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Kate

Solo cuando el avión privado de Álex Volkov se prepara para aterrizar en San Petersburgo me doy cuenta de golpe de la magnitud total de todo lo que ha ocurrido en las últimas doce horas. Me incorporo en la cama doble donde he estado durmiendo y miro por el ojo de buey que tengo a mi lado. El cielo es de un magnífico y diáfano azul invernal. Allá abajo, a lo lejos, hay una ciudad pequeñita, como si el suelo fuese un mapa. A juzgar por el aumento de presión en mis oídos, estamos reduciendo altitud.

Miro mi reloj. En Nueva York son las siete de la mañana. Eso quiere decir que son las dos de la tarde en San Petersburgo.

El otro lado de la cama está intacto, las sábanas tirantes y la almohada sin una marca. No hay ni rastro de Álex. Cuando me ordenó que me fuese a dormir, estaba enfrascado en una intensa discusión a sotto voce con los guardaespaldas que se subieron con nosotros al avión. Estaban los rostros habituales: Igor, Leonid, Dimitri y Yuri, aparte de unas cuantas caras nuevas.

¿Habrá estado trabajando toda la noche?

Alguien llama a la puerta, sacándome de golpe de mis pensamientos.

—¿Kate? —me dice una voz áspera desde el otro lado—. Aterrizaremos en breve.

Igor.

Tengo ganas de mandarle a la mierda, pero no es culpa suya que yo me encuentre encerrada aquí. Descargar mi ira sobre él no me servirá de nada.

Él vuelve a llamar.

—¿Me has oído? Tienes que venir a sentarte y abrocharte el cinturón.

Me froto los ojos, intentando librarme del atontamiento que aún tengo.

—Dame unos minutos para vestirme.

—Tienes diez.

Sospecho que Álex me echó algo en el zumo que insistió en que me tomara con la cena. He dormido casi como si estuviese en coma. En circunstancias normales, habría estado demasiado nerviosa para ser capaz de conciliar el sueño tras los acontecimientos de anoche.

Anoche.

Al recordarlo, me asalta un escalofrío.

Después de que alguien dejase mi tarjeta de acceso del hospital en casa de Álex, él hizo que nos prepararan las maletas a toda prisa. A pesar de mis protestas, me metió sin miramientos en su avión y me llevó lejos de mi hogar, de mi trabajo, de mi madre y de mis amigos. Tal vez durante varios meses. Me soltó ese golpe con un cauteloso arrepentimiento pero con una determinación imparable, dejándome bien claro que yo ya no tengo elección al respecto.

Esto ha sido un secuestro en toda regla.

Sin embargo, lo más preocupante que ocupa mi mente no es eso. Es saber que alguien quiere a Álex muerto. Después del fallido intento de asesinato en Nueva York, su vida sigue corriendo peligro. Yo creía —esperaba— que quienquiera que hubiese disparado a Igor se hubiese rendido al fracasar, pero lo de la tarjeta indica lo contrario. Quien sea que ande tras Álex va a volver a intentarlo, y está dispuesto a todo, incluyendo a usarme a mí para llegar hasta él.

Ahora mismo no soy solo una carga para Álex, sino que mi vida puede estar también en peligro... y él se niega a ir a la policía. Cree que no podrían ayudarnos, y tal vez tenga razón. Aparte de que mi tarjeta haya desaparecido unas horas, no tenemos ninguna prueba de que exista juego sucio. Además, también está lo de la posible corrupción. No lo había pensado antes, pero no es algo tan raro, especialmente si la mafia rusa está implicada. Los asuntos de negocios de Álex no son exactamente impolutos.

¡Vaya puto lío!

Aparto la ropa de cama y saco las piernas por el borde. Sin el calorcito de la suave manta, se me pone la carne de gallina en los brazos. Estoy desnuda. Recuerdo vagamente a Álex quitándome la ropa y preguntándome si quería un poco de agua. Después de eso, no me acuerdo de nada más.

Me pongo a buscar mi ropa y localizo una bolsa de viaje en un armario empotrado. Nunca había visto un avión como este. Tiene hasta un tocador y un baño privado.

No tuve tiempo de ducharme después de terminar mi turno en Urgencias ayer por la noche. Todo se sucedió como en un torbellino de acontecimientos. Así que ahora me doy una ducha rápida y me pongo la ropa que Marusya, el ama de llaves de Álex, ha metido en la bolsa para mí. No es mi propia ropa, o sea, mi atuendo informal habitual de vaqueros cómodos, jersey y botas Uggs, sino la nueva, la que Álex compró para mí. Los pantalones de color blanco roto y el jersey de cachemir a juego son más formales que mi estilo habitual, al igual que las botas de tacón alto de idéntico color.

Me estoy cepillando el pelo cuando se abre la puerta. Álex aparece en umbral, con los mismos pantalones y camisa de color negro que llevaba ayer. Su barbilla está oscurecida por una incipiente barba, y tiene el pelo revuelto, con los cortos mechones apuntando en todas direcciones como si se hubiese pasado los dedos por ellos un montón de veces. A pesar de esas pistas que indican que se ha pasado la noche en vela, sus ojos y su actitud se muestran en alerta. Su cuerpo alto y poderoso parece llenar todo el espacio libre, atrapándome como a un conejito en una jaula.

Le echo valor y le sostengo la mirada. No estoy enfadada con él por intentar mantenernos a salvo. Lo que me disgusta es cómo lo está haciendo. Me ha despojado de cualquier posibilidad de elección y me ha arrastrado hasta su avión. Su firme determinación casi asusta. Pero yo no estoy dispuesta a darle la satisfacción de saber que él me intimida. Normalmente me enorgullezco de ser una mujer segura de mí misma, pero Álex juega en una liga distinta a la de nadie a quien yo haya conocido jamás. Hasta qué punto es distinta, todavía estoy descubriéndolo.

El azul gélido de sus ojos es un eco del que se ve por la ventanilla, pero un gesto de agrado caldea esos tonos helados cuando me mira de arriba abajo.

—¿Has dormido bien?

Mi orgullo herido me hace inmune a su cumplido sin palabras. No puedo evitar soltarle una puya:

—¿Por qué te molestas en preguntar si ya sabes la respuesta? ¿Qué es lo que me diste?

Una sonrisa planea sobre su rostro, como si encontrase mi sarcasmo divertido, pero sus otros rasgos siguen estando tensos.

—Solo algo que te ayudase a relajarte. Habías hecho un turno muy largo y necesitabas descansar.

Dejo el cepillo a un lado.

—¡Qué considerado! Supongo que necesito conservar mis fuerzas para lo que sea que venga después.

Él hace oídos sordos a mi comentario no demasiado sutil. Me tiende su mano y dice:

—Ven. Estamos a punto de aterrizar.

Ignorando su mano tendida, me escurro por su lado y entro en la cabina principal. El morro del avión desciende de golpe, haciendo que yo pierda el equilibrio. Cuando Álex me agarra por un codo para estabilizarme, me suelto de malos modos y utilizo los asientos para sostenerme.

—Katerina —me dice por detrás, con una pizca de advertencia en su voz—. No quiero que te caigas y te hagas daño.

—Sé cómo andar solita, muchas gracias —le respondo sin volverme a mirarle.

Los guardias se sientan en la parte delantera, dejando libres un conjunto de mullidos sofás de piel con una mesa plegable en medio. Me dejo caer en el que está más cerca de la ventana, intentando no mirar a Álex mientras el pliega la mesita.

Estira un brazo por encima de mí, coge mi cinturón de seguridad y lo engancha al cierre.

—Yo podría haber hecho eso —digo, mirándole a los ojos por fin.

—Sí. —Él se sienta a mi lado, y se abrocha su propio cinturón—. Pero me gusta cuidar de ti.

Me agarro a los brazos de mi asiento y clavo las uñas en la piel que los cubre para evitar hacer algo desagradablemente violento, como abofetearle.

—¿Eso de cuidar de mí incluye secuestrarme y drogarme? Porque eso es lo que has hecho.

Su sonrisa se agranda y su gesto se torna uno de paciencia a pesar de las semillas de desagrado que florecen en sus ojos.

—Con el tiempo llegarás a entender que estoy actuando según lo que es mejor para ti.

—¿Lo que es mejor para mí? —susurro con voz estridente, intentando no gritar para que los guardias no me oigan. Saben que Álex me está secuestrando y no moverán un dedo para ayudarme. No necesitan además ser testigos de mi rabia humillante e impotente—. Estás haciendo esto en contra de mi voluntad. Explícame de qué manera obligarme a dejar mi trabajo y mi casa es lo mejor para mí. Obligarme a dejar a mi madre. —Se me quiebra la voz—. Está enferma. Ya sabes que solo me tiene a mí.

—Tu madre está en buenas manos. —Coge una de las mías allí donde estoy estrujando el brazo del asiento y su piel es cálida y seca contra la mía helada—. No espero que comprendas por completo cómo es mi mundo. Tampoco quiero que lo hagas. Es demasiado feo para alguien tan puro y hermoso como tú. —Su mirada se carga de tensión y esa semilla de desagrado de antes se desdibuja convirtiéndose en algo mucho más oscuro—. Solo debes saber que la desobediencia no es una opción, no en lo que concierne a tu seguridad. Puedes montarme tu pequeño numerito rebelde si hace que te sientas mejor, pero eso no va a cambiar nada. ¿Está claro?

Le fulmino con la mirada mientras un torbellino de emociones se retuerce dolorosamente en mi pecho. Me acaba de decir en pocas palabras que yo ya no puedo decidir nada en lo que respecta a mi propia vida, que me está robando mi libertad y mi derecho a decidir. ¿Cómo espera que reaccione? ¿Con gratitud? Estoy enfadada y dolida. Y por encima de todo, me siento traicionada.

Las lágrimas me escuecen en los ojos. Antes de que él pueda percibir ese momento de debilidad, le vuelvo la cara.

Pero él no me permite ni ese alivio momentáneo de una limitada privacidad. Aunque no me obligue físicamente a mirarle, las palabras que me susurra al oído no permiten que me escape.

—Te he hecho una pregunta, Katerina.

Respiro hondo, recobro algo vagamente parecido a la calma, y me fuerzo a no hablar con voz temblorosa por las lágrimas que estoy tratando de contener.

—Sí.

—¿Sí, qué? —pregunta él, rozándome la sien con los labios.

Me aparto de su caricia.

—Me lo has dejado claro como el agua.

Esta vez, me deja ir. Tampoco es que tenga dónde correr ni esconderme. No hay ningún sitio donde ir a lamerme las heridas en el que los ojos vigilantes de los que viajan en el avión no puedan verme. Solo puedo refugiarme en mis propios pensamientos.

Me pongo a mirar por la ventanilla sin ver nada. Este no es el futuro que yo vislumbraba cuando le dije que me estaba enamorando de él. He leído artículos acerca de mujeres a quienes sedujeron y arrastraron a países extranjeros utilizando el amor, bonitas promesas, y lujos, solo para acabar encontrándose prisioneras del mismo hombre que se suponía que iba a salvarlas. Las que tuvieron la suerte de escapar pudieron contarlo.

¡Pero qué idiota eres, Kate! Tendrías que haberte dado cuenta.

Si, tendría. Tendría que haber aprendido algo de esas entrevistas a otras mujeres en los periódicos y haber reconocido las señales. Sabía desde el principio que Álex podría ser peligroso, pero nunca creí que este sería mi destino, ni por un minuto.

No tengo a nadie a quien culpar por el lío en el que estoy metida, excepto a mí misma. ¿Seré yo una de las afortunadas que podrá contarlo? ¿O desapareceré como tantos otros miles de mujeres, escurriéndome por las grietas de alguna ciudad rusa?

La voz de Álex consigue atravesar la niebla de mis tormentosos pensamientos.

—¿Tienes hambre?

—No, gracias.

Tampoco es que sea capaz de comer nada. Aunque eso da igual. Probablemente él amenace con darme de comer en la boca si no me termino todo lo que tengo en el plato, igual que hizo anoche.

—Ya ha pasado la hora de almorzar en Rusia y tú no has desayunado —me dice—. Me aseguraré de que tengamos una comida lista cuando lleguemos.

No le respondo. ¿Para qué? Ya me ha dejado claro que mi opinión es irrelevante.

Después de un rato, me suelta la mano para mirar algo en su móvil, y yo respiro más tranquila. Mi furia y mi preocupación no van a desaparecer, pero ya no tengo forma de desahogarme. No tengo elección aparte de tragármelas.

Los edificios aumentan de tamaño hasta que el panorama desde la ventanilla se puebla de bloques de edificios grises y parduzcos. Aparecen una torre de control y una pista de aterrizaje. Álex me rodea el hombro con un brazo sujetándome con fuerza, aunque el aterrizaje es suave. En el preciso instante en que el avión toca tierra, él ya está de pie, ladrando órdenes en ruso.

Los hombres se equipan con sus armas y su ropa de abrigo. Álex apoya un brazo en el compartimento de equipajes que hay sobre la ventanilla, escaneando lo que tenemos alrededor con una atención singular, mientras el avión se desplaza despacio hasta un hangar a las afueras del aeropuerto.

Leonid, que está mirando la pantalla de un portátil, anuncia:

—No se detecta ninguna interferencia.

Álex no aparta los ojos de la ventanilla.

—Mantén la vigilancia vía satélite activada.

Un convoy de coches negros con cristales tintados está aparcado sobre el asfalto. Hay varios hombres vestidos con trajes oscuros y portando rifles automáticos montando guardia por todo el perímetro. Este clamoroso despliegue de fuerza armamentística hace que se me seque la boca.

Parece una zona de guerra o una operación de tráfico de narcóticos a punto de irse a la porra.

Cuando el avión se detiene, aparece Igor con un abrigo de color blanco roto y se lo da a Álex. Al cogerlo, Álex le dice algo en ruso que hace que Igor se apresure a abrir la puerta.

—¿Qué es lo que le has dicho? —pregunto, ansiosa por saber qué está pasando.

Álex sostiene el abrigo abierto en una orden silenciosa dirigida a mí.

—Le dije que comprobase que la zona es segura antes de que salgamos.

Con un nudo en el estómago, miro a los hombres armados al otro lado de la ventanilla mientras él me ayuda a ponerme el abrigo.

—¿Y por qué no debería serlo? ¿Quiénes son esos hombres?

—No te preocupes —dice, dándome la vuelta para que lo mire—. Trabajan para mí. —Él se ajusta las solapas del abrigo antes de abrocharse los botones—. Comprobarlo todo solo es una precaución. Prefiero no dar nada por sentado.

—¿Qué significa eso? —Intento descifrar su expresión, pero él es bueno manteniendo una cara de póker—. ¿Que podrían traicionarte?

Él coge una bufanda del compartimento sobre mi cabeza y me la enrosca en el cuello.

—Es poco probable, pero un hombre como yo no debería arriesgarse. Ahora deja de preocuparte por estas cosas. Lo tengo todo controlado.

Igor asoma la cabeza por la puerta.

—Todo despejado. Podemos movernos.

—Ven —me dice Álex, yendo hacia la parte delantera.

—¡Álex! —le llamo.

Él se detiene para mirarme.

—Necesitas poner todas las cartas sobre la mesa. Esta también es mi vida.

Su sonrisa ya no tiene ni pizca de diversión ni de paciencia.

—Ya te dije que iba a protegerte. Tienes que aprender a confiar en mí.

Sí, claro. Tratarme como a una prisionera ha hecho añicos la confianza entre nosotros, y mantenerme en la inopia no reparará lo que él ha dañado. Eso es lo que quiero decirle, pero él ya está cogiendo un gorro con forro de lana del armario ropero junto a la puerta. Espera hasta que le alcanzo y me lo da. Cuando me lo he puesto cubriéndome las orejas, me alcanza un par de guantes de piel del mismo color que mis botas.

Le observo con los ojos entrecerrados mientras me los pongo. Su postura es tensa. Nunca le había visto tan tenso, ni siquiera cuando estaban tratando a Igor de su herida de bala.

El stress se me pega. Sea lo que sea lo que nos espere, no es nada bueno, y su negativa de explicarme nada solo consigue empeorar mi ansiedad.

Un chorro de aire helado me golpea en la cara cuando él me conduce fuera. El invierno de aquí parece diferente al de Nueva York. Este frío penetra por las capas de lana de mi ropa cara, calándome hasta los huesos.

Álex me pasa un brazo por los hombros y me aprieta contra él mientras me guía hasta uno de los coches. Como si todo estuviese bien entre nosotros. Intento soltarme, pero él me aprieta con más fuerza.

Un hombre en posición de firmes cerca del coche abre la puerta de atrás. Álex me ayuda a entrar y se sienta a mi lado. Yo me alejo hasta la otra ventanilla, dejando espacio entre ambos. Tal como me siento ahora mismo acerca de sus acciones, preferiría estar expuesta a la temperatura bajo cero de fuera que acurrucarme contra él.

Esperamos en el gélido interior del coche mientras los hombres sacan el equipaje del avión y lo meten en los maleteros. Pues sí, parece que Marusya ha empaquetado lo suficiente para varios meses. En cuanto cargan la última de las maletas, Igor se sube el asiento del pasajero del coche mientras que Yuri se pone al volante.

El motor se enciende. Mientras el coche avanza suavemente, lo irremediable de la situación me golpea, seguido por una oleada de miedo y nauseas.

Estamos aquí.

No hay vuelta atrás.

El coche acelera, transportándome hacia un futuro desconocido.