12

Kate

Me paso otras dos horas en la biblioteca, ahogándome bajo el peso de la culpa de ser cómplice de asesinato. Mi cabeza da vueltas en círculos hasta que siento como si mi cerebro estuviese hecho papilla y no soy capaz de seguir pensando.

Al final resulta que Álex me proporcionó una salida fácil, al eliminar mi libertad de elección. No hay nada que yo pueda hacer mientras esté encerrada y aislada del resto del mundo (por ahora, al menos) y en cierto sentido, lo agradezco. Aunque tuviese acceso a un teléfono, jamás podría delatar a Álex. Me moriría antes de mandarle a la cárcel... pero ahora mismo eso ni siquiera está sobre el tapete. No hay nadie a quién llamar, nadie a quién pedir ayuda. No puedo fiarme de nadie, ni siquiera de la policía. Lo que está ocurriendo es más grande de lo que jamás habría imaginado. Hay una guerra entre dos fuerzas letales, y yo estoy atrapada en medio. Lo único que quiero es que Álex salga de esto con vida. De forma egoísta, solo deseo que esto acabe para que podamos continuar con nuestras vidas. Quiero trabajar y quiero hacer lo que mejor se me da: cuidar de los heridos y enfermos. Sobre todo, quiero estar ahí para mi madre cuando ella salga de la clínica y vuelva a casa.

Me froto los ojos con la parte carnosa de las palmas de mis manos y me levanto del sofá. Estoy cansada, pero dudo que sea capaz de dormirme. A pesar de mi agotamiento mental, no puedo apagar mi cerebro. Los acontecimientos de esta noche siguen rondando por mi mente.

Tal vez un poco de leche caliente me ayude.

Inmersa en mis pensamientos, me encamino hacia la cocina. Al volver la esquina, me topo contra un torso duro.

Ahogo una exclamación y doy un tambaleante paso hacia atrás. Unas manos fuertes me agarran por los antebrazos para estabilizarme. Me quedo mirando el pecho desnudo al nivel de mis ojos, desconcertada. Un ligero vello masculino recubre unos poderosos pectorales. Hay unos anchos hombros y unos músculos bien marcados, con aspecto de haber sido tallados en piedra. Unos pantalones de pijama de cintura baja recubren unas esbeltas caderas masculinas, mostrando como las profundas líneas de los abdominales se hunden hacia la entrepierna. Un triángulo de vello más espeso asomando apenas por el elástico da una pista de lo que se oculta bajo el fino algodón de los pantalones. El tejido marca una gran polla, dibujando un contorno perfecto de su impresionante longitud y grosor, y de la línea que rodea la punta.

Aparto la vista con esfuerzo del cuerpo escultural frente a mí, y miro por fin a Álex a los ojos. Él me está observando con sus iris azules ardiendo de lujuria, pero sus expresión es contenida.

—¡Álex! —digo, y me encojo por dentro al notar que mi voz suena totalmente sin aliento.

Él enarca una ceja.

—¿Buscabas algo?

Me humedezco los labios resecos.

—Iba a calentarme un poco de leche.

Un atisbo de compasión torna su tono más cálido.

—¿Te está costando dormirte?

—Lo mismo que a ti, al parecer.

Él se cruza de brazos y adopta una pose orgullosa.

—Necesitaba una sesión de ejercicio. Iba de camino al gimnasio.

Está ocupando todo el espacio del pasillo, bloqueándome el paso. Se me acelera el pulso de golpe, en parte por la expectación y en parte por las ganas de escapar. Mi cuerpo está interpretando nuestras posiciones como las de un cazador y su presa, y le gusta la idea un poco demasiado. Se acalora ante ese escenario, enviando todo el calor directamente al punto de unión entre mis piernas.

—Yo solo... —Trago saliva y señalo hacia la cocina.

—¿Quieres que te lo haga?

Yo pestañeo, luchando por centrarme en medio de la niebla de deseo que ha invadido mis sentidos.

—¿Qu-qué?

Sus ávidas intenciones hacen que entrecierre los ojos. Con una voz grave, me pregunta:

—¿Te gustaría que te calentara un poco de leche? Puedo subírtela al dormitorio.

—Oh, no. —respondo a toda prisa—. Yo solo, ejem, ya sabes. —Cojo aire y recobro el control sobre mi libidinoso yo—. ¿Y tú, quieres que te la caliente? —Cuando el hielo azul de sus ojos se oscurece un grado, añado rápidamente—. La leche. ¿Quieres un poco de leche?

—Claro —dice él marcando las sílabas—. ¿Por qué no?

—Vale.

Me muevo hacia la izquierda, casi corriendo en mis prisas para escapar de su presencia. En ese mismo instante él se aparta para dejarme pasar. El aire sale de mis pulmones haciendo un sonido de fuelle cuando nuestros cuerpos vuelven a chocar por segunda vez. Igual que antes, él me agarra por la cintura, y me hace recuperar el equilibrio. Debería soltarme, pero no lo hago. Él debería dejarme ir, pero sigue sujetándome.

Con cuidado, como si no quisiera asustarme con algún movimiento súbito, me rodea con los brazos y me atrae hacia él. Su tamaño y su poder me envuelven, protegiéndome de la dureza de nuestra realidad. ¡Cuánto he echado de menos la calidez y la seguridad de su abrazo! Una parte de mi tensión abandona mi cuerpo cuando apoyo la mejilla en su pecho y absorbo el bienvenido alivio de la seguridad que me ofrece. No me había dado cuenta de cuánto necesitaba el bienestar que me dan sus caricias hasta ahora.

Él me agarra por la barbilla y me levanta la cabeza. Cuando baja la suya, no me aparto. Cierro los ojos y hago la cosa más terrorífica que he hecho en mi vida. Doy un paso hacia el abismo y me dejo caer en la oscuridad... pase lo que pase.

—Katyusha —murmura él con voz ronca, arrastrando sus labios por mi cara hasta la comisura de los míos.

El beso que me planta en ellos es seco y ligero. He echado de menos lo cálido y fuerte que siento su pecho apretado contra el mío. He echado de menos pasar mis manos por los suaves mechones de su pelo corto. Me cuelgo de su cuello con los brazos, y hago realidad mi fantasía. Un gruñido grave se escapa de lo profundo de su garganta cuando cierro los dedos y tiro ligeramente de su pelo. La presión de su mano en la parte baja de mi espalda aumenta, y mi cuerpo se arquea cuando él me acerca más y se frota contra mí.

La dureza que crece contra mi cadera me hace soltar un gemido involuntario.

—Sí —gruñe él, agarrándome por el trasero con una mano y apretándome más contra él mientras enreda los dedos de su otra mano en mi pelo.

En contraste con la dureza con la que manosea mis nalgas, sujeta mi nuca con ternura. Entierro la cara en su cuello e inhalo profundamente. Su piel huele a una seductora mezcla de cardamomo y almizcle masculino. Su barba incipiente me pincha en los labios cuando los acerco a su cara. Paso las manos por sus hombros y las bajo por su pecho, recorriendo los surcos que definen sus músculos. Bajo esa sólida losa de fuerza que tengo bajo las manos, su corazón golpetea con un salvaje latido. Sus manos callosas se enganchan en la lana de mi vestido cuando me pasa una palma por el exterior del muslo.

Él recoloca sus dedos en la nuca y rodea mi cuello. Es un gesto posesivo y tierno. Se me acelera la respiración cuando él alinea nuestros labios, dejando pasar un segundo expectante antes de unir nuestras bocas.

En mi vientre estallan los fuegos artificiales. La casa, la ciudad, Rusia, porqué estamos aquí... todo se desvanece cuando él me abre los labios con la lengua y me la mete en la boca. Coge aire, robando mi respiración. Yo le respondo con un jadeo en medio de nuestro beso.

Él pasa su lengua sobre la mía, provocando y probando. Cuando me abandono en su abrazo, casi derritiéndome contra él, me acerca por donde me tiene suavemente cogida por la nuca y me besa con hábil precisión. Las caricias de su lengua son meticulosas, diseñadas para excitarme, y lo consiguen.

Cada centímetro de mi piel está ardiendo. El calor de entre mis piernas se torna líquido. Mis pechos se vuelven sensibles y pesados. La forma en que mis pezones rozan su pecho a través de las capas del sujetador y el vestido hace que tense los muslos por el deseo.

—Kiska —murmura él entre beso y beso. Dobla las rodillas y tira de mí colocándome entre sus piernas.

Su erección se frota contra mí, estimulando justo el punto adecuado. Unas punzadas de placer me atraviesan el clítoris a través de la ropa interior. Si sigue así, va a hacer que me corra aquí mismo, en pleno pasillo.

—Álex —jadeo, empujando su pecho.

Él me agarra con más fuerza por el trasero y el cuello, evitando que me aparte, pero ralentiza la sensual agresión de su boca.

Sus labios acarician mi oreja y él murmura:

—Necesito esto, Katyusha. No tienes ni idea de cuánto.

Yo le necesito a él también. He sido una idiota al pensar que podía resistirme. Él ya me advirtió de que este era un juego que yo no podría ganar, y como siempre, tenía razón. Estoy a un segundo de rendirme.

—Déjame que cuide de ti —dice con voz ronca. Sus suaves labios marcan seductores las palabras contra mi oreja—. Déjame recordarte lo bien que estamos juntos.

No necesito ningún recordatorio. Lo recuerdo demasiado bien.

Como sigo en silencio, él se endereza para mirarme a la cara. La intención que chispea en sus ojos ya no está fuera de control. Es más calculada, pero no menos lujuriosa. Esas lagunas de acero azul se endurecen por la determinación cuando me sostiene la mirada, midiendo mi reacción, mientras pasa lentamente sus dedos por mi clavícula y los baja por mi pecho. Cuando llega a la curva superior de mi escote, a mí se me corta el aliento. Su expresión se inunda lentamente de satisfacción. Estudia mi cara con los ojos entornados mientras sigue bajando más, apenas rozándome el pezón con el envés de la mano. La punta se endurece, volviéndose un duro guijarro. Se me pone la piel de gallina por todo el cuerpo, tensando mi piel desde la coronilla hasta la punta de mis pies.

El gesto de satisfacción de su rostro se torna uno de victoria.

La prueba ha terminado. Los resultados son irrebatibles.

Él ha ganado.

Me tiende su mano y dice:

—Ven conmigo.

Esto está avanzando más deprisa de lo que había previsto, seguimos teniendo mucho de lo que hablar, pero yo ya he tomado la decisión. ¿Qué sentido tiene retrasar lo inevitable?

Estiro lentamente el brazo y pongo mi mano en la suya. Él la rodea con sus dedos cálidos y secos y me conduce por la escalera del recibidor. Sube los escalones lleno de confianza, como un hombre que sabe que va a ser obedecido.

Mi rendición me cuesta pagar un precio. La vergüenza y el orgullo herido me atenazan el pecho mientras le sigo hasta el dormitorio. Cuando él me da la vuelta y me baja la cremallera del vestido, mi único consuelo es que él va a hacer que me olvide de todo eso.

—Te deseo —dice con crudeza, besando la curva de mi hombro.

Cierro los ojos y me concentro en la sensación de sus labios sobre mi piel, mientras bloqueo cualquier otro pensamiento.

Él me desabrocha el sostén con unos pocos movimientos eficaces. Un suave clic después, las copas caen. La temperatura del dormitorio es agradable, pero mis pezones se endurecen al caer la ropa. No muevo un músculo mientras él me baja las mangas del vestido y los tirantes del sujetador por los brazos. Ni siquiera me atrevo a respirar. Cuando el vestido queda colgando de mi cintura, él me coge los pechos con las manos.

La sensación de sus palmas cálidas y callosas en mi piel desnuda es casi insoportable. Suelto otro jadeo cuando él me pellizca los pezones con los dedos y los frota hasta que se expanden. Echo la cabeza hacia atrás y consigo una mirada fugaz de su rostro. Él está atento a la tarea que tiene entre manos, la de provocarme con ligeras caricias dibujando el símbolo del infinito alrededor de mis pezones. Escribe palabras invisibles sobre las puntas y en los lados y la parte de abajo de mis pechos hasta que mi clítoris está hinchado y palpitante de ganas. Demasiado pronto, estira las manos sobre mis costillas y las baja despacio por mi vientre. Contengo un gemido mordiéndome los labios cuando él las mete por debajo del vestido.

Las pasa por debajo del elástico de mi ropa interior y me lo baja todo al mismo tiempo. La tela hace un sonido susurrante al caer al suelo. Me quedo ahí desnuda delante de él, con sus finos pantalones de pijama como única barrera entre nosotros. Él hace constar más aún ese hecho acercando mi espalda contra su torso y dejándome sentir su polla dura y caliente contra las piernas.

—Katyusha —susurra, colocando las manos en mis caderas y haciéndome volverme hacia él—. Dime que deseas esto.

No es tanto mi propio deseo como su necesidad de escuchar esas palabras lo que me hace decir la verdad.

—Te deseo a ti.

Apenas he pronunciado esas palabras cuando él se lanza a por mis labios. La ternura anterior ha desaparecido. Reclama mi boca con un beso devorador. Me agarra por la barbilla con los dedos de su mano abierta y me conduce caminando de espaldas hacia la cama mientras me come la boca como si estuviese muriéndose de hambre por mis labios.

Se me doblan las rodillas al toparse por detrás con el colchón. Me dejo caer sobre el borde. Él me sigue sin romper el beso, empujándome hacia abajo a la vez que trepa por mi cuerpo. Me inmoviliza con los dedos que me sujetan la cara y enreda nuestras lenguas con el fervor de un hombre necesitado. Con respiración jadeante, yo le bajo una mano por el pecho, enredando mis dedos en su áspero vello. Un gemido se escapa de mis labios cuando él se va a por la curva de mi cuello y me llena de besos todos los puntos sensibles.

Me agarra por la muñeca y guía mi mano hasta su polla, mostrándome lo que quiere. Yo le complazco, acariciando toda su extensión a través del algodón de sus pantalones antes de rodearla con los dedos. Su carne está caliente y dura. Incapaz de resistirme, meto la mano por el elástico y agarro la aterciopelada piel cubierta de venitas. Un gruñido resuena en su pecho.

Me da otro segundo para recuperar el aliento antes de volver a besarme en los labios mientras yo le bajo los pantalones por las caderas. Él se apoya en un codo y levanta las caderas para dejarme acabar la tarea. Desnudo por fin, se estira sobre mí y presiona nuestros dos cuerpos juntos en toda su extensión. Está duro en los sitios adecuados: es la personificación de la fuerza viril. Necesito la promesa que aprieta contra mis piernas, pero también necesito muchísimo más. Le necesito a más niveles que el meramente físico.

Ya me duele la mandíbula por nuestros besos casi violentos cuando él aparta sus labios de los míos para pasarlos por mi cuerpo. No se detiene en mis pechos ni en la hondonada de mi ombligo. Por contra, baja deslizándose, se arrodilla en el suelo y va directo a por mi coño.

Sosteniéndome la mirada, lame mis pliegues de arriba a abajo. El placer me hace arquear la espalda. Igual que antes, cuando me acarició los pechos, me provoca dibujando el contorno de mi entrada con la punta de la lengua, evitando el punto donde yo más deseo que me toque. Después de cada círculo completo, lame con un poco más de intensidad, y va un poco más profundo, volviéndome loca lentamente. Para cuando me empieza a follar con la lengua, estoy temblando de deseo. Cuando por fin se mete mi clítoris en la boca y lo chupa suavemente, sólo tardo unos segundos en correrme.

El orgasmo se extiende como una cálida y lánguida ola desde el centro de mis piernas hacia todo mi cuerpo. Me invade sin prisa. El placer reverbera como las ondas expansivas de una explosión, moviéndose a cámara lenta y dejando piel de gallina a su paso.

Con un largo lametón final, Álex levanta la cabeza y me mira. Pone la yema del pulgar contra mi clítoris y empieza a masajearlo en círculos. Inmediatamente, la marea del deseo empieza a formarse otra vez. Siempre había creído que lo de los orgasmos múltiples era solo un mito, pero Álex me ha demostrado que me equivocaba. Es casi demasiado. Estoy hipersensible. En vez de resistirme a ello, echo la cabeza hacia atrás y me dejo llevar. Relajando las caderas, me quedo ahí tumbada, quieta, permitiéndole que conduzca mi cuerpo hacia otro clímax.

Cuesta más que la primera vez, pero cuando me golpea, es rápido e intenso. El brutal placer hace que me tiemblen los muslos. Todavía voy de bajada cuando él dice con voz ronca:

—Muévete hacia arriba para mí, Kiska.

Hago lo que me dice, y me coloco en medio de la cama. Mi espalda apenas ha llegado al colchón cuando él ya está trepando encima de mí de nuevo, con su polla rozando el interior de mi muslo. Me besa el vientre con reverencia y me planta un reguero de suaves besos por debajo de los pechos, abriéndose paso hasta mis pezones. La recompensa por mi paciencia es un dulce beso en el izquierdo. Él rodea la punta con la lengua antes de chuparlo con el mismo gentil tratamiento que aplicó a mi clítoris, mientras acerca una mano a mi otro pecho para retorcer el otro pezón entre sus dedos.

Cuando él chupa un poco más fuerte, yo gimo. Como si no acabase de tener dos orgasmos, mis pliegues se hinchan de excitación. Mi sexo se tensa en torno al vacío, rogando ser llenado, pero a Álex no se le puede meter prisa. Se mueve hasta el otro pecho, besando y arañando el pezón con los dientes mientras posa una mano sobre el que acaba de abandonar. Con su lengua y sus dedos, me conduce a un frenesí, preparándome para que le deje entrar.

Levanta la cabeza y me mira a la cara mientras coge la base de su polla con el puño y la alinea con mi vagina. Yo necesito agarrarme a él y le cojo por los hombros.

—Dímelo —dice con voz jadeante, mientras separa mis pliegues con la ancha punta de su polla—. Dime si es demasiado.

Mi respuesta es rodearle el trasero con las piernas. Llevo dos días esperando, y ahora que he decidido dar este paso, lo quiero a él enterito. Él avanza con cautela, entrando unos centímetros dentro de mí. Mis músculos internos se tensan involuntariamente en torno a la intrusión, pero yo hago un esfuerzo consciente por relajarme y dejarle entrar.

Él se mueve con insoportable delicadeza, dándome unos segundos para adaptarme con cada pocos centímetros que avanza. Retenerse le está costando. Es evidente por la película de sudor de su frente y la total concentración grabada en sus rasgos. Cuando por fin está tan dentro de mí que nuestras ingles están una contra la otra, me coge la cara entre las manos y besa mis labios. El beso es dulce. Es a la vez una tierna compensación y una sutil advertencia de lo que está por venir.

Hasta dos días separados ha sido un periodo demasiado largo. Álex es demasiado viril, su apetito sexual demasiado insaciable. Enmarcando mi rostro en sus manos, me sostiene la mirada mientras sale hasta que solo la punta de su polla sigue alojada entre mis pliegues. Se queda quieto un instante antes de volver a deslizarse dentro. A pesar de su tamaño, mi cuerpo lo recibe sin dificultad. Mi excitación es resbaladiza, colaborando con su movimiento. Además, se ha tomado su tiempo para prepararme. La tensión interna es lo bastante intensa para dar solo un poco de miedo. Si no tiene cuidado, me puede desgarrar. Ese pico de aprensión me da un chute de adrenalina, aumentando mi nivel de tolerancia, y cuando él finalmente pierde el control, yo estoy preparada.

Como si sintiese mi rendición final, él sale y vuelve a entrar. Mi piel se llena de hormigueos cuando su polla se desliza sobre las terminaciones nerviosas ultrasensibles. El sexo oral con Álex es genial, pero nada puede compararse con la sensación de tenerlo dentro llenándome de plenitud. La transpiración perla su frente mientras él hace unos cuantos movimientos más suaves. Sus caderas adquieren un movimiento acompasado, acunando nuestros cuerpos unidos. Su áspero vello púbico me roza el clítoris. La presión de su ingle contra todas esas terminaciones nerviosas hace que mi deseo escale otra vez. Jamás en mi vida había deseado tanto correrme.

Le rodeo el cuello con los brazos y muevo las caderas para pedirle que siga. Él aprieta los dientes, intentando quedarse quieto, cuando yo le meto más adentro usando mis músculos internos.

—Katerina —me advierte.

Levanto las caderas, haciéndole entrar más rápido y rompiendo su ritmo.

Él se desata con un rugido. Me clava la cintura al colchón con sus grandes manos, manteniéndome inmóvil, y me penetra con un ritmo más duro. Cada vez que va hacia dentro, el aire abandona mis pulmones. Esa rudeza es deliciosa, y me lleva hacia el crescendo que tanto deseaba.

Sus caderas siguen amartillando hasta que su cara se torna una máscara de placer atormentado. Jadeante, me ordena:

—Córrete para mí una vez más, Kiska.

El sensual sonido de su acento me inunda los oídos. El almizcleño aroma a hombre y a sexo me intoxica los sentidos. La conexión entre nosotros es más que una unión de nuestros cuerpos. Es más profunda que el calor que se enrosca en mi vientre, pero el placer se apodera momentáneamente de todo lo demás cuando mi cuerpo estalla en llamas. El fuego lo incinera todo, haciendo arder las barreras y la protección que rodea mi corazón, dejándome abierta, vulnerable y susceptible al amor de Álex Volkov.

Porque esto es amor, pero solo a nivel físico. Hasta en medio de un sexo enloquecedor, estoy lo bastante lúcida para entender cómo funciona esto. Le he dicho que me estaba enamorando de él. Él nunca me ha devuelto las mismas palabras. Su declaración es vaciar su semilla en mi cuerpo, bombeando hasta que él se queda seco y yo estoy chorreando con su orgasmo. Es un sello de posesión en el más primitivo de los sentidos, un acto instintivo de un macho dejando su marca.

Jadeante, internalizo los pensamientos que me asaltan a la par que las sensaciones físicas retroceden. Cada día me enamoro un poco más de él. La telaraña se estrecha, y yo soy como una mosca atrapada, atascada aquí sin ningún sitio a donde ir. No tengo forma de protegerme de acabar consumida. Álex, por otra parte, no tiene que sufrir esa sensación de lenta asfixia. Ya me posee por completo. Me tiene justo donde me quería.

En su cama.

En Rusia.

Se apoya en un brazo y me aparta el pelo de la cara. Su voz es suave:

—Estás muy callada.

—Exhausta —le respondo, honestamente.

Él me mira a los ojos, buscando.

—¿En qué estás pensando?

—En que no hemos usado protección.

—Tú tomas la píldora.

—Sí, pero aun así.

—Los dos estamos limpios.

Suelto un resoplido.

—Lo sé. —Solo es que parece más íntimo y arriesgado. Es un compromiso sin la red de seguridad del amor.

Él me mira con gesto de sorpresa.

—¿Quieres dejar de tomar la píldora?

—¡No! —exclamo—. Por supuesto que no.

—Porque si es eso lo que quieres...

—No es precisamente un tema que discutir ahora mismo.

Sus ojos se entrecierran una fracción.

—Tienes razón. Ahora no es el momento. Deberíamos esperar hasta después de que me haya encargado de Stefanov.

¿Qué? ¿En serio cree que mi negativa se debe solo a la amenaza que pesa sobre nuestras vidas? Me aparto de él y me siento.

—Necesito una ducha.

—Luego. —Me coge por la cintura y vuelve a poner mi espalda contra su pecho—. Yo mismo te lavaré, te lo prometo. Quédate así un ratito.

—Voy a manchar las sábanas.

—Que se jodan las sábanas. Me gusta la idea de mi semen dentro de ti. —Me pone los labios contra la oreja y susurra—: Demasiado.

Las implicaciones de sus palabras hacen que me tense. Ya soy una prisionera, no solo de Álex sino también de mi propio corazón. No me convertiré en su prisionera con lazos de sangre, también.

Él curva su cuerpo rodeando al mío, atrapándome en un cómodo pero peligroso capullo. Respiramos al unísono, mientras nuestros corazones laten a ritmos diferentes. La oscuridad nos envuelve cuando él estira el brazo y cierra las cortinas de la cama.

Nos quedamos así tumbados mucho rato, despiertos y adormilados, en paz y en guerra. Estamos en el mismo lado pero en extremos opuestos del espectro. Hasta los brazos con los que me rodea son una contradicción en sí mismos. Dependiendo de la perspectiva que elija, o bien me está encarcelando o manteniéndome a salvo.

En verdad, se trata de las dos cosas.

Él me abraza más fuerte, acercándome, y yo pongo la mano sobre la que él tiene sosteniéndome un pecho. Ninguno de los dos pronuncia las palabras que el otro desea oír.