Te vas a resfriar.

—Es una posibilidad. Y no podría ir a la escuela. Mmm, okey, déjame pensarlo.

Se volvió hacia él con una amplia sonrisa.

—Nada de pensarlo —dijo Doc de buen humor—. Mañana irás a tus clases a como dé lugar.

Shannon se volvió de nuevo hacia la ventana abierta.

—Que tengas dulces sueños, papá.

 

Doc despertó con ardor en la boca. Recordaba vagamente haber soñado con vastas extensiones de cactáceas hundidas en un mar de sombras secas, y con estas palabras: ángeles y zapatos. Consultó el reloj que había sobre el estéreo y confirmó que aún faltaba un par de horas para que amaneciera. Era la segunda ocasión que en esa noche las pesadillas lo desvelaban.

Se secó el sudor con una toalla limpia y fue hasta la cocina en busca de un vaso de agua. El ambiente de la planta baja le resultó, en contraste con la aridez de su recámara, húmedo y helado. Mientras cruzaba la sala a oscuras, creyó ver los perfiles polvorientos de las plantas desérticas con las que había estado soñando.

No quiso encender la luz. Buscó a tientas un recipiente y lo llenó bajo el grifo del fregador. Bebió dos largos tragos y llenó el trasto de nuevo. Escuchó a lo lejos el silbato de un tren.

Volvía a la planta alta con el recipiente lleno de agua cuando distinguió entre las sombras a un hombre que le apuntaba con un revólver. Doc se arrojó al piso. El agua del recipiente se derramó sobre su bata. El silbato del tren volvió a sonar, ahora más cerca.

El hombre del revólver gritó algo ininteligible y abrió fuego.

Doc cerró los ojos mientras sentía zumbar las balas muy cerca de su cabeza. Permaneció así hasta que pasaron los sonidos del tren y los disparos. Cuando se incorporó, las alucinaciones se habían desvanecido.

Fue hasta el cuarto de lavado y se cambió la piyama mojada. Luego, de regreso en su habitación, abrió el viejo gabinete de cedro que conservaba bajo llave y examinó, una por una, las ampolletas de la droga extática. Más tranquilo después de esta inspección, volvió a la cama y trató de conciliar el sueño.