9

Álex

Salgo a toda velocidad por la puerta principal y me topo con Igor.

—Acabo de aparcar el coche —me informa—. Yuri ha cerrado el garaje. ¿Necesitas alguna otra cosa antes de que me largue?

Yo me pongo los guantes.

—¿Dónde están los demás?

—Cenando en los barracones.

—Ve a buscarles. —Voy hacia el garaje a grandes zancadas—. Coge tres coches brindados y tráete una docena de hombres. A Yuri también.

Él no hace preguntas Rodea la mansión a paso ligero mientras yo abro la puerta del garaje poniendo el pulgar en el escáner de huellas digitales instalado en la pared. La puerta enrollable se levanta. El garaje aloja los coches que utilizo para ir por la ciudad, además de una moto y un todoterreno cuatro por cuatro.

Un botón camuflado al fondo abre una falsa pared. Tras ella se encuentra uno de los múltiples arsenales de la propiedad. La cerradura digital precisa de un escáner de retina y otro de huella dactilar. Abro la puerta y entro en la caja fuerte justo cuando Igor regresa con Leonid, Dimitri, Yuri y doce de los hombres que no tenían guardia en el turno de esta noche. Tres coches con ventanillas a prueba de balas y carrocería reforzada salen fuera del garaje e iluminan con sus faros el jardín cubierto de nieve.

Yo elijo un AK-47 del armero y se lo paso a Igor.

—Coged rifles automáticos y granadas. Bombas de humo también.

Leonid les da las armas a los hombres, quienes se equipan mientras Dimitri selecciona tres conductores. Les instruyo sobre a dónde deben ir y en menos de un minuto abandonamos la finca en cuatro coches.

Leonid y yo nos sentamos detrás. Yuri conduce y Dimitri se sienta a su lado con un arma. Nadie maneja un coche como lo hace Yuri. Puede maniobrar un Land Rover para bajar un acantilado con una pendiente de cuarenta y cinco grados. No confío en ningún otro conductor. Además, es bueno con un arma en la mano.

Nuestro convoy se desliza con facilidad por las calles adormecidas del barrio rico. No me espero ninguna guerra, pero no pienso dar nada por sentado en lo referente a esos cabrones.

La banda que usa el emblema de la estrella de ocho puntas opera desde una zona de mala reputación de San Petersburgo. Esa escoria es un puñado de parásitos que se gana la vida con el contrabando de armas y de drogas, pero por un precio, haría cualquier trabajo. No son quisquillosos sobre los encargos, llamémoslos freelance, que aceptan.

Después de dejar atrás el centro histórico, vamos hacia Kupchino y aparcamos detrás de un almacén con una estrella de ocho puntas pintada en la pared. Ahí es donde la banda almacena su mercancía. Vine un par de veces aquí de joven cuando estaba haciendo entregas. El edificio adjunto hace las veces de sede de su club, y tiene una miserable cocina con la excusa de que es un restaurante.

Examino los alrededores antes de que entremos. No hay ni un solo movimiento. No están esperando recibir visitas. Ni siquiera van a vernos venir. A mi señal, los hombres salen de los vehículos. La mitad de ellos me sigue mientras que la otra mitad rodea el edificio. Igor se adelanta para reconocer la zona apuntando con el arma hacia adelante.

Por ahora, nos aprovechamos de la oscuridad de la noche para pasar inadvertidos, pero en cuanto llegamos a la zona iluminada por las farolas, nos desplazamos por la pared que no tiene ventanas. El lugar es exactamente tal como lo recordaba. El tufo a comida putrefacta y un fuerte olor a orina impregnan el callejón. La bombilla de encima de la puerta se enciende. Genial. Una sonrisa expectante se extiende por mi cara. Eso significa que esos cabrones están en casa.

Los adoquines del suelo resuenan con el sonido de unas pisadas. La cara enorme de Leonid se asoma por la esquina. Él se acerca agachado hacia mí antes de decirme con un susurro:

—El almacén y la parte trasera están vacíos. No hay nadie haciendo guardia. Debe de haber al menos diez de ellos ahí dentro.

Me saco la pistola de la cintura y señalo la entrada con la cabeza. Mis hombres se acercan hacia la puerta por delante de mí. Pasamos por un ventanuco roto y tapado con tablones por dentro: la ventana del lavabo.

En la puerta, me paro a escuchar. Los ruidos que salen del interior son suaves. Las paredes son gruesas. Se distingue un claro sonido metálico, interrumpido ocasionalmente por alguna carcajada cargada de fanfarronería. Esas cucarachas están haciendo lo de siempre.

Levanto una mano y hago una cuenta atrás con los dedos. Leonid enrosca un silenciador en el cañón de su arma. A la de tres, descerraja la puerta de un tiro. Cuatro hombres se cubren al tiempo que él abre de una patada. La pesada plancha de metal bascula hacia adentro, dándole al portero en toda la cara. Él se queda paralizado, con una mirada de sorpresa dibujada en sus rasgos, pero está poco menos que inconsciente aunque siga en pie. Después de otro golpe, cae de espaldas como un peso muerto. No queriendo correr ningún riesgo, Leonid le planta una bala al hombre entre ceja y ceja al pasar por encima de él.

El silenciador consigue que haga el mínimo de ruido posible para evitar atraer la atención, pero la puerta abierta alarma a alguien, que sale de la habitación trasera subiéndose la cremallera al tiempo que camina. Sus ojos se agrandan al vernos. Suelta un grito e intenta coger la pistola de la funda que lleva al hombro, pero está muerto antes de poner la mano en la culata.

Se desatan todos los infiernos.

Varios hombres nos están disparando desde la parte de atrás, forzándonos a refugiarnos en la cocina. Habría sido más fácil lanzar una granada al cuarto de atrás, pero quiero coger vivo al hombre que atacó a Katerina.

Unos hombres con delantales sucios están despellejando unos conejos sobre una gran mesa. Nos miran igual que si hubiesen visto a un fantasma. El más bajo suelta el cuchillo y levanta las manos. Los otros dos le imitan cuando Leonid les apunta con su arma. Una vieja con ojos y nariz hendidos en profundas arrugas de piel nos grita varios improperios desde la cocinilla, agitando una cuchara de madera.

Un sonido de disparos nos llega desde el pasillo. El acre olor de la pólvora invade el aire.

Los cocineros son de la casa. Los hombres forman parte de la banda, pero a la vieja le pagan para que les prepare las comidas.

—Vete —le digo, señalando la puerta trasera cercana a la zona de almacén.

En vez de correr, ella coge una olla de los fogones y se la tira a Leonid. El líquido hirviente no le da en los zapatos por un pelo. Aprovechando la distracción, el más valiente de los cocineros agarra su cuchillo y se lo lanza a uno de mis hombres, quien lo esquiva. El cuchillo retumba con un sonido metálico al caer al suelo.

Pop. Pop. Pop.

Los tres hombres caen como moscas al suelo, cada uno con un agujero entre los ojos. El cañón del arma de Dimitri está humeando. La mujer enloquece, agarra un cuchillo de carnicero y arremete contra mí.

¿En serio? ¿Un cuchillo? Por el amor de Dios. Vamos, no me jodas.

Bang.

Ella cae al suelo al lado de sus esbirros.

Yo bajo el arma. No me siento mal acerca de dispararle a una mujer. Yo le di elección. Ella eligió.

Vienen más disparos desde el cuarto trasero. Suenan como los fuegos artificiales del día de Año Nuevo. Ellos están dándolo todo. No hemos venido hasta aquí para tomar prisioneros, y lo saben.

—Cúbreme —le pido a Leonid.

Me acerco sigilosamente hasta la puerta y echo un vistazo rápido al otro lado del umbral. El pasillo está vacío. Nuestros blancos están en el cuarto de atrás, atrapados allí dentro. No hay otra salida que la puerta por la que hemos entrado nosotros o la que está en la cocina.

Leonid coge un rifle automático de uno de nuestros hombres. Envía una lluvia de balas hacia el umbral de la puerta del cuarto trasero mientras yo me deslizo hasta el pasillo. Un hombre que se atreve a sacar el brazo por la puerta consigue que le vuelen la mano. Se escucha un aullido de dolor elevándose sobre el ruido del tiroteo. Otro hombre sale corriendo y disparando a ciegas pero cae antes de que sus balas causen ningún daño.

Mis hombres me pisan los talones. Para cuando llegamos a la puerta, el ruido de disparos desde el cuarto ha cesado.

—Nos rendimos —grita alguien desde dentro.

—Salid —ordeno con tono severo—. De uno en uno. Y no me jodáis o tapiaré todas las puertas y ventanas y os dejaré pudriéndoos aquí dentro.

Nos colocamos a ambos lados del pasillo, con las armas apuntando.

El primer hombre sale con los brazos en alto.

—Las manos detrás de la cabeza —le digo.

Él pone una mueca de desprecio e intenta coger algo que tiene en la espalda.

Se escucha una rápida secuencia de disparos.

Su pecho explota y la pistola que se había sacado de la cinturilla del pantalón cae al suelo con un ruido metálico.

—No disparéis —grita alguien desde el fondo del cuarto—. Nos hemos quedado sin balas. Estamos desarmados.

—Salid ahora y terminaré con vosotros rápido —respondo yo en voz alta—. Sabéis que hoy vais a morir aquí.

Sale un hombre con las manos en el aire. Es tan alto como ancho, con unos músculos exagerados por el consumo de esteroides. Lleva camisa y pantalones negros con zapatos italianos, como intentando parecerse a un capo de la mafia. Su cabeza rapada brilla a la luz de la bombilla que se balancea desde un cable que pende del techo. En el centro de su cráneo hay un tatuaje de una estrella de ocho puntas negra.

Cada uno de sus músculos se tensa, ansiando violencia. Preciso de todo mi autocontrol, y más, para no liquidarlo ya mismo.

Se detiene frente a mí y escupe a mis pies.

—Que te jodan.

Tres de mis hombres se escurren dentro del cuarto trasero mientras los otros agarran al hombre. Él se resiste al principio, hasta que sus muñecas y tobillos están atados con cables. Luego se queda allí tirado y gruñendo sobre el sucio suelo de cemento.

—¿Cómo te llamas? —pregunto, conteniendo mis ganas de romperle los dientes de una patada.

—Vadim —responde él con desafiante orgullo.

Es valiente pero estúpido. Si tuviese una sola neurona de inteligencia dentro de ese duro cráneo suyo, jamás le habría puesto a Katerina la mano encima.

Uno tras otro, mis guardias van sacando a los hombres del cuarto trasero. Son cuatro: tres más mayores y un joven desgarbado con una mancha oscura en la entrepierna de sus pantalones. Los tres más mayores me miran con malevolencia cuando los traen delante de mí. Son gánsteres duros y de la vieja escuela. No van a inclinarse ante mí ni ante nadie más. Lástima que a mí me importe una mierda su resiliencia.

Vadim fue a por Katerina y estos hombres son culpables por asociación.

Con un gesto de mi cabeza, doy la orden.

Mi gente sabe qué hacer. Se los llevan a la cocina para acabar con ellos. Solo van a morir enseguida a causa de su edad.

—Dejadme a este —les digo a los guardias, señalando al que se ha meado encima.

Él me mira con ojos enormes como un búho, temblando allí de pie.

Apunto con mi pistola al calvo pedazo de mierda del suelo.

—Atadle los tobillos.

En unos segundos, Vadim tiene una soga gruesa rodeándole las piernas. No deja de soltar improperios mientras Leonid y uno de los guardias arrastran su pesado corpachón hasta el baño. Yo agarro al tipo flaco por el brazo y me lo llevo conmigo.

El baño apesta a desagüe atascado y excrementos salidos de la alcantarilla. El suelo está cubierto de aguas fecales. Vadim grita que me vaya al infierno cuando le dejan caer de morros en esa agua.

Se vuelve de lado y escupe:

—¡Que te jodan, cabronazo hijo de puta!

Yo me agacho y estudio su cara con la tranquila curiosidad de alguien a punto de diseccionar un insecto. Él está rojo por la furia, a punto de estallar.

Mi voz es fría y contenida.

—Sabes porque estás aquí atado como un perro y tirado en la mierda y los meados, ¿verdad?

Su labio de arriba hace un mohín.

—Porque estás asustado.

Suelto una risita.

—¿Te parezco asustado?

—Tienes miedo de lo que va a pasarte, Volkov. Admítelo. Yo estoy aquí tirado en meados y mierda porque tú eres un cobarde.

—Respuesta equivocada. —Mis modales son tranquilos, sin demostrar la cólera helada que llevo por dentro—. Tú estás aquí, a punto de morir, porque pusiste tus sucias manos encima de mi mujer.

—¿La americana? —Deja escapar una carcajada burlona—. Si yo hubiese estado al mando, habría hecho uso de ella a fondo antes de entregarla.

Se me nubla la vista. Las ganas de arrancarle la garganta son tan fuertes que tengo que apretar los puños para evitar actuar sin pensar. Eso sería demasiado piadoso para este pedazo de basura.

—¿Entregársela a quién? —pregunto con tono frío.

Él se echa a reír.

—Si crees que voy a decírtelo, vas listo.

Me pongo en pie y le digo a Leonid:

—Adelante.

—¿Qué estáis haciendo? —grita Vadim cuando mis hombres le arrastran hasta el cubículo de la taza del váter.

Se resiste como un gusano, retorciéndose y escupiendo insultos sin sentido, mientras ellos colocan una barra metálica horizontal sobre el cubículo y echan la cuerda atada a los pies de Vadim sobre la barra. Hacen falta dos hombres tirando de ella para levantarle.

Colgado cabeza abajo se retuerce de lado a lado.

—¿Crees que torturándome vas a conseguir que hable?

Con él no vale la pena ni perder el tiempo ni la energía de torturarle.

Cuando le bajan lentamente, empieza a suplicar. Hace promesas inútiles y ofrece sobornos fútiles. Su voz insulta mis oídos hasta que su cabeza se sumerge en el agua sucia y oscura de la taza. Sus súplicas quedan ahora reducidas a unos ruidos borboteantes y otra ristra de balbuceos imposible de entender.

Le doy unos segundos antes de dar la señal. Los hombres le levantan hasta que solo su frente toca el agua sucia.

—Bajadme de aquí —dice él, tosiendo y escupiendo agua marrón.

Me acerco hasta él.

—¿Que se suponía que debías hacerle a Katherine?

—Llevarla a un sitio y dejarla allí. —Se atraganta y vuelve a toser—. Un apartamento de Brooklyn.

Su respuesta hace que me sienta igual que un volcán a punto de entrar en erupción.

—¿Cuál era la dirección?

—No lo sé. Yo tenía que llamar a un teléfono, uno de prepago, creo, cuando tuviese a la mujer. Se suponía que entonces me darían las instrucciones con la dirección.

—¿Quién te lo encargó?

Él resopla para sacar un moco sucio de su nariz.

—Suéltame.

Yo levanto una mano. Los hombres hacen bajar la cuerda.

—¡Espera! —chilla Vadim—. ¡Fue Stefanov! Vladimir Stefanov.

Mi furia es tan inmensa que me cuesta un momento procesar ese nombre. ¿Vladimir Stefanov? ¿Uno de los capos más importantes de la mafia rusa, la bratva, en San Petersburgo? ¿Qué puto problema tiene Stefanov conmigo? Nunca hemos hecho negocios juntos. Nuestros caminos ni siquiera se han cruzado.

—¿Por qué? —mascullo entre dientes.

Vadim sacude la cabeza, enviando gotas de agua sucia volando a su alrededor.

—No lo sé. No es mi trabajo hacer preguntas.

Le creo. Vladimir Stefanov está demasiado arriba dentro de la jerarquía para compartir sus planes o motivos con una sucia cucaracha como Vadim.

Chasqueo los dedos.

Los hombres hacen bajar la cuerda. La cabeza de Vadim vuelve a desaparecer bajo la viscosa espuma. Hace unos feos y burbujeantes sonidos de asfixia mientras la parte superior de su cuerpo se retuerce.

Agarro al joven de la mancha de orina, el último enemigo que queda en pie, por el cuello y se lo aprieto, haciendo que se ponga de rodillas y se acerque más para que pueda ser testigo de cómo es cuando un hombre se ahoga en mierda.

Él tiembla y lloriquea en mi mano, con baba cayéndole de la boca.

—¿Estás viendo esto? —digo, apretando su cara contra el borde de la taza—. Esto es lo que les pasa a los hombres que tocan a mi familia.

Él hace ademán de vomitar y trata de volver la cara, pero yo se lo impido.

Para ser un hombre tan grande, Vadim tiene poca capacidad pulmonar. Tristemente, solo su lucha solo dura unos minutos antes de que su corpachón se quede inmóvil. El burbujeo se detiene y el ruido del agua golpeando las paredes de la taza se apaga.

Suelto al imbécil del suelo con un empujón. En cuanto queda libre, se arrastra sobre sus rodillas y utiliza la pared para clavar las uñas y apoyarse hasta que se pone en pie.

—Tú eres el mensajero afortunado que vivirá un día más —le digo—. Ve a contarle a Vladimir Stefanov lo que le pasa a la gente que toca aquello que es mío.

Él retrocede hasta la puerta, vigilándome como si esperase que dijera que era broma y que después de todo, sí que voy a matarle.

—Largo —digo con voz gélida—, antes de que cambie de idea.

Él corre, con tanta prisa que se tropieza. Mis hombres no se ríen. La situación es demasiado seria. Lo que podría haberle pasado a Katerina no es cosa de risa.

Leonid se tapa la nariz con la mano.

—¿Quiere que me libre del cuerpo?

—No —le lanzo al ublyudok muerto un último vistazo—. Dejadlo aquí. —Eso enviará un mensaje más potente.

Dimitri levanta un pie y arruga la nariz al notar el dobladillo húmedo de sus pantalones.

—Salgamos de este agujero apestoso —le digo.

Nuestro equipo de limpieza ya está encargándose de los demás cuerpos y eliminando nuestras huellas cuando salimos del edificio, caminando hacia la noche.

—¿De qué cojones iba eso? —pregunta Leonid, en un susurro.

Yo aprieto los dientes.

—No tengo ni idea, pero vamos a averiguarlo. —Y sé exactamente quién es el mejor hombre para este trabajo.

Yuri me abre la puerta.

—Pon a alguien a vigilar a Stefanov —le digo a Leonid mientras me subo al asiento trasero—. Quiero ojos que le vigilen las veinticuatro horas. —Ahora que he agitado la mierda, literalmente, puede que Stefanov se ponga nervioso. Puede que haga algún movimiento que arroje algo de luz sobre qué demonios está pasando.

—¿Quieres que me lo cargue? —pregunta Igor, sentándose a mi lado.

—No —me froto la frente con los nudillos mientras considero las implicaciones—. Todavía no. Primero quiero saber qué se cuece y quién más está implicado. Sean cuales sean sus planes, puede que no esté solo.

Yuri arranca y sale con el coche.

—¿A casa, señor Volkov? —pregunta.

—A la oficina. —Necesito ponerme ropa limpia antes de poner un pie en la casa. No voy a presentarme delante de mi kiska oliendo a mierda. Guardo unas cuantas mudas de ropa en el despacho para cuando no tengo tiempo de pasarme por casa antes de ir a cenas de negocios.

Saco el móvil del bolsillo y escribo un mensaje para Adrian Kuznetsov, el espía corporativo, pidiéndole que escarbe un poco por ahí y vea si mi nombre ha surgido en conexión con los asuntos de Stefanov. Por mucho que desprecie a Kuznetsov, si hay alguien capaz de encontrar algo, ese es él. Después de encriptar el mensaje con una aplicación informática, lo envío a la dirección de correo segura de Adrian.

—¿Y ahora qué? —pregunta Igor.

—Por ahora, a esperar —digo, repitiendo las palabras de ayer de Dimitri.