30
Esther y su madre se subieron al autobús que iba a llevarlas a Tres Cantos desde Plaza de Castilla. Apenas hablaron durante el trayecto, iban cogidas de la mano y de vez en cuando se dedicaban sonrisas. Ninguna de las dos quería admitir que estaban muertas de miedo por tener que regresar a su casa. Habían decidido ir directamente a la Comandancia a interponer la denuncia, porque no se atrevían a ir solas a su hogar. No habían vuelto a saber nada de su padre desde la última llamada, y la incertidumbre de si las estaría esperando para pegarles de nuevo, las asustaba.
En la Comandancia, fueron atendidas por dos agentes muy amables que las trataron con paciencia y tomaron nota de todo. Les explicaron que eran dos denuncias diferentes. Por un lado, la de la madre se trataba de una denuncia de violencia de género, y la de Esther, de violencia doméstica. Fue muy duro para ellas relatar todo lo ocurrido, lloraron y tuvieron que parar en varias ocasiones, pero finalmente lo consiguieron. Nunca se habían enfrentado a una decisión tan dura como denunciar a alguien a quien querían o, por lo menos, habían querido.
—Bien, señora, aquí tienen una copia de la denuncia, si le parece bien venir con nosotros y nos autoriza a entrar en su domicilio, procederemos al arresto de su marido —le informó el agente que les había atendido.
—Ay, madre mía del amor hermoso, qué nervios más grandes tengo, agente… Fernández —dijo tras mirar su nombre en la placa identificativa—, sí, por supuesto que les doy permiso, pero tengo mucho miedo de que me vea, no podrá atacarme en ese momento, ¿verdad? Solo pensar en lo enfadado que va a estar cuando se entere…
—No se preocupe, no permitiremos que le pase nada. No es necesario que venga su hija con usted, puede ser bastante desagradable, si quiere puede quedarse aquí en la sala de espera.
—Bueno, si les parece bien, me gustaría ir a la librería Serendipias, que sé que hoy tienen reunión unos amigos allí y podré esperar a que terminen, mi madre puede llamarme cuando acaben para volver a casa.
—Claro, hija, te aviso o te voy a buscar cuando termine todo, y cenamos juntas más tarde —confirmó la madre de Esther mientras la besaba al despedirla.
—Madre… gracias. Por todo.
Esther cogió la mochila y, con paso firme, se dirigió a ese lugar que hacía poco le había parecido una trampa cuando su padre la apuntó a ese curso de escritura, y que ahora parecía su salvación. Si iba a tener razón Nuria, cuando tantas veces decía en clase que Serendipias era un lugar mágico. Se sentía fatal por haberse burlado tantas veces de ella. Y de todos. Ojalá Rodrigo hubiese sido de otra forma pero, ¿le quedaba alguna alternativa? Esperaba que la aceptasen como Esther.
Antes de llegar a la plaza en la que se situaba Serendipias, vio acercarse a los que habían sido sus amigos, Diego y Pelayo. Un escalofrío recorrió su espalda. ¿Qué más le podía pasar ahora?
—¡Eh, tú! ¡Rodrigo! —gritó Pelayo—. ¿Dónde vas? ¿A buscar a tu novio?
—No sé de qué me hablas —contestó Esther intentando poner la actitud más chulesca de la que era capaz—. Voy a recoger un encargo que ha hecho mi padre en la tienda de la paki.
—Ya, de tu padre, como si no nos hubiésemos enterado de que eres maricón. ¡Qué asco!
—¡No soy maricón! No sé de qué habláis, ¡dejadme en paz!
—Tu padre habló con los nuestros ayer, les contó que ha descubierto que eres marica, el mío hasta le pasó el contacto de unos cursos a los que te van a inscribir, a ver si así te haces un hombre de verdad. ¡Y pensar que has ido con nosotros todo este tiempo! Seguro que te ponías cachondo, ¿eh, marica?
—La verdad es que nos la has pegado pero bien, porque no tienes pluma, no pareces un gay de esos. ¿Querías engañarnos para ligar con nosotros? ¿Cuándo pensabas decírnoslo? —preguntó Pelayo empujándole.
—Mirad, no soy gay, no sé por qué mi padre ha dicho eso. Necesito ir a la librería antes de que se cabree, así que dejadme en paz. A ver si los gais vais a ser vosotros que vais siempre juntos.
—¡Ni se te ocurra volver a mencionar algo así! ¡Te parto la cara! —gritó Diego mientras le daba un puñetazo.
—¡Eh! ¡Eh! ¿Qué estáis haciendo? —gritó Carlos, que llegaba en ese momento con Colate para buscar a sus amigos a la librería—. ¡Parad!
—¡Tú no te metas, a ver si te cae algo a ti también! —contestó Pelayo.
—Ah, ¿sí? Me gustaría verte intentarlo, gilipollas —contestó Carlos poniéndose a su altura. Pelayo intentó atacarle, pero él le paró y con una llave de kárate le dejó en el suelo en un segundo. Mientras tanto Colate, que había sentido que su dueño estaba en peligro, se había tirado a morder a Diego en sus partes nobles.
—¡Joder, joder! Dile a tu perro que pare, ¡me va a arrancar los cojones! Por favor, ¡que pare ya! —aulló dolorido Diego.
—¡Colate, para! —ordenó Carlos a su perro, que inmediatamente volvió a su lado. —Mucho os reíais de mi perro salchicha, pero os advertí que era más fiero que vosotros juntos. De todas maneras, eres un flojo, está adiestrado para que no te hubiese hecho nada grave… a menos que se lo ordene. Así que, si no queréis enfrentaros a nosotros de nuevo, ya os podéis largar.
—¡Te arrepentirás de esto! —amenazó Pelayo mientras se ponía en pie y se marchaba a trompicones junto a Diego—. Y tú, maricón de mierda, ¡ni se te ocurra volver a acercarte a nosotros!
—¡Tranquilo, que ni aunque lo fuese os querría cerca! —les gritó haciéndoles un corte de mangas.
Esther miró a Carlos un momento, procesando lo que acababa de pasar. Carlos la había salvado, como en los cuentos de princesas. Su mente pronto rechazó esa comparación porque ni ella era una princesa, ni Carlos su príncipe. Sacudió la cabeza desechando esas ideas y se dirigió a él, pero de repente, no pudo evitar que una carcajada le impidiese hablar. Pasado un minuto, ante el desconcierto de Carlos, por fin pudo serenarse un poco para hablar con él.
—Carlos, gracias. La verdad es que no merezco tu ayuda, nunca pensé que acabaría agradeciéndole a tu perro salchicha que me ayudase a librarme de esos dos —dijo sonriendo—. Ay, Dios, cuánto necesitaba reírme en estos momentos. Perdona, pero es que no sabes todavía nada… ahora os lo cuento a todos, pero de verdad… Colate mordiendo a Diego ha sido lo mejor que he visto en mucho tiempo.
—Eh… vale… bueno, si tú lo dices. De nada, para eso estamos. Creo que tienes muchas explicaciones que darnos. Y sí, Colate es lo mejor de la tarde, desde luego. ¿Seguro que tú estás bien? Cuando llegaba he visto que te ha metido un buen puñetazo en la cara.
—Sí, tranquilo, nada que no haya sufrido antes, anda vamos.
Los dos se dirigieron a la librería, donde les esperaban los demás.
—¡Hola, Carlos! —saludaron todos—. Y Rodrigo, claro. —Se apresuró a incluir Nuria—. ¿Pasamos a la sala del taller? Así podremos hablar tranquilamente y nos cuentas qué tal está Nasha.
—Sí, claro, por favor, tengo mucho que contaros.
Una vez dentro, se sentaron y esperaron en un silencio incómodo a que Rodrigo sacase de su mochila el cuaderno, que les quería enseñar.
—Bueno, antes de explicaros nada, creo que me gustaría leeros el relato que escribí como deberes.
—No hace falta, de verdad —intervino Daniel—. Si accediste de mala gana a participar, no tienes que leerlo.
—Sí, pero sí quiero. Es que es importante, especialmente para ti, Daniel, porque espero que al escucharlo me puedas perdonar. —Dicho lo cual, comenzó a leer. Lo hacía con voz pausada, mucho más tranquila de lo que pensó que lograría al estar delante de ellos.
Durante la lectura, fueron comprendiendo quién era Esther, pero no podían creérselo. ¿Cómo era posible que alguien tan homófobo y machista fuese en realidad una mujer?
—Pero no lo entiendo. O sea, ¿eres una tía? —preguntó Carlos desconcertado.
—Sí, lo soy. Siempre lo he sido, pero hasta hace unos días nadie lo sabía. Mi padre encontró este cuaderno y bueno, digamos que esta decoración facial y la espalda a rayas son un no tan bonito recuerdo de ese día, como os podéis imaginar. Por eso estaba en el hospital. Me dio una paliza enorme, a mi madre también de rebote. Me desmayé por el shock que había sufrido, pero por si acaso, los médicos me tuvieron en observación porque me había dado un golpe en la cabeza y querían asegurarse de que todo estaba bien.
—Madre mía, madre mía. ¿Tu madre está bien? —Quiso saber Lucía.
—Sí, bueno, más o menos. Veréis, sabéis que mis padres son muy mayores, que no les quiero justificar cómo son por eso, pero el caso es que mi padre ni de casualidad me va a aceptar nunca, y ella, bueno, pues, ella la verdad es que por fin ha decidido denunciarle, están ahora mismo en mi casa arrestándole. Hay mucho que no sabéis. Pero, lo principal, después de esto, es que espero que me podáis perdonar. Sé que va a ser difícil, pero especialmente Daniel, y Nuria, por llamarte Paki, negra y muchas cosas más todos estos años. No era yo, era Rodrigo quien hablaba, sé que no lo entendéis ahora, pero le necesitaba para sobrevivir o mi mente iba a perderse.
—Bueno, ¿Esther? Entiendo que te llamas así, ¿verdad? —preguntó Nuria recordando el nombre que había mencionado su madre—. Va a ser difícil olvidar todo lo que nos has hecho, y no solo a nosotros, pero como siempre digo: todo el mundo merece una segunda oportunidad.
Esther comenzó a llorar y se acercó a su lado a abrazarla. Sabía que les iba a resultar difícil, pero era un buen comienzo.
—Gracias, gracias, de verdad. Daniel, tú… ¿podrás perdonar lo que te he hecho? Nasha me contó que te obligué a salir del armario, lo siento. Si no hubiese descubierto nada mi padre, reconozco que iba a intentar hacer algo que te hiciese daño. Lo sé, soy gilipollas. No sé qué podría hacer para que algún día me perdones.
—¿Ser feliz? —contestó Daniel ante la mirada asombrada de todos.
—¿Perdón? —preguntó Álex sorprendido.
—Bueno, todos sabemos que Rodrigo era un capullo integral —explicó Daniel—. Pero ahora estamos hablando con Esther, ¿no? No la conocemos, quizá sea un buen momento para que todos empecemos de cero.
Esther se quedó con la boca abierta, porque lo que menos esperaba era que a quien más daño había hecho, fuese el primero en perdonarla. Se repuso y le sonrió con timidez. Se acercó a él, le dio dos besos y se presentó.
—Hola, soy Esther, encantada de conocerte. Mi animal favorito son los perezosos y me encantan las croquetas.
—¡Como a mí! —intervino Nuria—. Eh, una cosa que te quiero preguntar. El final de tu relato es muy triste y me da miedo que sea algo que estuviese basado en un pensamiento real. No será así, ¿verdad?
—Bueno, sí, la verdad es que cuando lo escribí no estaba en mi mejor momento, así que la idea de la muerte me ha visitado muchas veces. Pero ahora mismo no sería capaz. No quiero ser capaz ni de que me pase por la cabeza. Creo que es un buen comienzo para mí y para mi madre, ¡tengo que empezar a disfrutar de la vida!
La madre de Nuria llamó con delicadeza a la puerta para entrar. Estaba blanca y no sabía muy bien cómo comenzar a decir lo que tenía que decir.
—Rodrigo, perdona.
—No, mamá, Esther, luego te cuento, pero no la llames Rodrigo —la corrigió Nuria.
—Eh, Esther, perdón. Bueno, creo que debes ir urgentemente a tu casa, acaba de llamar tu madre.
—¿Está bien? ¿Le ha pasado algo? —preguntó levantándose de un salto Esther.
—Sí, tranquilo, ella sí lo está, pero creo que es mejor que te explique ella lo que ha pasado. Si quieres cierro y te acompaño.
—No, no hace falta, gracias —contestó recogiendo a toda prisa su cuaderno y saliendo de la librería a todo correr. ¿Qué podía haber pasado para que su madre la llamase con urgencia? ¿Por qué había dicho la librera que ella sí, haciendo tanto énfasis en su madre? Un presentimiento empezó a formarse en la parte de atrás de su cabeza que la hizo vomitar a medio camino. No podía ser, no podía ser…