22

ELIANA

«Sea lo que sea lo que nos traiga el mañana, el mundo recordará esto como el día en que Astavar se mantuvo firme contra un gran mal y luchó por sus reinos hermanos caídos hasta que ya no había más lucha que dar.»

Discurso de Tavik y Eri Amaruk, reyes de Astavar,
a su ejército, 16 de agosto, año 1018 de la Tercera Edad

Eliana saltó del barco al bote salvavidas. Aterrizó de rodillas con violencia y, a continuación, utilizó a Tuora y a Borrasca para cortar las amarras del bote.

Cuando al fin se liberaron, agarró los remos y empezó a remar. A ambos lados, los tiros se estrellaban contra el agua. Los adatrox se apiñaban en el barandal del barco, y las balas soltaban chispas a cada disparo.

En el momento en el que una bala le pasó rozando la oreja, Eliana se agachó y jaló a Simon hacia abajo por el cuello de la camisa. El fuego de un cañón golpeó el agua cerca de ellos e hizo que el bote se sacudiera y que un chorro de agua congelada los salpicara.

Simon soltó una maldición, y Eliana echó un vistazo a su torso ensangrentado. Le había conseguido una chamarra y una espada de uno de los adatrox a los que había asesinado mientras protegía el bote. Pero no le servirían de nada si no conseguían llevarlo a un sanador... enseguida.

Una vez que se encontraron fuera del campo de tiro de los adatrox, Eliana le pasó los remos a Simon.

—¿Puedes remar? Solo será un minuto.

—Remaré todo el tiempo que necesites —contestó él.

Ella se dirigió rápidamente a la parte frontal del bote, se agachó junto a Simon y escaneó el agua que tenían delante.

—Deben de quedar unos cuatrocientos cincuenta metros —estimó—. Tenemos que pasar entre esos icebergs y, luego, me parece ver un camino hacia la orilla.

—¿Y de qué está hecho, si se puede saber?

—De hielo. También hay alguna roca.

—¡Ah! Cruzar el agua por un camino así está fácil para un hombre que se ha quedado ciego hace poco.

Ella no pudo evitar sonreír.

—Yo te ayudaré, y Zahra, también.

—¿Eliana? —La voz afectada del espectro hizo que la chica se diera la vuelta—. Está pasando algo.

—¿Qué?

Eliana entornó los ojos y observó lo que sucedía sobre el agua negra. La flota del Imperio, formada por treinta navíos, la mayoría enormes barcos de guerra, se movía en una larga línea a lo largo del hielo, que cada vez se hacía menos espeso.

—¿Qué hacen?

—Descríbemelo —pidió Simon.

—Se están agrupando en línea junto al hielo, uno al lado del otro y con las popas mirando al norte. —Eliana no le encontraba sentido a tal maniobra—. Es como si estuvieran formando una barrera entre el hielo y el agua abierta. ¿Es un bloqueo?

—Han dejado de disparar —observó Zahra.

Con un golpe seco, el bote embistió y rascó un bloque bajo de hielo. Eliana desembarcó enseguida y sujetó el bote con fuerza. El espectro flotaba a su lado.

—Baja por aquí —indicó la chica.

Simon buscó a tientas la espada del adatrox y obedeció. Lentamente, fue palpando el bote para encontrar el camino. Eliana lo guio a través del hielo y, a continuación, pasaron a otro gran bloque por una estrecha grieta de agua negra.

Simon levantó los ojos enrojecidos en dirección a la flota.

—¿Por qué han dejado de disparar?

—No lo sé, pero deberíamos aprovecharlo y darnos prisa.

Pero entonces, justo cuando Zahra soltaba un grito agudo y desesperado, un cuerno grave retumbó sobre el agua. Al unísono, secciones enteras de los cascos de los barcos de guerra se abrieron y se estrellaron contra el hielo. Una ola de oscuridad salió disparada de ellos y empezó a galopar salvajemente por la costa. Unos gritos discordes y estridentes llenaron el aire: aullidos, palabras incompletas y gritos furiosos.

A Eliana se le heló la sangre, más que el hielo que ahora temblaba bajo sus pies. Conocía aquel sonido, lo había oído en los laboratorios de Fidelia.

—¿Qué es eso? —Simon se puso tenso tras ella—. Eliana, dime qué está pasando.

—¡Reptadoras! —Zahra se movió junto a los hombros de Eliana—. ¡Debemos irnos, mi reina!

Pero Eliana se había quedado paralizada. Observaba cómo las criaturas avanzaban a toda velocidad por el hielo en dirección a ellos. Se movían muy deprisa, medio corriendo, medio arrastrándose. Con cada golpe, las extremidades se les doblaban de una manera antinatural.

—Fidelia —susurró Eliana, y dio dos pasos vacilantes hacia atrás.

Era justo lo que le había dicho Zahra: habían convertido en monstruos a las mujeres secuestradas de Ventera.

El espectro se estiró para alcanzar su máxima estatura, la más oscura, y rugió:

—¡Corran!

Eliana se dio la vuelta, resbaló y, al caer al suelo, se golpeó la mandíbula contra el hielo. Se levantó enseguida, encontró a Simon y le agarró la mano.

—¿Puedes ver algo? —gritó por encima del estruendo que se acercaba.

Unas campanas de alarma sonaron desde los barcos astavarianos. Estos reanudaron el fuego de sus cañones y abrieron una docena de nuevos agujeros en el hielo ante la ola invasora de reptadoras.

—¡Corre! —le gritó Simon—. ¡Y no mires atrás!

Él intentó quitársela de encima, pero ella lo agarró con fuerza.

—¡No pienso dejarte aquí!

—Te seguiré el ritmo. ¡Muévete!

Ella volteó y empezó a correr, con Simon pisándole los talones. Zahra volaba por delante, sobre el hielo, y buscaba el camino más seguro.

—¡Izquierda! —gritó el espectro, guiándolos por un delgado trozo de hielo—. ¡Salten!

Eliana se lanzó sobre una cresta de hielo y, seguidamente, sobre otro bloque que se encontraba a pocos centímetros.

—¡Aquí, Simon! —gritó por encima del hombro—. ¡Sigue mi voz!

Él saltó junto a ella, sobre el hielo. Lo golpeó con tal fuerza que los dos resbalaron. Eliana clavó a Arabeth en la superficie y, con la otra mano, agarró a Simon por la camisa. Debido al peso del chico, los músculos se le estiraron con violencia. Emitió un grito de dolor y se aferró a su daga con cada ápice de fuerza que poseía.

Simon trepó a su lado, y el bloque de hielo se inclinó de nuevo.

Una forma oscura voló por encima de sus cabezas y aterrizó con fuerza a pocos metros.

Eliana, aterrorizada, levantó la vista y vio que una oleada de reptadoras pasaba junto a ellos. Tenían una cabeza bastante humana, pero deforme y con una apariencia similar a la de una bestia. De las mandíbulas rotas les sobresalían dientes afilados. Llevaban restos de ropa desteñidos pegados al cuerpo, y las zonas de piel que Eliana pudo ver estaban salpicadas de escamas y de matas de pelo oscuro y descuidado. Olfateaban el aire como si fueran sabuesos y clavaban las uñas, gruesas y puntiagudas, en el hielo.

Todas esas mujeres habían sido secuestradas mientras dormían. Las habían arrancado de sus camas, de sus casas y de sus seres queridos y las habían convertido en... eso.

Era un destino impensable. Era el futuro que le esperaba a su madre si no conseguía encontrarla a tiempo.

Un par de reptadoras cayeron de golpe contra el hielo, se dieron la vuelta y corrieron hacia Eliana.

Zahra gritó, mientras su forma parpadeaba y desaparecía.

—¡Por aquí!

Eliana volteó y corrió. Por todos lados, un mar de reptadoras aullaba y se precipitaba hacia la orilla. Un fuego de cañón chocó contra el hielo. El impacto hizo estallar en pedazos a las mutantes que los perseguían.

Eliana se dio la vuelta; le pitaban los oídos. ¿Simon? Aún estaba ahí, preparado, con la espada desenvainada y el pelo cubierto de escarcha. Eliana siguió el reluciente camino de Zahra a través de una brecha oscura y movediza entre icebergs, a lo largo de una cresta de rocas heladas y por una extensión llana y larga de un blanco gélido.

Entonces, la forma de Zahra se estremeció y desapareció.

Eliana tropezó. El pánico le retumbaba en los oídos.

—¡Sigue corriendo! —gritó Simon.

—¿Zahra? —gritó Eliana—. ¿Dónde estás?

El espectro, que ahora era una leve distorsión en el aire, descendió junto a ella.

—Lo siento, mi reina. ¡Apenas puedo mantenerme unida!

—¡Ve a avisar a los de la flota que estamos aquí!

Hubo otra explosión justo delante de ellos. Eliana derrapó para detenerse y, al hacerlo, empujó a Simon y lo tiró al suelo. Cuerpos y fragmentos de hielo volaron por los aires. Les llovieron encima chispas ardientes.

—Y, por el amor de Dios, ¡diles que dejen de dispararnos!

Zahra salió volando.

Eliana miró hacia atrás por encima de la cabeza de Simon y, a pocos metros, vio un grupo de cuatro reptadoras agachadas sobre una cresta cubierta de hielo. Una de ellas, con el pelo enmarañado, apelmazado y oscuro, dio un zarpazo al hielo con una mano bulbosa.

—Simon —musitó Eliana—, levántate poco a poco.

Él obedeció. Juntos dieron unos pasos lentos hacia atrás.

Entonces, la reptadora líder emitió un fuerte aullido. Las cuatro, mostrando los dientes, saltaron al agua. Se movían como cucarachas: deprisa y erráticas. Simon hizo caer la espada con violencia sobre el cuello de una de ellas, cuya cabeza voló y cayó al agua. Otra se abalanzó sobre él y lo tumbó.

Una tercera se puso en dos patas y sacó las uñas. Eliana esquivó el golpe y la apuñaló en el estómago. Mientras la reptadora caía, ella le arrancó a Arabeth del vientre, volteó y lanzó la daga entre los omóplatos de la criatura que siseaba sobre el pecho de Simon. Esta rugió de dolor y cayó al suelo.

Eliana se dio la vuelta y tomó a Silbador. Pero no vio por ningún lado a la cuarta reptadora, la del pelo oscuro y enredado.

Eliana corrió hacia Simon, arrancó a Arabeth del cuerpo retorcido de su atacante y se echó a correr de nuevo.

—¡Por aquí! —lo llamó, pero Simon ya iba tras ella, respirando con dificultad—. ¿Estás bien?

—De maravilla —contestó él con voz cansada.

Por todos lados, las reptadoras gateaban sobre el hielo. Eliana pensó que había centenares. Tal vez miles.

Unos disparos partieron el aire en dos, y unos gritos humanos aterrorizados los siguieron. Eliana miró hacia el oeste. Algunas de las criaturas habían llegado a la orilla. Salían reptando del agua hacia la playa como si fueran monstruos marinos que pisaban tierra. El ejército astavariano los atacaba con revólveres y espadas, pero las reptadoras seguían llegando.

Mientras Simon y Eliana corrían, una sombra les cayó encima. Ella miró hacia arriba. Habían llegado al lugar donde se encontraba la flota de Astavar, formada por barcos pequeños y elegantes cuyos mástiles se elevaban unos treinta metros en el aire. Las reptadoras se movieron en manada hacia el más cercano, arrancaron las velas de sus mástiles y derribaron a los soldados que había en cubierta.

—Ya casi hemos llegado —gritó Eliana por encima del sonido de muerte y disparos, de los aullidos y del crujir de la madera—. ¡No te separes de mí, Simon!

Se deslizaron por la afilada pendiente de un iceberg y corrieron por un bloque llano y largo. Ahora ya habían pasado la flota de Astavar y se encontraban a solo unos cientos de metros de la orilla. A Simon le fallaron las rodillas y gritó de dolor.

Un peso brutal se estrelló contra ellos por detrás y los arrojó a ambos al suelo.

Eliana perdió la visión y la recuperó de nuevo. Mareada, levantó la vista.

Una reptadora tenía a Simon atrapado contra el suelo. Era la de antes, la de las matas de pelo oscuro y apelmazado. Esa criatura —esa mujer— rechinaba los dientes justo sobre la garganta de Simon. Este se zafó de ella con un giro y le dio un puñetazo en la mandíbula. Ella gritó una palabra confusa y familiar que Eliana reconoció: era una palabrota venterana.

Eliana saltó sobre la bestia, pero esta la apartó de un golpe con un brazo monstruoso. Ella se puso de pie enseguida y, a la vez, Simon se apartó rodando y le clavó la espada a la reptadora en un costado.

La mutante emitió un grito agónico y se agarró la herida. Su mano era bulbosa, deforme y estaba cubierta de llagas que supuraban. Eliana le vio las mismas marcas que ahora manchaban el cuerpo de Navi y sintió lástima.

Mientras dudaba, la reptadora levantó la mirada..., y al fin Eliana le vio directamente el rostro magullado.

En cuestión de segundos, miles de recuerdos se abalanzaron sobre ella.

Sentada en casa junto a Rozen, con el bebé Remy en el regazo. Su madre sujetando un libro abierto de cuentos para que Eliana pudiera leérselos en voz alta a su hermano. Eran historias de los siete santos y de los animales que los llevaban a luchar contra los ángeles.

Rozen junto a la cama de Eliana en mitad de la noche. La invasión se había apoderado del reino y su padre no había vuelto a casa.

Rozen enseñándole a Eliana cómo luchar, cómo mentir, cómo matar.

Ahora, medio viva sobre el hielo, Eliana buscaba a Rozen Ferracora en el rostro desfigurado de la mutante. El mundo, furioso, aullaba a su alrededor.

—¿Madre? —Le colocó en el pecho la mano con la que agarraba a Arabeth. Un rugido sordo le llenaba los oídos y palpitaba al ritmo de su corazón—. Soy yo. Soy... Eliana.

La reptadora parpadeó y, con voz ronca, dijo algo ininteligible. Entonces gruñó y se abalanzó sobre ella.

Simon se estrelló contra la criatura, la derribó y levantó la espada.

—¡Espera! —gritó Eliana—. ¡No le hagas daño!

Pero en ese momento la reptadora se zafó de Simon y lo golpeó en la cara.

Este cayó al suelo, y su espada salió volando sobre el hielo y se hundió en el agua. La reptadora saltó sobre él enseñando los dientes. Con el puño, que estaba atravesado por clavos de metal rodeados de carne infectada, golpeó el suelo junto a la cara de su víctima.

—¡Eliana! —rugió Simon, esquivando a la reptadora—. ¡Vete!

Pero ella ya estaba en movimiento.

Corrió con la visión empañada y, justo cuando la bestia se puso en dos patas para propinarle un golpe mortal a Simon, Eliana le hundió a Arabeth en el estómago.

La sangre salió a borbotones y le cayó sobre la mano. La reptadora se sacudió, ahogándose, se deslizó sobre Simon y se desplomó en el hielo.

Eliana se hincó al lado de la reptadora y observó cómo sus últimos alientos se apoderaban de ella. Con cada violenta inhalación, los ojos se le oscurecían y la inteligencia regresaba a ellos.

—Conozco este cuchillo —dijo la reptadora jadeando, con palabras quebradas, agitadas y apenas comprensibles. Pero Eliana oyó el hilo de una voz familiar enterrada en su interior y dejó de tener miedo—. Conozco esta cara.

Rozen le acarició con mano temblorosa la mejilla, su piel también era áspera y llena de llagas escamosas.

—Acaba con mi sufrimiento —le suplicó Rozen. Una tos húmeda se apoderó de ella—. Por favor..., mi dulce niña.

Eliana le dio un beso en la frente hinchada y febril y, a través de las lágrimas, le susurró:

—Te quiero.

Entonces le hundió a Arabeth en un costado de la garganta y miró cómo la luz abandonaba sus ojos inyectados en sangre.

***

A Eliana le zumbaba la cabeza. Su respiración se volvió agitada y débil. El mundo se esfumó, pero luego volvió de forma repentina y le robó todo el aire.

Una furia inmensa empezó a crecer en su interior... Era más ardiente y más negra que cualquier impulso violento que la hubiera llevado a pelear en el pasado.

A su alrededor, el campo de batalla rugía en una sinfonía de explosiones y de gritos agónicos. Sobre su cabeza, el fuego dibujaba arcos en el aire: los proyectiles, encendidos y a punto de estallar, se elevaban en dirección a la playa. Las reptadoras emergían del agua y se llevaban por delante a los soldados astavarianos.

—Eliana —le dijo Simon, muy de cerca—, tenemos que movernos.

Su voz, firme pero extremadamente dulce, fue lo que la acabó de romper.

Eliana gritó.

El mundo gritó con ella.

***

Por un momento —breve, pero salvaje e imposible de entender—, Eliana lo vio todo.

El hielo, el cielo y el agua cobraron vida. Lo vio todo tal como era: un velo, nada más. Una capa que escondía algo increíble y divino.

El tiempo se ralentizó.

Se vio a sí misma y a Simon, ambos ensangrentados y temblando. Vio que en la playa había un enjambre de monstruos y que las proas de la flota del Imperio avanzaban cortando el hielo. Oyó los gritos de ayuda de los soldados astavarianos y le pareció escuchar al príncipe Malik Amaruk exclamar órdenes a aquellos que luchaban en la playa. Le pareció oír a Remy, escondido en el castillo de Navi, susurrando: «Espero que estés bien, Eliana».

También le pareció oír una voz que flotaba a través del océano para decirle: «Lo he sentido, Eliana. Ya no puedes esconderte de mí».

Ella, que no veía nada y lo veía todo a la vez, miró fijamente el mundo glacial que estallaba a su alrededor.

El dolor hizo que unos dedos helados se le cerraran sobre la garganta.

«Te consumirá.» La voz de su madre. Ahora no era más que un recuerdo.

Cayó de rodillas. Apartó las manos de Simon de un empujón y emitió una protesta sin palabras.

«No me consumirá.»

A continuación, golpeó los puños con fuerza contra el hielo y se dobló sobre sí misma. Le costaba respirar.

A su alrededor, los ruidos de la batalla menguaron. Ella existía dentro de un capullo, donde el agua lamía el hielo, donde el hielo estaba caliente por la sangre de su madre, donde la sangre le manchaba las manos apretadas.

El agua retumbaba y se movía. El hielo se partió. El cuerpo de Rozen se deslizó hasta el agua y desapareció. Un ruido sordo y percutivo golpeó el aire. Unas luces brillantes empezaron a centellear... Eran demasiadas... Y estaban furiosas.

Un grito amortiguado la sacó de dondequiera que hubiera ido.

Parpadeó. Parpadeó de nuevo.

Simon la puso de pie.

—Estás ardiendo. Anda, vámonos. Dios mío, Eliana, ¿qué hiciste?

Ella no contestó, porque, en realidad, no tenía respuesta. Una sensación cargada la jalaba de las manos y le mordisqueaba la piel.

Se metieron dentro del agua glacial, que les llegaba a las rodillas. Vio que sus pies vadeaban un océano plagado de pedazos de hielo y sintió que las botas le resbalaban en el lodo.

—¡Para, Eliana!

Estaba de pie sobre arena movediza, y el agua le lamía los talones. «La orilla.»

—¡Mírame! —Simon le gritaba, pero el campo de luz que tenía frente a sus ojos era demasiado brillante, demasiado terrible.

Cerró con fuerza los ojos y volteó hacia él. Su cuerpo era incapaz de seguir manteniéndose en pie. Se cayó al suelo, Simon fue hacia ella y la sostuvo entre los brazos. El viento aullaba a su alrededor, y el hielo y la arena le azotaban la piel.

—¿Qué está pasando? —murmuró Eliana.

Un ataque de tos brutal se apoderó de ella. Le dolían todos los huesos del cuerpo, le ardían todos los músculos.

Una mano fría le retiró el pelo de la frente hacia atrás.

—Mira lo que estás haciendo, Eliana. Necesito que abras los ojos, vamos.

Ella se obligó a obedecer y miró hacia el mar. Vio relámpagos que destellaban; a cada segundo había tres descargas que pintaban el campo de batalla de un color plateado y trémulo. Estos hacían pedazos a las reptadoras que aún nadaban hacia la orilla. Los icebergs entraban en erupción y llameaban. Las olas, negras y embravecidas, se estrellaban contra la flota imperial. Un viento salvaje arrancaba las velas de sus mástiles y creaba remolinos que se tragaban los barcos de guerra y los rompían por la mitad.

—¡Detenlo ya! —le gritó Simon por encima del viento.

—¿Lo estoy haciendo yo? —murmuró ella.

Entonces se dio cuenta de que no estaba respirando, de que la tormenta le había absorbido todo el aire de los pulmones. Con cada bocanada, el pecho le dolía y se le partía en dos.

Simon le sujetó firmemente la cara con las manos.

—Por favor, Eliana, mírame, mírame a los ojos.

Ella lo hizo. Los sollozos que no pretendía soltar le salieron de la garganta.

—La maté. ¡No pude salvarla!

—Lo sé. —Él le limpió la arena del rostro—. Lo siento. Pero ahora debes parar o nos matarás a todos.

Eliana negó con la cabeza. Bajo el rugido frenético de su desesperación, se dio cuenta de que, sin saber bien cómo, ella era la responsable de aquel caos: el mundo hacía eco de su propia rabia. Zahra tenía razón, y Simon, también. Había algo imposible en su interior. Siempre había creído que se trataba de un monstruo que ella había creado, un monstruo forjado con la violencia que ella había administrado para sobrevivir.

Pero la verdad era esta: su madre le había dado ese monstruo. La Reina Sangrienta. La Hunderreyes. Una traidora y una mentirosa.

En ese momento, Eliana decidió odiarla.

—¡No sé cómo detenerlo! —gritó.

Los dedos le ardían con la tormenta, y esa sensación le revolvió el estómago. Veía que los barcos se hacían añicos y que los soldados nadaban para salvar sus vidas. Las olas negras se levantaban hacia la orilla.

—Agárrate a mí —le susurró Simon, y la acurrucó contra su pecho—. Agárrate a mí y piensa en Remy. Piensa en Navi. —Le puso una fría mejilla sobre la frente—. Piensa en tu hogar.

«Hogar.» ¿Cuál era su hogar ahora? ¿Orline? ¿O Celdaria?

Con aquella tormenta enfurecida, no conseguía recordar ningún sitio.

En vez de eso, escuchó el latido salvaje del corazón de Simon, imaginó que la voz de Remy le contaba un cuento antes de ir a dormir y respiró.