13

Álex

Aunque la preocupación constante siempre me ronda la cabeza, hasta cuando duermo, me despierto sintiéndome un poco más relajado. La razón es la mujer con la que estoy haciendo la cucharita, la mujer que yo daría mi vida por proteger. Su cercanía me calma. Mientras sienta su esbelto, flexible y cálido cuerpo contra el mío, nadie podrá tocarla. Dentro del círculo de mis brazos, nadie podrá hacerle daño.

Mi polla, que ya está dura, descansa cómodamente contra la raja de su trasero. Por un momento, fantaseo con hacerme una paja con su culo, por guarra que pueda sonar esa idea, pero anoche la dejé agotada. El estrés de nuestra jodida situación es mucho que manejar para una mujer delicada y de corazón sensible. La suciedad de este mundo no ha desensibilizado su consciencia de la forma en que lo ha hecho con la mía. Ella es como el ángel de la tumba de mis padres: una inocente compasiva que salva vidas sin hacer preguntas. El infierno al que la he arrastrado es sin duda extenuante tanto a nivel físico como emocional. Ella necesita su descanso.

Estiro el brazo hacia la cortina de la cama de mi lado y la abro. La habitación está a oscuras. Miro mi reloj. Son más de las diez. Incluso en esta época del año, el sol ya ha salido, pero las pesadas cortinas de las ventanas impiden que entre la luz. Me desenredo cuidadosamente de Katyusha y me levanto en silencio, haciendo lo posible para no despertarla. La oscuridad es tan profunda que tengo que andar palpando el suelo para encontrar mis pantalones de pijama. Después de ponérmelos, uso la luz de mi teléfono para no chocarme contra los muebles al ir al baño, donde cojo un albornoz.

Me ato el cinturón de camino hacia la cocina. Tima levanta la vista cuando entro. Una sonrisa cómplice pasa fugazmente por su cara cuando mira primero mi estado de semidesnudez y luego el reloj de la pared. Yo nunca me levanto tarde. No hace falta ser un genio para sumar dos y dos, pero él es lo bastante listo para no hacer ningún comentario. Tengo en gran estima sus habilidades culinarias, pero mi vida privada no es de su puta incumbencia.

—He dejado el desayuno en el calientaplatos —dice—. Tortillas con queso y tomate al grill para la ratoncita.

Yo entorno los ojos ante ese apodo cariñoso.

—Cuido de ella cuando no estás en casa —dice él, echando café en dos tazas—. No le viene mal tener algo de compañía amistosa.

Solo la forma paternal en que dice esas palabras evita que le plante un puño en la cara. Sí, soy un gilipollas celoso, tan posesivo como para no fiarme de un cocinero sesentón.

Después de que Tima haya puesto las tortillas, unas naranjas cortadas en cuartos y el café en una bandeja, llevo nuestro desayuno de vuelta al dormitorio. El camino hasta la zona de sentarse está libre de obstáculos. La alcanzo sin caerme con nada y dejo la bandeja en la mesa antes de abrir las cortinas. El sol inunda la estancia. Las líneas que forman sus brillantes rayos en la habitación se cargan de partículas de polvo danzarinas. El cielo es de un azul tan intenso que por un instante me hace daño en los ojos. El espeso manto de nieve que cubre el suelo refleja destellos como de purpurina. Es un glorioso día invernal, un buen día para salir fuera.

Ese pensamiento hace que mi corazón se descentre de golpe, y una desagradable oleada de culpa me golpea. Mi mundo se vuelve del revés. Siempre he estado en contra de tener pájaros y otros animales en jaulas. Saber que yo voy a salir por la puerta hacia la belleza del día invernal y a la vez mantener mi mayor tesoro tras los cerrojos de una jaula dorada solo aumenta más la extraña percepción de que las piezas que forman mi vida están todas descolocadas.

Fuera de sitio, pero por una buena razón. A ninguno de los dos nos gusta la situación, pero es algo necesario.

Sin embargo, Tima tiene razón. Katerina necesita compañía, estímulos y amigos. El arreglo actual no es precisamente sano. Sin mencionar que yo no estoy siendo un buen novio. Es su primera visita a Rusia, y todavía no ha visto nada aparte del interior de esta casa. Me molesta restringir su libertad, pero tengo miedo de dejarla salir. Aunque... tal vez si lo planeo hasta el último detalle y tomo todas las precauciones posibles, podría enseñarle algunos de los sitios turísticos. Ella me hizo una enorme concesión anoche, dejándome tocarla mientras su corazón sigue descontento conmigo. Sería justo que yo le muestre que también estoy haciendo algún esfuerzo.

Decir que me siento aliviado al poder por fin tener acceso a su cuerpo otra vez es quedarse corto. No se trata solo del alivio físico de soltar vapor en el plano sexual. Reclamar lo que me pertenece en cada intangible nivel es mucho más importante. Lo quiero todo: su cuerpo, sus pensamientos y su amor. Ella sigue sintiéndose traicionada. Lo pillo. Es por eso que sacarla de entre estas paredes será bueno para ambos. Por un lado, es importante para su salud mental. La claustrofobia jamás ha conducido al bienestar de nadie. Por otro, eso me ayudará a volver a congraciarme con ella.

Cuanto más lo pienso, más me gusta la idea.

El objeto de mis pensamientos se remueve. Un suave suspiro se escapa de sus labios cuando se pone boca arriba. Su cabello oscuro está extendido sobre la almohada blanca, y sus ondas parecen suaves y sedosas. Sin embargo, el habitual brillo de su piel dorada está ausente. Parece tan frágil, tan terriblemente vulnerable ahí tumbada... una diminuta forma debajo de la montaña de mantas que cubren la cama extra-grande, que casi me retracto de la promesa que acababa de hacerme a mí mismo de sacarla por ahí.

Sus largas pestañas se levantan. Ella parpadea, mirando a su alrededor. Sus cálidos ojos color avellana se posan en mí.

Siento la sonrisa que estira mis labios desde algún lugar por detrás del esternón. Aletea al espacio entre mis costillas y se queda ahí colgando, con un aire agridulce.

—Buenos días, mi amor. Te he traído el desayuno.

Ella agarra la sábana e intenta ceñirla contra su pecho mientras se sienta en la cama.

—¿Qué hora es?

—No te preocupes por la hora. Necesitabas descansar. —Cojo la bandeja y la llevo hasta la cama—. Tima ha hecho unas tortillas.

—Eso huele muy bien —dice ella con una leve sonrisa.

—Debes de estar muerta de hambre. —El calor invade mi voz cuando añado—: Después de lo de anoche.

Sus mejillas empiezan a inundarse de rubor. No se siente avergonzada por el sexo ni por su cuerpo. Lo que le perturba es su rendición. Conozco a mi kiska lo bastante bien para comprender que ella siente como si hubiese perdido una batalla. Bueno, lástima que así sea. Nuestra relación no es una guerra que ella deba de estar luchando.

Sostengo la bandeja en equilibrio sobre una mano y pongo un plato y un tazón en la mesilla a su lado. Ella me observa mientras se muerde el labio, con las ondas de su pelo deliciosamente rebeldes. Siempre he encontrado sexy ver a una mujer que se acaba de despertar. Hay algo seductor sobre esa belleza natural antes de que sea tocada por los cepillos y el maquillaje, y no hay mujer alguna que sea más sexy ni seductora que mi Katyusha, aunque ahora mismo se está aferrando a la sábana con su puñito como si su honor dependiese de ello. Por fin avanzamos diez pasos anoche. No voy a dejarla esconderse de mí ahora y llevarnos cinco pasos atrás.

Escurro un dedo dentro de la sábana, entre las curvas de sus pechos y doy un suave tironcito. Ella sigue sosteniéndola, apretando con más fuerza los dedos. Yo no le permito que se libre. Esto no es una guerra. No hay nada que perder. No le estoy arrebatando su dignidad ni su orgullo. Sencillamente quiero que las cosas entre nosotros vuelvan a ser como antes. Quiero que se sienta cómoda con su desnudez cuando esté conmigo, como se sentía a la mañana siguiente del primer día en que la poseí.

Después de otro asalto conmigo tirando hacia abajo y ella hacia arriba, ella suelta la tela. Se desliza por sus pechos y cae hasta su cintura, revelándola a ella como si de un asombroso retrato a tamaño real se tratase. Yo me quedo mirando descaradamente sus curvas y los graciosos pezones rosas que las coronan como cerezas. Mi polla reacciona, formando una tienda en mis pantalones de pijama, y mostrándole a ella sin dejar lugar a dudas lo que me hace.

Sus ojos miran hacia abajo. Ella solo honra mi erección con su atención por un segundo antes de centrarse en mi cara.

Mi sonrisa es como una puerta que cuelga de una sola bisagra: torcida e inestable. Tengo muchas ganas de olvidarme de la comida y tomarla a ella de desayuno en su lugar, pero a la luz del día, ella parece nerviosa. La luna fue amable con nosotros. Nos permitió ocultarnos en las sombras y cometer pecados a los que no podemos enfrentarnos bajo el juicio del sol. No pasa nada. Tengo paciencia, toda la del mundo en lo que a ella respecta.

—La comida se enfría —digo, rompiendo la tensión al acercarme a mi lado y meterme bajo las sábanas junto a ella. Me muevo con cuidado, para no tirar la bandeja, y cuando por fin estoy colocado con la espalda contra el cabecero, la pongo en equilibrio sobre mis piernas.

Ella coge con cautela el plato de su mesilla. Una vez se ha instalado cómodamente, le alcanzo un tenedor.

—Gracias —dice ella, observándome por debajo de sus pestañas.

Elijo un tema seguro para mantener la conversación ligera.

—Le dije a Tima que te gustan las tortillas.

Ella da un mordisco y hace un murmullo de aprobación mientras mastica. El simple hecho de que esté disfrutando de la comida me llena el pecho de calidez.

—Tima dice que está cocinando cosas vegetarianas para mí —me dice—. No es necesario que tú te ajustes a mis gustos. Estoy acostumbrada a adaptarme.

—Tú eres mi invitada, Katyusha.

Su mano se queda parada a medio camino con el tenedor flotando delante de su boca. Demasiado tarde, me doy cuenta de mi error. Esa ha sido una mala elección de palabras.

En vez de comentar nada, ella toma otro bocado, dejando de lado la fealdad, como si fingir que no existe la pueda hacer desaparecer.

Ansioso por mantener un ambiente agradable, le digo:

—Hoy me gustaría llevarte a hacer turismo.

Ella me mira rápidamente.

—¿En serio?

Su entusiasmo me hace sonreír.

—Te prometí que te enseñaría San Petersburgo, ¿no?

Su garganta esbelta se mueve arriba y abajo cuando traga.

—¿Y qué hay de la seguridad?

Le aparto un rizo detrás de la oreja y le digo:

—No te preocupes. Yo me encargaré de la seguridad.

Mientras me como la tortilla, tomo una nota mental de pedirle a Dimitri que planifique una ruta y reconozca las calles por adelantado. Tengo que colocar hombres en cada esquina y francotiradores en los tejados. Será toda una misión que organizar, pero nada es demasiado esfuerzo para ella.

—Gracias —me dice con un ligero ceño, como si dudara acerca de mis motivaciones.

No puedo resistirme a besarle en la mejilla.

—De nada.

El hecho de que ella no dé un respingo ni se aparte me caldea el corazón.

Después de otro bocado de tortilla, me mira y me pregunta:

—¿Me enseñarás dónde te criaste?

La petición me pilla desprevenido. Esperaba que me pidiera ver el Palacio Peterhof o el Museo Fabergé, los sitios típicos para los turistas.

—¿Por qué quieres ver eso? —La perspectiva de ir allí me genera tensión en el estómago... y no es que quede mucho que visitar.

Ella juguetea con su servilleta y aparta los ojos.

—Pensé que estaría bien, ya sabes...

—¿Que estaría bien qué? —pregunto suavemente.

—Poder conocerte mejor. —Ella se encoge de hombros—. Hay muchas cosas que no sé de ti.

Suena casi culpable y decididamente aprensiva. Intenta ocultar su reacción, pero no es mentirosa por naturaleza. Hay algo más sobre lo de profundizar en mi historia de lo que deja entrever. Aun así, poder conocerme mejor apunta a invertir en nuestra relación, lo cual me agrada.

Me rasco la barbilla y pienso en qué decirle. Normalmente no hablo de mis padres, pero ella se merece la verdad.

Me acabo el último bocado, sabiendo que perderé el apetito en cuanto me ponga a remover el pasado, y aparto el plato.

—Crecí en la Isla Vasilevsky, pero no tiene sentido ir allí. No queda nada de dónde yo solía vivir.

Ella frunce el ceño.

—¿Por qué? ¿Derribaron tu edificio?

—No. —La tensión me hace apretar los dientes.

Sus ojos castaños se dulcifican.

—No tienes que hablarme de ello. No pretendía cotillear. Solo quería...

—No. —Repito—. Tienes razón. Nunca has tenido ocasión de conocer a mis padres de la forma en que yo he conocido a tu madre. Está bien que preguntes.

Ella espera en silencio.

—Hubo un escape de gas en nuestro edificio —prosigo—. Todo el piso superior salió volando por los aires.

—¡Álex! —exclama ella, poniendo una mano en mi brazo—. ¿Estaban ellos...?

—Sí.

Su voz se llena de empatía.

—Cuánto lo siento.

—Murieron once personas. Yo estaba en clase cuando ocurrió.

Un hombre de la unidad de mi padre me dio la noticia en la oficina del director. Con un gesto glacial y palabras carentes de emoción, me informó de que iba a vivir en un orfanato. En solo unos segundos, me condenó a uno de los sistemas más crueles de mi país, uno tristemente famoso por abusar de los niños que se suponía que debía proteger.

Puede que yo estuviese más interesado en leer cómics que en preguntarle a mi padre por su día, pero a los quince años, sabía lo suficiente para entender lo que me esperaba. Los cuerpos de los niños que habían estado en el sistema aparecían por ahí demasiado a menudo. Cada vez que mi padre abría un nuevo caso, mi madre encendía una vela. Yo sabía cuántos niños habían muerto por la cantidad de días que había una vela encendida en el alféizar de la ventana.

—No puedo ni imaginarme lo duro que eso debió de ser para ti —dice Katerina, apretándome el brazo.

—No quedó nada de mi casa. No pude volver ni a coger una maleta. Me llevaron directamente a una casa de acogida, un vertedero en el lado más apestoso de las orillas del Río Neva. La primera noche, me escapé.

Ella suelta un pequeño ruidito de disgusto.

—¿Te escapaste?

—¿Qué otra cosa podía hacer? —No le doy los detalles más escabrosos del futuro que me habría aguardando siendo uno de los llamados «niños del sistema».

Me mira impactada y pregunta:

—¿Tú solo?

—Tenía quince años, era lo bastante hombre como para echarme a las calles y ganarme mi propio pan.

Ella desliza las yemas de sus dedos por mi antebrazo.

—¿Cómo?

Su intención es darme consuelo, pero mi cuerpo se calienta ante su inocente caricia. Ni el tema de conversación es suficiente para que no me ponga cachondo cuando ella me pone las manos encima.

—Fui lo bastante afortunado como para conseguir un trabajo de repartidor para una compañía farmacéutica. Ese trabajo puede resultar peligroso. A menudo atacan a los repartidores y los medicamentos que llevan se roban para venderlos en el mercado negro. No hay demasiada gente que sirva para eso. Yo era bueno defendiéndome, y el jefe de la división lo notó. Me ayudó dándome más trabajo. Eso me permitió ahorrar lo suficiente para entrar en una escuela de negocios a los diecinueve. Cuando me gradué, conseguí un trabajo en una petrolífera.

—¿Y entonces qué pasó?

Muchos años de amarga determinación y de romperme el lomo trabajando. Cojo mi taza y la observo por encima del borde mientras me bebo el café.

—¿Qué es lo que quieres saber?

—¿Cómo acabaste siendo un poderoso magnate empresarial que habla varios idiomas?

Yo le sonrío.

—¿Crees que a causa de mis antecedentes no puedo ser un hombre educado?

Un sonrojo ensombrece sus mejillas.

—No es eso lo que he querido decir.

—No pasa nada. —Me termino mi café—. No eres la única que me ha hecho esa pregunta. Fui escalando hacia arriba e hice unas cuantas buenas inversiones. Me valí de esos fondos para buscar petróleo en una zona de Siberia que mi jefe había descartado pero que yo creía que era muy prometedora. Tenía razón. Di en el clavo y descubrí una gran reserva de petróleo. Eso me permitió abrir mi propia compañía petrolífera y después a diversificarme a partir de ella.

Ella me mira con fascinación e interés.

—¿Y lo de aprender a hablar todas esas lenguas extranjeras? ¿También fuiste a alguna escuela de idiomas?

—Siempre me ha gustado leer, y soy rápido captando otros idiomas. Un curso de inmersión normalmente es suficiente.

Ella aparta su mano de mi brazo y la deja caer sobre su regazo.

—Tus padres estarían orgullosos de lo que has conseguido.

Lo dudo mucho. Mi madre estaría horrorizada por los crímenes que he cometido para llegar a donde estoy, pero mientras siga en la parte de arriba de la cadena alimentaria, estoy dispuesto a hacer ese sacrificio.

Le paso a Katerina un gajo de naranja de la bandeja y le digo:

—Tengo algunas cosas que arreglar antes de que podamos salir. ¿Qué tal si comemos en el barrio antiguo y visitamos algunos sitios por allí? Quiero volver antes de que oscurezca.

—¡Vale! —El entusiasmo, o bien el alivio, hacen chispear los matices color miel de sus ojos.

—Dada la diferencia horaria, probablemente no hables con Joanne hasta esta noche —le digo.

Ella da un mordisco a la naranja.

—¿De verdad me vas a dejar chatear con ella?

—Puedo proponerte algo mejor que eso. —Cojo con el pulgar una gota de zumo que se ha deslizado por su barbilla, me llevo el dedo a la boca y lo limpio con la lengua—. ¿Qué tal una videollamada?

Sus ojos se agrandan.

—¿En serio? ¿No será demasiado arriesgado?

—Solo necesito algo de tiempo para poner unas cuantas medidas en marcha. —Con tono de advertencia, añado—: Esto no va a ocurrir todos los días.

—Gracias —dice ella, casi sonando como la Katerina de antes.

El hecho de que me esté dando las gracias por una llamada que debería estar en su derecho de hacer dice mucho sobre lo retorcida que es esta situación en realidad. Como no quiero darle vueltas a eso, me inclino y la beso en los labios. Están pegajosos por el azúcar y saben a fruta invernal. No nos hemos dado la ducha que le prometí. Igual que un cabrón egoísta, no quise lavar de su cuerpo el sello de mi posesión. En todo caso, lo que de verdad habría querido es correrme por todo su cuerpo y frotar mi esperma contra su piel.

El aroma cítrico estalla en el aire cuando ella dobla la piel para chupar la naranja. Pongo mi taza a un lado y hago lo mismo con la suya antes de dejar la bandeja en el suelo. La forma en que sus ojos se agrandan cuando le quito la piel de la naranja de las manos y la tiro sin mirar a donde me dice que ella sabe lo que viene ahora antes incluso de que la haga tumbarse.