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Rodrigo guardó la bicicleta en el trastero y se dispuso a subir a su casa. No utilizó el ascensor, quería tardar el mayor tiempo posible en subir los cinco pisos que le separaban del dominio de su padre. Ir al Bike park siempre le sentaba bien, la velocidad, el vértigo, la adrenalina en cada bajada y salto le permitía olvidar sus problemas durante el tiempo que pasaba allí. Cuando estaba con la bicicleta no pensaba en nada más, sus manos en el manillar, su mente centrada en las curvas y calculando cómo y cuándo saltar para no herirse. Nada más importaba que él mismo.

Abrió la puerta con sigilo y se dirigió a su habitación. Tiró la mochila a un lado de la cama, pero rápidamente la recogió y la colocó ordenadamente bajo la mesa de estudio. Si su padre entraba y veía el más mínimo desorden le caería una buena bronca y no tenía intención de provocar uno de sus ataques de ira por algo tan estúpido como una mochila mal colocada.

—Rodrigo, ¿eres tú? —preguntó su madre desde la cocina, donde estaba preparando la cena.

—Sí, soy yo. Voy a darme una ducha, que he ido al bike park.

—Corre, dúchate antes de que llegue tu padre, ya sabes que no le gusta nada esperar para cenar y tiene que estar a punto de llegar.

Cogió su pijama y entró en el baño. Encendió la ducha y fue quitándose la ropa. De reojo, vio su reflejo en el espejo, algo que intentaba no hacer nunca. Odiaba su cuerpo. Sabía que estaba fibroso de hacer deporte, pero no se sentía cómodo en él. Su padre quería que fuese al gimnasio, que hiciese pesas, que lo trabajase más para convertirse en un hombre hecho y derecho, listo para unirse al ejército como lo hizo él de joven. Ya había decidido por él lo que debía hacer en un futuro y lo odiaba.

Su padre era muy mayor comparado con los padres de sus compañeros, tenía sesenta y cinco años. Él había nacido cuando ya nadie le esperaba. Su madre, como ferviente católica que era, no había parado de rezarle a Dios por un hijo que nunca llegaba mientras su marido la culpaba una y otra vez por no ser capaz de traer vástagos al mundo. Solo porque eran muy creyentes no se habían divorciado, pero nunca fue un matrimonio feliz. Y entonces, cuando su madre tenía casi cincuenta años, ocurrió el milagro. A veces Rodrigo desearía no haber nacido. Lo que para su madre fue una salvación, para él mismo fue un calvario. Su padre, por fin, vio la oportunidad de crear un clon de sí mismo, de educarle tal cual le habían educado a él, obligándole a cumplir normas obsoletas, sin tener en cuenta que los tiempos habían cambiado. Convirtió la infancia de Rodrigo en un verdadero infierno.

Bajo el agua caliente, sintió sus músculos relajarse. Cerró los ojos y dejó que el agua recorriese su piel. Pasados unos minutos salió de la ducha y se vistió rápidamente. Fue a la cocina. Estaba ayudando a sacar del horno el pollo mientras su madre terminaba de poner la mesa, cuando llegó su padre del bar en el que todas las tardes jugaba al mus con sus amigos.

—¿Qué coño haces, Rodrigo? Te he dicho mil veces que ese es trabajo de tu madre, los hombres no hacen cosas en la cocina —le regañó mientras le daba una colleja.

—Lo siento, padre, como sabía que estaba usted a punto de llegar, quería que estuviese todo como le gusta, para que madre pudiese servir la comida justo a tiempo —contestó Rodrigo bajando la vista.

—Si tu madre no puede servir la comida a la hora exacta de la cena, es una muestra más de lo mala esposa que es. Toda la vida cargando con ella. ¿Cómo vas a ser un hombre en condiciones si haces cosas de mujer? La cocina es de mujeres, ¿me escuchas? Te he dicho mil veces que solo los maricones cocinan y hacen cosas de la casa. Un hombre debe saber dónde está su sitio, y el tuyo es a mi lado sentado, no poniendo platos o cocinando. Faltaría más. Tu madre sabe de sobra que cenamos a las 21:00h, ni un minuto más tarde.

—No te enfades con el chico, Rogelio, que ha sido culpa mía, él solo quería contentarte.

—¡Pues claro que ha sido culpa tuya! Como siempre. Bien sabe Dios la paciencia que he tenido siempre contigo, pero hay cosas que no se pueden permitir. No voy a consentir que me lo conviertas en una nenaza, y menos ahora que solo le quedan dos años para entrar en el ejército y servir a su Patria.

—Sí, padre, lo estoy deseando —intervino Rodrigo intentando sonar convincente para que su padre dejase de centrarse en su madre. Sabía que no había nada que le gustase más que hablar de su época en el ejército. Aunque a Rodrigo le entrase vértigo la idea de aprender a matar y fuese algo que no deseaba en absoluto, no quería que su padre pagase su ira con su madre una vez más.

La cena transcurrió entre batallitas de su padre, quejas de lo mal que cocinaba su mujer después de tantos años en comparación con lo bien que había cocinado siempre su madre, que en paz descanse, y silencios incómodos. La madre de Rodrigo no volvió a abrir la boca. El sonido de los cubiertos en los platos era la melodía diaria de su vida. En su mesa nunca había bromas, no había risas. Cuando su padre le daba permiso para abandonar la mesa para ir a dormir, se encerraba en su habitación y sacaba toda su rabia golpeando los cojines y la almohada, ahogando sus ganas de gritar como podía. A veces, si su padre había bebido algo con los amigos, oía los gritos y discusiones de sus padres, seguidas siempre de golpes y llantos.

—Chico, pon el parte, a ver qué mierda está ocurriendo con el mundo.

«…y en Charleston nuevos disturbios entre la comunidad negra y los policías por la muerte de un ciudadano desarmado. Los enfrentamientos duran ya dos semanas y van escalando en violencia…».

Putos negros, siempre dando problemas. Que se vuelvan a África, de donde los sacaron, que allí seguro que estaban mejor.

—Pero, padre, si han dicho que ha sido la policía la que ha atacado sin motivo, ¿no cree usted que en este caso son ellos los que han actuado mal? —preguntó Rodrigo, arrepintiéndose de haber abierto la boca nada más hablar.

—¡Qué mal ni qué cojones! —exclamó su padre dando un golpe en la mesa—. Las fuerzas de seguridad nunca actúan mal, ni en Estados Unidos ni en ningún sitio, siempre al servicio de cada Patria, protegiendo a los ciudadanos de bien. ¡Que no te vuelva a oír poniendo en duda su actuación! ¿Entendido?

—Sí, padre, por supuesto, he debido de entender mal la noticia, seguro que fueron ellos los culpables, no puede ser de otra manera.

—Tanto estudiar, tanto estudiar y te estás volviendo gilipollas. En mis tiempos te quería haber visto yo. Bastante manga ancha tengo contigo. En cuanto cumplas los dieciocho, directo a la academia militar. Allí te enseñarán a no decir las cosas sin pensar ni a «creer que».

—Sí, padre, por supuesto —asintió—. Madre, la cena estaba deliciosa, muchas gracias. ¿Puedo retirarme ya a mi habitación?

—Gracias, hijo, si tu padre no tiene inconveniente, puedes levantarte ya —contestó su madre con ojos vidriosos y temblándole la voz. Quedarse sola con su marido era lo que más temía. Nunca sabían por qué tontería iba a estallar. Su padre hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y fue la señal que esperaba para levantarse como un resorte y buscar el refugio de su habitación.

En mitad del pasillo recordó que no había comprado todavía el libro para clase de Lengua, así que volvió sobre sus pasos para pedir dinero y comprarlo al día siguiente en la librería de Nuria.

—Iré contigo, quiero encargar el libro de los extremeños voluntarios de la División Azul que fueron a Rusia.

«Mierda», pensó Rodrigo. Odiaba ir con su padre a cualquier parte. Se había creado un personaje rebelde, que pasaba de todo en el instituto, y cada vez que su padre estaba cerca debía comportarse como otra persona diferente. Había pasado toda su vida escolar sin que nadie supiese nada de su familia. Esperaba que siguiese así por mucho tiempo.