Se amaron con rencor y con dulzura. Reptaron por el piso, saltaron en la cama. Ella le mordió las tetillas. Él le acarició suavemente el cabello. Hablaron de infecciones venéreas y recuerdos infantiles. Muy bajito, tararearon canciones de la radio. Se masturbaron y se dieron placer hasta que amaneció. Todo en susurros. Fumaban. Se quedaban callados. Miraban a través de la ventana. Trataban de memorizar, de una vez para siempre, los lunares, las cicatrices, la superficie de ese cuerpo que nunca más volvería a pertenecerles. Luego durmieron un rato. En sueños, se acariciaban lentamente y aspiraban con fuerza los aromas que la habitación encapsulaba. Repetían entre ronquidos frases bellas y estúpidas. Entreveían penas de amor demasiado complejas, arabescos de imágenes que jamás lograrían poner en palabras. Más tarde abrieron los ojos y volvieron a amarse con la lengua muy lenta, haciendo eses, apoyados en el muro, resbalando hacia la izquierda, sostenidos por el aire, un muslo acalambrado y los ojos escocidos de sudor, un reprimido ataque de tos provocado por un trago de saliva que se hundía pecho abajo desesperadamente. Luego se besaron las mejillas y durmieron otro poco sin aromas ni deseos.
—Son las nueve de la mañana con veintitrés minutos, nueve con veintitrés. La temperatura al norte de la ciudad es de cuatro grados centígrados. No se asuste, mi amigo: hace un poquito de frío esta mañana de sábado, pero nada que un café no pueda solucionar. Y si está usted casado, ¡de qué se apura, compadre!: voltee nomás a ver ese primor que le tocó de compañera y verá cómo le dan ganas de levantarse a trabajar. Sí, cómo no: vámonos por lo pronto con Intocable y esta bonita melodía que se titula «Miedo».
La voz del locutor lo despertó. A su lado, Jacziri roncaba en breves murmullos sujetándose el seno derecho con la mano izquierda. Se sintió solo, incapaz de contarle a una perfecta desconocida la pesadilla que acababa de tener. Lentamente sacó su brazo de debajo del torso de la muchacha (en un chispazo recordó el cuerpo de Ángela, también adormecido y lastimando su codo) y se dirigió a fumar a la cocina.
Al pasar por la sala se miró desnudo en el espejo rectangular que estaba junto al loveseat. Tenía los pelos del pubis llenos de sangre seca y todo su cuerpo despedía el olor visceral de la menstruación. Mientras se contemplaba, el celular del Mayor volvió a repiquetear insistentemente. Guzmán lo ignoró.
Fue al baño, se dio una ducha y se peinó con cuidado cubriéndose las entradas de la frente con rizos estratégicamente diseñados con gel y espray. Luego consumió el resto de la cocaína que había en su billetera. El dolor de cabeza desapareció casi de inmediato. Volvió a verse en el espejo, ahora vistiendo una bata de felpa y con los anteojos bien calados sobre el puente de la nariz. Se encontró suficientemente atractivo. Encendió el cigarro que había estado deseando durante largo rato y lo consumió en su habitación mientras veía por la ventana hacia la sierra de Zapalinamé. Recordó con nostalgia la tranquilidad que le había producido antes, apenas la mañana anterior, el mirar a través de aquella misma ventana.
La voz del locutor continuaba:
—No te dejes engañar, chiquilla: todos quieren quitarte lo poquito que ganas en la maquiladora... Hasta yo.
Guzmán fue de nuevo a la sala y apagó el estéreo. Volvió a la recámara y se sentó en un canto de la cama. Contempló nuevamente el cuerpo de Jacziri Yanet velado por la sábana. Permaneció así durante un rato. Luego la despertó.
—Buenos días, mi rey —dijo ella parpadeando y sonriéndole—. No sabes qué rico dormí. Es que me dejaste toda lacia. Ven, acuéstate conmigo otro ratito.
Guzmán se puso de pie.
—No tarda en llegar mi esposa. Será mejor que te vayas.
Dormido, el cuerpo de Antonio constituía una figura hermosa. Ángela había estado contemplándolo durante cerca de una hora, quizá un poco más. La fascinaba, especialmente, por su abandono: tenía una pierna fuera de la cama, los brazos flexionados por encima de la cabeza y la boca ligeramente abierta. No roncaba: respiraba abruptamente, como si aún estuvieran haciendo el amor. Era un cuerpo atlético, aunque ligeramente torpe, alto y esbelto, con todos los músculos a flor de piel, pero sin exceso de tensión o de volumen. Era, ante todo, un instrumento para la contemplación. Un regalo que Guzmán nunca habría podido darle.
Se dio cuenta de que, aun concluida la noche, pensar en su marido seguía sin provocarle rabia o culpa. Por un instante deseó que él se hallara tan tranquilo como ella.
Antonio despertó.
—¿Qué hora es? —dijo.
—No sé. Como las diez.
—Me tengo que ir.
—Espérate otro ratito. No te apures: de seguro todos los de casa van a levantarse a mediodía. Tu bebé ya está despierto, pero no creo que dé lata: le di una bolsa entera de Jolly Rancher y le puse la tele en el Cartoon Network.
—¿Y si llega tu marido?
—¡Ay, cómo crees! Ahorita ha de estar abrazado de una teibolera igualita que la Barbie.
—¿Y lo dices tan tranquila?
Antonio se levantó, hurgó en su pantalón y extrajo una cajetilla de Marlboro. Encendió dos cigarros.
—Ni modo de que me queje —dijo ella—. Míranos a nosotros.
—Puta madre, qué modernos. De haber sabido...
—No, Toño. No me malinterpretes: Guz y yo tenemos un matrimonio feliz. Lo amo. Es sólo que algo no estaba en su lugar. Nunca había pasado esto, y estoy segura de que no volverá a pasar.
—O sea que...
—Nunca más —repitió ella.
—Pero ¿por qué?
Ángela lo golpeó con la almohada soltando una risita.
—Porque estoy enamorada de mi esposo, tonto... ¿Qué no te lo acabo de decir?
Al salir de la casa, Jacziri Yanet mordió a Guzmán en una oreja.
—No te preocupes, en esta parte nunca se queda la marca —dijo como única explicación.
Mientras caminaban hacia el bulevar por donde pasaba el microbús ruta ocho que la llevaría lejos de Guzmán y de esa noche, ella comenzó a hablar, a decir cualquier cosa, todo, como si él fuera la última persona a la que podría dirigirle la palabra.
Habló de don Eustacio, su padrastro, la única persona realmente buena a la que había conocido, famoso en la Fomerrey 21 porque fundó y apadrinó por años al equipo de beisbol de la liga infantil, y famoso también porque al final de su vida bebía tanto que los parroquianos lo sacaban a patadas de todas las cantinas donde mendigaba un trago, y era tan triste verlo así que fue una suerte que muriera, aunque al último ningún pariente, ni sus hijos ni su mujer (la madre de Yanet), quiso hacerse cargo del cadáver apestoso a vómito y orines, y fue más bien su hijastra, su consentida, la que desnudó y lavó ese cuerpo hinchado para que estuviera medianamente presentable en el sepelio. Le habló de Neto, o Ernie, como a él le gustaba que le dijeran, el pochito de ojos zarcos que la había desvirgado en las butacas del cine Chaplin mientras veían una película porno y en la fila de atrás tres jotitos los espiaban y se chupaban los culos y las vergas y se reían de ellos con risas muy bajitas, como de lástima. De Giselle Ivette, la hija que el tal Ernie le había hecho un par de meses después de conocerlo, y a la que ni siquiera pudo bautizar una vez nacida. Le habló de cómo el pocho la había abandonado, sin trabajo y ni un quinto y con una panza inmensa, mintiéndole, diciéndole que iba a juntar harta lana para el bebé en un nuevo trabajo como agente especial antinarcóticos de la DEA destinado a la vigilancia de los trenes mexicanos, y luego pura madre: nada, jamás lo volvió a ver. Le habló de doña Trini, la solterona que le había comprado a la bebé Giselle Ivette por tres mil quinientos pesos y una botella de ginebra que Yanet se bebió sola, abandonada, en el transcurso de una sola noche, berreando como una perra loca en el cuarto para putas en el que la habían encerrado para que a la hora de la hora no se arrepintiera mientras la vieja registraba con sus apellidos a la niña, y hasta le cambiaba el nombre. Le habló de la música de Límite, de la receta de hojas de gobernadora que le habían enseñado para combatir la peste de los pies, de la frialdad del sol en los inviernos de Ciénega del Toro, el rancho de donde eran sus abuelos. No paró de hablar ni siquiera cuando llegaron al bulevar y se dio cuenta de que él volvía la cabeza hacia otro lado, con desgano, casi con desesperación. «Lo que pasa —dijo el golpe de palabras que desde niña le resonaba a cada rato en la cabeza— es que él todavía no entiende lo que sucedió anoche.»
—Te amo —dijo Jacziri Yanet.
A la distancia escuchó el atosigado motor de un microbús, y no tardó en ver aparecer la destartalada bacinica con el parabrisas tapizado de banderines del Santos Laguna.
—Mira —dijo Guzmán—: ahí está tu transporte.
Ella se abrazó a su pecho y repitió:
—Te amo, Gumaro. Nunca te olvidaré.
El microbús se detuvo a un par de metros. Jacziri Yanet subió los dos escalones y, volviéndose mientras el chofer arrancaba, lanzó un beso al aire con la punta de los dedos.