TERCERA JORNADA

Sale CLARÍN.

CLARÍN    En una encantada torre,
por lo que sé vivo preso;
¿qué me harán por lo que ignoro,
si por lo que sé me han muerto?
¡Que un hombre con tanta hambre
viniese a morir viviendo!
¡Lástima tengo de mí!
Todos dirán: «Bien lo creo»;
y bien se puede creer,
pues para mí este silencio
no conforma con el nombre
Clarín, y callar no puedo.
Quien me hace compañía
aquí, si a decirlo acierto,
son arañas y ratones:
¡miren qué dulces jilgueros!
De los sueños de esta noche
la triste cabeza tengo
llena de mil chirimías,
de trompetas y embelecos,
de procesiones, de cruces,
de disciplinantes; y estos,
unos suben, otros bajan,
otros se desmayan viendo
la sangre que llevan otros.
Mas yo, la verdad diciendo,
de no comer me desmayo;
que en esta prisión me veo,
donde ya todos los días
en el filósofo leo
Nicomedes, y las noches
en el concilio niceno.
Si llaman santo al callar,
como en calendario nuevo,
san Secreto es para mí,
pues le ayuno y no le huelgo;
aunque está bien merecido
el castigo que padezco,
pues callé, siendo crïado,
que es el mayor sacrilegio.

Clarín está prisionero en un lugar de la torre por orden de Clotaldo, que así intenta que no cuente lo que sabe, como le ha dicho al final de la jornada anterior. Su monólogo —habla solo— es propio del gracioso que es, porque su lamento se centra en el hambre que pasa y enlaza juegos de palabras para describir su ayuno: lee al filósofo o matemático «Nicomedes», y no es que lo haga, sino que, roto su nombre, «Ni comedes» expresa bien lo que le pasa; y para las noches alude al concilio de Nicea (año 325), pero solo porque la palabra «niceno» es paralela a la anterior, «ni ceno». Hay un refrán que dice «al buen callar llaman santo», y él lo añade al santoral —«en calendario nuevo» con ese nuevo santo— con el nombre de san Secreto; y se lo pone porque por él ayuna —no come—, pero no disfruta de la fiesta con que se celebra a los santos con la comida correspondiente. Sin embargo, asume que ha merecido el castigo que sufre porque ha cometido un sacrilegio, una indignidad: callar siendo criado, cuando a ellos los caracteriza el hablar.

Al comienzo ha dicho que el silencio de la torre no se aviene con su nombre, el de Clarín; y le hacen compañía arañas y ratones, que tampoco son adecuados para un Clarín, de ahí su exclamación de «¡qué dulces jilgueros!», pues los pájaros sí podrían acompañar la música de un clarín. Y sus sueños le han dejado la cabeza llena de sonidos de instrumentos de viento como las chirimías —parecidas a los clarinetes— o las trompetas (no olvidemos que él se llama Clarín), y de «embelecos» o engaños. Ha soñado con procesiones de Semana Santa, que es tiempo de dolor y de ayuno, y con disciplinantes que se azotan con las disciplinas —una especie de látigo—, haciendo penitencia por sus pecados, de ahí la sangre que ven en los demás y que los lleva a desmayarse. Es como si viera su futuro porque, en jerga de ladrones, se llama disciplinante al azotado por sus delitos; por eso dice que «unos suben, otros bajan», como en la rueda de la fortuna. A él lo que le provoca desmayarse en ese momento es el no comer, y así enlaza su sueño con su situación real, ya comentada.

Ruido de cajas y gente, y dicen dentro:

SOLDADO 1.º Esta es la torre en que está.
Echad la puerta en el suelo;
entrad todos.

CLARÍN ¡Vive Dios!

Que a mí me buscan es cierto
pues dicen que aquí estoy.
¿Qué me querrán?

Salen los SOLDADOS que pudieren.

SOLDADO 1.º Entrad dentro.

SOLDADO 2.º Aquí está.

CLARÍN No está.

TODOS Señor…

CLARÍN ¿Si vienen borrachos estos?

SOLDADO 2.º Tú nuestro príncipe eres;
ni admitimos ni queremos
sino al señor natural,
y no príncipe extranjero.
A todos nos da los pies.

TODOS ¡Viva el gran príncipe nuestro!

CLARÍN (¡Vive Dios, que va de veras!
¿Si es costumbre en este reino
prender uno cada día
y hacerle príncipe, y luego
volverle a la torre? Sí,
pues cada día lo veo;
fuerza es hacer mi papel).

TODOS Danos tus plantas.

CLARÍN No puedo,

porque las he menester
para mí, y fuera defecto
ser príncipe desplantado.

SOLDADO 2.º Todos a tu padre mesmo
le dijimos que a ti solo
por príncipe conocemos,
no al de Moscovia.

CLARÍN ¿A mi padre

le perdisteis el respeto?
Sois unos tales por cuales.

SOLDADO 1.º Fue lealtad de nuestros pechos.

CLARÍN Si fue lealtad, yo os perdono.

SOLDADO 2.º Sal a restaurar tu imperio.
¡Viva Segismundo!

TODOS ¡Viva!

CLARÍN (¿Segismundo dicen? Bueno: (Aparte).
Segismundos llaman todos
los príncipes contrahechos).

Suenan tambores —«cajas»— y entran los soldados en la torre, en donde están encerrados Clarín y Segismundo en distintas estancias. Y primero encuentran a Clarín, que acepta el papel que le dan: el de ser príncipe. Los soldados exponen el motivo de su revuelta: no quieren un príncipe extranjero —lo es Astolfo, por ser de Moscovia—, sino «al señor natural», de su país. Clarín, que justifica el absurdo de que lo reverencien a él como príncipe pensando que debe de ser costumbre de tal reino prender a uno, hacerle príncipe y luego devolverlo a la torre, como ha visto él que le había pasado a Segismundo, no deja por ello de soltar sus gracias. Por eso, ante el saludo con reverencia de los soldados, «danos tus plantas», se negará jugando con la palabra en su sentido recto: si les diera sus plantas, sería «príncipe desplantado», sin ellas, es decir, «desarraigado». Aceptará también el enfrentamiento con su supuesto padre e incluso el que lo llamen Segismundo, justificándolo por si a todos los príncipes fingidos, falsos —«contrahechos»—, los llaman así. Está dispuesto a aceptarlo todo si a cambio es príncipe y lo sacan de la cárcel.

Sale SEGISMUNDO.

SEGISMUNDO ¿Quién nombra aquí a Segismundo?

CLARÍN (¡Mas que soy príncipe huero!) (Aparte).

SOLDADO 2.º ¿Quién es Segismundo?

SEGISMUNDO Yo.

SOLDADO 2.º Pues, ¿cómo, atrevido y necio,
tú te hacías Segismundo?

CLARÍN ¿Yo Segismundo? Eso niego.
Que vosotros fuisteis quien
me segismundasteis; luego
vuestra ha sido solamente
necedad y atrevimiento.

SOLDADO 1.º Gran príncipe Segismundo
—que las señas que traemos
tuyas son, aunque por fe
te aclamamos señor nuestro—,
tu padre, el gran rey Basilio,
temeroso que los cielos
cumplan un hado que dice
que ha de verse a tus pies puesto
vencido de ti, pretende
quitarte acción y derecho
y dársela a Astolfo, duque
de Moscovia. Para esto
juntó su corte, y el vulgo,
penetrando ya y sabiendo
que tiene rey natural,
no quiere que un extranjero
venga a mandarle; y así,
haciendo noble desprecio
de la inclemencia del hado,
te ha buscado donde preso
vives, para que, valido
de sus armas y saliendo
de esta torre a restaurar
tu imperial corona y cetro,
se la quites a un tirano.
Sal, pues, que en ese desierto
ejército numeroso
de bandidos y plebeyos
te aclama. La libertad
te espera; oye sus acentos.

TODOS ¡Viva Segismundo, viva! (Dentro).

Clarín, al oír que Segismundo contesta, se ve como «príncipe huero», es decir, «vacío», sin existencia; y se defiende alegando que fueron ellos los que lo convirtieron en Segismundo, lo «segismundaron». El soldado se dirige entonces al príncipe, hablando en nombre de los demás, para aclamarlo como señor porque las señas que de él tienen coinciden con su aspecto, aunque ya lo habían hecho antes por fe, sin haberlo visto. Resume lo que los lleva a liberarlo: el pueblo, al llegar a saber —«penetrando»— que tiene rey natural de su país, no quiere que un extranjero venga a mandarles. No tienen en cuenta la falta de clemencia —de «compasión»— del hado con el pronóstico que ha causado su prisión y vienen a liberarlo para que pueda recuperar su corona y su cetro, el mando de su reino; y lo hará amparado —«valido»— por las armas de la gente, que son «bandidos» o gente de su «bando», y «plebeyos», gente de la plebe, del pueblo, que lo aclaman en ese «desierto» o lugar despoblado, sin nadie.

SEGISMUNDO ¿Otra vez —¿qué es esto, cielos?—
queréis que sueñe grandezas
que ha de deshacer el tiempo?
¿Otra vez queréis que vea
entre sombras y bosquejos
la majestad y la pompa
desvanecida del viento?
¿Otra vez queréis que toque
el desengaño, o el riesgo
a que el humano poder
nace humilde y vive atento?
Pues ¡no ha de ser, no ha de ser!
Miradme otra vez sujeto
a mi fortuna. Y pues sé
que toda esta vida es sueño,
idos, sombras, que fingís
hoy a mis sentidos muertos
cuerpo y voz, siendo verdad
que ni tenéis voz ni cuerpo;
que no quiero majestades
fingidas, pompas no quiero.
Fantásticas ilusiones,
que al soplo menos ligero
del aura han de deshacerse,
bien como el florido almendro
que, por madrugar sus flores
sin aviso y sin consejo,
al primer soplo se apagan,
marchitando y desluciendo
de sus rosados capillos
belleza, luz y ornamento.
Ya os conozco, ya os conozco,
y sé que os pasa lo mesmo
con cualquiera que se duerme.
Para mí no hay fingimientos,
que, desengañado ya,
sé bien que la vida es sueño.

SOLDADO 2.º Si piensas que te engañamos,
vuelve a ese monte soberbio
los ojos, para que veas
la gente que aguarda en ellos
para obedecerte.

SEGISMUNDO Ya

otra vez vi aquesto mesmo
tan clara y distintamente
como agora lo estoy viendo,
y fue sueño.

SOLDADO 1.º Cosas grandes

siempre, gran señor, trajeron
anuncios; y esto sería,
si lo soñaste primero.

SEGISMUNDO Dices bien, anuncio fue;
y, caso que fuese cierto,
pues que la vida es tan corta,
soñemos, alma, soñemos
otra vez; pero ha de ser
con atención y consejo
de que hemos de despertar
de este gusto al mejor tiempo;
que, llevándolo sabido,
será el desengaño menos,
que es hacer burla del daño
adelantarle el consejo.
Y con esta prevención
de que, cuando fuese cierto,
es todo el poder prestado
y ha de volverse a su dueño,
atrevámonos a todo.
Vasallos, yo os agradezco
la lealtad; en mí lleváis
quien os libre, osado y diestro,
de extranjera esclavitud.
Tocad al arma, que presto
veréis mi inmenso valor.
Contra mi padre pretendo
tocar armas y sacar
verdaderos a los cielos:
presto he de verle a mis plantas.
(Mas, si antes de esto despierto, (Aparte).
¿no será bien no decirlo,
supuesto que no he de hacerlo?).

TODOS ¡Viva Segismundo, viva!

A Segismundo le parece que está soñando otra vez. Ve «entre sombras y bosquejos» la majestad, el poder; es como si contemplara el esbozo de una pintura y las sombras o color oscuro que pintan los pintores para realzar las figuras. Por eso luego habla de que ve ilusiones que se van a desvanecer enseguida, y recuerda las tempranas flores del almendro, que, al no ser prudentes, acaban destruidas por el frío, y marchitos sus capullos. No quiere creer de nuevo en la verdad de lo que está viendo porque está desengañado por lo que vivió y fue sueño. Y ante la prueba que le muestra el soldado de que es verdad y no sueño, él recuerda que ya vivió algo parecido y sí fue sueño. Tal vez fuera un anuncio —le dice el otro soldado— de lo que ahora estaba sucediendo. Y entonces Segismundo decide aceptar esa realidad sabiendo que puede desvanecerse en el momento menos pensado —«al mejor tiempo»—, y se pone al frente de los vasallos que lo aclaman para enfrentarse a su padre, que es quien ha elegido al extranjero príncipe Astolfo como sucesor. Sin embargo, ese convencimiento de que todo puede desaparecer como soñado lo llevará ya a actuar de otra forma.

Sale CLOTALDO.

CLOTALDO ¿Qué alboroto es este, cielos?

SEGISMUNDO Clotaldo.

CLOTALDO Señor… (En mí (Aparte).

su crueldad prueba).

CLARÍN (Yo apuesto (Aparte).

que le despeña del monte).

Vase.

CLOTALDO A tus reales plantas llego,
ya sé que a morir.

SEGISMUNDO Levanta,

levanta, padre, del suelo,
que tú has de ser norte y guía
de quien fíe mis aciertos;
que ya sé que mi crïanza
a tu mucha lealtad debo.
Dame los brazos.

CLOTALDO ¿Qué dices?

SEGISMUNDO Que estoy soñando y que quiero
obrar bien, pues no se pierde
obrar bien aun entre sueños.

CLOTALDO Pues, señor, si el obrar bien
es ya tu blasón, es cierto
que no te ofenda el que yo
hoy solicite lo mesmo.
A tu padre has de hacer guerra;
yo aconsejarte no puedo
contra mi rey, ni valerte.
A tus plantas estoy puesto;
dame la muerte.

SEGISMUNDO ¡Villano,

traidor, ingrato! (Mas ¡cielos! (Aparte).
reportarme me conviene,
que aún no sé si estoy despierto).
Clotaldo, vuestro valor
os envidio y agradezco.
Idos a servir al rey;
que en el campo nos veremos.
Vosotros, tocad al arma.

CLOTALDO Mil veces tus plantas beso.

Vase.

SEGISMUNDO A reinar, fortuna, vamos;
no me despiertes si duermo,
y si es verdad, no me duermas.
Mas, sea verdad o sueño,
obrar bien es lo que importa:
si fuere verdad, por serlo;
si no, por ganar amigos
para cuando despertemos.

Vanse, y tocan al arma.

Segismundo reconoce la «crïanza» o educación que le ha dado Clotaldo. De él ha aprendido precisamente la gran lección: «que aun en sueños / no se pierde el hacer bien». Clotaldo, una vez ha visto que la divisa del príncipe —su blasón— es obrar bien, le puede pedir que lo deje ser fiel a su padre en la guerra. Y Segismundo sabe ya frenar su primer impulso y citarlo en el campo de batalla, en bandos opuestos: «que en el campo nos veremos».

Salen el rey BASILIO y ASTOLFO.

BASILIO   ¿Quién, Astolfo, podrá parar, prudente,
la furia de un caballo desbocado?
¿Quién detener de un río la corriente
que corre al mar, soberbio y despeñado?
¿Quién un peñasco suspender, valiente,
de la cima de un monte desgajado?
Pues todo fácil de parar ha sido,
y un vulgo no, soberbio y atrevido.
Dígalo en bandos el rumor partido,
pues se oye resonar en lo profundo
de los montes el eco repetido:
unos, «Astolfo», y otros, «Segismundo».
El dosel de la jura, reducido
a segunda intención, a horror segundo,
teatro funesto es, donde importuna
representa tragedias la fortuna.

ASTOLFO   Suspéndase, señor, el alegría,
cese el aplauso y gusto lisonjero
que tu mano feliz me prometía;
que si Polonia, a quien mandar espero,
hoy se resiste a la obediencia mía,
es por que la merezca yo primero.
Dadme un caballo y, de arrogancia lleno,
rayo descienda el que blasona trueno.

Vase.

BASILIO   Poco reparo tiene lo infalible,
y mucho riesgo lo previsto tiene;
si ha de ser, la defensa es imposible,
que quien la excusa más, más la previene.
¡Dura ley! ¡Fuerte caso! ¡Horror terrible!
Quien piensa que huye el riesgo al riesgo viene.
Con lo que yo guardaba me he perdido;
yo mismo, yo, mi patria he destrüido.

El rey Basilio le dice a Astolfo que no se puede parar la rebelión del pueblo, atrevido y soberbio, en su opinión. Lo confirma el eco que el monte repite de los gritos de los dos bandos de la guerra civil, que enfrenta a los partidarios del príncipe Segimundo, el heredero legítimo, y a los de Astolfo, al que iban a jurar como tal por voluntad del rey Basilio. El dosel —sinónimo del trono, como ya se ha comentado—, donde tenía Astolfo que jurar su cargo, y donde los nobles debían aceptarlo en una ceremonia festiva, ha cambiado su significado en otro oculto, horroroso, porque ahora ese escenario —el trono estaría en un estrado— es un teatro en el que la fortuna —el destino—, inoportuna, representa tragedias. Astolfo le pide un caballo para intervenir en la lucha y merecer así lo que el rey le había prometido; quiere ser ya no trueno como ahora con sus palabras, que solo asustan, sino rayo con su acción destructora.

Al quedarse solo, el rey Basilio sentencia que poco resguardo hay contra lo inevitable. Es muy peligroso prever algo, porque, si ha de suceder, es imposible defenderse de ello, y quien más lo intenta más ayuda a que ocurra. Huyendo del peligro se va hacia él, de tal forma que él ha destruido su patria cuando intentó evitar que así sucediera. «¡Fuerte caso!» exclama, es decir: ¡Terrible fortuna!

Sale ESTRELLA.

ESTRELLA   Si tu presencia, gran señor, no trata
de enfrenar el tumulto sucedido,
que de uno en otro bando se dilata
por las calles y plazas, dividido,
verás tu reino en ondas de escarlata
nadar, entre la púrpura teñido
de su sangre; que ya con triste modo
todo es desdichas y tragedias todo.
Tanta es la ruina de tu imperio, tanta
la fuerza del rigor duro y sangriento,
que visto admira y escuchado espanta.
El sol se turba y se embaraza el viento;
cada piedra un pirámide levanta
y cada flor construye un monumento;
cada edificio es un sepulcro altivo,
cada soldado un esqueleto vivo.

Sale CLOTALDO.

CLOTALDO   ¡Gracias a Dios que vivo a tus pies llego!

BASILIO Clotaldo, pues ¿qué hay de Segismundo?

CLOTALDO Que el vulgo, monstruo despeñado y ciego,
la torre penetró y de lo profundo
de ella sacó su príncipe, que, luego
que vio segunda vez su honor segundo,
valiente se mostró, diciendo fiero
que ha de sacar al cielo verdadero.

BASILIO   Dadme un caballo, porque yo en persona
vencer valiente a un hijo ingrato quiero;
y en la defensa ya de mi corona
lo que la ciencia erró venza el acero.

Vase.

ESTRELLA Pues yo al lado del sol seré Belona.
Poner mi nombre junto al tuyo espero;
que he de volar sobre tendidas alas
a competir con la deidad de Palas.

Vase, y tocan al arma.

Estrella describe el horror de la guerra: la sangre se visualiza en las «ondas de escarlata» que cubren el reino, o al imaginarlo «entre la púrpura teñido / de su sangre»; el color rojo une la sangre vertida con la púrpura, símbolo de la majestad real, puesto que es una lucha causada por la sucesión en el poder. La propia naturaleza se altera ante tanta crueldad: el sol se conmueve y el viento se detiene; todo en ella construye sepulcros, monumentos funerarios («pirámide» podía ser masculino): lo hace cada piedra, cada flor. Los soldados son esqueletos vivos porque muchos van a morir.

Clotaldo cuenta al rey lo sucedido según su punto de vista, por eso llama «monstruo» al pueblo, y cómo el príncipe, al ver por segunda vez su honra verdadera, de sucesor del rey, proclama que va a conseguir que el pronóstico del cielo sea cierto (pondrá, por tanto, a su padre a sus pies). Y el rey se propone vencer con su espada lo que la astrología dijo mal: sojuzgar a ese hijo que se enfrenta a él.

Estrella quiere ser, al lado del rey —el sol—, Belona, la diosa romana de la guerra, y volando con las alas de la Victoria —el triunfo— competir con Palas Atenea, la diosa griega guerrera.

Sale ROSAURA y detiene a CLOTALDO.

ROSAURA    Aunque el valor que se encierra
en tu pecho desde allí
da voces, óyeme a mí,
que yo sé que todo es guerra.
   Ya sabes que yo llegué
pobre, humilde y desdichada
a Polonia y, amparada
de tu valor, en ti hallé
   piedad. Mandásteme, ¡ay cielos!,
que disfrazada viviese
en palacio y pretendiese,
disimulando mis celos,
   guardarme de Astolfo. En fin,
él me vio, y tanto atropella
mi honor que, viéndome, a Estrella
de noche habla en un jardín.
   De este la llave he tomado
y te podré dar lugar
de que en él puedas entrar
a dar fin a mi cuidado.
   Aquí, altivo, osado y fuerte,
volver por mi honor podrás,
pues que ya resuelto estás
a vengarme con su muerte.

CLOTALDO   Verdad es que me incliné,
desde el punto que te vi,
a hacer, Rosaura, por ti
—testigo tu llanto fue—
   cuanto mi vida pudiese.
Lo primero que intenté
quitarte aquel traje fue,
por que, si Astolfo te viese,
   te viese en tu propio traje,
sin juzgar a liviandad
la loca temeridad
que hace del honor ultraje.
   En este tiempo trazaba
cómo cobrar se pudiese
tu honor perdido, aunque fuese
—tanto tu honor me arrestaba—
   dando muerte a Astolfo. ¡Mira
qué caduco desvarío!
Si bien, no siendo rey mío,
ni me asombra ni me admira.
   Darle pensé muerte; cuando
Segismundo pretendió
dármela a mí, y él llegó,
su peligro atropellando,
   a hacer en defensa mía
muestras de su voluntad,
que fueron temeridad
pasando de valentía.
   Pues, ¿cómo yo agora, advierte,
teniendo alma agradecida,
a quien me ha dado la vida
le tengo de dar la muerte?
   Y así, entre los dos partido
el efecto y el cuidado,
viendo que a ti te la he dado,
y que de él la he recibido,
   no sé a qué parte acudir,
no sé qué parte ayudar.
Si a ti me obligué con dar,
de él lo estoy con recibir;
   y así, en la acción que se ofrece,
nada a mi amor satisface,
porque soy persona que hace
y persona que padece.

Rosaura le pide a Clotaldo que la escuche, aunque sabe que quiere participar en la guerra, llevado por su valor; y le cuenta cómo Astolfo, a pesar de haberla visto, sigue cortejando a Estrella y habla con ella de noche en un jardín. Ha conseguido la llave de ese lugar y quiere dársela para que él pueda entrar y dar fin a su angustia; así podrá devolverle su honor matando al príncipe. Pero Clotaldo —que sigue ocultando a Rosaura que es su padre— argumenta que no puede hacerlo. Primero quiso que dejara su disfraz de hombre para que Astolfo no creyera que tenía un comportamiento impropio de una dama, porque, con ese atrevimiento, manchaba su honor; acepta que, en un comienzo, pensó en matar al príncipe —tanta osadía le daba querer restaurar su honor—, y no se asombra de haber contemplado tal posibilidad porque entonces aún no era su futuro rey, pero la exclamación «¡qué caduco desvarío!» indica que ahora lo considera así, una locura de viejo. Le recuerda cómo Astolfo le salvó la vida cuando Segismundo quiso quitársela, despreciando el peligro que corría y dando muestras de su afecto hacia él. Ahora no sabe qué hacer, se halla entre «el efecto y el cuidado», es decir, entre actuar en defensa de su honor y la preocupación que le causa hacerlo, porque a ella le ha dado la vida (y el espectador sabe que se la ha dado doblemente porque es su padre), y el príncipe se la ha dado a él. Se define en ese momento de indecisión como «persona que hace / y persona que padece»: activa porque ha dado la vida y pasiva porque la ha recibido.

ROSAURA   No tengo que prevenir
que, en un varón singular,
cuanto es noble acción el dar
es bajeza el recibir.
   Y este principio asentado,
no has de estarle agradecido,
supuesto que si él ha sido
el que la vida te ha dado,
   y tú a mí, evidente cosa
es que él forzó tu nobleza
a que hiciese una bajeza,
y yo una acción generosa.
   Luego estás de él ofendido,
luego estás de mí obligado,
supuesto que a mí me has dado
lo que de él has recibido;
   y así debes acudir
a mi honor en riesgo tanto,
pues yo le prefiero cuanto
va de dar a recibir.

CLOTALDO   Aunque la nobleza vive
de la parte del que da,
el agradecerla está
de parte del que recibe;
   y pues ya dar he sabido,
ya tengo con nombre honroso
el nombre de generoso;
déjame el de agradecido,
   pues le puedo conseguir
siendo agradecido cuanto
liberal, pues honra tanto
el dar como el recibir.

ROSAURA   De ti recibí la vida,
y tú mismo me dijiste,
cuando la vida me diste,
que la que estaba ofendida
   no era vida. Luego yo
nada de ti he recibido,
pues vida no vida ha sido
la que tu mano me dio.
   Y si debes ser primero
liberal que agradecido
—como de ti mismo he oído—,
que me des la vida espero;
   que no me la has dado; y pues
el dar engrandece más,
sé antes liberal; serás
agradecido después.

Rosaura y Clotaldo compiten en aportar argumentos a su deseo: ella quiere que la vengue matando a Astolfo, y él no está dispuesto a hacerlo.

Comienza ella diciéndole que no hace falta advertir —«prevenir»— que, para un varón excelente —«singular»—, dar es una noble acción, y no lo es recibir. En este punto de partida asienta su argumento de que Astolfo ha llevado a Clotaldo a sufrir una bajeza, mientras ella le ha permitido hacer una acción generosa; por tanto, tiene que actuar para devolverle su honor, y es preferible que actúe a favor de ella y no de él («yo le prefiero», debo ser antepuesta a él).

El experto cortesano no se dejará vencer por este razonamiento y opondrá el ser agradecido a ser generoso —«liberal»—, pues él ya lo ha sido, porque le ha dado la vida, ahora le toca ser agradecido con Astolfo, que se la dio a él. Pero Rosaura, imbatible, retomará ahora otro argumento partiendo de palabras del propio Clotaldo; como él había dicho, vida sin honor no es vida («vida no vida ha sido», por tanto, él no se la había dado, y ahora tiene que devolverle su honor y ser así generoso antes de poder ser agradecido.

CLOTALDO   Vencido de tu argumento,
antes liberal seré.
Yo, Rosaura, te daré
mi hacienda, y en un convento
   vive; que está bien pensado
el medio que solicito,
pues huyendo de un delito,
te recoges a un sagrado;
   que, cuando tan dividido
el reino desdichas siente,
no he de ser yo quien las aumente,
habiendo noble nacido.
   Con el remedio elegido
soy con el reino leal,
soy contigo liberal,
con Astolfo agradecido;
   y así escogerle te cuadre,
quedándose entre los dos;
que no hiciera, ¡vive Dios!,
más cuando fuera tu padre.

ROSAURA
Cuando tú mi padre fueras,
sufriera esa injuria yo;
pero no siéndolo, no.

CLOTALDO Pues ¿qué es lo que hacer esperas?

ROSAURA   Matar al duque.

CLOTALDO Una dama

que padre no ha conocido
¿tanto valor ha tenido?

ROSAURA Sí.

CLOTALDO ¿Quién te alienta?

ROSAURA    Mi fama.

CLOTALDO    Mira que a Astolfo has de ver…

ESTRELLA Todo mi honor lo atropella.

CLOTALDO … tu rey y esposo de Estrella.

ROSAURA ¡Vive Dios, que no ha de ser!

CLOTALDO   Es locura.

ROSAURA Ya lo veo.

CLOTALDO Pues véncela.

ROSAURA No podré.

CLOTALDO Pues perderás…

ROSAURA Ya lo sé.

CLOTALDO … vida y honor.

ROSAURA Bien lo creo.

CLOTALDO   ¿Qué intentas?

ROSAURA Mi muerte.

CLOTALDO Mira

que eso es despecho.

ROSAURA Es honor.

CLOTALDO Es desatino.

ROSAURA Es valor.

CLOTALDO Es frenesí.

ROSAURA Es rabia, es ira.

CLOTALDO   En fin, ¿que no se da medio

a tu ciega pasión?

ROSAURA No.

CLOTALDO ¿Quién ha de ayudarte?

ROSAURA Yo.

CLOTALDO ¿No hay remedio?

ROSAURA No hay remedio.

CLOTALDO   Piensa bien si hay otros modos.

ROSAURA Perderme de otra manera.

Vase.

CLOTALDO Pues has de perderte, espera,
hija, y perdámonos todos.

Vase.

Clotaldo quiere darle sus riquezas como dote para entrar en un convento, y le dice que así, huyendo de un delito —la deshonra que le ha causado Astolfo—, se acoge a «un sagrado», un refugio (porque los delincuentes se acogían a la iglesia, donde la justicia no podía entrar), y además lo es porque el convento es un lugar sagrado, dedicado al culto divino. Es un remedio que a él le conviene, como reconoce, y pretende que también lo sea para ella. Tal solución sería un secreto que quedaría entre ambos. Sin embargo, Rosaura no está dispuesta a aceptar ese encierro en el convento, que le parece una injuria, una ofensa, y, al contrario, se ve con fuerzas para vengar ella misma su deshonra. La rápida serie de réplicas muestra esta determinación, que Clotaldo califica de «despecho» o desesperación —suicidio—, porque dice Rosaura que pretende su muerte, y de «frenesí» o delirio. El viejo cortesano solo la llama «hija» cuando ella se ha ido ya.

Tocan y salen, marchando, SOLDADOS; CLARÍN
y
SEGISMUNDO, vestido de pieles.

SEGISMUNDO    Si este día me viera
Roma en los triunfos de su edad primera,
¡oh, cuánto se alegrara
viendo lograr una ocasión tan rara
de tener una fiera
que sus grandes ejércitos rigiera,
a cuyo altivo aliento
fuera poca conquista el firmamento!
Pero el vuelo abatamos,
espíritu. No así desvanezcamos
aqueste aplauso incierto,
si ha de pesarme, cuando esté despierto,
de haberlo conseguido
para haberlo perdido;
pues mientras menos fuere,
menos se sentirá si se perdiere.

Dentro, un clarín.

CLARÍN En un veloz caballo
—perdóname, que fuerza es el pintallo
en viniéndome a cuento—,
en quien un mapa se dibuja atento,
pues el cuerpo es la tierra;
el fuego, el alma que en el pecho encierra;
la espuma, el mar; el aire, su suspiro,
en cuya confusión un caos admiro.
Pues en el alma, espuma, cuerpo, aliento,
monstruo es de fuego, tierra, mar y viento,
de color remendado,
rucio, y a su propósito rodado
del que bate la espuela
y en vez de correr vuela,
a tu presencia llega
airosa una mujer.

SEGISMUNDO Su luz me ciega.

CLARÍN ¡Vive Dios que es Rosaura!

Vase.

SEGISMUNDO El cielo a mi presencia la restaura.

Estamos en el campo de batalla. Segismundo va aún vestido de pieles, por eso se refiere a sí mismo como una fiera; e imagina la alegría que tendría Roma, en las fiestas con que se recibían a las tropas victoriosas en su primera época, al ver a una fiera al frente de sus ejércitos, a cuyo soberbio ánimo fuera poco conquistar el firmamento, como pretendieron hacerlo los gigantes (ya amenazó el príncipe con querer ser como ellos al comienzo, cuando Clotaldo le cerró la puerta de la torre). No obstante, enseguida refrena esa actitud soberbia, y decide no «desvanecerse» —no vanagloriarse— por «ese aplauso incierto», porque puede perderse, desvanecerse en el sentido de la palabra que ha permanecido.

Clarín describe el caballo en el que va montada una mujer, que enseguida descubre que es Rosaura, y Segismundo dice que el cielo la devuelve —«la restaura»— a su presencia. El cuidadoso mapa que se dibuja en el caballo está compuesto por los cuatro elementos (el mar es la espuma de su boca), y en su mezcla Clarín admira el caos inicial, anterior a la formación del mundo, que es cuando se separaron esos elementos; lo ve así, por la mezcla de fuego, tierra, mar y viento, como monstruo. Calderón crea dos enumeraciones con elementos de la naturaleza y partes del cuerpo del caballo, que primero presenta en sus correspondencias o correlaciones, y luego separa: alma-fuego, espuma-mar, cuerpo-tierra y viento-aliento. El caballo es de color pardo claro —«rucio»— pero con manchas o «remendado», las cuales son redondas como ruedas, por eso dice Clarín que es «rodado», y a la vez juega con otro significado de la palabra y lo describe movido por el jinete, que lo espolea a su gusto, y por eso más que correr vuela.

Sale ROSAURA, con vaquero, espada y daga.

ROSAURA    Generoso Segismundo,
cuya majestad heroica
sale al día de sus hechos
de la noche de sus sombras;
y, como el mayor planeta,
que en los brazos de la aurora
se restituye luciente
a las flores y a las rosas,
y sobre mares y montes,
cuando coronado asoma,
luz esparce, rayos brilla,
cumbres baña, espumas borda,
así amanezcas al mundo,
luciente sol de Polonia,
que a una mujer infelice,
que hoy a tus plantas se arroja,
ampares por ser mujer
y desdichada; dos cosas
que, para obligar a un hombre
que de valiente blasona,
cualquiera de las dos basta,
de las dos cualquiera sobra.
Tres veces son las que ya
me admiras, tres las que ignoras
quién soy, pues las tres me has visto
en diverso traje y forma.
La primera me creíste
varón, en la rigurosa
prisión donde fue tu vida
de mis desdichas lisonja.
La segunda me admiraste
mujer, cuando fue la pompa
de tu majestad un sueño,
una fantasma, una sombra.
La tercera es hoy, que siendo
monstruo de una especie y otra,
entre galas de mujer
armas de varón me adornan.
Y por que, compadecido,
mejor mi amparo dispongas,
es bien que de mis sucesos
trágicas fortunas oigas.
De noble madre nací
en la corte de Moscovia,
que, según fue desdichada,
debió de ser muy hermosa.
En esta puso los ojos
un traidor, que no le nombra
mi voz por no conocerle,
de cuyo valor me informa
el mío, pues siendo objeto
de su idea, siento agora
no haber nacido gentil
para persuadirme, loca,
a que fue algún dios de aquellos
que en metamorfosis lloran,
lluvia de oro, cisne y toro,
Dánae, Leda y Europa.
Cuando pensé que alargaba,
citando aleves historias,
el discurso, hallo que en él
te he dicho en razones pocas
que mi madre, persuadida
a finezas amorosas,
fue como ninguna bella
y fue infeliz como todas.
Aquella necia disculpa
de fe y palabra de esposa
la alcanza tanto que aún hoy
el pensamiento la cobra,
habiendo sido un tirano
tan Eneas de su Troya
que la dejó hasta la espada.
Enváinese aquí su hoja,
que yo la desnudaré
antes que acabe la historia.
De este, pues, mal dado nudo
que ni ata ni aprisiona,
o matrimonio o delito,
si bien todo es una cosa,
nací yo tan parecida
que fui un retrato, una copia,
ya que en la hermosura no,
en la dicha y en las obras;
y así no habré menester
decir que, poco dichosa
heredera de fortunas,
corrí con ella una propia.
Lo más que podré decirte
de mí es el dueño que roba
los trofeos de mi honor,
los despojos de mi honra.
Astolfo… —¡ay de mí, al nombrarle
se encoleriza y se enoja
el corazón, propio efecto
de que enemigo se nombra—,
Astolfo fue el dueño ingrato
que, olvidado de las glorias,
porque en un pasado amor
se olvida hasta la memoria,
vino a Polonia, llamado
de su conquista famosa,
a casarse con Estrella,
que fue de mi ocaso antorcha.
¿Quién creerá que, habiendo sido
una estrella quien conforma
dos amantes, sea una Estrella
la que los divida agora?
Yo, ofendida, yo, burlada,
quedé triste, quedé loca,
quedé muerta, quedé yo,
que es decir que quedó toda
la confusión del infierno
cifrada en mi Babilonia;
y declarándome muda
—porque hay penas y congojas
que las dicen los afectos
mucho mejor que la boca—
dije mis penas callando,
hasta que una vez, a solas,
Violante, mi madre —¡ay cielos!—,
rompió la prisión, y en tropa
del pecho salieron juntas,
tropezando unas con otras.
No me embaracé en decirlas,
que, en sabiendo una persona
que a quien sus flaquezas cuenta
ha sido cómplice en otras,
parece que ya le hace
la salva y le desahoga;
que a veces el mal ejemplo
sirve de algo. En fin, piadosa
oyó mis quejas y quiso
consolarme con las propias.
Juez que ha sido delincuente,
¡qué fácilmente perdona!
Y escarmentando en sí misma
—que, por dejar a la ociosa
libertad, al tiempo fácil,
el remedio de su honra,
no le tuvo—, en mis desdichas
por mejor consejo toma
que le siga y que le obligue,
con finezas prodigiosas,
a la deuda de mi honor;
y para que a menos costa
fuese, quiso mi fortuna
que en traje de hombre me ponga.
Descolgó una antigua espada,
que es esta que ciño —agora
es tiempo que se desnude,
como prometí, la hoja—,
pues, confïada en sus señas,
me dijo: «Parte a Polonia,
y procura que te vean
ese acero que te adorna
los más nobles; que en alguno
podrá ser que hallen piadosa
acogida tus fortunas
y consuelo tus congojas».

Rosaura, que va con un elegante traje «vaquero», de faldas largas, cual cazadora (su atuendo se parecía al de los vaqueros), cuenta su historia a Segismundo en este largo parlamento, muy cercano ya al desenlace. Así se recogen y organizan los datos que a lo largo de la obra se han ido dando. Primero alaba al príncipe comparándolo con el sol —«el mayor planeta»—, porque al igual que este, al amanecer, se devuelve luciente a las flores, aquel también sale «de la noche de sus sombras» —estuvo preso— «al día de sus hechos», de sus acciones al estar en libertad, y desea que Segismundo amanezca para el mundo y ampare a una mujer desdichada como es ella. Le recuerda luego las tres veces que la ha visto: la primera la vio vestida de hombre cuando él estaba en su dura prisión, que fue consuelo para ella de sus desdichas porque su situación era mucho peor; la segunda la admiró como mujer cuando su grandeza de príncipe se desvaneció como si fuera sueño o fantasma (esta palabra era femenina), y en esta tercera vez la ve como una mezcla o monstruo de una y otra condición, porque viste como mujer, pero va armada como hombre.

Una vez que se ha presentado, le relata sus desgracias, sus «trágicas fortunas» —«fortunas» tiene sentido negativo—, como son las tormentas que se sufren en el mar. Su madre fue también desgraciada como hermosa que era (se suponía que la belleza en la mujer se acompañaba de las desdichas). Su padre fue un traidor cuya identidad desconoce, porque, como dirá, sedujo a su madre bajo palabra de matrimonio y la abandonó. Pero debió de ser valiente, pues ella, heredando su condición, lo es; es «objeto de su idea», imagen de su forma de ser, y le hubiera gustado ser pagana —«gentil»— y no cristiana para poder imaginar que su padre fue un dios como Júpiter, que se metamorfoseó, cambió su forma, en lluvia de oro para seducir a Dánae, en cisne para conquistar a Leda y en toro para raptar a Europa. Con esas historias de traiciones amorosas no alarga en vano su discurso, sino que pinta lo que le pasó a su madre, conquistada por la seducción amorosa; y aún ahora su pensamiento está exigiendo que el traidor le pague lo que le debe: la promesa de casarse con ella, promesa que nunca cumplió. Él fue como Eneas, que sedujo a la reina Dido y la abandonó dejándole su espada —como hizo su padre—, y ella ardió como la ciudad de Troya —Eneas era troyano— por el fuego amoroso que la consumió. Esa espada es la que Rosaura lleva (y la que enseñó a Clotaldo, que la reconoció como suya), que en ese momento envaina, y al final de su parlamento sacará de su vaina para luchar al lado de Segismundo. De ese matrimonio de palabra pero sin nudo eclesiástico —de ahí que sea también delito— nació ella, retrato de su madre en su actuar y en sus desgracias, porque fue seducida por otro traidor, cuyo nombre revela al príncipe en ese instante: es Astolfo, que olvidó también los goces amorosos —«las glorias»— y la abandonó para ir a Polonia con la intención de heredar el reino y casarse con Estrella. Rosaura juega con el nombre de la princesa cuando afirma que esta fue antorcha de su ocaso, porque se puso el sol de su dicha y una estrella, como lucero vespertino, ilumina el cielo nocturno. Añade que si una estrella —el hado— une a los enamorados, ahora es una Estrella la que los separa. Y la propia Rosaura es una suma de confusiones, como la ciudad de Babilonia.

Contará cómo una vez a solas su madre hizo que le confiase sus penas, que había callado hasta entonces, y ella no tuvo apuro en narrárselas porque sabía que le había pasado lo mismo, y así daría la bienvenida —haría la salva— a su desahogo. Fue su madre quien le aconsejó que no hiciera como ella —esperar vanamente—, sino que fuera en busca de su seductor para obligarle a cumplir su palabra con expresivas manifestaciones de su amor. Además le dio la espada que guardaba de su padre para que la mostrara a los nobles de Polonia por si alguno de ellos, al verla, la protegía y consolaba.

Llegué a Polonia, en efecto.

Pasemos, pues que no importa

el decirlo y ya se sabe,

que un bruto que se desboca

me llevó a tu cueva, adonde

tú de mirarme te asombras.

Pasemos que allí Clotaldo

de mi parte se apasiona,

que pide mi vida al rey,

que el rey mi vida le otorga;

que, informado de quién soy,

me persuade a que me ponga

mi propio traje y que sirva

a Estrella, donde, ingeniosa,

estorbé el amor de Astolfo

y el ser Estrella su esposa.

Pasemos que aquí me viste

otra vez confuso, y otra,

con el traje de mujer,

confundiste entrambas formas;

y vamos a que Clotaldo,

persuadido a que le importa

que se casen y que reinen

Astolfo y Estrella hermosa,

contra mi honor me aconseja

que la pretensión deponga.

Yo, viendo que tú, ¡oh valiente

Segismundo! —a quien hoy toca

la venganza, pues el cielo

quiere que la cárcel rompas

de esa rústica prisión,

donde ha sido tu persona

al sentimiento una fiera,

al sufrimiento una roca—,

las armas contra tu patria

y contra tu padre tomas,

vengo a ayudarte, mezclando,

entre las galas costosas

de Dïana, los arneses

de Palas, vistiendo agora

ya la tela y ya el acero,

que entrambos juntos me adornan.

Ea, pues, fuerte caudillo:

a los dos juntos importa

impedir y deshacer

estas concertadas bodas;

a mí por que no se case

el que mi esposo se nombra,

y a ti por que, estando juntos

sus dos estados, no pongan

con más poder y más fuerza

en duda nuestra victoria.

Mujer, vengo a persuadirte

al remedio de mi honra,

y varón, vengo a alentarte

a que cobres tu corona.

Mujer, vengo a enternecerte

cuando a tus plantas me ponga,

y varón, vengo a servirte

cuando a tus gentes socorra.

Mujer, vengo a que me valgas

en mi agravio y mi congoja,

y varón, vengo a valerte

con mi acero y mi persona.

Y así piensa que, si hoy

como a mujer me enamoras,

como varón te daré

la muerte en defensa honrosa

de mi honor; porque he de ser,

en su conquista amorosa,

mujer para darte quejas,

varón para ganar honras.

Rosaura prosigue el relato de su vida con lo sucedido al llegar a Polonia, cuando su caballo se le desbocó, y como es ya sabido, solo alude a ello sin contarlo («pasemos que…»); menciona cómo Clotaldo «se apasiona» o se pone de su parte, aunque luego le aconseja que renuncie a su pretensión de recuperar su honor haciendo que Astolfo cumpla su palabra de matrimonio, para que este pueda casarse con Estrella. Recuerda también la confusión de Segismundo al verla la primera vez vestida de hombre (el adverbio «aquí» parece referirse a la torre, en cuyo bosque están ambos); luego la vio de mujer, y cómo después mezcló esas dos formas en que ella se había presentado ante él, la de hombre y la de mujer. Ahora lo hace juntando ambas: va vestida con un traje lujoso de cazadora, un «vaquero», como Diana, la diosa de la caza, y con los arneses o la armadura de Palas Atenea, la diosa guerrera. Y con esa doble naturaleza le ruega como mujer que la valga o apoye en su agravio, y como hombre le ofrece ayuda en su empresa de recobrar su reino; pero le advierte que, si pretende, como intentó antes, forzarla, ella en defensa de su honor le dará muerte. La guerra de Rosaura es una «conquista amorosa» porque el amor es su causa, y en la defensa de su honor es mujer para quejarse al príncipe, pero hombre para recuperarlo.

SEGISMUNDO (Cielos, si es verdad que sueño, (Aparte).
suspendedme la memoria,
que no es posible que quepan
en un sueño tantas cosas.
¡Válgame Dios! ¡Quién supiera
o saber salir de todas
o no pensar en ninguna!
¿Quién vio penas tan dudosas?
Si soñé aquella grandeza
en que me vi, ¿cómo agora
esta mujer me refiere
unas señas tan notorias?
Luego fue verdad, no sueño;
y si fue verdad, que es otra
confusión y no menor,
¿cómo mi vida le nombra
sueño? Pues ¿tan parecidas
a los sueños son las glorias
que las verdaderas son
tenidas por mentirosas
y las fingidas por ciertas?
¿Tan poco hay de unas a otras,
que hay cuestión sobre saber
si lo que se ve y se goza
es mentira o es verdad?
¿Tan semejante es la copia
al original que hay duda
en saber si es ella propia?
Pues si es así, y ha de verse
desvanecida entre sombras
la grandeza y el poder,
la majestad y la pompa,
sepamos aprovechar
este rato que nos toca,
pues solo se goza en ella
lo que entre sueños se goza.
Rosaura está en mi poder,
su hermosura el alma adora;
gocemos, pues, la ocasión;
el amor las leyes rompa
del valor y confïanza
con que a mis plantas se postra.
Esto es sueño, y pues lo es,
soñemos dichas agora,
que después serán pesares.
Mas con mis razones propias
vuelvo a convencerme a mí:
si es sueño, si es vanagloria,
¿quién por vanagloria humana
pierde una divina gloria?
¿Qué pasado bien no es sueño?
¿Quién tuvo dichas heroicas
que entre sí no diga, cuando
las revuelve en su memoria:
«sin duda que fue soñado
cuanto vi»? Pues si esto toca
mi desengaño, si sé
que es el gusto llama hermosa
que le convierte en cenizas
cualquiera viento que sopla,
acudamos a lo eterno,
que es la fama vividora
donde ni duermen las dichas,
ni las grandezas reposan.
Rosaura está sin honor;
más a un príncipe le toca
el dar honor que el quitarle.
¡Vive Dios, que de su honra
he de ser conquistador
antes que de mi corona!
Huyamos de la ocasión,

que es muy fuerte). Al arma toca, (A un SOLDADO).

que hoy he de dar la batalla
antes que las negras sombras
sepulten los rayos de oro
entre verdinegras ondas.

ROSAURA Señor, ¿pues así te ausentas?
¿Pues ni una palabra sola
no te debe mi cuidado,
no merece mi congoja?
¿Cómo es posible, señor,
que ni me mires ni oigas?
¿Aun no me vuelves el rostro?

SEGISMUNDO Rosaura, al honor le importa,
por ser piadoso contigo,
ser crüel contigo agora.
No te responde mi voz
por que mi honor te responda;
no te hablo porque quiero
que te hablen por mí mis obras;
ni te miro porque es fuerza,
en pena tan rigurosa,
que no mire tu hermosura
quien ha de mirar tu honra.

Vanse.

ROSAURA   ¿Qué enigmas, cielos, son estas?
Después de tanto pesar,
¡aún me queda que dudar
con equívocas respuestas!

Segismundo piensa, no habla; es, pues, un parlamento que dice en un aparte. Su duda de nuevo es sobre si vive o sueña, y si es sueño, les pide a los cielos que detengan los sucesos que tiene que recordar. Pero Rosaura le ha dado unos datos tan evidentes («señas tan notorias») sobre lo que él creyó que era sueño que debió de ser verdad. Y ya no sabe qué es una cosa u otra: qué es el original y qué es la copia. Decide, pues solo se goza en la copia —en el sueño—, que va a hacerlo: tiene a Rosaura en su poder, va a aprovecharse del momento y gozar de ella. Pero siguiendo con su razonamiento, si es solo sueño, ¿cómo va a perder por ello, tan efímero, su gloria divina, lo eterno, que es la fama? Y por fin determina no quitar el honor a Rosaura, sino devolvérselo, acción más propia de un príncipe; y para ello decide huir de ese peligro que tiene delante y lo tienta. Sale de su silencio pidiendo a uno de los soldados que llame a la lucha porque quiere dar la batalla antes de que acabe de amanecer, antes de que los rayos del sol sepulten las negras sombras en las ondas del mar (que es como se imaginaba que salía el sol, del mar, porque en él se sumergía al ponerse).

Rosaura se lamenta de que se marche sin decirle ni una sola palabra y, como ni tan siquiera ahora la mira, de que no le vuelva el rostro. Y Segismundo le contesta con un enigma (palabra femenina entonces), con una respuesta equívoca, de doble sentido —como ella comentará—, pero que el espectador, que sabe su reflexión, entiende bien.

Sale CLARÍN.

CLARÍN    Señora, ¿es hora de verte?

ROSAURA ¡Ay, Clarín! ¿Dónde has estado?

CLARÍN En una torre encerrado,
brujuleando mi muerte,
   si me da o no me da;
y a figura que me diera,
pasante quínola fuera
mi vida, que estuve ya
   para dar un estallido.

ROSAURA ¿Por qué?

CLARÍN Porque sé el secreto

de quién eres, y en efeto (Dentro, cajas).
Clotaldo… Pero ¿qué ruido   es este?

ROSAURA ¿Qué puede ser?

CLARÍN Que del palacio sitiado
sale un escuadrón armado
a resistir y vencer
   el del fiero Segismundo.

ROSAURA Pues ¿cómo cobarde estoy
y ya a su lado no soy
un escándalo del mundo,
   cuando ya tanta crueldad
cierra sin orden ni ley?

Vase.

UNOS ¡Viva nuestro invicto rey! (Dentro).

OTROS ¡Viva nuestra libertad!  (Dentro).

CLARÍN    ¡La libertad y el rey vivan!

Vivan muy enhorabuena,
que a mí nada me da pena
como en cuenta me reciban;
   que yo, apartado este día
en tan grande confusión,
haga el papel de Nerón
que de nada se dolía.
   Si bien me quiero doler
de algo, y ha de ser de mí;
escondido, desde aquí
toda la fiesta he de ver.
   El sitio es oculto y fuerte
entre estas peñas. Pues ya
la muerte no me hallará,
¡dos higas para la muerte!

Escóndese.
Suena ruido de armas.

Clarín le dice a su señora, Rosaura, que ha estado «brujuleando» su muerte, tratando de adivinar si le daba o no, si le llegaba o no; es palabra que se usa en el juego de cartas, cuando el jugador descubría lentamente la carta que le había tocado y, por tanto, las posibilidades que tenía de ganar. Las figuras en el juego de quínola son tres: caballo, sota y rey; según cuál le hubiera salido, hubiese sido «pasante quínola», sin posibilidad de envidar, de apostar; y aplicado, por tanto, a la vida, indicaría su muerte. Y «estar para dar un estallido» significa temer un daño grave e inminente. Clarín, por tanto, sin saberlo, anuncia lo que le va a ocurrir, aunque no por lo que él dice: por saber demasiado, por saber el secreto de quién es Rosaura; esto es, por estar enterado de que no es la sobrina de Clotaldo sino una dama moscovita deshonrada por Astolfo. A pesar de que Calderón, al hacer que pronuncie el nombre del anciano cortesano, juega con la posibilidad de que Clarín vaya a revelarle a Rosaura que Clotaldo no es su tío, sino su padre, en ningún momento se ha dicho antes que este se lo haya revelado al criado.

Se oyen tambores —«cajas»—, y Clarín describe la salida de palacio del ejército del rey. Rosaura, al ver que este ataca —«cierra»—, se va a luchar al lado de Segismundo queriendo ser asombro —«escándalo»— del mundo.

Clarín se queda solo y decide esconderse, porque, mientras lo cuenten entre los vencedores («en cuenta me reciban»), nada le da pena. Hace el papel de Nerón, el emperador de Roma, del que se dice que cantaba y tocaba la lira mientras contemplaba el incendio de Roma; Clarín alude al romance: «Mira Nero de Tarpeya / a Roma cómo se ardía; / gritos dan niños y viejos, / y él de nada se dolía». Escondido lo verá todo y piensa así evitar la muerte, de la que se burla con un gesto vulgar de desprecio; hacer una higa es mostrar el dedo pulgar entre el índice y el dedo corazón medio cerrados.

Salen el REY, CLOTALDO y ASTOLFO, huyendo.

BASILIO    ¿Hay más infelice rey?
¿Hay padre más perseguido?

CLOTALDO Ya tu ejército vencido
baja sin tino ni ley.

ASTOLFO Los traidores vencedores

quedan.

BASILIO En batallas tales,

los que vencen son leales;
los vencidos, los traidores.
   Huyamos, Clotaldo, pues,
del crüel, del inhumano
rigor de un hijo tirano.

Disparan dentro, y cae CLARÍN, herido, de donde está.

CLARÍN ¡Válgame el cielo!

ASTOLFO ¿Quién es

   este infelice soldado
que a nuestros pies ha caído
en sangre todo teñido?

CLARÍN Soy un hombre desdichado
   que, por quererme guardar
de la muerte, la busqué.
Huyendo de ella, topé
con ella, pues no hay lugar
   para la muerte secreto;
de donde claro se arguye
que quien más su efecto huye
es quien llega a su efeto.
   Por eso tornad, tornad
a la lid sangrienta luego,
que entre las armas y el fuego
hay mayor seguridad
   que en el monte más guardado;
que no hay seguro camino
a la fuerza del destino
y a la inclemencia del hado.
   Y así, aunque a libraros vais
de la muerte con hüir,
mirad que vais a morir
si está de Dios que muráis.

Cae dentro.

BASILIO    «Mirad que vais a morir
si está de Dios que muráis».
   ¡Qué bien, ay cielos, persuade
nuestro error, nuestra ignorancia,
a mayor conocimiento
este cadáver que habla
por la boca de una herida,
siendo el humor que desata
sangrienta lengua que enseña
que son diligencias vanas
del hombre cuantas dispone
contra mayor fuerza y causa!
Pues yo, por librar de muertes
y sediciones mi patria,
vine a entregarla a los mismos
de quien pretendí librarla.

CLOTALDO Aunque el hado, señor, sabe
todos los caminos y halla
a quien busca entre lo espeso
de dos peñas, no es cristiana
determinación decir
que no hay reparo a su saña.
Sí hay, que el prudente varón
victoria del hado alcanza;
y si no estás reservado
de la pena y la desgracia,
haz por donde te reserves.

ASTOLFO Clotaldo, señor, te habla
como prudente varón
que madura edad alcanza;
yo, como joven valiente.
Entre las espesas ramas
de ese monte está un caballo,
veloz aborto del aura;
huye en él, que yo entre tanto
te guardaré las espaldas.

BASILIO Si está de Dios que yo muera,
o si la muerte me aguarda,
aquí hoy la quiero buscar,
esperando cara a cara.

Clotaldo le informa al rey de que su ejército, vencido, «baja sin tino ni ley», es decir, sin orden ni concierto, en desbandada. Y Basilio responderá con una verdad que se da en todas las guerras: los que vencen son los leales, y los vencidos, los traidores.

Las últimas palabras de Clarín sobre la muerte son también ejemplares. Huyendo de ella, dio con ella, de donde se deduce que quien más huye de su efecto, del morir, es quien se acerca a él; por eso les dice que vuelvan enseguida («luego») a la guerra, que en ella hay más seguridad frente a la muerte que en el monte más resguardado.

Basilio recoge las últimas palabras de Clarín, en las que advertía que la muerte no se puede evitar si Dios quiere que en ese momento uno muera; y después subraya cómo sirve de enseñanza a todos lo que dice, ya muerto, por la boca de una herida, pues la sangre que por ella sale es una lengua sangrienta que muestra que es inútil oponerse al destino.

Clotaldo lo contradice argumentando que no es una opinión cristiana pensar que no se puede evitar su crueldad; el varón prudente puede triunfar del destino anunciado, y si no está a salvo, tiene que intentarlo. Astolfo interviene entonces calificando a Clotaldo de anciano prudente, si bien él, como joven osado, aconseja al rey que huya con un veloz caballo —«aborto del aura» porque se decía de ellos que nacían del viento—. Pero Basilio decide esperar a la muerte cara a cara.

Tocan al arma, y sale SEGISMUNDO y toda la compañía.

SEGISMUNDO En lo intrincado del monte,
entre sus espesas ramas,
el rey se esconde. Seguidle,
no quede en sus cumbres planta
que no examine el cuidado,
tronco a tronco y rama a rama.

CLOTALDO ¡Huye, señor!

BASILIO ¿Para qué?

ASTOLFO ¿Qué intentas?

BASILIO Astolfo, aparta.

CLOTALDO ¿Qué intentas?

BASILIO Hacer, Clotaldo,

un remedio que me falta.
Si a mí buscándome vas,
ya estoy, príncipe, a tus plantas;
sea de ellas blanca alfombra
esta nieve de mis canas.
Pisa mi cerviz y huella
mi corona; postra, arrastra
mi decoro y mi respeto;
toma de mi honor venganza,
sírvete de mí cautivo;
y tras prevenciones tantas
cumpla el hado su homenaje,
cumpla el cielo su palabra.

SEGISMUNDO Corte ilustre de Polonia,
que de admiraciones tantas
sois testigos, atended,
que vuestro príncipe os habla.
Lo que está determinado
del cielo, y en azul tabla
Dios con el dedo escribió,
de quien son cifras y estampas
tantos papeles azules
que adornan letras doradas,
nunca engaña, nunca miente;
porque quien miente y engaña
es quien, para usar mal de ellas,
las penetra y las alcanza.
Mi padre, que está presente,
por excusarse a la saña
de mi condición, me hizo
un bruto, una fiera humana;
de suerte que, cuando yo
por mi nobleza gallarda,
por mi sangre generosa,
por mi condición bizarra,
hubiera nacido dócil
y humilde, solo bastara
tal género de vivir,
tal linaje de crïanza,
a hacer fieras mis costumbres.
¡Qué buen modo de estorbarlas!
Si a cualquier hombre dijesen:
«Alguna fiera inhumana
te dará muerte», ¿escogiera
buen remedio en despertalla
cuando estuviese durmiendo?
Si dijeran: «Esta espada
que traes ceñida ha de ser
quien te dé la muerte», vana
diligencia de evitarlo
fuera entonces desnudarla
y ponérsela a los pechos.
Si dijesen: «Golfos de agua
han de ser tu sepultura
en monumentos de plata»,
mal hiciera en darse al mar
cuando soberbio levanta
rizados montes de nieve,
de cristal crespas montañas.
Lo mismo le ha sucedido
que a quien, porque le amenaza
una fiera, la despierta;
que a quien, temiendo una espada,
la desnuda; y que a quien mueve
las ondas de una borrasca.
Y cuando fuera —escuchadme—
dormida fiera mi saña,
templada espada mi furia,
mi rigor quieta bonanza,
la fortuna no se vence
con injusticia y venganza,
porque antes se incita más.
Y así, quien vencer aguarda
a su fortuna ha de ser
con prudencia y con templanza.
No antes de venir el daño
se reserva ni se guarda
quien le previene; que, aunque
puede humilde —cosa es clara—
reservarse de él, no es
sino después que se halla
en la ocasión, porque aquesta
no hay camino de estorbarla.
Sirva de ejemplo este raro
espectáculo, esta extraña
admiración, este error,
este prodigio; pues nada
es más que llegar a ver,
con prevenciones tan varias,
rendido a mis pies a un padre
y atropellado a un monarca.
Sentencia del cielo fue;
por más que quiso estorbarla,
él no pudo, ¿y podré yo,
que soy menor en las canas,
en el valor y en la ciencia,
vencerla? Señor, levanta, (A BASILIO).
dame tu mano, que ya
que el cielo te desengaña
de que has errado en el modo
de vencerle, humilde aguarda
mi cuello a que tú te vengues:
rendido estoy a tus plantas.

BASILIO Hijo, que tan noble acción
otra vez en mis entrañas
te engendra, príncipe eres.
A ti el laurel y la palma
se te deben. Tú venciste:
corónente tus hazañas.

TODOS ¡Viva Segismundo!, ¡viva!

Segismundo ordena a los soldados que registren cuidadosamente las cumbres del monte para dar con el rey Basilio, que se ha escondido en él. Pero será el propio rey quien se ponga a los pies del príncipe, y le pide que pise su «cerviz», su nuca, porque «doblar la cerviz» es «humillarse», y que haga lo mismo (huelle o pise) con su corona, postrando o humillando su dignidad, su respeto. Acepta que cumpla el destino su ley (su «homenaje»), porque no ha podido evitarlo, a pesar de sus muchos cuidados o prevenciones.

El príncipe dirigirá entonces un discurso a la corte manifestando su generosidad y dando pruebas de que ha aprendido la lección. Su argumento se apoya en dos pilares. El primero es que lo que está escrito en el cielo va a suceder, no miente; es Dios quien escribe la tabla azul o índice del libro que es el firmamento, «papeles azules», adornados con «letras doradas» o astros («cuadernos de zafiros» y «líneas de oro» dijo en la primera jornada el rey Basilio). Quien engaña o miente es quien quiere averiguar lo que anuncian —«las penetra y las alcanza»—, es decir, lo que sucederá en el futuro, para hacer mal uso de ese conocimiento. Es lo que hizo su padre, el rey Basilio, porque para evitar «la saña» o violencia de su forma de ser, que leyó en las estrellas, lo convirtió en una fiera, encerrándolo en la torre y negándole la educación como persona, de forma que, aunque él hubiera nacido dócil y humilde, hubiera acabado así como una fiera. Y expone tres ejemplos del error cometido: a) no es forma de evitar la furia de una fiera que está dormida el despertarla; b) ni desenvainar la espada y ponérsela a los pechos si sabe que ella lo va a matar; c) ni evitar la muerte anunciada en el mar embarcándose en plena tormenta. Después recoge estos tres elementos enumerados (despertar a una fiera, desnudar una espada y desafiar la borrasca) y se los aplica a sí mismo como definición de una etapa serena («dormida fiera mi saña, / templada espada […], / […]quieta bonanza») para indicar que la injusticia y la venganza incitan más a esa violencia dormida en vez de vencerla. Y ofrece como ejemplo real el prodigio de ver vencido a sus pies a su padre, el rey, a pesar de todo cuanto hizo para evitarlo. No pudo estorbar la sentencia del cielo que lo anunciaba, pero él va a intentarlo ofreciéndose humilde y rendido a sus pies.

Basilio, asombrado de su generosísima acción, afirma entonces que a su hijo le corresponde la victoria, «a ti el laurel y la palma / se te deben». Y todos lo corroboran con su «¡Viva Segismundo!, ¡viva!».

SEGISMUNDO Pues que ya vencer aguarda
mi valor grandes victorias,
hoy ha de ser la más alta
vencerme a mí. Astolfo dé
la mano luego a Rosaura,
pues sabe que de su honor
es deuda, y yo he de cobrarla.

ASTOLFO Aunque es verdad que la debo
obligaciones, repara
que ella no sabe quién es;
y es bajeza y es infamia
casarme yo con mujer…

CLOTALDO No prosigas, tente, aguarda;
porque Rosaura es tan noble
como tú, Astolfo, y mi espada
lo defenderá en el campo;
que es mi hija, y esto basta.

ASTOLFO ¿Qué dices?

CLOTALDO Que yo, hasta verla

casada, noble y honrada,
no la quise descubrir.
La historia de esto es muy larga;
pero, en fin, es hija mía.

ASTOLFOPues siendo así, mi palabra
cumpliré.

SEGISMUNDO Pues por que Estrella

no quede desconsolada
viendo que príncipe pierde
de tanto valor y fama,
de mi propia mano yo
con esposo he de casarla
que en méritos y fortuna,
si no le excede, le iguala.
Dame la mano.

ESTRELLA Yo gano

en merecer dicha tanta.

SEGISMUNDO A Clotaldo, que leal
sirvió a mi padre, le aguardan
mis brazos, con las mercedes
que él pidiere que le haga.

SOLDADO 1.º Si así a quien no te ha servido
honras, a mí, que fui causa
del alboroto del reino,
y de la torre en que estabas
te saqué, ¿qué me darás?

SEGISMUNDO La torre, y por que no salgas
de ella nunca hasta morir,
has de estar allí con guardas;
que el traidor no es menester,
siendo la traición pasada.

BASILIO Tu ingenio a todos admira.

ASTOLFO Qué condición tan mudada!

ROSAURA ¡Qué discreto y qué prudente!

SEGISMUNDO ¿Qué os admira?, ¿qué os espanta
si fue mi maestro un sueño
y estoy temiendo en mis ansias
que he de despertar y hallarme
otra vez en mi cerrada
prisión? Y cuando no sea,
el soñarlo solo basta;
pues así llegué a saber
que toda la dicha humana,
en fin, pasa como sueño.
Y quiero hoy aprovecharla
el tiempo que me durare,
pidiendo de nuestras faltas
perdón, pues de pechos nobles
es tan propio el perdonarlas.

Ya solo quedaba el desenlace, y será el propio Segismundo quien lo decida: se vence a sí mismo dando la mano de Rosaura a Astolfo, y compensa a Estrella dándole la suya. Clotaldo declarará, por fin, que es el padre de Rosaura, y así Astolfo se aviene a cumplir la palabra que le dio de casarse con ella y que luego olvidó. Y, por último, Segimundo premiará a Clotaldo por ser fiel al rey, su padre, aunque se enfrentó a él, mientras que castigará al traidor a pesar de que fue quien lo liberó de la torre. Contrapone la fidelidad al rey a la traición a su figura, premiando lo primero y castigando lo segundo.

Segismundo hará la última reflexión filosófica: toda dicha humana pasa como un sueño. Y es también él quien se dirige al público, no como personaje sino como actor, para cerrar la representación: sus palabras bajan el telón, aunque no existía entonces.