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Nasha observó desde el asiento del copiloto a los estudiantes que comenzaban a llegar al que, desde este curso, iba a ser su nuevo instituto, el IES Ernesto Gutiérrez.
La incertidumbre sobre si sería aceptada o no era el eterno temor que atenazaba su corazón cada vez que debía cambiar de centro de estudios, casi siempre por las continuas mudanzas de sus padres. ¿Sería este el definitivo? Era muy duro tener que empezar una y otra vez de cero, pero ¿qué podía hacerle ella?
—Nasha, hija, es hora de despedirnos, no puedo llegar tarde al trabajo el primer día y tú tienes que averiguar dónde están tus clases —dijo su padre con un leve tono de impaciencia, sacándola de su ensimismamiento—. Venga, esta tarde me cuentas qué tal te ha ido todo, seguro que muy bien, como siempre.
Como siempre. ¡Qué fácil era para él decir eso solo porque sacaba buenas notas! ¿Acaso nada más importaba? Suspiró, se inclinó para besarle y, murmurando una leve despedida, se bajó del coche para enfrentarse a un nuevo Día Uno. Otro más de tantos. Sabía qué debía hacer: pasar desapercibida, aunque sería difícil siendo mulata; para la mayoría sería simplemente negra. Esta nueva ciudad no tenía mucha diversidad por lo que había visto, así que no esperaba encontrar en clase a muchos alumnos que no fuesen blancos. Intentaría no llamar la atención para que nadie se diese cuenta de que estaba allí y así no la molestarían. Con suerte, ni los profesores tendrían interés en conocer a la nueva.
Se mezcló entre los estudiantes que se saludaban alegres tras el verano, localizó el tablón en el que se encontraban los listados y su clase con la ubicación: 4ºC, tercera planta a la derecha. Junto a ella, se habían reunido varios alumnos que parecían entusiasmados al comprobar que estaban juntos un curso más. Los miró con curiosidad, ya que serían sus nuevos compañeros. Parecían simpáticos; así que, quizá, el nuevo curso no estuviese tan mal como pensaba al principio. Más animada que antes, se dirigió a las escaleras con una sonrisa, pero pronto se le borró de la cara cuando alguien la empujó y cayó al suelo.
—Eh, tú, la nueva, ¡mira por dónde vas, carboncito! —le gritó un chico de quien solo pudo ver la espalda.
—¡Serás gilipollas, Rodrigo! ¡Déjala en paz! ¡Y lo de carboncito es muy racista! —le gritó una chica que se había parado para ayudarla a levantarse y que se presentó como Nuria—. No le hagas caso, siempre está igual con los nuevos. Luego es bastante inofensivo, pero tiene que dar la nota. Te he visto antes mirando el listado y creo que estás en mi clase. Ven conmigo, te presentaré a mis amigos y así te podrás olvidar de este tarado.
—¡Muchas gracias! Soy Nasha. Estoy acostumbrada a encontrarme a un Rodrigo en cada centro al que voy, no te preocupes, al final se terminan aburriendo de mí…
—Vaya, así que has estudiado en muchos sitios, a mí me encantaría cambiar de aires, a veces hasta sueño con estudiar fuera de España. Ah, mira… ¡Lucía, Carlos, aquí estoy! —exclamó mientras saludaba a sus amigos—. Chicos, esta es Nasha, estará en nuestra clase y, en fin, ya ha conocido a Rodrigo…
—Rodrigo el imbécil, querrás decir. Hola, Nasha, soy Lucía, ¡encantada de conocerte! Vamos rápido a clase que a primera hora he visto que nos toca con Isabel y no conviene caerle mal.
Les siguió a clase obediente. Sabiendo que iba a estar arropada por un grupo de alumnos, no dudó en pensar que era muy buen comienzo y supo que podría enfrentarse al tal Rodrigo si fuese necesario. En clase se sentó entre Nuria y Carlos, un chico lleno de pecas y con unos ojos azules increíbles que no paraba quieto y que era la mar de simpático. Tras sacar los cuadernos se abrió la puerta y entró un profesor.
—Tú no eres Isabel —afirmó Rodrigo haciendo con sus manos un gesto que imitaba los pechos de una mujer sobre su torso.
—Efectivamente, no lo soy —confirmó el profesor muy serio—. Mi nombre es Don Gabino, y este año les voy a impartir clase de Sociales, ya que Isabel ha decidido tomarse un año sabático de la docencia. Si no me han informado mal, usted debe de ser Rodrigo, el payaso de la clase —dijo muy serio mientras dejaba en la mesa un maletín, se cruzaba de brazos y le miraba fijamente—. Que le quede muy clarito, y al resto también: en mi clase no admito estupideces. Respétenme y yo les respetaré a ustedes.
—¡Señor, sí, señor! —contestó Rodrigo poniéndose en pie y haciendo un saludo militar.
—Fuera de clase. Ya.
—Pero… —intentó protestar Rodrigo aturdido.
—He sido muy claro: nada de estupideces, y usted parece que es incapaz de mantener la boca cerrada sin decir alguna, así que no le quiero ver durante esta hora. Salga y que sus compañeros le dejen los apuntes —contestó mientras abría la puerta y le franqueaba el paso. —Veo que se han callado todos. Primera norma clara, empecemos con la clase.