Guzmán bajó el cristal de la ventanilla. Lo primero que su olfato distinguió fue el olor de la gobernadora silvestre, un perfume parecido al de la menta, pero mucho más seco, como el de una hojita que hubiera estado durante siglos en un cajón. Después percibió tufos entremezclados, difíciles de aislar: polvo de grava, insectos tostados por las lámparas callejeras, la piel de los perros que corrían y ladraban junto a las ruedas del taxi. Finalmente, una picante combinación de sábila marchita y cemento puesto a secar sobre tablones.
—Aquí es —dijo.
—¿En la farola? —preguntó el taxista.
—La jardinera.
El auto frenó. Guzmán se fue de bruces sobre el respaldo del copiloto. El golpe fue leve, pero la boca se le llenó de pelusa al contacto con el tapiz del asiento. Bajaron del coche. Jacziri Yanet lo ayudó a incorporarse y lo condujo hacia la casa.
—El dinero, mi rey. Tengo que pagar.
Guzmán le alargó su billetera. Abrió la puerta. Cruzó el umbral y se dejó caer sobre el sofá.
—Tengo que ir al baño —dijo.
Caminó hasta el ventanal y corrió con dos dedos la cortina. Bajo la escasa luz del alumbrado público, distinguió el muro listado de la jardinera y, detrás de él, la penca de sábila. Ángela la había traído de Parras unos meses atrás y, desde entonces, nadie la regaba. «Es que en esta casa hay buenas vibras —decía Ángela—, por eso las plantas no se marchitan fácilmente.» La realidad era que la penca estaba muriendo.
El taxi se marchó. Jacziri Yanet entró a la casa. Le devolvió la billetera, que Guzmán guardó en un bolsillo trasero de su pantalón.
—¿Estás bien? —preguntó ella abrazándolo.
—Tengo que ir al baño.
Se quitó la chaqueta. Al hacerlo, palpó en el bolsillo un objeto rígido: el teléfono celular que le había dado el Mayor. Lo extrajo y, por unos segundos, lo sostuvo enfrente de su cara, muy cerca de los ojos. Sintió ganas de llamar a Ángela y contarle todas las cosas de las que se había enterado esa noche, desde los pormenores del accidente ferroviario hasta el modo en que Jacziri Yanet había vendido a su hija recién nacida. Pero no: se limitó a poner el Nokia encima de la mesa del comedor.
Entró al baño, se sujetó de los bordes de la taza con ambas manos y vomitó. A través de la puerta cerrada escuchó que Jacziri Yanet sintonizaba una estación de radio en el estéreo de la sala. Una tonada familiar envolvió su cabeza. Hilos de saliva marrón pendían de su boca. Recordó la cocaína que el Mayor le había regalado y, sentándose a horcajadas en la taza manchada de vómito, vació algo de polvo sobre el azul reluciente del depósito. Enrolló un billete y aspiró a través de él. Estaba tomando la tercera línea de polvo cuando escuchó el grito. A éste lo siguieron fuertes golpes en la puerta y la voz histérica de Jacziri Yanet llamándolo desde el otro lado:
—Ábreme, mi rey. Hay un ratón en las cajas de zapatos de tu esposa.
—Es una historia bonita —dijo Antonio—. O, mejor dicho, es un bonito sueño. Voy caminando por una calle que bordea el río Nazas, pero es una calle falsa porque ya ves que junto al Nazas siempre ha habido una avenida, y en mi sueño lo que hay es más bien un callejoncito con banqueta. Salgo de la escuela con mi mochila al hombro (no creas que chavalo, sino que así, tal y como me ves) y escucho una canción: «Across the Universe». No sé si la conoces.
—Cómo no —aclaró Ángela—, de los Beatles.
—Ándale. Ésa.
—Óyeme, tú, si no soy tan ignorante.
—Escucho la canción y camino —prosiguió él, sin hacerle caso—. Y eso es todo. Camino desde la escuela por una calle angosta junto al río, y escucho y soy feliz, y así toda la noche porque además es de esos sueños que no se acaban nunca. Ésa es la sensación más clara que conozco de la felicidad.
Antonio y Ángela charlaban sentados en el sofá de la sala.
La casa entera era un gran amasijo de sombras.
La tormenta eléctrica había empezado poco después de medianoche. No era tan común que en noviembre lloviera con semejante fuerza, pero, como solía decir la pareja de ancianos de la heladería Las Nieves de Tencho, «si Cuernavaca tiene eternamente primavera, la estación fija de Parras de la Fuente es el verano». Mientras los invitados corrían desde el jardín hacia el interior de la casa arrojando sobre el césped platos de suculenta discada que en segundos quedaban convertidos en amasijos de grasa nauseabunda bajo los goterones de la lluvia, Ángela había sentido en su interior un triunfante galope de venganza. Los comensales se apiñaron en la sala y la cocina, la mayoría de ellos con las ropas empapadas. A los pocos minutos, se escuchó un estallido lejano y todas las luces de la casa se apagaron. Hubo una breve exclamación colectiva. «Se fue la luz», repitieron varias voces desorquestadas. Luego, poco a poco, comenzaron a formarse corrillos fugazmente visibles merced a los relámpagos. Don Eugenio buscó a tientas el teléfono y, tras un par de llamadas, confirmó a gritos que el apagón había afectado a casi todo el pueblo, aunque milagrosamente no dañara las líneas telefónicas. Nadie le hizo caso: para entonces ya la fiesta había recuperado parte de su anterior animación. En secreto, Ángela se sintió ultrajada. Pero la lluvia pasó pronto dejando sólo una secuela de esporádicos relámpagos. Casi al mismo tiempo, las bebidas alcohólicas comenzaron a escasear en la casa. La electricidad, en cambio, siguió ausente. Lo difícil e incómodo fue escuchar al primero de los asistentes que anunció que se marchaba. Porque, luego de él, la mayoría comenzó a despedirse escuetamente, casi con vergüenza, como si por primera vez en toda la noche, y gracias a la persistente penumbra, se dieran cuenta de que aquella reunión tan alegre en homenaje a un ausente lindaba los límites de la descortesía. Los últimos en marcharse fueron los miembros de la familia. Adolfo y Rubén desaparecieron en la planta alta, aún acompañados de Mariana, con el pretexto de que uno de ellos tenía por ahí escondida una botella de Havana Club. Don Eugenio y doña Eugenia decidieron retirarse también, no sin antes recomendar a Ángela que no se desvelara demasiado. «Sí, mamá», contestó ella, y los vio perderse, cada quien por su lado, en dirección a sus respectivas habitaciones: doña Eugenia escaleras arriba y don Eugenio hacia el ala frontal de la casa, al otro lado del jardín.
Habían pasado casi dos horas desde entonces. Antonio recargó su cabeza en el hombro de Ángela y dijo:
—Ahora tú. Cuéntame uno de tus sueños.
—Híjole, ya me estoy durmiendo —respondió ella, y bostezó—. No, Toño. Yo nunca sueño. Quiero decir...
—Todos soñamos.
—Ya lo sé, bartolo. Estás igual que mi marido: se la pasan corrigiendo. Quiero decir que no los recuerdo nunca. Pero puedo contarte una historia muy buena.
—A ver.
Ángela hizo una pausa. Luego empezó:
—Cuando era niño, un sacerdote había tenido una noviecita de su misma edad que lo acompañaba a jugar junto a una noria. Era muy travieso. Un día hizo que ella se asomara a la noria y le dio un empujón. La mató. Como era de esperarse, el fantasma de la niña volvió de la tumba. Pero no por venganza. Al contrario: quería quedarse junto al niño para siempre, en plan de esposa. No le importó que, atormentado por su falta, él se metiera desde muy joven al seminario. No le importó, años después, acompañarlo de una parroquia a otra mientras él, fracasado y borracho, daba malas misas y peores sacramentos a los vivos.
»Pero todo esto no es tan curioso. Lo curioso es que el fantasma de la niña creció. Cumplía años igual que el cura, volviéndose un espectro de chamaca, de señorita, de mujer. Llegaron a la vejez juntos. Y luego el sacerdote falleció. Su espíritu no anduvo penando: simplemente se fue. En cambio, la niña ya no pudo morir del todo. Se quedó en la última casa que había compartido con su asesino, envejeciendo hasta que ya no pudo ni moverse. De seguro sigue ahí todavía, tumbada en una silla, extrañando al niñito que, por pura travesura, la mató antes de que ella tuviera edad para decirle que lo amaba.
Antonio palpó sobre la mesita de noche buscando los restos de su vodka.
—Órale —dijo—. ¡Qué historia!
—En realidad sí es un sueño —apuntó ella—. O un cuento que sucede adentro de un sueño. Pero no es mío.
—No, claro. Debe ser de Guzmán.
—Ya ves. Hasta tú reconoces sus pesadillas. Si es para cosas como ésta, yo de plano prefiero no soñar.
Estuvieron un rato en silencio. Luego él se volvió hacia ella y la besó. Ángela titubeó por un instante, pero enseguida metió su lengua entre los dientes disparejos de Antonio. Sentía la boca seca. No le pareció un buen beso: Antonio la estaba mordiendo y ella hubiera preferido ir despacio. Se sintió más serena cuando los labios de él rozaron su cuello. Una mano le desabotonó la blusa, avanzó por dentro de la prenda hasta la espalda y, con una suave presión sobre el broche, hizo saltar el sostén. Fue un movimiento idéntico al de Guzmán al desnudarla.
Ángela lo apartó bruscamente y se puso de pie. A causa del rechazo repentino, la cabeza de Antonio chocó contra la pantalla de la lámpara, que estuvo a punto de caer. Él la detuvo con una mano y con la otra se sobó la cabeza. Ángela rio, pero se contuvo de inmediato porque en ese momento regresó la luz. Ambos se cubrieron los ojos con las manos. Antonio se dirigió al muro y apagó el interruptor. Sólo quedó encendida la lámpara de mesa.
—Disculpa.
—Disculpas de qué, Toño, si somos adultos. Es que estoy preocupada por mi esposo.
«Mi esposo», repitió mentalmente: lo había dicho de la manera equivocada.
Antonio la abrazó acariciándole suavemente la mejilla.
—Estás preocupada.
—No seas así. Mejor ya vámonos a acostar.
—Okey —dijo él sin poder disimular una sonrisa.
Ángela le dio un coscorrón, también sonriendo.
—No seas malo. Es que estoy diciendo todo de la manera equivocada. Ándale, Toño, vamos a dormir. Ya tengo mucho sueño.
Ella aún tenía entreabierta la blusa. Antes de que pudiera abotonarla, él apagó la lámpara y le tomó la mano. Volvió a besarla mientras subían las escaleras, pero ahora el beso fue más suave: sin morder tanto ni meter demasiado la lengua.
—¿Ya lo viste? —preguntó Yanet desde el otro lado de la puerta de la recámara.
—No.
Guzmán se cercioró de que la malla metálica de la ventana no estuviera rota y cubrió la rendija que había en la parte inferior de la puerta con una camiseta sucia. Luego cerró ambas hojas del clóset.
—¿Qué estás haciendo?
—Lo estoy buscando —respondió él.
Empuñó la escoba y la deslizó con cautela por debajo de la cama. Sentía un leve ardor en las articulaciones: la cocaína lo había dejado nervioso y torpe, con un dolor de cabeza que iba y venía en oleadas.
—Pero ahorita, mi rey, en este instante. ¿Dónde lo estás buscando ahorita?
Guzmán dobló las rodillas y mantuvo la espalda recta. Se inclinó, levantó el edredón y se asomó debajo de la cama. Había un montón de borra suelta.
—¿En este momento? En este momento me estoy asomando debajo de la cama.
—¿Lo ves?
—Creo que no. Es que está oscuro.
—Fíjate bien.
—No —dijo Guzmán incorporándose—. No lo veo.
Caminó hasta el peinador y se asomó por la rendija que quedaba entre éste y el muro. Le vino a la cabeza la imagen de Ángela unos años atrás, cazando un ratón: semidesnuda y armada también con una escoba, mientras él le decía: «Déjalo en paz, hombre. No va a hacernos nada. Ven acá, angelito: no me puedes dejar así por culpa de un animal».
Luego Ángela cazó el ratón y, cogiendo el cadáver de la cola, lo insultó. Más tarde, cuando habían terminado de hacer el amor, ella preguntó: «Chiquito, ¿por qué te dan tanto miedo los ratones?».
Guzmán tomó un clínex de encima del peinador y se sonó la nariz. El papel se cubrió de sangre pegajosa. Volvió a la cacería. Las cerdas plásticas de la escoba no cabían por la rendija del peinador. Trató de meter el mango, pero éste se atoraba entre la madera y el muro antes de llegar al piso de mosaico.
—Oye...
Guzmán sacudió la cabeza y extrajo con violencia el mango de la escoba.
—¿Qué?
—No te enojes —dijo Jacziri Yanet—. ¿No crees que ya se haya salido?... A lo mejor se quedó abierta la ventana.
—No. La malla no está rota. Tampoco veo ninguna rendija en la pared. ¿Estás segura de que cayó fuera del clóset?
—Sí. Pero como dejé las puertas abiertas, a la mejor se metió de nuevo. Quién sabe.
No era motivo suficiente para dejar de amarla, pero le dolía mucho que Ángela estuviera siempre tan consciente de sus miedos y sus fobias. Y que, no conforme con esto, se lo hiciera saber. Recargó la escoba en un rincón. Abrió alternativamente las hojas del clóset y revisó cada una de las cajas de zapatos de su mujer. Para olvidar su miedo, intentó concentrarse en imágenes lejanas.
—¿Qué estás haciendo?
—Lo estoy buscando entre los zapatos.
Recordó la primera vez que había sentido pánico ante un ratón. Estaba de vacaciones en Frontera, un pueblo acerero donde vivían los familiares de su madre. Tenía nueve o diez años. Los niños del vecindario se pasaban las tardes del verano junto a un arroyo podrido, apedreando barquitos de papel. Sobre las aguas negras junto a las que jugaban flotaban pañales desechables, desperdicios y pedazos de animales muertos. No importaba cuál fuera el juego, Guzmán siempre era el último. Cuando la rata emergió de entre un montículo de sopa agusanada, el resto de los niños ya se encontraba al otro lado de la corriente. Él, en cambio, seguía indeciso entre saltar o no. «Mátala», le gritaron sus compañeros de juegos al verla. Guzmán le arrojó una piedra con tal puntería que dio justo en la cabeza. Pero la rata era muy fuerte y gorda y no parecía temerle en absoluto: al contrario, corrió hacia él y le mordió el borde de las suelas de los zapatos. Guzmán gritó del susto mientras los otros niños reían. No recordaba cómo se había librado de ella. Pero siempre sentía escalofríos al pensar en una bestia tan pequeña y enfurecida, sin un ápice de miedo.
Acomodó las cajas de zapatos y cerró ambas puertas del clóset. Desde la sala le llegó, amortiguado, el timbrazo de un teléfono. No era el de la casa. Recordó nuevamente el celular de Plutarco, y pensó: «Es Ángela». Y luego: «No: es el Mayor, que quiere saber si ya hablé con Ángela». Y enseguida: «No: son los buscadores de las piernas, que buscan al Mayor». Escuchó los pasos de Jacziri Yanet dirigiéndose a la sala.
—No contestes —dijo él abriendo de golpe la puerta; ella siguió caminando—. Oye, te estoy diciendo que no.
Sin detenerse, Jacziri Yanet se volvió hacia él.
—No me grites, cabrón. Voy al baño. ¿Y sabes qué? Entre tu pinche ratón y ese teléfono de mierda ya me tienen harta. Mejor pídeme un taxi porque me voy.
—Perdóname —dijo Guzmán suavizando su expresión y su tono de voz—. No quise sonar grosero. No te vayas.
La muchacha se encogió de hombros.
—¿Sabes qué? Mejor olvídalo. Ya se te escapó.
Entró al baño.
Guzmán cerró la puerta de la recámara. El celular siguió sonando un rato. Luego todo quedó en silencio. Se sentó en la orilla de la cama con la escoba entre las piernas. Los ratones.
Sorbió con fuerza. El sabor a orines de la cocaína y el sabor a centavos de cobre del tequila resbalaron por su garganta. Se sujetó las sienes con ambas manos y clavó la vista en el piso.
Entonces lo vio. Caminaba con lentitud, untando su cuerpo contra el muro. De pronto se detuvo: su hocico palpitaba con frenesí oteando el ambiente. Era el más diminuto ratoncito que Guzmán hubiera visto. «De seguro es el hijo perdido de alguien —pensó mientras tomaba la escoba con movimientos sigilosos—. Y ese color tan raro, tan claro: hasta parece pálido del susto.» Satisfecho, notó que no sentía temor: apenas una ligera repulsión. Giró la escoba sujetándola con fuerza a la altura de la mitad del mango. Se le ocurrió que un cadáver era siempre una cosa demasiado pequeña.
Se puso de pie de un salto. Lo golpeó en dos ocasiones.
Primero de arriba abajo presionando las puntas de la escoba contra la intersección del piso y la pared. Luego en forma horizontal colocando su cadera de lado a fin de balancearse y azotar la escoba contra el zoclo. Del piso brotó una diminuta mancha de sangre. Al verla no pudo reprimir una exclamación de alegría. Escuchó vaciarse el agua del inodoro, luego una carrera a través del pasillo y, por último, la agitada voz de Yanet al otro lado de la puerta.
—¿Lo viste?
—Sí. Lo maté.
Ella entró a la recámara. Miró con repugnancia el cadáver del ratón.
—Hay que echarlo a la basura —dijo—. No: mejor a la calle.
Guzmán no respondió. Se limitó a sujetar por la cola los restos del bicho.
—No. No seas malo —dijo ella.
Él sonrió. Se sentía relajado. Se dirigió a la cocina y, sosteniendo el cuerpo del ratón frente a su rostro, repitió las palabras que le había escuchado a Ángela años atrás:
—Para que veas que conmigo no se juega, baboso. A mí, ni tú ni ningún otro pendejo me echa a perder una noche perfecta.