El equipo de seguridad se pone firme en cuanto entro en el sótano de mi edificio de oficinas del distrito tecnológico de San Petersburgo.
—¿Algo nuevo? —pregunto y me aflojo la corbata al tiempo que recorro el pasillo que separa las terminales de última generación.
Igor y Leonid me pisan los talones con sus armas a mano, mientras Dimitri vigila la puerta. Con las medidas que he establecido, aquí estamos más seguros que en ninguna otra parte, pero hay una debilidad en el sistema que nunca puedo pasar por alto: la condición humana. La gente es voluble, y su naturaleza humana siempre es una variable impredecible e inconstante en la ecuación.
Como le he explicado a mi linda e irascible gatita en más de una ocasión, yo no doy nada por sentado. Esa es la única razón de que no esté ya a seis metros bajo tierra.
El jefe de mi servicio de seguridad, Pyotr Nelsky, me está esperando junto a los monitores montados en la pared principal de la habitación, con una pose militar y los brazos pegados a los costados.
—Nada, señor —me dice cuando llego hasta él, con un tono semiaudible de miedo en su voz.
Desplazo mi atención hacia las pantallas planas de la pared que muestran el estado de cada terminal. Los resultados de los datos que cada empleado está compilando se resumen en código.
—¿Conseguiste los vídeos de seguridad del hospital?
—Sí, señor. Los estamos revisando mientras hablamos.
Me acerco a uno de los monitores y pulso el botón para activar la pantalla. Hay un mosaico de fotos en blanco y negro organizado en forma de puzle. Esas fotos de reconocimiento policial improvisadas han salido del vídeo, de donde se han extraído las caras de los pacientes que visitaron las Urgencias del Hospital de Coney Island ayer.
Las imágenes son borrosas, por decir algo. En algunas de ellas solo se aprecian las nucas de los pacientes.
La frustración me devora por dentro.
—¿Cuál es el estado actual de la operación?
—Estamos en proceso de intentar identificar a todos los pacientes y visitantes que estuvieron ayer en el edificio —dice Nelsky por detrás de mí.
Me vuelvo para mirarle.
—¿Cuánto tiempo?
—Puede que nos lleve un par de días. —Su nuez sube y baja cuando él traga saliva—. Hemos conseguido los informes de los pacientes que fueron admitidos. El personal no es un problema, porque fichan para entrar y salir. Será más difícil identificar a los visitantes y proveedores, especialmente porque las cámaras tienen puntos ciegos.
—¿Qué quieres decir? —pregunto mientras mis dedos tamborilean en su escritorio.
Él fija la mirada en un punto por encima de mi hombro, sin mirarme directamente a los ojos.
—Será imposible hacer una lista completa de todos los que pasaron por el edificio en el transcurso de las últimas doce horas.
Esas noticias me enfurecen, aunque no me esperase otra cosa. Aun así, vale la pena intentarlo.
—¿Qué hay de la señorita Morrell?
Él trastabilla un poco en su ímpetu de encender el segundo de los cinco monitores de su mesa.
—Ya he preparado un archivo visual para usted.
Pulsa un botón y aparece un caleidoscopio de imágenes de rostros, algunos con Katerina en la foto y otros sin ella. Algunos de esos rostros son apenas identificables. Otros están parcialmente ocultos de las cámaras.
—¿Lista de pacientes? —pregunto, con mi irritación en aumento.
—Aquí, señor. —Coge un papel impreso de su mesa y me lo ofrece—. Como puede ver, hay un montón de nombres rusos, pero como por lo visto el hospital está ubicado en un barrio de inmigrantes originarios de Europa del Este, eso no resulta ser nada extraordinario.
Leo rápidamente los nombres impresos en la hoja. La lista es larga.
—Busca cualquier informe que puedas encontrar sobre cada uno de ellos. Utiliza mis contactos en el gobierno para acelerar las cosas.
—Ya estamos trabajando en ello, señor.
—Bien. —Vuelvo a ponerle el papel en las manos—. Infórmame dentro de una hora y si surge algo házmelo saber al momento.
El papel tiembla en su mano.
—Sí, señor.
Voy hacia la puerta en unas zancadas. Mis empleados se centran en su trabajo cuando paso por su lado, sin atreverse a mirarme a los ojos. Supongo que tengo cierta reputación. La gente me teme, incluyendo los que alimentan a sus familias con los generosos salarios que les pago. Eso es bueno. En mi mundo, la amabilidad no te lleva muy lejos. Sin embargo, nadie se queja. Tendrían que buscar hasta debajo de las piedras para encontrar mejores condiciones laborales o más beneficios extra.
La clase de trabajo que ellos hacen precisa que la estancia en la que se pasan ocho horas al día deba estar bajo tierra. Las paredes, el techo y el suelo están reforzados. Ninguna onda de radio ni rayo infrarrojo puede atravesar la estructura. Eso significa que la información industrial secreta que guardo en esta habitación está a salvo de ojos y oídos no deseados, pero también la convierte en un espacio a prueba de bombas. Un sofisticado sistema monitoriza cuidadosamente el aire y lo purifica. Las luces son brillantes sin resultar dañinas para los ojos, y la temperatura nunca varía de unos cómodos veintitrés grados Celsius. Un mural que muestra un paisaje de montaña cubre las grises paredes de cemento, y unos árboles plantados en macetas proporcionan algo de verde. Hay una fuente en la esquina que crea el tranquilo sonido de una catarata. Desemboca en un estanque en el que nadan numerosos peces koi. Al parecer, los peces tienen un efecto calmante sobre la mente humana. Siguiendo el consejo del decorador de interiores especializado en entornos Zen, el purificador de aire libera diminutos toques orgánicos de limón y bergamota, Se supone que esas fragancias animan y revitalizan. Sí, hay peores búnkeres en los que trabajar.
Las puertas metálicas se cierran tras de mí con un suave clic. Dimitri se endereza de donde estaba apoyado en la pared. Leonid me mira con los párpados entornados.
—¿Qué? —le espeto—. Si tienes algo que decir, dilo.
El pecho de Leonid se expande cuando él coge aire.
—Es poco probable que descubramos nada por esta vía. Ya ha visto la calidad de esas grabaciones. Hay un montón de gente entrando y saliendo de ese hospital todos los días. Cualquiera podría haberse hecho con la tarjeta de Kate.
Me paso las manos enérgicamente por el pelo, y practico el autocontrol que he dominado a lo largo de los años para controlar mi ira. Yo ya había llegado a la misma conclusión, pero no tengo nada más de lo que tirar.
—¿Qué coño sugieres que hagamos?
Igor me lanza una mirada de preocupación.
Silencio.
Eso es lo que pensaba. Nadie tiene otra idea mejor. Ojalá supiese quién se ha atrevido a amenazarla. Ojalá supiese por qué...
—Necesito respuestas —farfullo entre dientes, y me meto las manos en los bolsillos al tiempo que empiezo a pasearme por el espacio libre—. ¿Quién? ¿Por qué?
—Tal vez alguien de la competencia —elucubra Igor—. Alguien que quería enviar un mensaje.
Esa no es una noción nueva. Ya consideramos esa posibilidad después de que disparasen a Igor. En lo que respecta a mis negocios, no estoy falto de rivales. El poder es una mercancía tan valiosa como peligrosa en Rusia. Como decimos por aquí, los árboles más altos son los que reciben todo el viento. Llegar a la cima requiere trabajar duro y pelear sucio, pero la auténtica guerra solo comienza cuando has alcanzado ese nivel. Una vez que eres el número uno, te conviertes en el blanco de cualquiera que esté por debajo de ti en la cadena alimentaria. Tienes que luchar el doble para permanecer en la cima que para llegar hasta allí.
Amenazar a una mujer que no tiene nada que ver con mis negocios solo para enviarme un mensaje es un golpe bajo, pero no infrecuente. Las mujeres hacen débiles a los hombres. Esto ha sido explotado por nuestros enemigos desde el principio de los tiempos.
—Por ahora, esperemos —dice Dimitri, siempre la voz del pragmatismo—. No parece que tengamos muchas más opciones. Quien fuese que cogiera la tarjeta de Kate quería obtener su atención. Ahora que ya la tiene, le hará saber lo que quiere tarde o temprano.
Yo retuerzo el cordel de la tarjeta del hospital que llevo en el bolsillo, mientras acaricio el nombre impreso en la identificación plastificada con el pulgar. He recorrido esas letras tantas veces con los ojos que cuando los cierro, puedo verlas flotar proyectadas contra el negro de mis párpados.
—Ni de coña pienso quedarme aquí rascándome los huevos y tomando té mientras algún ublyudok amenaza a Katerina.
—Cogeremos a ese hijo de puta. —Igor hace un gesto de disgusto con el labio superior—. Solo los cobardes se esconden detrás de las faldas de una mujer.
Asiento con gesto sombrío. No pienso descansar hasta que ponga a esa cucaracha en la tumba.
—¿Qué es lo que quiere que hagamos? —pregunta Leonid.
—¿Por ahora? Mantened los oídos abiertos. Preguntad por ahí. Averiguad si hemos pisado los callos de alguien sin advertirlo o si hay algún cambio en la jerarquía del que no somos conscientes.
—Sí, jefe —dice Leonid—. Hablaré con algunos tipos que conozco en la ciudad.
—Ve con él —ordeno a Dimitri—. Igor, tú te quedas conmigo.
Dimitri asiente mientras empieza a seguir a Leonid hacia la salida.
Cuando se han ido, considero mis opciones. Todavía espero que tengamos suerte con las grabaciones del hospital, pero como no hemos encontrado nada después de que diez de mis mejores hombres y mujeres hayan revisado uno por uno cada segundo de los vídeos de seguridad, hay escasas posibilidades de que saquemos algo de ellas.
—Joder. —Le doy una patada a la silla que hay junto a la puerta, casi haciéndola volar por los aires. La frustración me carcome por dentro como si fuese ácido.
—¿Qué es lo que quieres hacer? —pregunta Igor—. Ha oscurecido. ¿Deberíamos regresar a la casa?
Estoy ansioso por volver con Katerina, pero a ella le iría bien tener algo de espacio para que se le pase el enfado. En algún momento llegará a ver que esta es la única manera. Por ahora, al menos está a salvo.
Algo reconfortado por esa idea, digo:
—Voy a quedarme unas cuantas horas en la oficina. —Ya que estoy aquí, bien podría ponerme al día con el trabajo. Hay unos contratos nuevos que firmar y varias oportunidades de negocio que me gustaría explorar.
Mientras me encamino hacia el ascensor, saco el móvil del bolsillo para ver si hay algún mensaje de Lena. Sigue sin haber nada, igual que la última vez que miré, hace diez minutos. Antes de que se abra la puerta y yo me quede sin cobertura en el ascensor, tecleo un rápido mensaje y se lo mando.
Un segundo después, me llega la respuesta. Katerina está echando una siesta, a salvo y en casa. Aliviado, me guardo el teléfono en el bolsillo, entro con Igor al ascensor, y pulso el botón del último piso.
Mi ayudante ejecutivo, Grigori, es un joven que me recuerda a mí cuando tenía su edad. Su escritorio está en el recibidor, directamente frente a Igor y yo cuando salimos en el último piso. Grigori siempre se viste con un estilo formal y actual. Hoy lleva un traje azul marino con el corte italiano que es la última moda, combinado con una corbata roja. Muy europeo.
Se pone en pie e inclina la cabeza.
—Señor Volkov. Igor. No les esperaba.
—No tenía planeado venir —digo mientras atravieso la estancia—. ¿Algún mensaje?
—En su agenda, señor. He filtrado los que no eran importantes. Le he enviado por email los urgentes.
—Bien. ¿Alguna novedad?
Cuando yo no estoy por aquí, Grigori es mis ojos y mis oídos. Siempre que pasa algo, como cuando alguien no está contento por la manera en que hago las cosas, me informa.
—Nada nuevo, señor. ¿Le gustaría que le pidiera algo para picar o cenar?
—No, gracias. No nos quedaremos tanto tiempo. Pensándolo mejor, tráeme una botella de vodka y un vaso helado.
Él acepta mis instrucciones con otra inclinación de cabeza.
Igor saca su móvil y se acomoda en la sala de visitas de la parte de atrás mientras que yo abro la puerta de mi despacho, que se encuentra en la esquina.
El mobiliario consiste en un escritorio de cristal suspendido de cables de acero del techo, una silla en la que he pasado más horas que en mi cama, y varios monitores escondidos tras una persiana metálica a prueba de incendios que cubre toda la pared de enfrente del escritorio. Una sencilla zona de estar con un sofá y una mesita de café está dispuesta junto a la ventana, para las reuniones. Por una puerta lateral se entra a un baño privado. Uno de mis cuadros favoritos, una pieza de David Hockney, cuelga en la pared de la izquierda de mi mesa. Aparte de eso, no hay recuerdos ni fotos. Nada que demuestre ningún apego personal. Como la situación con Katerina ha demostrado de forma tan efectiva, ir pregonando tus debilidades solo sirve para darles a tus enemigos munición que usar contra ti.
Mientras me acomodo detrás de mi mesa, Grigori entra con una bandeja con una botella de Vodka de calidad superior y un vaso. Él conserva fríos el alcohol y el vaso, exactamente a la temperatura ideal. Una vez al mes, un técnico verifica que el frigorífico del bar esté a dos grados Celsius: la temperatura óptima para el vodka, ni un grado más ni uno menos.
Grigori coloca la bandeja en la esquina del escritorio, abre la botella y me pone una copa doble mientras yo desbloqueo la persiana ignífuga poniendo mi huella digital sobre el dispositivo automático de mi mesa. Cuando se levanta, Grigori me trae el portátil que guardo allí para cuando estoy en mi despacho.
—¿Le dejo la botella. señor?
—No gracias —respondo a la vez que abro el portátil y lo enciendo.
Él recoge la bandeja.
—Estaré aquí hasta las ocho, si me necesita.
Le dedico un gesto de asentimiento antes de que salga.
Durante la hora siguiente, intento sumergirme en el trabajo. Siempre me han encantado los desafíos de dirigir un imperio empresarial. Trabajar duro durante muchas horas me hace sentirme con los pies en el suelo. Como se me dan bien los números, me lo paso bien jugando con el mercado bursátil e invirtiendo en proyectos de alto riesgo. La parte financiera del negocio es la más gratificante, sobre todo cuando el dinero no deja de acumularse.
Hacia las seis, empieza a caer una ligera nevada. Iba a quedarme otra hora, pero mi cabeza no se está centrando en el trabajo. Dando un suspiro, cierro el portátil y me paso una mano por la cara. Llevo veinticuatro horas sin dormir. Sería sensato descansar un poco, pero la agitación y la preocupación que me corroen no me permitirán hacerlo. El vodka no me ha relajado como esperaba que hiciera.
Me levanto, me meto las manos en los bolsillos y me quedo contemplando cómo las luces de San Petersburgo brillan a través de un velo de nieve. La cena no es hasta las siete. La idea de una casa calentita, una larga ducha y la comida de Tima es seductora, pero no tanto como pensar en ver a mi kiska, en tocarla , cuando ella me lo permita de nuevo, claro, y en asegurarme en persona de que está ahí y a salvo. Esa última noción es la que me hace decidirme en contra de irme derecho a casa. Debería darle otra hora, tal como me había prometido a mí mismo. Ella entrará en razón.
Igor se pone en pie cuando salgo del despacho.
Grigori levanta la cabeza.
—Buenas noches, señor. —Por un segundo, pierde un poco su máscara de formalidad, mientras le dice a mi guardaespaldas a modo de saludo—: Igor.
Bueno, demonios. Jamás me lo habría figurado. ¿Quién iba a decir que Grigori mostraría un punto de debilidad por mi guardaespaldas?
Si Igor nota algo, no lo demuestra.
En la zona de recepción de la planta baja, Igor coge nuestros abrigos de donde el conserje los había guardado, en la sala de guardarropa. El conserje está recogiendo su bolso y su paraguas, listo para marcharse y dar por terminado el día. El guarda nocturno ya está aquí para sustituirle.
Yuri está sentado en un sofá cerca de la puerta, leyendo un libro. Cuando pasamos los escáneres de seguridad, lo cierra y se levanta para abrirnos la puerta.
Una vez estamos dentro del coche, con el motor en marcha para que la calefacción se ponga caliente, Yuri pregunta:
—¿A casa, señor Volkov?
Me paso el pulgar por los labios y pondero mi respuesta, mientras miro por la ventanilla. Tardo un segundo en decidirme.
—Al cementerio. El ortodoxo de la colina.
Igor me lanza una mirada desde el asiento delantero, pero no me hace preguntas.
Solo he estado allí una vez en los últimos años, no hace demasiado. De hecho, fue justo antes de irme a Nueva York.
El tráfico es intenso. Rodeamos la ciudad y llegamos a la zona de las colinas en poco menos de una hora.
—Espera aquí —le ordeno a Yuri. Luego salgo del coche y abro el paraguas.
Igor sale también, cubriéndose la cabeza afeitada con un gorro de lana. Me sigue a unos pasos por detrás mientras me encamino a la puerta del cementerio. La verja para peatones está cerrada. Hay un cartel en las puertas de la verja para coches que dice que el cementerio cierra a las seis. Una cadena de hierro se balancea en una de las puertas, con un candado metálico colgando abierto.
Igor saca su arma mientras yo me deslizo por el hueco de entre las puertas. Sé lo que está pensando, porque es lo mismo que estoy pensando yo. Tal vez algunos críos se hayan colado para vandalizar las tumbas y pintar las paredes con grafitis. Las bandas callejeras roban las flores frescas para venderlas en las aceras. El cementerio también es un sitio popular para el tráfico de drogas. La policía está intentando restringir las actividades delictivas nocturnas, pero limpiar la ciudad de sus elementos criminales es igual que intentar librarse de una plaga de cucarachas.
El cementerio está bien iluminado. Las farolas dibujan abanicos de resplandor amarillo sobre los mausoleos del fondo y las lápidas más humildes cerca de la puerta.
Nuestros zapatos crujen por el sendero de gravilla cuando Igor y yo pasamos junto a las sencillas cruces y piedras de mármol. Me mantengo alerta, vigilando los rincones oscuros por el rabillo del ojo y con las orejas bien atentas. A lo lejos, se escucha al río corriendo caudaloso. El sonido del agua recorre todo el camino hasta aquí arriba. A excepción del río y del ruido del tráfico de la autopista cercana, no se oye ninguna otra cosa más.
Cuando llegamos a una esquina resguardada bajo un gran árbol en el fondo, nos detenemos. Por desgracia, el camposanto parece estar libre de ladrones y traficantes esta noche. Necesito una pelea para liberar mi frustración y mi rabia, y estaba deseando toparme con una.
Igor se queda en el camino principal mientras yo cojo el sendero hasta la lápida doble. El ángel femenino que la custodia es una obra de arte. Está arrodillado en los escalones, con un brazo reposando suavemente sobre la parte de arriba de las tumbas. El dobladillo de su larga túnica se arrastra por la hierba. Está tan bien hecho que el mármol es casi transparente allí donde el tejido se acumula en suaves pliegues sobre sus caderas. No haberle otorgado ninguna señal de sufrimiento en tal escenario habría sido una mentira, y la mentira habría deformado la belleza de la obra del artista. Ella acarrea todo el sufrimiento y el dolor que yo no puedo mostrarle al mundo. Aquello que he encerrado a cal y canto en mi corazón, ella lo enseña en la paz del camposanto, con los fantasmas como única audiencia. Ella es perfecta hasta en el último detalle del ala rota y en la lágrima que corre por su mejilla. La escultura de mi jardín de Nueva York es una réplica de esta. La hice hacer para poder mirarla, porque el dolor no me permitía venir aquí.
Mientras el artista estaba trabajando en el original, yo visitaba su taller todos los días. Estuve supervisando el proyecto hasta el último detalle. Sabía que cuando la trajeran aquí, no volvería a verla. Y durante muchos años, no volví. Sin embargo, antes de salir hacia Nueva York, algo me hizo visitarla. No soy supersticioso. No creo en las premoniciones. Sin embargo, aquel día, parado en el mismo sitio en el que estoy ahora mismo, sentí en mis entrañas que algo iba a pasar en Nueva York. Y así fue. Alguien trató de matarme, pero Igor recibió la bala por mí.
Tal vez esa sensación interna fueran mis padres, intentando advertirme.
Me quedo contemplando los nombres grabados en el mármol.
Viktor Volkov.
Anastasia Volkova.
Un agudo gorjeo atraviesa el aire. Las hojas que tengo justo encima bailan cuando un pájaro alza el vuelo con un sonoro aleteo.
Me doy la vuelta. Igor está revisando la zona apuntando con el arma hacia adelante. Cuando un gato negro sale tranquilamente de detrás del árbol y cruza el camino, él baja los brazos y deja escapar un largo suspiro.
Yo sacudo la nieve del paraguas y le digo:
—Vámonos.
Como no tenía planeado venir hasta aquí, no he traído flores. Igual que no entraba en mis planes arrastrar a Katerina desde el otro lado del océano y encerrarla en mi casa. Pero así están las cosas ahora.
Volveré con unas rosas.
Mi kiska se adaptará.
Tendrá que hacerlo, porque no le permitiré que me rechace demasiado tiempo. Ella es mía. Los dos lo sabemos. El mundo lo sabe. Llevo la prueba en el bolsillo, en la forma de su tarjeta de acceso.
Un movimiento cerca de la verja me hace frenar en seco. Una figura encorvada camina trabajosamente por el césped cubierto de nieve. Igor hace ademán de sacar la pistola otra vez, pero yo le pongo una mano en el brazo para detenerlo. Reconozco el vestido anodino y gris y las trenzas de fino cabello gris de la mujer que sobresalen por debajo de un gorro de lana.
La vi aquí en mi última visita. Es la guardesa del cementerio, que vive en una casucha aquí dentro, no lejos de la puerta. Me preguntó mi nombre y qué tumba buscaba, asegurando conocer cada tumba del camposanto, cada nombre, y cada fecha. La mujer es tan vieja como algunas de las mismas tumbas y prácticamente forma parte del «mobiliario» de aquí. Yo no necesitaba su ayuda. Aunque no había estado en el cementerio desde la muerte de mis padres, veintiún años atrás, recordaba exactamente dónde encontrarles. Pero jugué a su juego para complacerla. Le di sus nombres y ella señaló con el dedo el sitio elevado con el ángel lloroso.
—¿Por qué no ha venido nunca? —me preguntó con su voz ronca.
Como no quería soltar ninguna gilipollez, no le respondí.
Ahora está levantando la vista al escuchar nuestros pasos, sin parecer alarmada en lo más mínimo por nuestra presencia.
—Ah —dice, mientras me mira de arriba abajo—. Es usted.
Yo me fijo en sus gastados zapatos, en su abrigo andrajoso y en los agujeros de sus mitones.
—¿Qué hace aquí fuera con esta nevada?
—Vine a cerrar —dice, haciendo un gesto hacia la puerta—. Cerramos a las seis. Deberían volver durante el día.
—Eso haré. —Me saco la cartera del bolsillo, vacío el efectivo que siempre llevo encima y le pongo los billetes en la mano—. Entre adentro antes de que coja una pulmonía con este frío.
Ella mira su mano y luego mi cara y me dedica una sonrisa desdentada.
—Que los muertos le protejan y le bendigan, señor.
—Entre, vamos —le digo—. Nosotros cerraremos la verja.
Su sonrisa se hace más tensa.
—Ese es mi trabajo. Llevo cincuenta años haciéndolo. En mi vida he dejado de cerrar, ni un solo día.
Igor me sostiene la puerta para que salga.
—Que Dios le bendiga —repite ella, ondeando el dinero en el aire mientras yo cruzo la verja.
Yuri sale de detrás del volante para abrirme la puerta del coche.
—Sabes que se va a fundir todo ese dinero en bebida —dice Igor de camino—. Apesta a alcohol barato.
—¿Preferirías que le comprara una sopa en el comedor de beneficencia? —Le paso mi paraguas a Yuri y me subo al asiento trasero—. Tiene ochenta años. Dale un respiro.
—Una sopa habría sido mejor idea —dice Igor, reprendiéndome, lo que es excepcional.
Lo dejo pasar, no solo porque le debo mi vida, sino también porque tiene razón.
—Mañana, organiza que el catering que tenemos contratado para nuestra oficina le traiga una comida caliente cada día.
Su boca se tensa, pero no discute, porque es consciente de que estúpidamente se ha autoimpuesto esa tarea. La expresión de su cara me haría echarme a reír, de no ser por un mal presentimiento, esa premonición inoportuna en la que no creo, que se desliza por mi espalda.
Se me eriza el pelo de la nuca. Todo mi cuero cabelludo le secunda. Igual que la última vez que visité la tumba de mis padres, tengo la sensación de que algo está a punto de pasar. Algo muy malo. Tal vez sea mi imaginación creyendo que mis padres intentan advertirme, pero no puedo ignorar la sensación que noto en las tripas. Esa sensación me salvó la vida. Me dejó con un desasosiego, una extraña sensación de algo funesto a punto de ocurrir, y cuando ese tirador me disparó, estaba lo bastante alerta para sentirlo, y fui capaz de librarme en esa última fracción de segundo en que mi sexto sentido me dijo que me moviese.
La sensación que me corroe por dentro ahora mismo es igual, aunque diferente. Esta vez, el presentimiento es de algo mucho peor. Esta vez, no temo por mi vida, sino por la vida de la única mujer que me ha importado jamás.