Miro la cara de Katerina sintiéndome dividido entre la incredulidad y la confusión. Sus hermosos rasgos se han tensado para dibujar una máscara de arrepentimiento y de algo más, algo que se parece mucho a la decepción. Me sostiene la mirada con sus grandes ojos castaños mientras yo libero mi brazo de su mano y llevo una de las mías hasta su boca.
—Tú me deseas. —Dibujo la costura cerrada de sus labios con el dedo que hace solo unos segundos tenía metido en sus bragas—. Aquí tienes la prueba. ¿Quieres que te abra esos bonitos labios y te haga saborearla?
Ella me vuelve la cara.
Extiendo los dedos por su delicada barbilla y la obligo a volver a mirarme. Tengo la voz ronca por el deseo y la frustración que estoy intentando reprimir.
—Tú me deseas.
Y si yo no entro en ella pronto, estallaré y no solo en el sentido físico. La distancia que ella está poniendo entre nosotros me está volviendo loco.
—No de esta forma —me dice ella, poniéndome las palmas de las manos con fuerza en los hombros y apartándome de ella.
Me enderezo con reluctancia, creando sin quererlo aún más distancia. Siento el espacio entre nosotros como un gran vacío, como si alguien estuviese extrayendo todo el aire de la habitación.
Sin encontrarse con mi mirada, ella se sienta más derecha y se abrocha los pantalones.
Estoy igual que una olla a presión, con el vapor en aumento amenazando con hacer que la tapa salga disparada y atraviese el techo.
—Katerina.
Ella vuelve a mirarme.
—¿Así piensas castigarme? ¿Negándote al sexo? —Me concentro en cómo sus pechos suben y bajan por debajo de su jersey—. Es un método muy efectivo, he de admitirlo, pero no te aconsejaría que siguieses por ese lado. Los dos sabemos que este no es un juego que vayas a ganar.
—¿Un juego? —Su tono se hace más agudo—. ¿Crees que esto es un juego?
Todo lo contrario, esto es serio. Ni siquiera estoy seguro de que ella entienda lo serio que es. Tampoco tengo ganas de iluminarla al respecto. ¿Qué sentido tendría atormentarla haciéndole saber que si la capturan, mis enemigos probablemente la torturen de las formas más despreciables para sacarme de mi fortaleza?
—No quiero que las cosas sean así —dice ella—. Pero tú hiciste tu elección cuando me dejaste sin la mía.
No me gusta a dónde está yendo esta conversación, no. Ni un pelo. Si está sugiriendo que quiere dejarme, ya puede quitarse ese ridículo concepto de su linda cabecita.
Eso no va a ocurrir, joder.
Jamás.
Doy un paso y me pongo entre sus piernas con los puños apretados, ignorando la forma en que sus bellos ojos se agrandan. Apretarlos es lo único que puedo hacer con mis manos para que no vayan hacia ella. Soltando cada palabra como un ladrido, le aclaro:
—Ya no existe ninguna elección.
—Tú lo sabías. —Ella se echa para atrás, apoyando su peso en las palmas de las manos—. Sabías que esto podría ocurrir.
Fingir ignorancia no va a funcionar. No conmigo. La fulmino con una mirada.
—Lo mismo que tú.
Ella parpadea. Sus emociones juguetean con sus asombrosos rasgos. Es expresiva, mi kiska. Siempre me ha resultado fácil saber lo que piensa. Esa es una de las cosas que más adoro de ella. Con Katerina no tengo que preocuparme de jueguecitos ni de manipulaciones. Es honesta y directa. Tal vez ese sea el problema. Es demasiado honesta, demasiado buena, para aceptar las partes más feas de mi mundo.
Sus ojos reflejan que está librando una batalla interna. Sí, sabía en lo que se estaba metiendo cuando aceptó venirse a vivir conmigo. Le he dicho en pocas palabras que soy un tipo malo. Cierto, dejé fuera todos los detalles escabrosos de lo que sucede tras las puertas cerradas de mi imperio. Nadie llega hasta dónde yo estoy sin mancharse las manos de sangre, pero no tiene sentido agobiarla con ese hecho.
—Yo... —Se humedece los labios con la punta de la lengua—. Esto no era lo que me esperaba.
Apoyo las manos abiertas sobre la mesa a ambos lados de su cuerpo, cerrando un poco de esa distancia que no me gusta.
—No nos estaremos escondiendo para siempre.
—Ni lo de huir ni lo de escondernos.
Mi voz suena áspera por el deseo que me clava las garras por dentro.
—¿Entonces qué es, kiska?
Sus gestos se retuercen, la máscara de valentía que lleva puesta se está cayendo.
—Es ser tratada como una posesión.
El dolor grabado en su rostro me llega directo al corazón.
Lo pillo. No soy un hombre estúpido ni insensible. Katerina es independiente. Hasta ahora, había tomado sus propias decisiones. Está acostumbrada a llevar la batuta de su propia vida. En su relación con su madre, ella parece ser más la adulta, responsabilizándose por su progenitora enferma, y como enfermera, está acostumbrada a tomar decisiones que significan la diferencia entre la vida y la muerte. Encerrarla y arrebatarle todo lo que da sentido a su vida no es lo ideal, pero no será para siempre. Es temporal y por su propio bien. Al final lo entenderá. Ella me ama. Me lo dijo una vez, y estoy decidido a volver a escuchar esas dulces palabras de nuevo. Haré lo que haga falta para conseguirlo.
Excepto dejarla marchar.
Nunca he suplicado por nada en mi vida, ni siquiera por un pedazo de pan cuando me moría de hambre. Ella es la primera que hace que yo me arrodille. Apoyo mi frente contra la de ella y digo con voz entrecortada:
—Déjame tocarte, kiska. Por favor.
Un sollozo se queda atrapado en su garganta. Ella menea la cabeza haciendo que nuestros cabellos se rocen.
—Esta no soy yo, Álex. Esta no es quien yo soy.
Mis dedos se tensan tanto que mis uñas se clavan en la mesa.
—Dime qué leches quieres que haga.
—Si no puedes darme libertad, dame tiempo —dice ella, agarrándome por la muñeca y apartándola para romper la jaula que forman mis brazos—. Necesito tiempo y espacio.
Cuando se agacha y sale por debajo de mi brazo, y se desliza apartándose de la mesa, no la detengo. Cuando sale a toda prisa de la sala, poco menos que huyendo de mí, no voy tras ella. No quiero admitir lo mucho que duele que ella me trate como a un enemigo. En vez de eso me voy a buscar una botella de vodka y le concedo el tiempo y el espacio que ella quiere.