8

Kate

Cuando despierto a la mañana siguiente, la cama a mi lado está vacía. Un rayo de luz entra por la rendija entre las cortinas de la cama.

Me apoyo sobre un codo y abro una de ellas. El sol se filtra por las ventanas. Las sábanas están arrugadas. Pongo la palma de la mano sobre la almohada de Álex. La tela está fría pero se ha impregnado con su aroma.

Inspiro y absorbo una bocanada de cardamomo y especias. Hasta cuando está ausente, su presencia perdura en la habitación. Los acontecimientos de ayer por la noche me pesan en el pecho. Me rodeo las rodillas con los brazos y me tomo un momento para reflexionar sobre nuestra pelea.

Él vino a la cama mucho después de la medianoche con el aliento oliendo a vodka. Yo fingí estar durmiendo pero el suave «buenas noches» que me susurró me indicó que él sabía que yo estaba despierta. Él respetó mis deseos, mantuvo las distancias y no me tocó en toda la noche. Yo estaba tan agradecida como decepcionada y hubo un momento en que casi cedí. En las terroríficas horas solitarias de la madrugada, me dieron ganas de acurrucarme contra él y rodearle la cintura con un brazo. Una parte de mí quería anclarle a la cama, para evitar que saliese ahí fuera, donde hay peligro. Pero otra parte de mí no podía, no puede, perdonarle. No sé cómo reconciliarme con nuestras nuevas circunstancias. Ya no sé quién se supone que soy. Nuestros roles han cambiado y todavía debo averiguar dónde y cómo tengo cabida en su vida.

¿Soy su novia o su prisionera?

¿Me ve como a una mujer que le importa o meramente como a una posesión?

Aj. Necesito pensar, pero mi cerebro está nublado por la confusión y las emociones. Salgo de la cama y voy al baño. Los armarios están bien surtidos con mis marcas habituales de productos de belleza y en el lavabo hay una caja de píldoras anticonceptivas esperándome. Saco el blíster de pastillas. Han quitado las píldoras correspondientes a los días del mes que han pasado. No es una caja nueva. Álex pensó en todo cuando ordenó a Marusya que nos hiciese las maletas. Me tomo la píldora de hoy y me doy una ducha rápida, lo que no me aclara las ideas como esperaba que pasaría.

En el armario hay muchas de las prendas que Álex me compró en Nueva York, incluyendo ropa formal y trajes de noche. Gracias a Dios que Marusya metió algunas de mis propias cosas al fondo de la bolsa. Tal como me siento ahora, necesito ropa que me resulte cómoda y familiar.

Tras ponerme un par de vaqueros, una sudadera y mis zapatillas de deporte, me aventuro a bajar escaleras abajo. Los únicos sonidos que me reciben son las campanadas del carrillón, anunciando que son las diez de la mañana, y el sonido metálico de cacharros de cocina que sale del fondo de la casa.

Como me encuentro con que el comedor está vacío, me encamino a la cocina.

Tima está detrás de la cocinilla. En los fogones hay unas cazuelas bullendo de las que sale vapor. La estancia huele como a patatas y a gachas de avena.

—Aquí estás —me dice él, secándose las manos en un delantal—. Siéntate. —Señala hacia la mesa de la cocina donde hay dispuestas unas frutas, pan de centeno, mermelada y queso fresco —. He pensado que te resultaría más acogedor desayunar en la cocina que en ese viejo y pomposo comedor.

Agradecida por su consideración, me dejo caer en una silla.

—Gracias.

Él se acerca a una encimera con varios termos, vuelve la cabeza y me dedica una sonrisa.

—¿Té, café o chocolate caliente?

—Café, por favor. —Necesito la cafeína para limpiar mi mente de telarañas.

—Un café con una de azúcar marchando.

No me sorprende que sepa cómo tomo el café. Anoche preparó solo platos vegetarianos. Álex debe de haberle aleccionado sobre mis preferencias.

Cuando me pone una taza delante, le pregunto:

—¿Qué estás cocinando?

Borscht con pelmeni para el almuerzo y cordero asado con patatas para la cena. Eso es para los hombres. Estoy haciendo las versiones vegetarianas para ti. —Vuelve a sus fogones, coge un ramillete de hierbas frescas y lo echa en una de las cazuelas—. Nunca es demasiado temprano para empezar con los preparativos. También he hecho gachas de avena. Álex me dijo que te gustaban para desayunar.

Acuno el tazón, dejando que la calidez penetre en las palmas de mis manos.

—Eso es muy considerado.

Él pone una ración de las gachas en un bol y me lo trae hasta la mesa.

—Es lo menos que puedo hacer —Me acerca una cestita de frutas del bosque y un frasco de miel mientras estudia mi rostro—. ¿Qué tal lo llevas hoy?

Me encojo de hombros.

—He dormido bien y estoy comiendo como una reina.

—No me refería a eso. ¿Cómo estás por ahí dentro, donde importa? —Se da unos golpecitos en el pecho.

Incapaz de mentirle a la cara, aparto la mirada.

—Bien.

—Mmm. —Él se aleja para remover el contenido de una olla enorme—. Álex te ha dejado libros en inglés en la biblioteca. La tele por cable no está conectada, pero hay varios DVD. —Vuelve la cabeza hacia mí y me guiña el ojo—. Todas las temporadas de Downtown Abbey por si estás de humor.

Suelto una risa seca.

—¿Ha desconectado Álex el cable? ¿Qué piensa que iba a hacer? ¿Enviar mensajes en código Morse por la conexión de la tele?

La sonrisa de Tima es tan amplia que toda su cara parece un gurruño de papel arrugado.

—Está claro que eres lo bastante inteligente.

—¡Ja! La tecnología y yo no nos llevamos bien.

—Si hay algo que quieras, solo tienes que pedirlo. Álex hará que te lo traigan.

—Es bueno saberlo —le espeto con tono cortante, aunque mi furia está ya empezando a disiparse, dejándome con una confusa mezcla de emociones y la preocupación de que Álex sea un blanco ambulante por ahí fuera.

—Ya hace unos años que conozco al Sr. Volkov. —Tima deja el cucharón en un platito, se vuelve hacia mí y se cruza de brazos—. Nunca le he visto tan implicado con nadie como lo está contigo.

Arqueo una ceja.

—¿Se supone que eso debe hacer que me sienta mejor?

Él se apoya contra la cocinilla y me dice con expresión sincera:

—Obviamente se preocupa por lo que pueda pasarte.

Yo pondero esas palabras. Tima es amable, pero yo no le conozco. Todavía no confío en él. No voy a discutir mi dilema ni mis sentimientos con el personal de Álex.

Otra sonrisa arruga el rostro de Tima.

—Come. Tus gachas se enfrían. Estoy seguro de que tendrás cosas mejores que hacer que hacerme compañía a mí en la cocina.

En realidad, no. ¿Qué otra cosa puedo hacer yo?

—¿Necesitas que te eche una mano por aquí?

Sus ojos se agrandan.

—Rotundamente no. El Señor Volkov me despellejaría y me echaría al horno como ese cordero si te hiciese trabajar en la cocina.

Yo frunzo el ceño al escuchar esa metáfora. Que espero que sea una metáfora, pero después del último par de días, no suena tan disparatado como debería.

—A seguir con la cena —dice él, más bien para sí mismo que para mí, y se dirige a la despensa.

Para cuando regresa cargado de ingredientes, yo ya me he terminado mi avena y mi café. Enjuago el bol y lo meto en el lavavajillas mientras él silba una melodía que no conozco.

—Gracias por el desayuno —le digo de camino hacia la puerta.

Él levanta la cabeza y me hace un gesto distraído antes de seguir cortando los tallos de un manojo de remolachas.

El sonido de una aspiradora me llega desde la parte delantera de la casa. Me acerco y veo a Lena en el recibidor, limpiando el suelo con tapones en los oídos. Ella levanta la vista cuando empiezo a subir las escaleras, pero no me da los buenos días. Yo, a mi vez, me trago el saludo que tenía en la punta de la lengua.

Me paso el resto del día explorando la casa. Encuentro en la biblioteca los DVD y los libros de los que me ha hablado Tima y logro distraerme un rato, pero las tramas no consiguen engancharme. Estoy demasiado tensa para permitirme perderme en la ficción.

Cuando me canso de leer, me pongo unas mallas y una camiseta y me voy en busca del gimnasio. Hay un hombre haciendo guardia en la puerta, pero se aparta para que entre. De un moderno equipo de sonido brota un popurrí de mezclas musicales. No me resulta difícil averiguar cómo funciona. Selecciono una animada recopilación de pop, sorprendida por los gustos musicales de Álex. Me había esperado que fuese uno de esos locos del jazz o de la música clásica, no del pop. Tal vez este solo sea el estilo que escucha cuando hace ejercicio.

Me decido por la cinta de correr, la programo a una velocidad cómoda y corro hasta que siento que mis piernas se han convertido en gelatina. Es una buena sensación. En el instituto, competía en carreras a campo a través, y corrí unos cuantos diezmiles por mi cuenta cuando estaba en la universidad, pero llevo trabajando tanto en los últimos dos años que he dejado que mis rutinas de ejercicio se vayan desagüe abajo. Ahora me doy cuenta de lo mucho que lo he echado de menos. El ejercicio no hace que me libre de mis pensamientos turbulentos pero sí que reduce un poco mi tensión acumulada.

Totalmente exhausta, aunque satisfecha, me pongo un bañador, me meto en la ducha de la piscina y luego me sumerjo en las aguas de las instalaciones de tamaño olímpico. La condensación se escurre goteando por los costados del tragaluz por el que entra el sol. El olor a cloro me hace pensar en mis vacaciones cuando era pequeña. Esa agradable asociación me relaja todavía más y para cuando me tiendo en una hamaca con vistas al jardín interior, he recuperado un poco el juicio.

Lena me sorprende al entrar con una infusión que deja en la mesita a mi lado antes de volver a marcharse en silencio. Cojo la delicada tacita de porcelana e inhalo el aroma a té de hierbas. Huele como a verbena limón. Un sorbo me confirma que he acertado.

Mientras me bebo el té despacio, intento poner las cosas en perspectiva. Lo que Álex hizo me ha hecho daño. La manera flagrante en que me arrebató mi empoderamiento sin tener en cuenta mis sentimientos me enfureció. Pero no podría decir que me sorprendió. En realidad, no. Echando la vista atrás, ahora veo claramente las señales: la forma en que insistió en que saliera con él, como no aceptó un no por respuesta hasta que hubo minado mi determinación, cómo trasladó mi ropa a su casa sin consultarme, y lo rápido que me convenció de que me fuese a vivir con él. Luego estaba el hecho inquietante de que siempre conocía mis turnos de trabajo del hospital.

La verdad es que él siempre ha sido así, y a pesar de que ahora se me haya caído la venda de los ojos, eso no me hace desearle menos. Si Álex me toca una sola vez, bastará para que me tiemblen las rodillas. Siempre ha sido así, desde el principio, y dudo que la atracción visceral que ejerce sobre mí cambie jamás. Anoche fue prueba de ello. Mi cuerpo siempre dice la verdad.

Él me importa más de lo que me ha importado ningún otro hombre en mi vida. Si quiero espacio, no es porque él me haya convertido en una mujer a la fuga o puesto mi vida en peligro. La razón por la que necesito pisar el freno es que él cree que no hay nada de malo en tenerme encerrada siempre y cuando él esté convencido de que es por mi bien.

¿Puedo atarme a un hombre que no me dará libertad? Quizá Dania, la hija de su socio de negocios, tenía razón. Tal vez yo no encaje en el mundo de Álex. ¿Cuánto estoy dispuesta a tragar? ¿Puedo aceptar que él dicte como ha de ser mi vida? No. Cómo le dije anoche, esa no soy yo. Entonces, ¿cómo recupero mi poder?

Una sombra invade mi espacio soleado. Echo un vistazo al tragaluz. El sol se está poniendo. Miro mi reloj. Son casi las cinco, y sigue sin haber señal alguna de Álex. Un escalofrío de inquietud desciende por mi espina dorsal. Odio que me mantengan en la inopia mientras por ahí fuera podría estar pasando cualquier cosa.

Columpiarse entre la preocupación y la ansiedad es agotador. He estado aquí tirada, dándole vueltas a todo esto hasta que me ha entrado dolor de cabeza, y sigo sin decidir el rumbo a tomar.

Dejo la taza vacía a un lado y me levanto. Encuentro un albornoz en el baño contiguo y me lo pongo encima del bañador. Me huele el pelo a los productos químicos de la piscina y noto la piel seca. Necesito una ducha para quitarme el cloro del cuerpo.

Después de subir a darme una ducha caliente, me pongo crema hidratante y me cepillo el pelo. Al recordar el comentario de Lena de que Álex prefiere cambiarse para cenar, elijo un vestido de cachemir azul. Me da igual lo que Lena y Álex piensen de lo que me ponga, pero estar vestida de forma inadecuada me hace estar injustamente en desventaja, aunque solo sea en mi propia cabeza. Después de ponerme máscara de pestañas y brillo de labios, estoy lista.

A las siete, bajo al piso de abajo. La enorme casa está en silencio. Álex y sus guardaespaldas de más confianza no han llegado todavía a casa. Igual que la noche anterior, la mesa está dispuesta con una gran variedad de platos. Termino mi cena en soledad, con la única compañía del tic-tac del reloj.

Tima me distrae con su animado parloteo, diciéndome los nombres de los platos en ruso y explicándome sus ingredientes mientras me sirve el postre y limpia la mesa por fin.

Como no estoy lista para irme a la cama, me meto en la biblioteca y me acurruco en un sillón. Alguien ha encendido la chimenea. Contemplo las sombras que dibujan las llamas en las paredes y escucho el crepitar de la madera. Un cálido rubor se extiende pronto por mis mejillas y mis párpados empiezan a cerrarse.

Cuando una puerta se abre de repente, doy un respingo. Álex está en el umbral, con un traje oscuro y una camisa negra abotonada hasta el cuello, sin corbata.

—No pretendía asustarte —me dice, estudiándome con astuta intensidad.

Me siento más recta y me froto los ojos.

—Me había quedado traspuesta.

Él entra y cierra la puerta.

—Siento llegar tarde. He tenido que ocuparme de unos asuntos.

Le sigo con la mirada mientras atraviesa la estancia hasta detenerse delante de la chimenea.

—¿Asuntos en plan trabajo o asuntos en plan averiguar quién te quiere muerto?

—Las dos cosas. —Apoya el antebrazo sobre la repisa y se queda mirando las llamas—. Espero que la cena haya sido de tu agrado.

—Estaba deliciosa, gracias. —La preocupación de la que no puedo librarme me obliga a preguntar—: ¿Y qué hay de tu cena?

Él coge un tronco del cesto y lo echa al fuego.

—Comí algo en el despacho.

—Oh. ¿Tienes una cafetería privada para tus empleados?

Sus labios se fruncen.

—Pues sí. Pero los ejecutivos tenemos cuenta abierta en una empresa de catering.

—Práctico —digo, estudiando mis manos.

Él se vuelve hacia mí.

—¿Qué tal tu día?

Yo le miro, pestañeando.

—¿De verdad quieres saberlo?

Él se desabrocha la chaqueta y se la quita.

—Sí.

Como no estoy de humor para conversaciones triviales, me encojo de hombros.

—Bien.

Él coloca la chaqueta en el respaldo del sofá y se acerca a mi sillón. Cerniéndose sobre mí con toda su altura, me pregunta:

—¿Qué has hecho?

—No me digas que estás interesado por las actividades sin sentido que han ocupado mi tiempo.

—Solo porque hoy no hayas estando salvando vidas no quiere decir que lo que estamos haciendo aquí sea algo sin sentido.

—Lo que estás haciendo aquí, querrás decir.

El me dirige una sonrisa paciente.

—¿Tiene algo de malo que me interese en cómo ha pasado el día la mujer que me importa?

Hay tantas cosas que no están bien en la forma en que he pasado el día que no sé por dónde empezar.

Él acerca una silla y se sienta a mi lado.

—Te ha llamado Joanne.

Me enderezo en mi asiento.

—¿Y qué ha dicho?

—Solo que quería charlar contigo.

—¿Qué le has dicho tú? —pregunto, conteniendo el aliento.

—Que estabas en el spa y no podías coger el teléfono.

Aprieto mis manos sobre el regazo.

—Lo de mentir te sale como tal cosa, ¿verdad?

—Podrás hablar con ella si te portas bien —suelta él, sin perder comba—. De hecho, creo que te sentaría bien.

Me quedo boquiabierta. No sé si debería estar agradecida por su concesión o mosqueada porque me esté sobornando con contactos selectivos con mis amigos.

Me coge una mano y me acaricia con el pulgar.

—Necesito que regreses en tu cabeza a aquella noche fuera de Romanoff's.

—¿La noche en que me atracaron? —pregunto yo sorprendida.

La línea de su mentón se endurece.

—Sí, pero no creo que se tratara de un atraco.

Me libero de su sujeción mientras la sorpresa sofoca la calidez del fuego.

—¿Crees que eso estaba conectado con el robo de mi tarjeta?

—Tal vez —dice él, con pesar.

Me quedo boquiabierta.

—¿Por qué no me lo habías dicho?

—En aquel momento no supe sumar dos y dos. Pero cuanto más le he dado vueltas estos días, más me parece una posibilidad.

Desdoblo las piernas y me muevo al borde del sillón.

—¿Pero por qué robarme el bolso? ¿Era eso también algún tipo de advertencia, de mensaje para ti?

Cuando me mira en silencio con la violencia bullendo en sus ojos acerados, otra verdad me golpea.

—No piensas que fuese tras mi bolso —digo, poniéndome en pie de un salto.

—Katerina. —Álex sigue mi movimiento con la mirada—. Necesito que pienses. Dime cualquier cosa que recuerdes sobre esa noche.

El recuerdo no es agradable, especialmente después de lo que acabo de saber.

—Tú estuviste allí. Viste lo que pasó. —Más verdades se me clavan como espadas—. ¿Pusiste siquiera una denuncia en la policía?

—Mis hombres hacen mejor su trabajo que tu policía el suyo.

—Tus hombres. —Bien—. ¿Qué averiguaron?

Se pasa una mano por la cara.

—Nada. Eso significa que la policía habría averiguado incluso menos. En aquel momento creía lo mismo que tú, que tal vez fuese solo un desafortunado atraco, pero ahora sospecho otra cosa. —Se levanta, se acerca y me agarra por los hombros—. No quería hacerte pasar por esto, ni entonces ni ahora, pero tienes que volver a pensar en aquella noche. ¿Qué aspecto tenía ese hombre?

Escarbo en mi memoria, intentando con ganas darle algo a Álex.

—Era fornido, grande y calvo.

—¿Qué más?

—Él... —Trago saliva al recordar su cruel sonrisa—. Tenía los dientes mal... torcidos y amarillentos.

—¿Te dijo algo? ¿Pudiste distinguir algún tipo de acento?

Un escalofrío de asco me recorre.

—Solo soltó una risa espeluznante, como si disfrutara de asustarme.

Las fosas nasales de Álex se expanden.

—¿Tenía alguna marca identificativa, como una cicatriz o una marca de nacimiento?

De repente, caigo. Hago un gesto y señalo la parte de arriba de mi cabeza.

—Tenía un tatuaje aquí.

—¿De qué? —pregunta él, con la urgencia espoleando su voz—. ¿Puedes recordar si era una palabra o una imagen?

—Un dibujo. —Ahora que lo pienso, puedo verlo claramente en mi mente—. Una estrella de ocho puntas.

Él me suelta tan de golpe que casi me caigo.

—¿Estas segura? —pregunta con una mirada que me taladra—. ¿Estás segura de que era una estrella de ocho puntas?

—Sí —respondo con los labios resecos—. ¿Por qué? ¿Qué quiere decir?

—Nada. —Él agarra su chaqueta y me planta un casto beso en la frente—. Vete a la cama. No me esperes.

Y con eso se larga, dando un portazo al salir.