El viaje transcurre en silencio. Miro el paisaje a través del cristal tintado, y veo bloques de apartamentos que gradualmente dejan paso a otros edificios más elegantes. Seguimos el curso de un ancho río varios kilómetros antes de cruzar un puente. Las indicaciones de las señales están en ruso. No tengo ni idea de a dónde nos dirigimos, y esa incertidumbre solo añade más leña a mi temor.
Como si me leyera la mente, Álex dice:
—Vamos a la Isla de Krestovsky.
No tengo ganas de mirarle, pero el sonido de su voz atrae mi mirada en un acto reflejo.
—Me doy cuenta de que esto es todo nuevo y extraño para ti —prosigue él—. Si quieres saber algo, solo tienes que preguntar.
Una pregunta se repite en bucle en mi cabeza.
—¿Cuánto tiempo tardarás en dejarme volver a casa?
Las sombras de los altos edificios caen sobre la carretera, intercalándose con los rayos del brillante sol de la tarde y jugando sobre su rostro mientras aceleramos, haciendo que los surcos que van de su nariz a su boca cuando se ríe parezcan más profundos.
—Katyusha —dice después de una tensa pausa—. Estoy intentando ser paciente, pero no me busques las cosquillas. No con esto.
—Vale. —Me encojo de hombros—. ¿Por qué no me dices exactamente qué quieres que diga? Eso nos facilitará el camino a los dos considerablemente.
Él aprieta la mandíbula
—Esto no tiene que ser tan duro para ti.
—¿Lo estás diciendo en serio? —Me giro en el asiento, mirándole a la cara de pleno—. ¿Qué te esperabas? ¿Que estaría emocionada con este viaje?
—Podrías estarlo. —Apoya el brazo en el respaldo de detrás de mí y dibuja la curva de mi hombro con un dedo—. Piensa en esta escapada imprevista como en unas vacaciones.
Me alejo hasta el borde de mi asiento, huyendo de su mano.
—Esto no son ningunas vacaciones y yo no tengo por costumbre engañarme a mí misma.
Él baja el brazo a un lado.
—Tu actitud solo está empeorando las cosas.
¿Mi actitud? ¿Y qué pasa con la suya? Clavo las uñas en las palmas de las manos.
—Da lo mismo lo que yo piense y sienta, ¿verdad? ¿Entonces, por qué te preocupa siquiera si para mí esto es algo nuevo, extraño o que me asuste?
Unas arruguitas aparecen en las comisuras de sus ojos.
—Eso no es cierto, kiska, y lo sabes. Si quieres algo que te recuerde que me preocupo por ti, no tendrás que buscar demasiado. El hecho de que estemos aquí lo dice alto y claro, ¿no crees? Ahora deja de ser tan difícil. Estás buscando pelea para poder aplacar tu ira, y eso no va a ocurrir.
Aprieto los dientes de impotencia, furia y frustración. Esto no va de buscar pelea, pero no hay forma de ganar esta discusión con él. No hay modo alguno de hacer que él vea la situación desde mi punto de vista.
Cuando intenta cogerme la mano, me agarro el cuerpo con los brazos. Rechazarle me duele, especialmente cuando temo más por su vida que por la mía, pero no sé si podré perdonarle lo que me ha hecho, sobre todo porque no demuestra ni un ápice de remordimiento.
Él baja la mano y la deja reposar en el asiento entre nosotros, lo bastante cerca para que sus nudillos me rocen el muslo.
—Vamos a una casa que tengo en la isla. Es uno de los mejores barrios de San Petersburgo.
Quiero preguntar si se supone que eso tendría que hacerme feliz, pero me muerdo la lengua. Las cosas ya están lo bastante mal y otro conflicto no ayudaría. Estamos hablando en círculos. Un súbito ataque de agotamiento se apodera de mí. Estas rocambolescas circunstancias son emocionalmente extenuantes. Estoy demasiado cansada hasta para pensar.
Me apoyo en el respaldo y me hundo más en mi asiento, mientras intento evadirme de mis pensamientos centrándome en el paisaje que se ve por la ventanilla. Cruzamos otro puente y seguimos conduciendo junto al río. Me quedo boquiabierta cuando veo las mansiones ubicadas en los enormes jardines cubiertos de nieve frente al río. Cuando más nos adentramos en la isla, más lujosas son las propiedades.
Esto no son casas. Son palacios, y sus jardines son parques.
Una propiedad es tan grande que ocupa toda una manzana. Un techo metálico verde, tal vez de cobre oxidado, es visible a través de las copas de los árboles, asomando por detrás de un alto muro. El conductor nos lleva hasta unas puertas de acero de dos metros y medio de alto que se abren cuando nos acercamos. El jardín que estamos atravesando es un paisaje invernal decorado con algunos árboles desnudos. Justo en el centro se alza un imponente palacio de piedra arenisca de cuatro plantas, con un torreón en cada esquina y balcones decorativos delante de las ventanas.
Los neumáticos crujen sobre el camino de grava, libre de nieve. El coche se detiene delante de la vivienda. Dos de los coches de nuestro convoy ya están aparcados fuera y los hombres llevan nuestro equipaje dentro de la casa.
Me vuelvo para mirar por el parabrisas trasero. Hay otros dos coches detrás de nosotros. Un movimiento en el jardín capta mi atención. Unos hombres vestidos con pantalones militares blancos, chaquetones de nieve, gorros de lana y gafas de sol de cristales anti-reflectantes amarillos describen el perímetro del muro que rodea el terreno. Llevan rifles automáticos y cuchillos sujetos a las caderas. Están tan bien camuflados, confundiéndose contra el fondo blanco y las líneas oscuras de los árboles invernales, que no los he visto hasta que no se han movido. Debe de haber al menos dos docenas. Dejo de contar cuando llego a veinte.
Cuando me vuelvo en mi asiento, Álex me está estudiando. Yuri e Igor se bajan del coche. Igor se encamina hacia la parte trasera de la mansión mientras Yuri le sostiene la puerta a Álex. Una racha de aire gélido entra de golpe en el coche, pero Álex no hace ademán de salir.
—Pregúntamelo —dice.
Yo pestañeo.
—¿Preguntarte qué?
Levanta la vista hacia el paisaje más allá de mi ventanilla.
—Por los hombres.
Le he pedido que pusiera las cartas sobre la mesa, y no voy a desperdiciar la ocasión de entender mejor cuál es mi situación.
—¿Qué son? ¿Soldados? ¿Guardias?
—Están aquí para nuestra protección.
Otra respuesta vaga. Y allá van mis esperanzas de que por fin me dé algo.
—Vale. —Miro por mi ventanilla—. Supongo que una descripción del puesto no es aplicable, entonces.
—No les pongo etiquetas como «soldado» ni «guardia».
—Ni «mafia» —murmuro entre dientes.
—Mírame. —Cuando obedezco a regañadientes, él prosigue—. Están bien entrenados y son leales. Eso es lo que importa.
Si él lo dice...
—¿Cuántos hay?
—Treinta, más o menos. El resto está entrenando en un campamento base a las afueras de la ciudad. Quiero que mis hombres estén en forma y tengan sus conocimientos armamentísticos actualizados.
—¿Treinta? —exclamo—. ¿Cuántos son en total?
—Siempre tengo unos doscientos hombres contratados para esta línea concreta de trabajo. Rotan entre la casa y mis oficinas, haciendo turnos para patrullar, entrenar y descansar.
Temblando por el frío que ha invadido el coche, levanto la vista hacia la fachada de la casa. El edificio es enorme, lo bastante como para alojar a veinte personas.
—¿Todos viven aquí?
Él me agarra las manos enguantadas y me las frota, calentándome con las suyas a través de la piel suave como la mantequilla.
—Viven en los barracones de la parte trasera de la finca.
Le miro boquiabierta.
—¿Tienes barracones?
—En origen eran una especie de granero, espacio de almacenaje para el forraje y un establo para caballos. Hice que los convirtieran en alojamientos para los hombres. —Él me agarra por el brazo—. Ven. Tienes frío. Seguiremos hablando dentro de la casa. Solo quería que estuvieses tranquila sobre la presencia de los hombres antes de entrar.
Como no tengo elección, le sigo hasta la puerta principal, pero rechazo su ofrecimiento de un brazo para que me agarre. Todavía me duele demasiado el corazón.
Una mujer alta y rubia, que creo que tendrá unos cincuenta y tantos, nos recibe en la puerta. Una vez la ha cerrado, le dirige una amplia sonrisa a Álex y se lanza a hablar en un ruso rápido como una metralleta.
Él levanta una mano.
—En inglés, por favor. No queremos que Katerina se sienta excluida.
La sonrisa de la mujer al dignarse a reconocer mi presencia es mucho más reservada.
—¿Su novia no habla ruso?
—Todavía no Katyusha, esta es Lena, mi ama de llaves. —Él abre un armario del recibidor y cuelga su abrigo de un colgador—. Ella se ocupará de lo que necesites.
Mi educación me hace decir:
—Encantada de conocerla.
Ella me recompensa con una gélida mirada de arriba abajo en cuanto Álex se da la vuelta.
Como estoy clavada en el sitio, abrumada por la grandeza que me rodea, Álex se encarga de quitarme la bufanda y desabrocharme el abrigo. Volviendo en mí de algún modo, me quito el abrigo a tirones, me quito el gorro y me paso los dedos por el pelo.
Mientras Lena está ocupada metiendo mis cosas en el armario, me quedo en el vestíbulo mirando a mi alrededor. La opulencia es abrumadora. Este sitio no tiene nada que envidiarle a la casa de Downton Abbey. Los frescos de los techos altos y abovedados se parecen a las fotos que yo he visto de los de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, excepto porque los de aquí muestran a un zar y a su corte. Una doble escalera con balaustradas doradas desciende desde ambos lados del vestíbulo para acabar encontrándose en el centro. Unas alfombras de aspecto caro cubren los suelos de mármol y una franja de moqueta de color rojo decora la parte central de los escalones. Las lámparas de araña derraman su luz de un amarillo pálido sobre las paredes color verde musgo adornadas con arte barroco ruso. No soy ninguna experta, pero he aprendido algunas cosillas hablando con Ricky, el artista que sale con mi mejor amiga, Joanne; lo suficiente para saber que si estos cuadros son originales, que yo sospecho que sí lo son, deben de tener un valor incalculable.
El ama de llaves desaparece por un pasillo, sin que sus zapatillas de deporte hagan un solo ruido contra el suelo.
—Pareces estar muy lejos de aquí —dice Álex—. ¿En qué estás pensando?
Agito una mano señalando a nuestro alrededor.
—Esto es muy impresionante.
—Este palacio pertenecía a un zar. Después, durante el comunismo, se utilizó para alojar a oficiales del ejército. Cuando se restableció el capitalismo, uno de los primeros oligarcas compró la finca y la restauró para devolverla a su antigua gloria. Volvió a salir al mercado cuando murió su propietario, y entonces fue cuando yo la compre. —Su voz contiene un toque de orgullo.
Yo me acerco lentamente hasta los pies de la escalera, mirando fijamente los detalles del artesonado del techo.
—Esto tiene un estilo muy distinto al de tu casa de Nueva York.
—Para ser honestos —dice él, y oigo sus pasos acercándoseme por detrás—, prefiero el minimalismo y la simplicidad de la casa de Nueva York, pero esta tiene la mejor ubicación de toda la ciudad.
Me vuelvo para mirarle.
—¿Y la ubicación es importante?
Él se encoge de hombros.
—Prefiero Krestovsky a la ciudad. ¿Te gustaría que te hiciera una visita guiada de la casa? Si prefieres descansar ahora, puedo enseñártela más tarde.
A pesar de mi agitación, no puedo reprimir mi curiosidad. Además, si aquí es dónde voy a estar en el futuro más previsible, será mejor que me familiarice con mi entorno.
—Me gustaría verla —digo.
Álex se encamina escaleras arriba y vuelve la cabeza para dedicarme una sonrisa.
—Entonces te complaceré.
Mientras le sigo por los pasillos y arriba y abajo de las escaleras, mi asombro no deja de crecer. Cada estancia está lujosamente decorada con su propia temática, y los muebles y adornos son apropiados para un rey. Aparte de los diez dormitorios, cada uno con su salita y baño incorporado, visitamos salones formales e informales, cuartos de lectura, una biblioteca, un estudio, y una piscina cubierta con techo de cristal. Al lado de la piscina, hay un gimnasio con vistas al jardín. Tiene una sauna ubicada en una esquina. Hacer ejercicio parece estar en la lista de prioridades de Álex. Como en su casa de Nueva York, aquí también tiene todas las piezas de equipo imaginables que una esperaría encontrarse en un gimnasio.
Terminamos nuestro tour en una cocina reformada al estilo moderno con estanterías de acero inoxidable y una isla en la que hay un hombre cortando verduras.
—Este es mi cocinero, Timofey —dice Álex—. Tima, esta es la señorita Morrell. Todavía no ha comido. Como en Nueva York ahora solo es la hora del desayuno, prepara una comida ligera y que Lena la suba al dormitorio.
Timofey hace un saludo al estilo militar.
—Sí, señor. Una comida ligera marchando.
—Sus habilidades son comparables con las de un chef con estrella Michelin —dice Álex—. Prepárate para algo estupendo.
Timofey chasquea la lengua.
—¿Michelin? Esas estrellas no significan nada. ¿Yo? —Se baja el cuello de la camisa y señala con la punta del cuchillo una estrella tatuada en la curva de su hombro—. Yo me he ganado esta.
Álex suelta una risita.
—No hagas ningún caso a Tima. A veces se pasa de dramático.
A mí me cae bien el chef al instante.
—Es un placer conocerte, Timofey. Estoy deseando probar tu comida.
—El placer es todo mío, señorita Morrell.
—Por favor —le pido—. Llámame Kate.
—Solo si tú me llamas Tima. —Balancea su cuchillo y parte una zanahoria por la mitad—. ¿Te apetece algo en especial? Tu pídeselo a Tima. Te cocinaré cualquier cosa que desees.
Su entusiasmo me arranca una sonrisa.
—Te lo agradezco.
Álex me pone una mano en la parte baja de la espalda y guía fuera de allí.
—¿Todos los que trabajan para ti hablan inglés? —pregunto, apartándome a un lado de su mano.
Él me guía hasta una despensa del tamaño de mi estudio de Nueva York.
—Insisto en que tomen lecciones. Es bueno saber idiomas. Pero no puedo atribuirme el mérito de enseñar a Tima a hablar inglés. Él era chef en un restaurante de alto nivel antes de venir a trabajar para mí. Hablar inglés allí era obligatorio, no solo por el mero hecho de aprenderlo sin más, sino también para poder hablar con la clientela.
Unas fragancias de eneldo y estragón se infiltran en mi nariz. De una viga que recorre el techo cuelgan ristras de ajos y ramas de hierbas secas.
—¿No están normalmente los chefs confinados a la cocina?
—En esa clase de restaurantes, a los chefs los llaman a menudo a la mesa para darles cumplidos. Es el máximo honor que un comensal puede otorgarle a un chef. Si el chef no es capaz de hablar con un cliente importante de habla inglesa en su propio idioma, eso redunda negativamente en el propietario del restaurante.
—Eso es un poco duro. —Me agacho para pasar por debajo de un ramillete de perejil que cuelga cabeza abajo de la viga—. ¿Quiere eso decir que los chefs rusos de alta cocina deben de ser políglotas como tú?
Él recibe el cumplido no intencionado con una sonrisa torcida.
—Casi todo el mundo puede apañarse con el inglés.
Miro el bien surtido espacio a mi alrededor. Las estanterías están llenas de frascos de fruta en almíbar, verduras encurtidas y miel. Hay un jamón curado, parcialmente cubierto con un trapo de lino, en una tabla de cortar. De ganchos en las paredes penden cestas de fruta y verdura fresca. De otra más grande en el suelo sobresalen barras de pan.
—No os arriesgáis a tener escasez de alimentos por aquí —comento.
—Tima cocina para los hombres que viven en los barracones. —Cruza las manos por detrás de su espalda—. Dado su tipo de trabajo, tienen una alta demanda de calorías.
Asiento, como si alimentar a un ejército fuera algo que ocurriese normalmente en cualquier casa.
—Ya veo.
Él se aparta y me deja salir delante de él.
—Terminemos nuestro tour. Yo tengo que atender a mis negocios, y tú necesitas descansar.
Vamos por el pasillo y atravesamos un comedor con una mesa donde podrían sentarse hasta veinte personas. Hasta ahora, no había comprendido del todo lo rico que es Álex en realidad. Su casa de Nueva York está en la zona más alta del escalafón, pero es mucho más humilde que este palacio en San Petersburgo. Parece tener un ama de llaves a tiempo completo en cada casa que posee y hay doscientos hombres en su plantilla de seguridad. Ni siquiera quiero saber a cuánta gente emplea en sus múltiples negocios. Sin mencionar que me ha traído de extranjis a Rusia en su avión privado, sin necesidad de pasaporte ni de visado. ¿Quién puede hacer eso?
¿Quién es el hombre del que me enamoré en Nueva York? Es mucho más poderoso de lo que podría haberme imaginado, y eso me asusta. Estoy completamente a su merced. Estamos en su territorio, en su país, y él tiene todo el control. Sería difícil, si no imposible, para una mujer sin recursos, sin pasaporte, sin teléfono ni dinero, y con conocimientos muy limitados de ruso, escapar de un hombre tan poderoso.
Al llegar al descansillo del primer piso, se detiene.
—Estás muy callada.
—Es mucho que asimilar. —Y no me refiero solo a esta casa, o palacio, como quiera que se le llame.
Su gesto se suaviza.
—Necesitas algo de tiempo para adaptarte, lo entiendo.
Necesitaré mucho más que tiempo, pero me trago mis reproches mientras él abre una puerta de madera tallada y me guía dentro de un amplio dormitorio con un gran ventanal que da al jardín delantero. En medio del cuarto hay una cama con cuatro postes. Las cortinas de terciopelo color borgoña atadas con cuerdas doradas que penden de ellos parecen como sacadas de una escena medieval.
Su voz baja una octava y su timbre profundo me envía un escalofrío por la espalda.
—Aquí es donde dormiremos nosotros.
Al oír el nosotros, se me para el corazón por un instante. ¿Acaso cree que nuestra relación continuará como si nada después de haberme hecho su prisionera? Ni siquiera sé cómo voy a explicarles mi desaparición a mi madre ni a June, mi supervisora.
Abajo en el jardín, los hombres con la ropa militar blanca de camuflaje patrullan la finca. Los gigantescos portones de hierro están cerrados. Desde esta altura, puedo ver las puntas afiladas sobre el muro que hacen que escalarlo resulte imposible. Hay una cámara de seguridad cada pocos metros. Como unos siniestros robots, giran sus cabezas sin parar, escaneando los alrededores con sus ojos electrónicos. Debe de haber una sala de control en alguna parte.
Es igual que estar encerrada en una cárcel. No tengo forma de comunicarme con el mundo exterior. Pero si no informo a mi madre y a mi jefa de mi viaje repentino, se morirán de preocupación. Puede que hasta denuncien mi desaparición. Con lo meticuloso que es Álex en todo lo que hace, debe de haber pensado en un plan para explicar mi ausencia, pero no quiero desaparecer sin darle a mi madre alguna clase de explicación.
Sea lo que sea lo que le cuente, no puedo admitir la verdad. No pondré esa carga sobre sus hombros. Además, si averigua lo que ha hecho Álex, querrá abandonar la clínica donde está recibiendo tratamiento para su artritis reumatoide. Es un programa ridículamente caro que está pagando Álex, y se negará a beneficiarse de la caridad de un hombre que ha secuestrado a su hija. Esta es su única oportunidad de tener una mejor calidad de vida, y no quiero arruinársela. Lleva tanto tiempo sintiendo dolor... y se merece esto más que nadie que yo conozca.
Odio tener que pedirle nada a Álex, pero no tengo elección.
Recompongo mi cara y me aparto de la visión desconcertante de la inexpugnable pared de la fortaleza.
—¿Álex?
Él frunce el ceño.
—Pareces cansada. ¿Te he agotado con nuestro paseo por la casa después del largo vuelo?
—¿Dónde está mi bolso?
Una persiana parece caer delante de sus ojos.
—No lo necesitas por ahora.
Una furia renovada me hace hervir la sangre, y mi indignación arde como una hoguera en mi estómago. Por el bien de mi madre, me la trago y digo con tono calmado:
—Necesito mi móvil. —El hombre que tengo delante es peligroso. Despiadado. Me obligo a recordarlo y a elegir cuidadosamente mis palabras—. No puedo esfumarme sin dar ninguna explicación. Tengo que llamar al hospital y a mi madre. Ella se preocupará si desaparezco. Tienes que dejarme hablar con ella.
Él me sorprende al acceder sin más, diciendo:
—Claro. —Y se saca su teléfono del bolsillo. Desbloquea la pantalla con la huella de su pulgar y me pasa el aparato—. Estaba planeando dejarte llamar más tarde.
Lo cojo ansiosa, y le observo con los párpados entornados mientras tecleo el número de mi madre. En lugar de darme privacidad, se queda a escuchar sin miramientos.
—Pon el altavoz —me indica, ignorando los puñales que le lanzo con los ojos.
Como no quiero que me quite el teléfono, hago lo que me dice.
La llamada se conecta, y se oyen los tonos al otro lado.
Mi madre contesta con un titubeante:
—¿Hola?
—Hola, mamá. —Me cuesta horrores mantener mi voz normal—. Soy Kate.
—¡Katie! —Suena contenta—. Esto es una sorpresa. No había reconocido este número.
—Te estoy llamando desde el teléfono de Álex.
Cruzo mi mirada con la de él un segundo. La intensidad de sus ojos me pone los pelos de punta.
—¿No estás en el trabajo? —Su tono se tiñe de preocupación—. ¿Sucede algo malo?
—No. —Me obligo a sonreír, esperando que ella lo perciba en mi voz—. No te preocupes, no pasa nada malo. —Me tenso y me preparo para mentir—. Más bien lo contrario, en realidad. Me he cogido unas vacaciones improvisadas. —Nunca había mentido a mi madre, y ahora me odio a mí misma, y también a Álex, por tener que empezar a hacerlo—. Un viaje a Rusia.
—¿A Rusia? —exclama ella—. ¿A dónde de Rusia?
—A San Petersburgo —digo alegremente, intentando sonar como una turista emocionada—. Álex tiene una casa aquí.
Él levanta un dedo y menea la cabeza indicando que no debo dar más detalles.
—¿Y qué hay de tu trabajo? —pregunta mamá.
Imagino la confusión de su cara.
—Necesitaba de verdad estas vacaciones.
Su voz se suaviza.
—Sí, cariño. Tienes razón. Has estado trabajando demasiado.
—Si me necesitas... —Trago saliva, y contengo un no deseado estallido de lágrimas— No he activado el roaming de mi teléfono. —Le dirijo a Álex una mirada inquisitiva.
Él asiente.
—Puedes localizarme en este número —prosigo.
—Vale —dice ella con cautela—. Pero, ¿por qué no te activa Álex el roaming?
Las mentiras se están haciendo más tupidas, envolviéndome más en su red. Sofocada, miro a Álex, que me devuelve la mirada estoicamente. Mi cerebro se bloquea, incapaz de ofrecerme ninguna explicación plausible.
—No quieres llamadas del trabajo—susurra Álex.
—Yo n-no quiero que me molesten del hospital durante nuestro viaje —le digo.
—Oh. —Mi madre hace una pausa—. Eso tiene sentido, pero no suena normal en ti, cariño. Normalmente estás tan dedicada a tu trabajo que hasta vas los fines de semana si te lo piden.
Me coloco un mechón de pelo detrás de la oreja.
—Exactamente por eso no quiero que puedan llamarme. Me estoy tomando unas vacaciones largas y muy necesarias con Álex para recargar las pilas, y no quiero tener problemas que me distraigan en la cabeza.
—Esa es ciertamente una postura muy sabia. —Mamá suena mucho más tranquila—. Estoy encantada de que Álex tenga tanta influencia positiva sobre ti. Llevo años dándote la lata para que te tomes unas vacaciones de verdad.
—Ya vale de hablar de mí. —Me vuelvo de espaldas a Álex y miro hacia la ventana—. ¿Cómo estás tú?
—Fantásticamente. Ya estoy muchísimo mejor, y con la nueva dieta estoy perdiendo peso.
—Eso es genial —digo y mi pecho se caldea de gratitud. Y me da mayor motivo para seguir con mi charada. Si el tratamiento está funcionando, no puedo arrebatarle esta oportunidad—. Me alegra muchísimo oír eso.
Álex me pone una mano en el hombro y tensa los dedos ligeramente. En el reflejo del cristal, le veo extender la mano, pidiéndome el teléfono.
—Escucha —digo, conteniendo un nuevo estallido de llanto—. Tengo que dejarte. Prométeme que me llamarás si necesitas cualquier cosa, o si no te encuentras bien.
—No te preocupes por mí. Me lo estoy pasando como nunca. Tú disfruta de tus vacaciones con ese hombre tuyo tan asombroso y generoso. Te lo mereces.
Respiro hondo, y digo despacio.
—Te quiero.
—Yo también te quiero, cariño. Saluda a Álex de mi parte.
Me aferro al teléfono, incapaz de terminar la llamada.
Álex me gira hacia él, me quita el teléfono con suavidad y pulsa el botón rojo. Su mirada no es del todo carente de simpatía cuando me pregunta:
—¿Quién va ahora? ¿Tu supervisora?
Como las lágrimas que se agolpan en mi garganta no me dejan hablar, asiento.
Él pasa el pulgar por la pantalla y selecciona un número. No me sorprende que tenga la información de contacto de June en su teléfono. Cuando suena, me lo pasa.
—June Wallers —responde mi supervisora. Está claro por su tono brusco aunque no antipático que está ocupada y cansada.
Mi sentimiento de culpa se hace el doble de fuerte.
—Hola, June. Soy Kate.
—¿Kate? Por favor, dime que vas a llegar para tu turno de las diez. Rose está enferma y Lettie atrapada en algún parador de montaña con las carreteras cortadas por la nieve. Hoy todo esto es un caos.
Me muerdo el labio y tomo otra larga bocanada de aire.
—Cuánto lo siento. Tengo una emergencia familiar. Me temo que tengo que cogerme una excedencia. No tengo elección.
—¡Guau! —Se queda un instante en silencio—. ¿No será nada demasiado serio, espero?
—No puedo —Me recompongo y digo—; Prefería no hablar de ello. Todo lo que puedo decir es que es un asunto privado.
—Si se tratara de cualquier otra, tendría mis reservas, pero tú eres una de mis enfermeras más serias y competentes. Con todas las veces que has sacrificado tus días libres para venir cuando andábamos cortos de personal, solo puedo decirte que te tomes todo el tiempo que necesites.
—Gracias. —Su comprensión hace que me sienta todavía peor. Le echo una mirada a Álex y añado—: Le escribiré un correo a RH con todo el papeleo necesario.
Él asiente, confirmando en silencio.
—Buena suerte, Kate. Espero que soluciones pronto tu emergencia. Saludaré a las chicas de tu parte.
—Gracias —murmuro.
Álex coge el teléfono y termina la llamada.
—Lo siento, pero no puedes estar al teléfono demasiado rato seguido. Este número es seguro, pero yo...
—No quieres correr ningún riesgo —digo con voz lúgubre.
—Exacto. Come algo y descansa. Vendré a verte después.
—Espera —le digo cuando se vuelve hacia la puerta—. Tengo que llamar a Joanne. Había quedado con ella para comer hoy.
Su tono no deja lugar a la discusión.
—Dos llamadas son suficientes por hoy.
Doy un paso adelante.
—No puedo no presentarme sin más. Ella se preocupará.
Él desbloquea la pantalla y escribe algo. Un instante después, el teléfono hace un sonido.
—¿Qué has hecho? —le pregunto—. ¿Qué le has dicho?
Él gira el teléfono hacia mí y me enseña la pantalla. Leo su mensaje de texto y la respuesta de Joanne. Le ha contado lo mismo que a mi madre, que nos hemos ido unos días de vacaciones en plan espontáneo y que puede localizarme en este número. Le ha dicho que estoy cansada del vuelo y que me he ido a dormir pero que la llamaré pronto. Ella ha respondido con varios emoticonos con la cara de asombro, y le ha dicho que nos divirtamos y que cuide bien de mí.
—¿Contenta? —pregunta.
Solo puedo mirarle fijamente.
—Luego te veo, Katyusha.
Cuando se inclina para besarme, yo le vuelvo la cara. Mis emociones están demasiado en carne viva para aceptar sus avances. Al crear este desequilibrio de poder, ha introducido a la fuerza un obstáculo entre nosotros. No puedo sencillamente dejarlo estar. El respeto que tengo por mí misma no me lo permitirá.
Él se endereza con una sonrisa tensa.
—Si necesitas algo, díselo a Lena. Estaré de vuelta en casa esta noche, mi amor.
Sin dedicarme otra mirada, sale por la puerta.
Me cuesta un largo momento reaccionar. Demasiado tarde, agarro un cojín decorativo del sofá de dos plazas y lo lanzo contra la puerta que él acaba de cerrar al salir. Golpea la madera con un ruido demasiado suave para ser gratificante. Es una reacción inmadura e inútil, una válvula de escape tristemente poco efectiva para mi frustración y mi furia acumulada. Cuando la puerta vuelve a abrirse, estoy preparada para tirarle otro cojín, pero es Lena la que entra, portando una bandeja.
Se acerca a la zona de la salita junto a la chimenea y la deja sobre la mesita de café.
—Tima ha preparado tostadas francesas y una ensalada de fruta. Hay té y miel. —Se endereza y pregunta en tono formal—: ¿Desearía alguna cosa más?
—No, gracias —le digo, todavía luchando por controlar mi mal genio.
Ella asiente y sale rápidamente de la habitación.
Un movimiento en el exterior atrae mi atención hacia la ventana. Yuri se acerca hasta el coche en el que hemos llegado y abre la puerta. Álex sale de la casa, seguido por Leonid e Igor. Los cuatro se suben al coche. Dimitri lo hace en el segundo coche, junto varios de los hombres que nos han escoltado desde el aeropuerto. Otros tres coches encabezan el convoy. Los cinco salen por el camino de entrada y cruzan las verjas abiertas.
Cuando la comitiva se marcha, aprovecho la oportunidad. Me acerco a la puerta y cojo la manija. La pesada madera se abre sin hacer ningún ruido. Asomo la cabeza por el umbral. El pasillo está vacío. En algún lugar a lo lejos, un carrillón suena cuatro veces.
Salgo de puntillas por el pasillo, moviéndome sin ruido pero rápidamente. El estudio está una planta más abajo. Por suerte, no me encuentro a nadie por las escaleras. Noto el pulso latiéndome en el cuello pero llego al estudio sin tropezarme con el ama de llaves ni con ningún guardia. Cierro la puerta a mis espaldas y dejo escapar un suspiro tembloroso. Mi pulso se acelera aliviado al ver el teléfono fijo sobre la mesa.
Corro hacia él y descuelgo el auricular aunque no tenga ni idea de a quién voy a llamar. ¿A la embajada americana? ¿Y decirles qué? No lo sé, pero quiero comprobar los límites de mi cautiverio. Quiero tener el número de teléfono de la embajada, por si acaso.
Mis dudas solo duran un segundo. Mi mejor opción es llamar a Joanne y pedirle que busque el teléfono por mí. Le diré que he perdido mi tarjeta del banco. La mentira se me indigesta antes incluso de salir por mi boca, pero intento no pensar en ello mientras marco su número.
Antes de terminar, escucho una voz en mi oído, diciendo algo incomprensible en ruso. Doy un respingo y casi dejo caer el teléfono.
—¿Hola? —digo con voz susurrante.
El hombre al otro lado de la línea cambia del ruso al inglés.
—Buenas tardes, Señorita Morrell. ¿Qué puedo hacer por usted?
Trago saliva y pregunto:
—¿Quién es usted?
Su acento ruso es muy fuerte.
—Soy el operador telefónico del Sr. Volkov. Todas las llamadas que salen de la casa pasan por una centralita.
¿Tiene Álex un operador para el teléfono fijo? Ocultando mi sorpresa, intento decir con voz normal:
—Necesito hacer una llamada a casa. ¿Podría conectarme, por favor?
—Lo siento, señora —responde él sin perder un segundo—. Solo estoy autorizado a ponerle con el Sr. Volkov. ¿Le gustaría que le conectara con él?
—No —contesto rápidamente, invadida por el abatimiento.
—Bueno, entonces. Buenas tardes, Señorita Morrell.
Aturdida, cuelgo sin devolverle el saludo. Supongo que eso responde a mi pregunta sobre mis limitaciones. ¿Hasta dónde está dispuesto a llegar Álex? ¿Por qué no me encierra con llave, ya que está?
Un momento. Él no haría eso, ¿verdad?
Cuando salgo del estudio, ya no me preocupa moverme con discreción por la casa. Me encamino decidida hacia la puerta principal. Una vez allí, respiro hondo. En realidad no quiero salir ahí fuera, a un jardín del que no puedo escapar. Solo necesito saberlo.
Agarro el pomo y lo giro. Se resbala de mi palma sudorosa. Me seco las manos en las piernas y vuelvo a intentarlo.
Está cerrado con llave.
No me lo puedo creer. No sé por qué me había esperado otra cosa, pero estar encerrada solo consigue aumentar la sensación de claustrofobia que se cierne sobre mí. Voy corriendo de puerta en puerta, probándolas una a una pero el veredicto es el mismo. Están todas cerradas.
Tima me mira perplejo cuando entro en tropel en la cocina y corro hacia la puerta de atrás. Empujo la manija, dándole con todas mis fuerzas, pero la pesada puerta no cede.
—Kate —me dice él con tono de disculpa—. No te agotes así. No sirve de nada mi pobre ratoncita. Lo sabes.
Apoyo la espalda contra la puerta y me deslizo hasta el suelo, admitiendo por fin la derrota. No hay forma de endulzarlo.
Soy prisionera de Álex.
—Venga —dice Tima, soltando la cuchara con la que estaba removiendo algo en una olla y cogiéndome por un brazo para levantarme del suelo—. Vamos a llevarte de vuelta a tu habitación. —Baja la voz—. No querrás que Lena te vea así. No puedes demostrar debilidad si quieres sobrevivir, ¿verdad?
Observo su rostro con más atención. Tiene la piel llena de marcas y la nariz protuberante. La mirada luminosa de sus ojos grises es amistosa.
—Tima, tienes que ayudarme.
—Te estoy ayudando —replica él mientras me guía hasta la puerta.
—Tienes que dejarme salir.
Él chasquea la lengua.
—Bueno, eso no sería ayudarte, ratoncita. Eso sería mandarnos a los dos directamente a la tumba.