17

 

 

 

 

Dos días después, en la biblioteca Lope de Vega, Nasha esperaba a Rodrigo desganada. Quería terminar pronto la parte del trabajo que les tocaba y marcharse. No estaba dispuesta a soportar más tonterías de él.

—Hola, Nasha, perdona que llegue tarde, mi padre me ha entretenido, quería que le acompañase a unos recados —le informó casi jadeando de la prisa que se había dado para llegar.

—Vaya, ¿ahora no soy carboncito? Menos mal —respondió mosqueada.

—Venga ya, Nasha, que no te lo había dicho, ahora no lo saques tú.

—No, Rodrigo, es que me tienes muy mosqueada. Cuando estás solo conmigo te conviertes es una persona normal, con la que se puede hablar, pero cuando estamos en clase o estás rodeado de otros amigos, te conviertes en el mismo capullo de siempre. ¿Por qué haces eso? Si tanto te avergüenza que tus amigos te vean conmigo, dile a Fermín que te ponga a trabajar con otra persona, yo no pienso cambiar nada.

—¡Yo qué sé! Pues soy así, no hay más explicación, ¿qué quieres que te diga, Nasha? Mira, si vas a discutir solamente, me voy a casa, si quieres que sigamos trabajando en el proyecto, nos ponemos ya.

—Nos vamos a poner solo porque quiero terminarlo pronto, si no, lo hacías tú solito.

Se pusieron a trabajar y pronto dejaron atrás la discusión para centrarse en lo que debían preparar. Se les daba bien trabajar en equipo, así que de nuevo terminaron mucho antes de lo que habían planeado.

—Por cierto, Nasha, voy a apuntarme al taller de escritura. Ha sido una emboscada de la librera. Te lo digo para que no te asustes cuando me veas allí el próximo día que toque.

—¿Qué? ¿Pero a ti te gusta escribir? ¿O te has apuntado para perseguirme?

—No, no, te lo juro, que yo ni siquiera me iba a apuntar. La librera de repente tuvo la brillante idea de convencer a mi padre de que me vendría muy bien saber escribir correctamente y no sé cómo lo ha convencido. Yo paso de esos cursos, seguramente vaya un día y no vuelva, pero una vez que me he comprometido a ir, tengo que hacerlo o mi padre me dará la chapa.

—Bueno, tú sabrás. Solo te pido que, habiendo otras personas delante que son de clase, no te portes como un imbécil otra vez conmigo, si no, no volveré a hacerte caso nunca más, y créeme, sé que necesitas que alguien te haga caso.

—¿Por qué me perdonas, Nasha? Admito que he sido un capullo contigo, pero aun así, me has dado otra oportunidad. ¿Por qué?

—No lo sé, supongo que porque creo que todo el mundo merece segundas oportunidades. Hasta los tontos del culo como tú —dijo sacándole la lengua—. Además, presiento que hay más en ti de lo que dejas ver, y eso me intriga; creo que hay mucho más de lo que aparentas.

—Bueno, a lo mejor os deslumbro a todos con mi estilo refinado de escritura, que aunque pase de las clases de Fermín, lo hago por costumbre, no porque no me interesen realmente. En el fondo, no me disgustan. Es más, voy a reconocerte un secreto: tengo en casa un cuaderno donde a veces escribo pequeñas historias. Nunca se lo he enseñado a nadie, quizá un día te lo muestre.

—¡Vamos ahora a por él! Tenemos tiempo de sobra, venga, así conozco tu casa.

—¡No! —exclamó sobresaltándola a ella y a media biblioteca—. Perdona, no quería gritar. Es que ir a mi casa no es buena idea, créeme. No hay nada ver. Mis padres son muy mayores, así que la decoración está muy pasada de moda, ya sabes, cosas de padres que por edad deberían ser mis abuelos.

—Oh, pero a mí me gusta ver las casas de la gente, soy muy cotilla, seguro que me encantará verla. Venga, venga, ¿qué escondes en tu habitación que no quieres enseñarme?, ¿un muerto?

Rodrigo miró el reloj. Su padre debía estar a esas horas bajando de casa para empezar su partida de mus en el bar. Si salían rápido de la biblioteca, podrían subir, coger el cuaderno y marcharse sin que su padre se enterase.

—Está bien, pero si vamos tenemos que irnos ya, no podemos tardar mucho.

—Vale, voy al baño y nos marchamos —contestó Nasha levantándose y dejándole solo unos minutos.

Rodrigo miró a su alrededor y, aunque esta vez no estaba solo, comprobó que nadie le hacía caso porque estaban estudiando. Se giró hacia las estanterías y buscó el libro que había mirado la otra vez. Lo cogió y lo escondió en su mochila, no quería que nadie supiese que lo iba a leer y, además, no tenía carné de biblioteca. Lo devolvería cuando lo terminase, así nadie se daría cuenta. Se colgó la mochila a la espalda a esperar que llegase su amiga.

—¡Ya estoy aquí, vamos! —le instó Nasha recogiendo sus cosas a toda prisa y echando a andar hacia la salida con él detrás.

Esta vez habían ido los dos en transporte público, así que fueron a la parada y compartieron los cascos de Nasha mientras esperaban. Una vez en el bus, Nasha cerró los ojos para dejarse llevar por la música, y Rodrigo aprovechó ese momento para observarla con tranquilidad. Le encantaban sus labios carnosos, el tono de su piel oscura, que parecía tan sedosa. Esa nariz gordita pero a la vez un pelín respingona, las líneas redondeadas de su mandíbula. Todo lo anhelaba, todo lo soñaba para él. Nasha abrió los ojos cuando el autobús pegó un frenazo y le sonrió al levantarse.

—Venga, bajemos, que mi casa está justo aquí al lado —apremió Rodrigo. Estaba nervioso, necesitaba hablar con ella, confesarle cómo era su infierno. Nunca había podido hacerlo con nadie. Se había obligado a poner una fachada entre él y el mundo para protegerse y para creerse cuerdo. Ciertamente no podía ser real lo que sentía, su padre nunca se lo perdonaría.

Subieron hasta la quinta planta y Rodrigo abrió rápidamente la puerta de su casa, metiendo a Nasha en ella casi a la fuerza, lo que la desconcertó. Nasha miró a su alrededor y se quedó de piedra.

—Rodrigo, Rodrigo —dijo tirando de su manga—, pero ¿ese no es Franco? —preguntó al señalar una fotografía en la que su padre, con apenas veinte años, le daba la mano a un muy anciano Caudillo.

—Luego te cuento, vamos a darnos prisa.

Casi se dieron de bruces con su madre, que llevaba unas toallas para colocar en el armario del pasillo.

—¡Hijo! Pero, ¿qué…? —No pudo terminar la frase cuando vio a Nasha. La mujer palideció y se quedó sin palabras. Miraba tanto a su hijo como a la chica negra que acababa de entrar a su casa sin saber qué decir. Nasha se sintió incómoda de inmediato. Comenzaba a entender por qué Rodrigo no había querido que fuese allí.

—Mamá, esta es Nasha, compañera de clase. Solo hemos subido un momento a coger una cosa que necesito para el trabajo de Lengua, Fermín nos ha puesto a trabajar en equipo y no he podido hacer nada al respecto, vuelvo en seguida —explicó Rodrigo corriendo hasta su habitación para no ver la cara de confusión de su amiga. No había sido buena idea en absoluto. ¿Y si su madre le decía algo a su padre? Levantó el colchón, cogió el cuaderno que guardaba allí, seguro de que su padre nunca lo encontraría, y salió.

—¡Nos vamos, nos vamos! Hasta luego, mamá, no le digas a papá que hemos estado aquí, por favor —suplicó dándole un beso en la mejilla. La madre afirmó con la cabeza y levantó la mano para despedirse, todavía en shock por el descaro de su hijo. ¿En qué estaba pensando?