5

Kate

Abro los ojos y parpadeo por un instante, confusa. Mi mente emocionalmente exhausta quiere volver a sumergirse en el alivio del sueño reparador, pero hay una cantinela incesante en el fondo de mi mente que me insta a despertarme. Lentamente, recupero la consciencia por completo.

Estoy acostada en una cama, bajo una suave manta. Está tan oscuro que no puedo distinguir mi mano si la pongo justo delante de mis ojos, pero no necesito ver nada para saber que esta no es la cama de Álex en Nueva York. Esta no es la casa a la que me fui a vivir con él. Entonces las telarañas se disipan, y lo recuerdo todo. Ese algo molesto del fondo de mi mente cristaliza en una cascada de claridad que hace fluir mi memoria.

Me siento y estiro el brazo palpando lo que tengo cerca. Mis dedos rozan un tejido de terciopelo. Las cortinas de la cama. Agarro la tela con fuerza y la aparto. La luz penetra en la oscuridad negra como la tinta. Una lamparita de noche ilumina la estancia con un suave resplandor. Alguien debe de haber cerrado las cortinas de la cama después de que yo cayera dormida, exhausta. Lena, tal vez. Encuentro desconcertante la idea de que haya estado en la habitación mientras yo dormía.

A pesar de la agradable temperatura del dormitorio, me estremezco un poco al levantarme. Mi reloj me indica que son las siete en punto. Me he echado una siesta de dos horas. Mi cuerpo y mi mente extenuados necesitaban ese descanso. Llevo dos semanas seguidas trabajando turnos largos en el hospital. Físicamente, sigo intentando recuperarme, y el mini ataque que tuve al descubrir que estoy encerrada no ha sido de ayuda.

Agudizo el oído e intento escuchar algún sonido. La casa está en silencio. En un silencio inquietante. Me froto los brazos con las manos y me dirijo al vestidor donde encuentro una chaqueta calentita que me pongo encima del jersey. Entonces me veo en el espejo de cuerpo entero. Mis pantalones están arrugados de haber dormido con ellos puestos. Tengo el pelo revuelto y los rizos desaliñados. Me paso las manos por el pelo para arreglarlo y no me molesto en buscar unos zapatos. Voy en calcetines hasta la ventana y abro un poquito las cortinas. Quienquiera que haya cerrado las cortinas de la cama también cerró estas.

Los potentes focos no dejan ni un rincón del jardín en la sombra. Igual que antes, hay unos hombres patrullando el perímetro del muro y haciendo guardia junto a las puertas.

Me tomo un momento para repasar todo lo que ha ocurrido desde anoche y considero mis opciones. Ahora que estoy más tranquila, puedo pensar con más claridad.

Estoy encerrada en la casa. Tima y Lena no van a ayudarme. No tengo acceso a un teléfono. Cualquier libertad que tenga permitida de ahora en adelante estará únicamente en manos de Álex, lo que significa que lo mejor para mí va a ser tenerle contento. De alguna forma, tengo que recuperar su confianza. Viendo que él ha sido quien ha perdido mi confianza, me va a costar mucho hacer eso. Pero ¿cómo se supone que voy a quedarme aquí sentada sin hacer nada mientras Álex anda por ahí fuera arriesgando su vida? ¿Cómo se supone que voy a soportar la idea de que algo podría ocurrirle mientras yo estoy aquí con las manos atadas?

Enfrascada en mis elucubraciones preocupadas, voy al piso de abajo a ver si Álex ha vuelto a casa. Hay un guardia de pie junto a la puerta principal.

—Buenas tardes —le saludo.

Él me responde con una inclinación de cabeza.

—¿Sabes si Álex...?

Antes de que pueda terminar la frase, la puerta se abre e Igor entra por ella, sacudiéndose copos de nieve de los hombros de su abrigo.

Se detiene en seco en cuanto me ve.

—¡Igor! —exclamo, como saludo y también en parte aliviada.

Miro por encima de su hombro, intentando ver si Álex está con él, pero él me tapa la vista cerrando la puerta, seguramente para evitar que entre el frío.

—¿Dónde está Álex? —pregunto.

—Estará aquí enseguida —me responde él, intentando pasar por mi lado y esquivarme.

Yo muevo un pie hacia un lado, y le bloqueo el paso.

—¿Dónde está?

Pasa un segundo.

—Poniéndose al día con los hombres de los barracones.

Testando mis límites, le pregunto:

—¿Podría utilizar tu teléfono, por favor?

Su enorme corpachón se hunde unos milímetros con el suspiro que suelta.

—Sabes que no puedes hacer eso.

—Eso es lo que pensaba.

Al menos tiene la decencia de parecer sentirse culpable.

—No puedes llamar a casa. Es por tu seguridad. —Aparta la vista y se aleja.

—¿Señorita Morrell? —llama una voz femenina.

Yo giro sobre mis talones.

Lena está al pie de las escaleras.

—La cena está servida en el comedor. El Sr. Volkov se reunirá con usted en cuanto pueda. Me ha dicho que no le espere. —Ella me da un repaso de arriba abajo, deteniéndose en mis pies en calcetines—. Normalmente, el Sr. Volkov se viste para cenar.

—¿Sabe dónde ha estado?

Ella hace gesto con la mano señalando al pasillo.

—El comedor está por ahí.

—Álex ya me lo ha enseñado.

Me dirige una sonrisa gélida.

—En ese caso, no se perderá. —Sin más palabras, desaparece por el vestíbulo.

Yo cierro los puños y me vuelvo hacia el guardia de la puerta. Si tenía alguna esperanza de recibir una explicación por su parte, me espera una nueva decepción. Está mirando fijamente hacia adelante, ignorándome como si yo no existiera.

Como no tengo ningún otro sitio a dónde ir, me dirijo al comedor. La mesa está dispuesta con una docena de platos. Ninguna de las empanadas de diseño intrincado ni de las coloridas ensaladas me resulta familiar, pero todas ellas están hermosamente presentadas con acompañamientos de rábanos y tomates bellamente tallados para que parezcan rosas.

Me ruge el estómago, recordándome que no toqué la tostada francesa ni la fruta que Tima me había preparado antes.

Entonces él entra con una bandeja humeante. Me mira con una alegre sonrisa y dice:

—Espero que hayas descansado bien. Siéntate, por favor. Debes de estar hambrienta. —Deja la bandeja en el centro de los otros platos y saca una silla para mí cerca de la cabecera de la mesa, donde ya están puestos los cubiertos—. Aquí. Ven. Ponte cómoda.

Un olorcillo a ajo y perejil alcanza mi nariz. Quiero decirle que no por despecho, pero me muero de hambre. A regañadientes, me siento, le dejo que recoloque la silla y le digo:

—Hay aquí comida suficiente para todo un ejército.

Él suelta una risita.

—Por si no lo habías notado, aquí hay un ejército.

Yo resoplo.

—¿Cómo podría no haberlo notado?

—Te he hecho comida de esa que hace que te sientas mejor. —Hace un gesto hacia el plato del que flotan los aromas—. Pasta con alcachofas. Es una receta italiana. —Con la cuchara y el tenedor de servir, coge una ración generosa y me la pone en el plato—. Aquí tienes. Come antes de que se enfríe. Luego podrás probar los platos fríos y las ensaladas. Son todo recetas locales. Y deliciosas.

—Gracias —le digo, con reluctante gratitud.

Tima me sirve agua en el vaso antes de salir de la estancia.

El carrillón da una campanada. El sonido hace eco en la silenciosa habitación. Las siete y media. Me siento inmóvil un instante, tomando conciencia del silencio y de lo irreal que todo esto parece. El reloj continúa contando los segundos con un suave tic-tac. Es un sonido extraño y deprimente, y una situación incómoda esto de sentarse sola en una mesa hecha para sentar a veinte comensales. Sin embargo, necesito comer.

Retuerzo en el tenedor la pasta fina como cabellos, me la llevo a la boca y pruebo un bocado. Los sabores del ajo, el perejil y el aceite de oliva se mezclan con el de los corazones de alcachofa. La combinación es deliciosa y espolea al instante mi apetito. Tima tenía razón. Esta es comida de la que hace que te sientas bien, y es exactamente lo que necesito.

Devoro la ración de mi plato y me planteo repetir, pero tengo curiosidad por el resto de platos de la mesa. Justo cuando estoy metiendo una cuchara de servir en una ensalada de patatas con lo que parece eneldo encurtido, Álex entra en la sala.

Me quedo inmóvil y le miro a los ojos. Lleva una camisa abotonada hasta el cuello y pantalones oscuros. Su barba está bien afeitada y su piel ligeramente bronceada tiene un aspecto perfectamente terso. El castaño oscuro de su cabello crea un sorprendente contraste con el azul helado de sus ojos. La expresión de su mirada al moverse entre mi rostro y mi plato vacío es atenta y aguda.

Su sonrisa es reservada.

—Mis disculpas por llegar tarde.

—Esta es tu casa. Puedes hacer lo que te dé la gana.

Él se sienta en la cabecera de la mesa y dice:

—Creí que sería mejor darte algo de tiempo para que te tranquilizaras.

Estoy lejos de sentirme tranquila, especialmente después de descubrir hasta qué punto mi libertad me ha sido arrebatada. Parece que robarme el derecho a decidir no era suficiente. Cuando me coge una mano y se la lleva a los labios, yo intento soltarme, pero él me agarra con más fuerza y me planta un beso en los nudillos. En cuanto me suelta, aparto la mano a toda prisa.

El gesto de su boca se torna tenso.

—Parece que lo del tiempo no ha valido para nada.

Lo ignoro y termino de servirme una porción de ensalada.

—¿Qué necesitas, Katerina? —pregunta, con tono mordaz—. ¿Cuánto tiempo va a costar esto?

Yo cojo mi tenedor.

—¿Qué tal decirme la verdad? —Por ejemplo: ¿dónde ha estado él toda la tarde?

Él me mira con total atención.

—Te he dicho la verdad. Alguien te robó tu tarjeta y yo voy a averiguar quién fue. Hasta entonces, te mantendré donde estés segura. —Su tono se endurece con determinación—. Aquí.

Mis dedos aprietan con fuerza el tenedor.

—Como tu prisionera.

Su tono permanece neutral, pero la forma apenas perceptible en que achica los ojos traiciona su impaciencia.

—Como alguien por quien estoy haciendo todo lo malditamente posible por proteger. Eso no va a cambiar hasta que no atrape al culpable, así que vete acostumbrando a cómo son las cosas. Pedirles un teléfono a mis empleados e intentar llamar a casa no va a funcionar.

Apuñalo un pedazo de patata con el tenedor y le clavo a él la vista. Es bueno saber que su operador telefónico y sus guardias le informan de todo. Al menos, ya sé quién está de mi parte. Nadie, al parecer.

Un aroma sensual a cardamomo y especias revolotea hasta mí cuando él estira el brazo sobre la mesa para llenarse el plato de pasta. Se ha duchado. Ese olor me trae recuerdos de momentos más felices. Los aparto, porque no quiero recordarle como un amante atento y habilidoso. El Álex que me está sirviendo pequeñas raciones de cada uno de los platos de la mesa no es el mismo hombre que compartió aperitivos y besos conmigo en el Romanoff's. Es el tipo que me ha arrastrado hasta Rusia y me ha encerrado en su casa.

—Prueba el oliv’ye —me está diciendo, mientras pone vino en nuestras copas—. Personalmente, es mi favorito.

Mi apetito por la comida se ha esfumado. Trago un gran sorbo de vino tinto mientras él me observa con los ojos entornados, llevándose un bocado de pasta a la boca.

Después de masticarla, me dice:

—No seas obstinada, Katyusha. Eso no será de ayuda. Cuanto antes aceptes la situación, más fácil será esto para ti.

Yo ya había llegado a la misma conclusión, pero que me arrebaten mis opciones no es algo que vaya a aceptar fácilmente. Con cautela, pregunto:

—¿Has pensado en que tal vez estés exagerando un pelín?

—No en lo que a ti respecta.

—Me encierras y me prohíbes usar un teléfono. ¿Qué piensas que voy a hacer? ¿Escaparme en una ciudad desconocida donde no conozco el idioma ni puedo llamar a la policía? No soy ni estúpida ni ingenua.

—Prefiero no arriesgarme.

El puyazo me duele. Él tampoco se fía de mí.

—Podrías haberme protegido igual de bien en Nueva York.

—Te equivocas. —Él se acerca el salero y espolvorea una generosa cantidad en su comida—. No puedo protegerte si estas en la calle o en un hospital con miles de personas que pasan a tu lado todos los días.

Me recuesto en mi asiento, digiriendo esa información. ¿Y qué hay de él y de los miles de personas que pasan por la calle a su lado? ¿Y si alguien vuelve a dispararle? ¿Y si esta vez el francotirador no falla?

—¿Katyusha? —Me coge una mano y me acaricia los nudillos con un pulgar—. ¿No te encuentras bien? Estás muy pálida. ¿Has descansado suficiente?

Mi miedo me paraliza.

—¿Cuánto tiempo va a durar esto? ¿Lo de localizar a la persona que te quiere muerto?

—Estoy haciendo todo lo que está en mi mano para encontrar a ese hijo de puta.

Trago saliva.

—¿Tienes al menos alguna idea de quién podría ser?

—Un rival de negocios, tal vez. —Su frente se llena de arrugas cuando me suelta la mano y se pasa los dedos por el pelo—. Por ahora, no tengo ninguna pista en concreto.

—En otras palabras: podríamos pasarnos meses aquí.

Su mandíbula adquiere un gesto de firmeza.

—Todo lo que haga falta.

Las palabras se escapan de mis labios:

—No salgas ahí fuera. Si tienes un operador telefónico, también tendrás un jefe de seguridad o alguien que pueda averiguar quién está tratando de asesinarte.

—Oye. —Él se inclina y me agarra por un hombro—. Más despacio. Sé cómo cuidarme solo. No te preocupes por eso. Ese es mi trabajo.

Es más fácil decirlo que hacerlo. Él me importa. Mis sentimientos no se van a desvanecer solo porque me haya traído a Rusia contra mi voluntad. Me he enamorado de él, y ahora es demasiado tarde para proteger mi corazón. Si algo llegara a pasarle...

Doy un respingo cuando él se pone en pie. El hombre que baja la vista para mirarme tiene una expresión que pregona que es mi dueño. El calor en el frío azul de sus ojos es del tipo capaz de atravesar el acero. Mientras él rodea la mesa sin dejar de sostenerme la mirada, yo imagino la llama azul de un soldador fundiendo metal. Su expresión está intensificada por la determinación. Eso debería de suponer una advertencia, pero la magnitud del poder que él proyecta me hipnotiza, dejándome paralizada en mi asiento.

Él arrastra mi silla hacia atrás como si no pesara nada. Me rodea la cintura y me levanta a la fuerza. Soy una marioneta en sus manos, abrumada por la preocupación, el miedo y la sensación de estar atrapada en un túnel oscuro y sin fin. No veo ninguna salida, al menos en el futuro próximo, y no cuando él me levanta sin esfuerzo sobre la mesa.

Me late el corazón a mil por hora cuando le miro a la cara. Sus duros rasgos forman un gesto de lujuria. Ha pasado demasiado tiempo. Demasiado para nosotros, al menos. Estamos acostumbrados a hacer el amor al menos un par de veces al día. Es una buena sensación tener sus manos en mi cintura, pero mi mente no puede hacer las paces con el nuevo desequilibrio de poder que hay entre nosotros.

Él me baja suavemente, sosteniendo mi cabeza con una ancha mano y buscando mi pantalón con la otra. Su mirada me retiene presa, irradiando hermosas promesas de seguridad y calidez cuando me saca el botón por el ojal. Mi cuerpo se calienta al instante con su efecto poderosamente devastador sobre mí. La cremallera de mi pantalón hace un sonido chirriante cuando él me la baja. Sus movimientos son lentos y meticulosos, su atención está fija en mi cara.

Suelto un jadeo cuando él mete una mano dentro de mi ropa interior y toca mis pliegues. El mero roce de la yema de su dedo en mi clítoris hace arquearse mi cuerpo. Si me metiera un dedo ahora, estaría perdida, y el gesto triunfal de su cara me dice que él lo sabe.

De tratarse de cualquier otro día, no dudaría en aceptar el placer que me ofrece. Le daría todo lo que él quisiera y yo fuese capaz de darle. Cuando me poseyó en la cama y luego otra vez en la ducha anteayer, estábamos al mismo nivel, o eso creía yo. ¿He tenido alguna vez algo que decir en lo que respecta a nuestra relación o se ha tratado todo de una dulce ilusión?

La idea me duele, sumándose a la creciente pila de tormento que se acumula en mi pecho. Si he estado ciega y he sido ingenua, no puedo culpar a nadie más que a mí misma.

Suavemente, él separa mis pliegues y se encuentra con la humedad que es la prueba de mi excitación.

—Katyusha —murmura con voz ronca y el rostro cargado de deseo, plantando una mano junto a mi cara.

Cuando él baja la cabeza para lanzarse a matar, he de echar mano de toda mi fuerza de voluntad para decir:

—No.

Él se queda helado sobre mí. Dentro de mis braguitas, sus dedos se enroscan formando un puño. No tengo que mirarle para saber que su autocontrol está pendiendo de un hilo.

Le agarro por la muñeca y saco su mano de dentro de mi ropa interior. En mi pecho arden las lágrimas cuando susurro:

—Lo siento. No puedo.