27
En el hospital, Esther y su madre esperaban los resultados del TAC para saber si podrían irse pronto a casa o tendrían que quedarse más allí.
—Mamá, tengo miedo. No quiero volver a casa, no sé qué me hará padre cuando se entere de todo esto.
—No, hijo… digo hija, perdón, Esther, perdona, me cuesta, lo estoy intentando de verdad, pero has sido mi hijo durante muchos años, ahora tengo que acostumbrarme a llamarte diferente y no quiero hacerte daño, pero mi corazón está confuso y a veces me equivocaré sin querer, lo siento… tranquila, encontraremos una solución. Si yo puedo intentar entenderlo, tu padre seguro que también.
—No se preocupe, madre, lo entiendo, sé que es algo extraño para usted, no entiendo cómo ha podido cambiar de opinión desde esta mañana, ¿qué le ha hecho aceptarme de repente?
—Bueno, cariño, al principio, como te dije, no podía aceptar que fueses una chica porque sería aceptar que Dios se había equivocado y eso es imposible. Cuando me llamaron del instituto para decir que fuese al hospital, temí que tu padre te hubiese hecho algo más grave de lo que creía y el solo pensamiento de que podía perderte bastó para saber que tenía que estar a tu lado. Y entonces recordé mis palabras: Dios no se equivoca. Si el Señor había decidido que tenías que ser así, por muy desconcertante que sea, ¿quién somos los humanos para juzgarlo? Los caminos del Señor son inescrutables. Quizá este sea tu Calvario personal, tendrás que luchar mucho en la vida, pero creo que Dios nos ayudará, porque él es piadoso y no nos da más carga de la que podemos soportar.
—Gracias, madre, gracias de verdad por estar a mi lado. Usted ha vivido tantos años a la sombra de padre, sufriendo e intentando que su ira nunca me alcanzase. Me siento cobarde por no haberla defendido cuando podía, sé que padre la pegaba, pero tenía tanto miedo de que descubriese cómo soy en realidad, que no me atrevía a hacer nada que pudiese delatarme, y me avergüenzo de haber sido testigo de su sufrimiento sin haber movido un dedo para evitarlo.
El móvil sonó en el bolso y la madre lo cogió temblorosa, ya que el que llamaba no era otro que su marido.
—Mujer, ¿dónde estás que no estás en casa? —se oyó que gritaba su marido.
—He salido al médico un momento, vuelvo en seguida.
—Más te vale, es la hora de comer y no has preparado nada. Escucha, ya sé cómo solucionar lo del hijo. Le he inscrito a uno de los cursos que organiza el Obispo de Alcalá de Henares para que los desviados vuelvan a ser hombres de verdad y así…
—No
—¿No? ¿No, qué, mujer? ¿Qué coño sabrás tú de nada? ¡Yo sé lo que es mejor para mi hijo!
—No, no lo sabes. No sabes que no tienes un hijo, tienes una hija, y se llama Esther, como tu mujer. Y no vas a mandarla a ningún cursillo, por mucho que lo organice un obispo.
—¡No tengo una hija! Tengo un hijo, Rodrigo, ¿qué gilipolleces estás diciendo?
—No, tienes una hija, y a partir de ahora vas a referirte a ella como Esther, o no se te ocurra entrar en casa.
—¿Me estás amenazando? ¿Que me estás amenazando tú, mujer? Te vas a preparar cuando vuelvas. Os vais a preparar los dos. A él le llevo hoy mismo con el Obispo, no voy a consentir que vaya por la vida convertido en un sarasa y me avergüence.
—No, no lo vas a hacer, ¡y no vas a volver a ponerme la mano encima! —gritó al teléfono, colgando inmediatamente después. Su hija la miraba atónita.
—¿Madre? ¿Está bien? ¿Qué acaba de pasar? —preguntó preocupada abrazándola.
La sala había quedado en silencio durante la discusión telefónica, pero pronto se vio interrumpido por el aplauso de una de las mujeres que se encontraba allí, que corrió a abrazarla.
—Mire, señora, no la conozco de nada, pero mi madre murió a manos de mi padre hace un par de años y ojalá en algún momento hubiese podido encontrar el valor para hacer lo que acaba de hacer usted. Por favor, no se quede solo así, llame ahora mismo a la policía y ponga una denuncia, si no denuncia, si su marido vuelve a pegarla o a su… ¿hija? —preguntó mirando a Esther—, no podrán ayudarlas.
—Tiene razón —confirmó la enfermera que las había atendido con anterioridad—. Si quiere, pongo ahora mismo en marcha el protocolo de malos tratos y elaboramos un informe para que puedan presentar en la Guardia Civil, cuentan con todo nuestro apoyo.
Madre e hija se miraron en silencio. ¿Se atreverían a empezar una nueva vida juntas, sin la presencia de su padre?
—Madre, hágalo, por favor. Ya no por mí, por usted, ya ha aguantado suficiente.
—Pero ¿cómo voy a vivir sin tu padre? ¿Quién va a cuidar de mí? He vivido tantos años a su sombra que no sé hacer nada por mí misma que no sea cuidar de la casa y de vosotros.
—Yo lo haré, nos cuidaremos mutuamente, madre. Sin tener que seguir sus estúpidas normas, sin escuchar sus gritos, sin aguantar sus palizas. Usted y yo podemos ser felices juntas, empezaremos un camino nuevo, ¿no cree que lo podríamos conseguir?
—Necesito pensar, hija, no es tan fácil, me veo sobrepasada por todo lo que ha ocurrido hoy. Necesito encontrarme con el Señor. Voy a ir a la capilla mientras traen tus resultados. Cuando me casé, juré delante de Dios que el matrimonio sería para siempre, en lo bueno y en lo malo, y ya he puesto en duda tantas veces a Dios por hoy que temo va a abandonarme. Necesito saber que tengo su perdón.
—Vaya, madre, vaya, pero seguro que Dios quiere lo mejor para usted, y eso es que estemos lejos de padre.
Esther se tumbó, cansada. Demasiadas emociones en un solo día. Nunca había compartido el fervor religioso de su madre, a pesar de ir siempre con ella a misa los domingos. Tampoco había tenido opción a decir que no, todo sea dicho. El caso es que entendía que, sin nada más a lo que agarrarse para ser feliz viviendo con su padre, se aferrase a Dios como un salvavidas. Se sentía culpable de no haberle mostrado más cariño a pesar de que la adoraba. Cualquier muestra de afecto era coartada de inmediato por su padre alegando que eran «mariconadas».
Cerró los ojos y se fue adormeciendo gracias a la medicina que le habían suministrado para paliar el dolor. Estaba aterrada pensando en la reacción de su padre, esperaba que su madre tomase la decisión correcta, que pudiese protegerlas a las dos. Soñó que llegaba al instituto al día siguiente y todo el mundo la saludaba por su nombre real, Esther, y no por su nombre impuesto. Veía a sus amigos que la repudiaban, pero no le importaba, no eran tan buenos como para importarle. Y allí estaba Nasha esperándola, sonriendo y cogiéndola de la mano para que fuese con ella y sus amigos al patio.
La madre de Esther, que había vuelto tras media hora rezando, se había sentado a su lado y no paraba de mirar a su hija. Parecía que, por primera vez en mucho tiempo, el gesto de malhumor permanente que parecía llevar siempre en la cara había desaparecido. Ahora empezaba a entender los motivos que la habían llevado a ser así, tan cortante, tan seca: era muy infeliz. Había rezado tanto a Dios para que le ayudase a entender lo que pasaba sin obtener respuesta que había decidido hacer lo que el corazón le dictaba: ayudar a su hija e intentar separarse de su marido.
—Disculpe, enfermera, ¿podría hablar con usted? —preguntó con voz temblorosa.
La enfermera, escuchando que quería denunciar a su marido, la abrazó y le aseguró que iban a estar bien. Preparó su traslado a planta para que pudiesen estar más tranquilas bajo las órdenes de la doctora que había atendido a Esther y, una vez allí, procedió a tomar nota de las lesiones de la madre, advirtiéndole de que tendrían que hacer una revisión completa en cuanto volviese la doctora.
Al poco tiempo llegó a la habitación una nueva familia, una mujer negra y un hombre blanco, que no paraban de llorar. La madre de Esther sintió lástima por ellos, algo terrible debía haberle pasado a su ser querido, rezaría por ellos también. La enfermera que les estaba atendiendo les decía que no se preocupasen que todo había ido bien y enseguida bajaban a su hija del quirófano.
—Nasha no se merece esto, es injusto —decía la mujer a su marido.
—Tenemos que ser fuertes, no puede vernos destrozados cuando vuelva en sí de la anestesia. Ya hemos pasado por esto antes, ella es más valiente de lo que pueda parecer, intenta sonreír cuando nos vea.
—Sonreír… qué fácil es decirlo, pero qué difícil hacer que brote una sonrisa cuando lo único que quieres es abrazarla y llorar.
—Lo sé, cariño, lo sé —contestó abrazándola.
La mujer se giró y en ese momento se dio cuenta de que el chico que estaba tumbado en la cama al otro lado de la habitación le resultaba familiar.
—Disculpe, ¿nos conocemos? Es que creo que conozco a su hijo, ¿son de Tres Cantos? —preguntó a la madre de Esther.
—Eh… sí somos de Tres Cantos, quizá puede que del instituto, va al Ernesto Gutiérrez.
—Como nuestra hija, Nasha, que hoy… —La madre de Nasha no pudo continuar.
La madre de Esther no sabía qué hacer, siempre tan coartada por su marido para relacionarse con otros, pero su instinto le decía que debía apoyar a esa mujer que sufría, así que se levantó y le dio un abrazo. Un escalofrío le recorrió la espalda al pensar en qué diría su marido si la viese abrazando a una mujer negra. Se le ocurrió decirle una vez que los negros, chinos y cualquier persona eran hijos de Dios y su marido le dio tal paliza que no volvió a insistir sobre el tema.
—Tranquila, seguro que sea lo que sea que le ha pasado a su hija se va a poner bien. Ya es casualidad que nos hayan puesto en la misma habitación, posiblemente si van al mismo instituto se conocen.
—¡Ya sé de qué me suena su hijo! Es Rodrigo, ¿verdad?
—Bueno… digamos que sí… es complicado —tartamudeó la mujer.
—Entonces sí, se conocen, mi hija ha estado haciendo con él un trabajo para clase de Lengua, de hecho, fuimos nosotros los que le encontramos en el aparcamiento del instituto y dimos la voz de alarma.
—Se lo agradezco muchísimo, de verdad, no sabe lo mal que lo estamos pasando en casa, tenemos una situación muy delicada, ¿sabe usted?
En ese momento llegó la doctora para hablar con la madre de Esther y poder elaborar un informe médico completo, así que se la llevó para poder hacerle una revisión en otro sitio.
—Buenas tardes, señora, me han explicado que quiere usted poner una denuncia por malos tratos a usted y a su hija, ¿podría contarme qué ha ocurrido para poder ver mejor sus lesiones? De su hija ya tenemos el informe completo y es clara la paliza que le ha dado, veo que usted tiene también marcas visibles en cara y brazos, ¿algo más?
La madre de Esther, mientras se desvestía para enseñarle más zonas con hematomas, se desahogó contándole todo lo que llevaba viviendo años, el aguantar cómo la ridiculizaba delante de su familia y amigos, las palizas, el hacerla sentir que no valía nada y, por supuesto, la paliza a su hija trans y el peligro que corrían las dos si volvían a casa estando él allí.
—Muy bien, he tomado nota de todo. No se preocupe de nada, elaboraré un informe que podrá incluir cuando denuncie y una enfermera va a venir a suministrarle algo para el dolor si lo necesita, porque el golpe que cruza su cara es muy reciente y debe estar usted muy dolorida aunque no se queje de nada.
—Ay, Señor. Espero estar haciendo lo correcto… —contestó nerviosa, retorciendo las manos una y otra vez. Era la primera vez que hacía algo en contra de su marido.
—Lo está haciendo, créame, señora —le contestó la doctora. Había asistido a muchos casos como el de esta mujer, pero siempre le impresionaba que ellas podían aguantar y aguantar y solo parecían reaccionar cuando el marido tocaba a sus hijos. Por lo menos, en esta ocasión habían llegado a tiempo, parecía que el hombre era bastante violento y sabían cómo solían terminar esos casos.
Mientras su madre estaba con la doctora, Esther se había despertado, viendo que había otra familia junto a ella, y les reconoció al instante.
—¡Sois los padres de Nasha! ¿Qué hacéis aquí? ¿Está bien?
—Bueno, eso esperamos —contestó la madre—. La verdad es que hoy ha sido un día malo para los dos, por lo que veo. Su exnovio la ha atacado en el instituto y han tenido que operarla de urgencias por el navajazo tan profundo que le dio.
—¡Un navajazo! Pero ¿cómo es posible que entrase en el instituto? Espero que esté bien, es la única amiga que tengo de verdad, no puedo soportar la idea de que le pase algo malo.
No tuvieron que esperar mucho a que llevasen a una Nasha aún drogada por la anestesia, pero recuperándose.
—Todo ha ido perfecto, no se preocupen. El corte ha sido profundo, pero por suerte no llegó a tocar ningún órgano vital, hemos podido detener la hemorragia sin problemas y coserla. Va a estar muy incómoda un tiempo, pero se recuperará. En un par de días podrá volver a casa.
—Muchas gracias, doctora Lucía, se lo agradecemos muchísimo —agradeció el padre de Nasha.
Esther miró a su amiga sin saber qué decir. Tenían tanto de qué hablar, pero podía esperar, lo principal era que Nasha se recuperase. Estaba segura de que cuando por fin le contase todo su secreto, ella la aceptaría por ser quien era. Solo esperaba que Daniel pudiese perdonarla, estaba segura de que estaba aterrorizado de ella. El odio y la infelicidad la habían cegado, pero ver a su madre a su lado le había abierto los ojos. Quizá, la felicidad fuese posible, ¿por qué no dejar que los demás la prueben también?