12
—¡No! ¡No, por favor! ¡No me quemes! —gritó Nasha en sueños, justo antes de que sus padres entrasen corriendo a su habitación y la encontrasen bañada en sudor incorporada en su cama.
—Ya, cariño, ya, es solo una pesadilla, estamos aquí contigo —susurró su madre mientras la abrazaba y su padre cogía su mano entre las suyas. Habían llegado corriendo a su habitación al primer grito, como casi cada noche—, shhh, tranquila, tranquila, no va a volver, ya estás a salvo.
Nasha respiraba con dificultad. Había vuelto a tener la misma pesadilla. Siempre era igual, siempre despertaba cuando el cigarro tocaba su piel. Su madre la acariciaba y besaba su frente con dulzura. Ver sufrir a su hija le partía el corazón. Esperaban que con la mudanza a otra provincia todo terminase, tan alejada ya de su exnovio que nunca más pudiese temer. Pero los recuerdos la atormentaban todavía.
—Nasha, amor, ¿has considerado ver al psicólogo como te sugerí? —preguntó su padre dulcemente—. Cariño, nosotros no sabemos qué más podemos hacer para aliviar tus pesadillas, solo consolarte cuando las tienes, pero quizá un profesional pueda ayudarte mejor a que no regresen, ¿no crees?
—No, no, papá, de verdad, estoy bien, cada vez ocurre menos, de verdad. Yo creo que dentro de poco ya no las tendré más.
—No sé, hija, yo creo que tu padre tiene razón. Te has cerrado en banda a recibir ayuda y tus noches siguen siendo un infierno. Sé que estás feliz en clase con tus amigos, que te estás adaptando muy bien a esta ciudad y eso nos hace felices. Pero no puedes fingir que no ha pasado nada, porque sí pasó.
—Mamá, por favor, no estoy preparada para hablar con nadie todavía de esto. Os prometo que lo pensaré, pero más adelante. Si con mis amigos estoy bien, me siento protegida, ¿por qué os preocupáis?
Sus padres se miraron, impotentes. No podían hacer nada más si ella no quería ser ayudada. La experiencia había sido muy traumática para todos. En el fondo, se culpaban por sus mudanzas continuas, que habían impedido a su hija tener un círculo de amigos del que depender o que la poyase cuando todo ocurrió. Su madre, además, se culpaba por haberla traído a España. No es que en Inglaterra no hubiese racismo, que lo había, pero la cultura era muy diferente, los niños crecían con compañeros de distintas razas desde el jardín de infancia. En el país de su marido todavía había mucho que aprender en cuestiones de respeto a otras razas.
Cuando sus padres la dejaron sola de nuevo en la habitación, Nasha suspiró. Cerró los ojos y volvió a abrirlos rápidamente. Movida por un súbito impulso, se levantó y buscó una caja que tenía escondida en el fondo de su armario. La llevó hasta la cama y la abrió. Allí estaba él, Óscar, con esa sonrisa que ella tanto había amado. Dicen que los primeros amores son los más difíciles de olvidar. El suyo desde luego no iba a poder olvidarlo nunca. Se levantó la camisa del pijama y tocó la cicatriz que cruzaba su estómago. Todavía le dolía a veces. Las marcas de los cigarros habían desaparecido, pero esa otra cicatriz, la más grande, le recordaría para siempre lo peligroso que es amar, entregarse a alguien en cuerpo y alma como lo hizo ella. Qué tonta fue, cómo pudo pensar que la quería, con todas sus rarezas, con su piel marrón. Pero nunca más cometería ese error, de eso estaba segura. No iba a dejar que nadie volviese a hacerle daño.
Guardó de nuevo la caja en el armario y volvió a la cama. Cogió un libro y se puso a leer, sabía que no conseguiría dormir después de la pesadilla, siempre le pasaba lo mismo. Inmersa en su lectura, las horas pasaron hasta que por fin sintió el sueño deslizarse poco a poco por sus pupilas. Apagó la luz y dejó que Morfeo la llevase lentamente al mundo de los sueños, esperando que esta vez no apareciese el causante de su pesadilla.
A la mañana siguiente, cuando sonó el despertador, se sintió desorientada. Miró su horario de clase y agradeció que a primera hora tuviesen Matemáticas con Fernando, así no se dormiría con la voz monótona de don Gabino, que era quien solía tener a primera hora el resto de los días. Se vistió y desayunó, despidiéndose de sus padres al salir, que la miraban preocupados. Por supuesto, no les había comentado nada de los mensajes que le estaban llegando al móvil y que estaba segura de que eran de Óscar, ¿para qué preocuparles más? Total, él vivía en Barcelona, estaba muy lejos, no podría hacerle nada.
Iba con los cascos puestos mirando al suelo, cuando de repente escuchó un ladrido y vio que un perro con un arnés rojo se le acercaba ladrando de alegría al verla. Se agachó para acariciarlo al reconocer a Colate casi a sus pies y pensó que iba a encontrarse a Carlos al levantar la mirada, pero en su lugar había una mujer delgada, con unas gafas de sol y una sonrisa.
—Uy, parece que mi Colate te conoce, me ha traído directo a ti desde el portal. ¿Eres amiga de Carlos?
—Vaya, qué gracia que me haya reconocido. Sí, vamos a clase juntos, encantada, soy Nasha.
—Yo soy Irene, la madre de Carlos. Es que mi perro es muy listo, fíjate que a Nuria, la hija de la librera, la busca donde esté escondida. Cuando era más pequeña me la llevaba a dar paseos conmigo y con Colate en verano para que no se aburriese sin sus amigos todo el día metida en la librería y ahora cuando voy a ver a su madre, que es amiga mía, Colate se mete derecho detrás de la cortina hasta el cuarto de los talleres donde está Nuria a buscarla, no falla.
—Pues sí que tiene buena memoria olfativa, sí. Parece un perro policía. Bueno, encantada de haberla conocido, me voy a clase, que se me hace tarde.
—Igualmente, guapa, ¡a ver si se da tanta prisa mi Carlos como tú, que se le pegan las sábanas todos los días!
Nasha pensó que la madre de Carlos era muy maja, era normal que él lo fuese también. Le había gustado acariciar a Colate, llevaba tiempo pensando en pedirle a sus padres un perro, quizá le ayudase a combatir la ansiedad y a sentirse más protegida por las noches. Los animales nos quieren incondicionalmente, hasta los pájaros lo hacen. Su tía Sara tenía a Lucas, un pájaro que estaba literalmente enamorado de ella y picoteaba a cualquiera que se le acercase en su casa, ¡hasta le había costado que aceptase a su marido!
Pensando en perros y pájaros llegó a la puerta del instituto, donde la esperaba Nuria para subir con ella a clase. Se alegraba mucho de haber encontrado una buena amiga con sus mismos gustos. Nuria era muy dicharachera, a veces demasiado en clase, los profesores tenían que llamarle la atención para que dejase de hablar, pero en el fondo la apreciaban mucho, especialmente Fermín, al que tenía en el bolsillo. Con el único con el que no se atrevía a hablar era con don Gabino; sin embargo, era con quien mejor nota sacaba después de Lengua. Se había propuesto pedir una beca para hacer el bachillerato en el extranjero y si se tenía que callar para conseguirlo, estaba dispuesta a hacer ese esfuerzo.
—Carboncito, ¿has pasado a limpio lo de ayer? —preguntó Rodrigo a sus espaldas, rodeado de sus amigos, que le reían la gracia.
—Pero tío, ¿a ti qué te pasa? ¿Por qué me vuelves a llamar eso? —preguntó sin entender nada. Pensaba que su tarde en la biblioteca había marcado un antes y un después en su relación con Rodrigo, pero veía que no.
No hubo tiempo a que contestase, porque en ese momento entró Fernando, el profesor de Matemáticas, y comenzó la clase.