EJERCICIO DE ESCRITURA: LOS MIEDOS.

A través de personajes ficticios, elabora un relato de no más de 1000 palabras en el que plasmes el miedo. ¿Qué es el miedo para ti? ¿Qué o quién lo representa? Puede tratarse de algo muy concreto como una araña o algo abstracto como nuestras propias inseguridades. ¡Déjate llevar!

 

Rodrigo: miedo a ser yo misma.

Érase una vez una niña que adoraba jugar con las muñecas de sus primas cuando iba a sus casas, jugar a las mamás y ponerse los tacones de su madre cuando esta se descuidaba, quería ser tan guapa como ella cuando fuese mayor.

Érase también un monstruo, que miraba a la niña a través de su espejo, negándole la oportunidad de verse bonita, de ser feliz. Cada vez que el monstruo aparecía, la niña lloraba y lloraba, y se escondía en el lugar más alejado que podía encontrar, pero aun así escuchaba su voz terrible diciéndole que nunca vería su propio reflejo en el espejo, que la había castigado con una maldición.

La niña descubrió que, si se disfrazaba de alguien tan totalmente opuesto a ella que no pudiesen reconocerla, el monstruo la miraba con indiferencia, e incluso en ocasiones le hablaba con ternura diciéndole que así todo sería más fácil y sería muy querida, respetada, y tendría poder, ¿por qué ese empeño por ser ella misma si podía ser otra persona? Un día se le ocurrió que el mejor disfraz era el reflejo del propio monstruo: si solo se veía a sí mismo en el espejo, ¿a quién iba a asustar? Estaba segura de que acabaría desapareciendo cuando se cansase de verse solo a sí mismo.

Pero nada salió como pensaba. El disfraz, de tanto ponérselo, se le iba pegando a la piel, y también se le pegó un poco de la personalidad del monstruo. Como no podía ser feliz porque estaba triste, no quería que los demás lo fuesen tampoco. Y cuanto más intentaba que los demás fuesen infelices, más le costaba a ella quitarse ese disfraz con el que se había ido escondiendo. A veces, cada vez más, se olvidaba de quién era en realidad. Y otras veces, aunque era consciente de que era una niña preciosa, se daba cuenta de que su vida era también más sencilla desde que había aceptado el disfraz: No tenía problemas porque era respetada, el disfraz le daba poder, como le había dicho hacía tiempo el monstruo del espejo.

Pasaron los años y su disfraz era tan perfecto que nadie era capaz de verla como era en realidad. Su padre, que había sido un ogro horrible cuando ella había mostrado quién era de pequeña, de vez en cuando decía en tono jocoso a sus amigos cómo de niña le gustaba vestirse de alguien que no era, hiriéndola en lo más profundo. ¿Es que no podía verla debajo de su disfraz? ¿No se daba cuenta, de hecho, de que era un disfraz lo que llevaba, y no su ropa real?

Llegó un día en que conoció a alguien muy especial, alguien que con solo su presencia era capaz de hacer que su respiración se parase y que su corazón latiese rápido, tan rápido que pensaba que podía salirse por su boca. No podía dejar de pensar en él desde por la mañana hasta la noche, pero la maldición del espejo estaba ahí: esa persona no podía verla por cómo era en realidad, solo podía ver cómo el disfraz la había transformado en alguien tosco, malhumorado y agresivo. ¿Cómo iba a conseguir que el amor pudiese romper el hechizo? ¿Existirían de verdad los finales felices como en los cuentos de hadas?

Se dio cuenta de que otros chicos y chicas a su alrededor no tenían que esconderse con disfraces para amar a quien quisieran, y eso la enfureció. Se prometió que nunca dejaría que otros fuesen felices hasta que ella pudiese serlo, si tenía que hacerle daño a todos los que la rodeaban, lo haría. Al principio, todo funcionó muy bien, nadie sospechaba que ese chico era el disfraz de la niña invisible, con él la veían como la sociedad quería verla. El padre de la niña triste e invisible estaba feliz porque por fin se comportaba como debía, por fin era normal. Solo tenía que seguir la corriente a todos los que le rodeaban y vivir con el disfraz puesto, que nadie pudiese verla, y su vida sería tranquila.

Pero pasaron los días, las semanas, los meses, y una vocecita muy dentro de ella le gritaba cada vez más alto que no podía hacer eso, que mentir estaba mal y las mentiras que hacen daño a los demás acaban volviendo para herirnos a nosotros. ¿Cómo podría vivir ocultando la verdad? La voz no se callaba nunca, estaba ahí, gritando, queriendo salir por su boca, contarle al mundo que ella era una niña muy especial, una mujer ya. Y un día, ocurrió.

Los finales felices solo existen en los cuentos. Podría contaros que la niña consiguió quitarse el disfraz y todo el mundo la quiso por fin por ser ella misma, que su amor, ese chico con pecas y ojos azules del que llevaba años enamorada, la abrazó y besó como si nada hubiese cambiado, que su padre la quiso como el que más. Pero nada de eso sería real. El mundo se cayó a sus pies cuando descubrió que el disfraz la había protegido de una realidad en la que su existencia no tenía cabida, en la que era rechazada por todos los que había amado. Por eso la niña decidió algo terrible. Si su vida era tan difícil siendo ella, ¿merecía la pena vivirla? Decidió que no, lo más fácil sería despedirse de las pocas personas a las que había aprendido a apreciar y que pensaba que la echarían un poco de menos… y marcharse para siempre dejando que el agua la rodease, que la tranquilidad del silencio por fin le diese paz.