«Los escritos de Katell muestran que, de entre todos los animales divinos, su favorito era el chavaile. Tal vez se debiese a su semejanza con la yegua blanca que la había llevado en la batalla contra los ángeles. Tal vez fuera porque sus alas le recordaban a su amado Aryava y le proporcionaban consuelo después de su muerte.»
Crónica de los animales divinos,
de Raliquand d’Orseau, miembro de
la primera Cofradía de Eruditos
La chavaile no se detuvo hasta que Rielle no empezó a pesarle en la espalda.
Aterrizaron en un pequeño precipicio rocoso salpicado de matas achaparradas de hierba y abrigado por unos peñascos tan grandes como el carruaje del rey Bastien. Rielle se deslizó hasta llegar al suelo y consiguió alejarse unos pasos antes de vaciar violentamente el estómago.
Después, sin que le quedara nada dentro, se arrastró hacia las rocas para buscar un lugar donde refugiarse del viento. Con cada movimiento, el dolor le sacudía todo el cuerpo. El veneno había hecho un trabajo excelente, se sentía como si la hubieran golpeado de arriba abajo con un martillo, en cada músculo y en cada hueso. Esperaba haberlo expulsado todo y que no fuera demasiado tarde.
Entonces oyó el pesado sonido de unos cascos.
Levantó la mirada. La chavaile se había aproximado lentamente a ella. Era más grande incluso que los mayores caballos de guerra de su padre; tenía un cuello elegante y arqueado, una larga crin negra y despeinada y unos ojos brillantes e inteligentes. Se comportaba como un caballo, pero no lo era. Las fosas nasales se le dilataban cuando aspiraba el aire a su alrededor, y las orejas puntiagudas se inclinaban hacia delante con curiosidad.
Pero entonces ladeó la cabeza, como lo hubiera hecho un humano intentando entender algo nuevo. Su presencia tenía un peso antiguo que Rielle no había sentido en ninguna otra criatura viviente.
—Hola. —Con debilidad, Rielle alargó un brazo tembloroso—. Siempre has sido mi favorito.
Una ráfaga de aire montañoso la golpeó. Ella se derrumbó, tiritando.
Tras sus ojos cerrados, la luz cambió. Entonces, al oír un movimiento, abrió los ojos y vio de forma borrosa que la chavaile descendía hasta el suelo y se ponía entre ella y el cielo abierto. El animal extendió una de sus enormes alas emplumadas —al menos tendría unos seis metros de largo—, rodeó con ella a Rielle y se la arrimó cuidadosamente al cuerpo.
Ella, acurrucada entre un caparazón de plumas grises con puntas negras y el cálido oleaje del vientre de la chavaile, respiró. El pelaje del animal era extremadamente suave, de un gris moteado como un cielo en tormenta.
—¿Eres real? —susurró ella, y le apoyó la cabeza en la barriga—. ¿De dónde saliste?
Como respuesta, la chavaile colocó el ala de una forma más segura alrededor del cuerpo de Rielle y metió la cabeza debajo. La chica sintió tras la espalda la cálida presión de su hocico, seguida por un soplo de aire caliente, como si el animal emitiera un gruñido de satisfacción.
Era un nido extraño, pero demasiado acogedor para resistirse. Rielle cayó en un duermevela. Sus sueños informes ardieron de negro.
***
Cuando se despertó, tenía la mente despejada, y la chavaile la estaba observando.
Así que no habían sido alucinaciones suyas.
Se quedó quieta, cómoda y caliente bajo el toldo de sus alas. Levantó la vista hacia ella.
—Creía que todos los animales divinos habían muerto —dijo al fin. Puso una mano vacilante sobre el hocico de la chavaile—. ¿Por qué me salvaste?
Los orificios nasales se dilataron calientes bajo sus dedos. Le acarició la superficie larga y lisa de la cara y los mechones revueltos de pelo que le caían entre los ojos, grandes y negros.
—¿Cuál será tu nombre?
La chavaile resopló con suavidad y presionó el hocico contra la palma de Rielle.
—Bueno —dijo ella sonriendo—, entonces tendré que ponerte uno.
Entonces fue cuando se acordó.
Aquella voz fina, justo antes de caer. No, de caer no. ¡Justo antes de que la empujaran!
Ahora recordaba y sabía a quién pertenecía.
—¿Puedes llevarme a casa? —preguntó—. Tengo que matar a un hombre.
La chavaile la miró sin moverse.
—No pasa nada —añadió ella enseguida—. Se lo merece. Intentó asesinarme.
La chavaile gruñó y se puso de pie. El frío golpeó a Rielle con fuerza, pero ella lo ignoró. Castañeteando los dientes, subió a una roca y montó sobre la grupa del animal.
Esta, con las orejas en punta, volteó la cabeza para mirarla.
—¿Y bien? —Rielle enrolló los dedos en su crin salvaje y negra—. ¿Qué hay que hacer para que te pongas en marcha?
Inmediatamente, el animal empezó a galopar, abrió de golpe las alas y saltó de la montaña hacia el cielo.
***
Se acercaron con rapidez a Baingarde por el norte, planeando sobre las copas de los árboles que cubrían el monte Cibelline, dieron una vuelta al castillo y se dirigieron al amplio patio de piedra que había enfrente. Este estaba lleno de gente: el padre de Rielle y la guardia de la ciudad, sus propios custodios, pajes y trabajadores del establo que se apresuraban a llevar los caballos a sus jinetes. Su padre gritaba órdenes. Un equipo de cuatro soldados montados salió por las puertas del patio que se encontraban más al sur.
Cuando Rielle se dio cuenta de que su padre estaba organizando batidas de búsqueda, la satisfacción la invadió.
Ahí estaba Audric, saltando sobre su semental, y Ludivine, levantando la mano para tocarle el brazo, y ahí...
«¡Ajá!». Ahí estaba ese pedazo de mierda llorón.
La rabia que había estado hirviendo en el corazón de Rielle entró en erupción.
Jaló suavemente de la crin de la chavaile y cambió su punto de apoyo para que el animal girara a la izquierda y descendiera. Mientras bajaban en picada, la chavaile plegó las alas a los costados. Rielle inclinó el cuerpo sobre su cuello y cerró los ojos. El viento pasaba corriendo a su lado, y ella atraía su poder como si estuviera arrancando las cuerdas de un violín. Cuando la chavaile estaba tomando tierra y la multitud se dispersaba con gritos de horror, Rielle no esperó a que el animal se detuviera y saltó al suelo.
Cruzó con furia el jardín y extendió la palma hacia delante. El viento se le tensó con rigidez en la mano como si fuera la soga de un verdugo. Su presa la vio acercarse y la miró con incredulidad, cobardía y el rostro pálido. Ella sacudió la muñeca. La soga de viento atrapó al hombre y le rodeó el cuello. Rielle, que aún estaba a unos seis metros de distancia, cerró de golpe los dos batientes de la maciza entrada a Baingarde, pegó a lord Dervin Sauvillier contra la puerta cerrada... y apretó.
Él boqueó y arañó la mano invisible que se le cerraba sobre la garganta. Rielle lo observaba con una dura sonrisa. Levantó aún más la mano. El cuerpo de lord Dervin se deslizó puerta arriba hasta que quedó colgando a unos tres metros del suelo, pateando salvajemente.
—Lady Rielle —dijo con voz ronca y la cara cada vez más roja—, ¿qué... por qué...?
—Cierra el pico, sucio cobarde —espetó Rielle—. Ya sabes por qué.
Audric corrió hacia ella.
—¡Rielle! ¿Qué estás haciendo?
—¡Para! —Ludivine se abalanzó frente a la puerta e intentó alcanzar en vano los pies de su padre—. ¡Lo matarás, Rielle!
—Él intentó matarme a mí. —Rielle juntó los dedos y los apretó. Lord Dervin se retorció, se ahogaba—. Me drogó, me subió a las montañas y me arrojó por un precipicio. Simplemente le estoy devolviendo el gesto.
A lo lejos, oía débiles gritos de asombro entre la multitud allí reunida.
Ludivine se dio la vuelta, con la boca abierta de incredulidad.
—Mientes.
—Dígaselo, lord Dervin.
Al ver que el hombre no contestaba, Rielle dio dos pasos furiosos hacia delante y casi cerró del todo el puño.
—Cuéntele la verdad a su hija —gritó—, ¡o lo ejecutaré por su crimen aquí y ahora!
Lord Dervin, con los ojos desorbitados y con el rostro de un color púrpura muy vívido e intenso, acabó confesando con voz entrecortada:
—Es cierto. Intenté matarla.
Las manos de Ludivine volaron hasta su boca. Entre la multitud ondearon exclamaciones de consternación.
Sin embargo, Rielle no se movió. Tenía los pulmones en llamas y la mano con la que sujetaba la soga radiaba un calor abrasador. Dentro de su campo visual, giraba un fleco de oro brillante.
«Mátalo», gritó su corazón.
«Mátalo», rugió su sangre enfurecida.
«Mátalo», susurró Corien.
Audric se colocó entre ella y la puerta. Le tomó la mano vacía.
—Rielle, mírame. —Su mano era suave, pero firme—. Necesito que me mires, por favor.
Ella negó con la cabeza y gruñó:
—Intentó matarme.
—Lo sé, y será castigado por ello, créeme. Yo mismo me aseguraré de que así sea.
Al oír eso, ella parpadeó. La visión se le aclaró y la sangre se le enfrió. De mala gana, apartó sus salvajes ojos de su potencial asesino y miró a Audric en su lugar.
—Por favor, cariño. —Audric le dirigió una tensa sonrisa—. Escucha mi voz y suéltalo. Si lo matas aquí, delante de todo el mundo...
Rielle sabía que tenía razón. Abruptamente, se dio la vuelta y dejó caer el brazo. Lord Dervin se deslizó hasta el suelo con un grito ahogado.
—¡Llamen a los sanadores! —gritó Ludivine mientras recogía a su padre en brazos lo mejor que podía.
—Por... ti —dijo lord Dervin con voz áspera y sibilante. Le tocó la cara—. Lo hice... por ti. Ludivine.
Rielle, con la piel vibrante y llena de una energía furiosa, volteó para echar un vistazo a la multitud boquiabierta. Cuando vio a quien buscaba, mirándola con asombro desde el centro del patio, se acercó a él inmediatamente.
—Su Santidad. —Hizo una reverencia. A continuación, habló lo suficientemente alto para que todos los allí reunidos la oyeran—. ¿Sería tan amable de acompañarme al Firmamento? Me gustaría rezarle a san Ghovan y al viento que me salvó la vida, y no se me ocurre mejor compañía que usted.
La chavaile se acercó a ella moviendo la cabeza.
El arconte, con el rostro tan pálido como el de un cadáver, no podía dejar de mirar fijamente a esa criatura.
—No lo entiendo —murmuró—. Todos los animales divinos están muertos. Lady Rielle, ¿cómo lo hizo?
Era una pregunta que ella misma se había formulado.
—Estaba a punto de morir —contestó con honestidad— y le pedí al empirio que me salvara. Me habían drogado y no podía usar mi poder, así que...
—Así que el empirio... ¿le mandó esto? —El arconte señaló con impotencia la chavaile.
Esta resopló y le sacudió el hombro a Rielle con el hocico.
El arconte, por primera vez desde que Rielle lo conocía, parecía bastante perdido.
—¿Vamos? —Ella le ofreció su brazo—. Al Firmamento.
Sin mediar palabra, el arconte la agarró del brazo y, mientras avanzaban por el patio abarrotado, le dijo en voz baja:
—Tenga cuidado, lady Rielle. Esto ya no se trata de una cuestión de pruebas y de vestidos. —Echó una ojeada hacia atrás para mirar a la chavaile, que los seguía a lo lejos. La estupefacta multitud se acercaba a ellos lo máximo que se atrevía. Algunos huían atemorizados y gritando advertencias—. Hoy el empirio la ha ayudado, pero quizá no lo haga siempre. Es mi deber ponerla a prueba. No deseo ver que se consuma.
—Ah, ¿no?
El arconte no respondió al tono provocativo de su voz. Cuando Rielle lo miró, le vio una nueva expresión en el rostro macilento y pensativo que la hizo estremecerse. No supo descifrar esa sensación.
¿Era miedo?
La voz de Corien emergió como un canturreo: «¿O es apetito?».