16

Kate

Cada vez que me muevo, soy consciente del juguete que llevo metido en el cuerpo. Al principio, es una sensación rara, pero hacia el final de la mañana ya me he acostumbrado a ella. Casi me olvido del tema hasta que me siento para comer. La presión extraña no es incómoda. De hecho, es de algún modo excitante: un recordatorio de las intenciones de Álex.

La idea del sexo anal me excita a la vez que me asusta un poco, pero sin embargo tengo curiosidad. Nunca he sido atrevida con mis ex-novios y el hecho de que Álex esté expandiendo mis límites y esté tan a gusto con los fetiches me hace sentirme electrizada. En mis relaciones pasadas, a menudo he sido yo la que instigaba al sexo. Me encanta que Álex esté tomando la iniciativa y sugiriendo que probemos algo nuevo.

Como he remoloneado toda la mañana, levantándome tarde y leyendo, decido pasar la tarde de forma más productiva e ir al gimnasio. No me importa caminar o pasar el rato con un tapón anal pero dudo que me resulte cómodo correr con él puesto. Después de leer las instrucciones que venían con la caja, que por fortuna están en inglés, me saco el tapón y lo lavo con agua jabonosa antes de guardarlo. Luego me pongo mi ropa de hacer ejercicio y al salir cojo un bañador.

Igor está sentado en una silla del recibidor, leyendo algo en su teléfono.

—Hola —saludo, sin saber bien cómo comportarme con él después de lo de ayer.

Para variar, él me sonríe.

—Buenas tardes.

Me detengo delante de él.

—¿Te ha tocado hacer de niñero?

Él se encoge de hombros.

—El deber me llama.

—Qué suerte.

—Álex me ha dicho que estará en casa para la cena.

Arqueo una ceja.

—Supongo que el hecho de que yo no tenga móvil te convierte también a ti en el mensajero.

Él deja el teléfono en su regazo y me dice:

—No me estoy quejando.

—En realidad me siento mejor sabiendo que estoy tan bien protegida —le digo volviendo la cabeza mientras prosigo mi camino.

Su risita me acompaña por todo el pasillo.

Igual que la última vez, elijo una lista de reproducción animada en el sistema de sonido antes de meterme a la cinta. Correr relaja un poco mi tensión y me aclara las ideas. Me va bien centrarme en el ritmo de mis pies y olvidarme de todo lo demás. Cuando mi vida recupere la normalidad, cuando vuelva a trabajar, convertiré el ejercicio en parte de mi rutina diaria otra vez. Me había olvidado de lo liberador que puede ser un entrenamiento potente.

Tras una hora corriendo, me remojo en la ducha y hago unos cuantos largos en la piscina. Cuando empieza a arrugárseme la piel, me estiro en una tumbona bajo el tragaluz. Fuera está nevando mucho. Me resulta raro estar ahí tumbada en traje de baño en un jardín interior mientras hay una tormenta de nieve en pleno apogeo al otro lado de las ventanas.

Lena viene a preguntarme si me gustaría utiliza la banya, un tipo de sauna rusa. Si así fuera, le diría a Tima que encendiera el fuego y calentara las piedras. Como no soy fan del calor excesivo, declino su oferta. En vez de eso, me ducho en el baño de Álex. Al salir de la ducha, me envuelvo en una toalla y cojo el juguete erótico del cajón. Me quedo mirando la cajita un par de segundos antes de decidirme. En cuanto lo hago, una agradable oleada de calor se desliza por mi piel. Lo que estoy a punto de hacer me parece guarro y travieso. Utilizo el lubricante del cajón de la mesilla de Álex para ponerme el tapón igual que él hizo esta mañana. Una vez cómodamente colocado, me visto con un jersey calentito y una falda y me instalo en la biblioteca para ver un par de capítulos de Downtown Abbey.

Para la hora del té, empiezo a sentirme inquieta de nuevo. Paso un rato explorando la casa con más detalle, admirando las obras de arte y todos los objetos decorativos de habitación en habitación. La historia del palacio me fascina. Tomo nota mental de preguntarle a Lena por ello. Tal vez Álex pueda conseguirme un libro traducido al inglés, si lo hay.

Termino mi visita en las estancias del piso superior. En medio de una de las lujosas salas, giro sobre mí misma lentamente para apreciar el mural que recubre las cuatro paredes. La escena muestra a una familia haciendo un picnic. Su ropa sugiere la época del siglo dieciocho. Por la calidad de sus atavíos, supongo que son una familia rica, tal vez hasta de la realeza. La señora de la casa está reclinada en una silla mientras una mujer con uniforme de doncella le sirve una taza de té. El caballero monta con pose regia un imponente caballo negro. Hay cinco niños de distintas edades corriendo tras un cachorrito, con tres sirvientes yendo tras ellos. Una manta está extendida sobre la hierba y encima de ella hay uvas, pan y vino. Una servilleta profusamente bordada asoma de una cesta de mimbre abierta.

El detalle es extraordinario. La fruta atrapa los rayos del sol, y la luz hace que las gruesas uvas adquieran tonos púrpuras y verdes translúcidos. La habilidad que demuestra la pintura es espectacular. Apuesto que a Ricky le encantaría ver esto. Es igual que ser transportada al pasado. ¿Ocurrió esta escena aquí? El prado verde de la imagen podría ser fácilmente el jardín del palacio en verano. Álex me mencionó, de hecho, que solía haber establos en la parte de atrás.

Una inquietante tranquilidad me invade mientras sigo estudiando el mural. Por un instante, solo existimos yo y esa familia atrapada en un retrato feliz de una era pasada. Un reloj sobre la repisa de la chimenea cuenta el paso del tiempo con un suave tic-tac. Son casi las cinco y ya está oscuro ahí afuera. Me inunda una inexplicable oleada de soledad. De repente me siento aislada, sola y con la única compañía de los fantasmas.

Necesito una bebida caliente, así que salgo, cierro la puerta y me dirijo a la cocina.

Al entrar me encuentro con Lena, que está planchando unos manteles. Seguramente Tima está en medio de su rato de descanso. En la cocina reinan el calor y la humedad a causa del vapor de la plancha. El aire huele a una mezcla de almidón y detergente, transportándome a los fines de semana en casa de mi madre. Mamá solía reservarse los sábados para las tareas de planchado. Hoy en día, eso solo sucede si su salud se lo permite.

Una punzada de nostalgia me atraviesa. Echo de menos a mi madre.

—¿Puedo ayudarla con alguna cosa? —pregunta Lena, levantando la vista de la sibilante plancha.

—No, estoy bien, gracias. —Me acerco a la nevera—. Solo quería calentarme un poco de leche para hacerme una taza de chocolate caliente.

Ella dobla una servilleta meticulosamente.

—El cacao está en el armario de arriba a su izquierda, y las cazuelas debajo del fregadero.

Después de encontrar una cazuela pequeña, la lleno de leche.

—¿Te apetecería un poco a ti?

—No, gracias. —Ella pasa la plancha sobre el doblez de la servilleta—. Si prefiere esperar, Tima volverá en diez minutos.

—Puedo hacerme una taza de chocolate yo misma —le digo, afablemente—. Tampoco es que esté haciendo gran cosa.

Ella me lanza una rápida mirada antes de dejar la servilleta en una pila de prendas perfectamente dobladas.

Enciendo el gas y encuentro una taza mientras se calienta la leche.

—¿Llevas mucho tiempo trabajando aquí?

—Desde que el Señor Volkov compró la casa.

Me apoyo contra la encimera y me meto las manos en los bolsillos de la camisa.

—¿Conoces su historia?

—Una parte. —Ella coge una servilleta de la cesta de la colada y la sacude—. La esposa del anterior propietario hizo un estudio de la arquitectura y la decoración del interior. Recopiló todos y cada uno de los libros sobre el tema que pudo conseguir.

—¿Alguno de ellos está en inglés?

Ella arruga la nariz.

—Solo en ruso, me temo.

—Oh.

La plancha deja escapar una nubecilla de vapor mientras ella la pasa sobre la servilleta.

—Otro motivo más para aprender ruso. —Con aire altanero, añade—: es decir, si se va usted a quedar.

No para siempre. Al menos, espero que no. Tengo un trabajo y amigos en Nueva York, por no mencionar a mamá. Allí tengo una vida. La persistente incertidumbre me vuelve a tensar el estómago.

Me concentro en poner unas cucharadas de cacao y azúcar en mi tazón y oculto mi expresión a Lena. Mis trémulas emociones deben de estar escritas en mi cara. Una parte de mí no está segura de si Álex me dejará volver a casa jamás. ¿Y si ha decidido mantenerme aquí de forma indefinida? Por amable que esté siendo, yo no lo descartaría. Ha dejado claro que no me dejará marchar, y si él decide quedarse aquí, lo que es una posibilidad muy real, mi vida tal como la conozco sería cosa del pasado. Para él este es su hogar, después de todo.

El fogón hace un sonido sibilante cuando la leche se desborda y cae sobre él. Quito la cazuela de encima y soplo en el líquido espumoso.

—¿Empezará pronto a dar fiestas? —pregunta Lena.

Vuelvo la cabeza y la miro.

—¿Qué?

—Los anteriores propietarios solían organizar unas fiestas maravillosas. Daban un baile benéfico una vez al año. Los preparativos les llevaban meses. El Sr. Volkov también tiene invitados de forma regular, pero sobre todo por motivos de negocios y a una escala mucho menor. Por supuesto, la anterior señora de la casa era descendiente directa de la realeza rusa, así que los círculos en los que se movía necesitaban de celebraciones fastuosas. Aunque el Sr. Volkov sí que se mezcla con algunas familias que tienen sangre real corriendo por sus venas.

Yo echo la leche al tazón y llevo la cazuela al fregadero.

—¿Ah, sí?

—Los Turgenev, por ejemplo. Mikhail Sergeyevich Turgenev y su familia son invitados habituales. El Señor Volkov es un amigo íntimo de la familia. ¿Tal vez los conociera usted en Nueva York? Igual que el Señor Volkov, el Sr. Turgenev tiene una casa en América por motivos comerciales. La familia pasa un mes allí todos los años. Volvieron poco después de ustedes, creo.

Yo todavía tengo la olla a medio lavar.

—¿Dania Turgeneva? ¿Esos Turgenev?

—Ah. —Ella me dedica un gesto de aprobación—. Entonces los ha conocido.

—Brevemente —digo, dejando la cazuela en el escurridor.

—Al menos ya tiene algunos amigos en San Petersburgo. —Ella dobla la servilleta y la pone encima de la pila—. Debería preguntarle al Sr. Volkov si puede invitar a la Señorita Turgeneva a tomar el té. Es una joven tan encantadora... y de una buena familia, además. —Me dirige una sonrisa melosa—. Estoy seguro de que él estará encantado. Como son tan íntimos...

No, gracias. No después de que Dania me dijera que estaba destinada a casarse con Álex.

Lena hace un gesto en el aire con la mano y dice con una luz soñadora en los ojos:

—Esas cenas son sencillamente maravillosas. Es cuando sacamos la plata y el cristal y lo pulimos todo hasta que reluce.

Así que Dania es una visitante habitual. ¿Por qué eso me molesta? Nunca he sido celosa, pero también es verdad que nunca había salido con un hombre como Álex, un multimillonario hecho a sí mismo que quiere que yo lleve un tapón anal.

El calor sube hasta mis mejillas, y no por la bebida caliente que estoy tomándome a sorbitos.

La conversación de Lena ha terminado por su parte. A juzgar por su la expresión de su cara, sigue mentalmente en una de esas cenas elegantes con la realeza rusa.

Estoy a punto de llevarme mi chocolate caliente a la biblioteca cuando se abre la puerta de atrás y Tima entra desde el zaguán.

Cierra y se frota las manos.

—Ahí afuera hay una ventisca… —Cuando su mirada se posa en mí, sonríe —. ¿Cómo está hoy la ratoncita?

Su sonrisa es contagiosa. Mis labios se curvan solos para devolvérsela.

—Estoy bien, gracias.

Lena apaga la plancha y coge la cesta con la colada. Al salir por la puerta, dice con la nariz apuntando al techo:

—La cena se sirve a las siete en punto.

—Igual que cada noche —replica Tima, haciendo una mueca a sus espaldas.

No puedo contener la risa que bulle trepando por mi garganta. La detengo justo antes de que se me escape.

—Ignórala —me dice él cogiendo un delantal de un gancho y atándolo a su cintura—. Se cree que su mierda huele a rosas.

—¡Tima! —exclamo con una risita—. No seas malo.

Él me guiña un ojo.

—Es la verdad.

—Ella dice que lleva mucho tiempo trabajando aquí.

Él coge una sartén de la estantería y la pone en la cocinilla.

—Creció en esta casa. Su madre era el ama de llaves que había antes que ella.

—¡Guau! No me lo ha dicho. ¿Y qué hay de ti?

—Noo. —Saca un cuchillo del bloque y lo pasa por el afilador—. Ella estaba aquí muchísimo antes que yo. Por eso se cree que es la jefa.

—¿Cuánto hace que conoces a Álex?

—Unos cuantos años —dice con tono evasivo.

—¿Cómo os conocisteis?

—Digamos solo que nuestros caminos se cruzaron cuando el mío no era el más recto.

Como no quiero cotillear sobre algo de lo que no se encuentra bien hablando, obviamente, dejo el tema. Al estar acostumbrada a trabajar con gente todo el día, echo de menos el contacto humano. Estoy disfrutando de su compañía y me resisto a marcharme, pero no quiero estar dándole la lata a Tima cuando tiene trabajo que hacer.

—Estaré...

Estoy a punto de decir que estaré en la biblioteca, cuando la puerta se abre de golpe e Igor y uno de los guardias entran a la carrera.

La mano de Tima se aprieta sobre el mango del cuchillo. Su postura es tensa, como si estuviese preparado para saltar.

A mí se me dispara el pulso. ¿Nos estarán atacando?

—¿Qué es lo que sucede? —pregunto a Igor con voz tensa.

El guardia entra tambaleándose en la cocina, sujetando una toalla que le envuelve la mano.

Igor cierra la puerta.

—Está herido.

Mi faceta profesional toma el control, cojo una de las sillas de la mesa y la saco. El hombre tiene pinta de estar a punto de desmayarse.

—¿Cuál es la lesión? —pregunto mientras Igor le ayuda a sentarse.

—Ha recibido un corte —dice Igor—. Con un cuchillo.

—Déjame ver —le digo al hombre, quitándole la toalla.

—No habla inglés —me dice Igor.

Dirijo mi pregunta hacia Igor.

—¿Tenéis algún kit de primeros auxilios?

—Iré a buscarlo —dice Tima, dejando el cuchillo en el bloque y saliendo a todo correr por el pasillo.

La sangre ha empapado la toalla. Él hombre da un respingo cuando la aparto de su piel. La sangre brota de un corte diagonal en la palma de su mano.

—¿Cómo te llamas? —pregunto, cogiéndole la mano para inspeccionar los daños.

—Stepan —responde Igor.

—No parece que se haya seccionado ninguna arteria, pero necesita puntos. —Miro al hombre a los ojos y le digo —: Te pondrás bien.

—Ver sangre le pone... —Igor hace una pausa—. ¿Cómo se dice en tu idioma? Mareado.

Tima regresa con el kit de primeros auxilios y lo deja en la mesa.

—¿Puedes caminar hasta el fregadero, Stepan? —le pregunto—. Necesito lavarte toda esta sangre.

—Yo le ayudo —se ofrece Igor.

Rodea los hombros de Stepan con un brazo y le conduce hasta el fregadero mientras yo rebusco en el kit y saco una botella de solución salina.

En el fregadero, abro el grifo y pongo la mano de Stepan bajo el chorro.

—Necesito unos trapos limpios.

Mientras Tima abre un cajón y saca una pila de trapos, yo le echo solución salina a la herida. Cuando está limpia, cojo un trapo y envuelvo la mano de Stepan con él para parar la hemorragia.

—Muy bien —digo con tono tranquilizador—. Ahora vamos a llevarte de vuelta hasta la mesa.

Igor le ayuda a sentarse otra vez en la silla mientras yo saco otra para mí y la acerco.

—¿Tenéis algo de anestesia local? —pregunto.

Igor hace un gesto con la cabeza en dirección al kit.

—Ahí dentro.

Coloco la mano de Stepan con la palma hacia arriba y el antebrazo apoyado en la mesa.

—Mantén la presión en la herida.

Igor hace lo que le ordeno, lo que deja libres mis manos para encontrar el anestésico. Lleno una aguja hipodérmica con el líquido del vial e inclino la cabeza indicando el trapo. Cuando Igor lo quita, yo inyecto la anestesia en la parte carnosa de la palma de la mano del hombre.

—Coge otro trapo limpio y presiónalo contra la herida —digo, buscando hilo y aguja quirúrgicos.

Stepan está pálido. Parece a punto de desmayarse.

—¿Un soldado que se asusta al ver sangre? —pregunta Tima con una sonrisa condescendiente.

—Solo al ver la suya —responde Igor, lanzándole a Tima una mirada gélida—. Tu sangre, por ejemplo, no le molestaría.

—Oye. —Le lanzo una mirada severa—. Estamos todos en el mismo bando. Igor, dile que puede cerrar los ojos o mirar para otro lado.

Igor repite las palabras en ruso mientras yo pincho la piel de Stepan con la aguja para comprobar si el anestésico ha surtido efecto. Él se estremece.

—¿Te duele? —pregunto.

Igor repite la pregunta antes de traducirme la respuesta.

—Puede sentir que le tocas, pero no siente dolor.

—¿Cómo ha ocurrido esto? —pregunto, clavando la aguja en la piel de Stepan al principio del corte.

—Entrenando —responde Igor.

Levanto la vista fugazmente para mirarle a los ojos.

—¿Entrenáis con cuchillos de verdad?

—Sería contrario al objetivo entrenar con unos de juguete, ¿verdad?

Me trago una réplica a eso.

—¿Y Álex?

—¿Qué pasa con él? —pregunta Igor.

—¿Aprueba él este método de entrenamiento?

—Es él quien insiste en aplicarlo —contesta Igor.

Le miro boquiabierta.

—Eso es peligroso. No puedo creerme que sea tan irresponsable.

Igor se endereza.

—No nos pide que hagamos nada que no esté haciendo él mismo.

Lo que eso implica me deja helada.

—¿Qué? ¿Él también se entrena así?

Igor responde con tono indignado:

—Por supuesto que sí. Por eso le respetamos.

Tima deja escapar un suspiro.

—Si habéis terminado de sangrar por aquí me gustaría desinfectar mi cocina. Tengo cosas que cocinar.

—Perdón. —Sonrío a Tima con los ojos empañados—. Tendría que habérmelo llevado hasta el baño.

—No te preocupes, mi ratoncita —dice Tima—. No es culpa tuya. Estos tíos deberían de saberlo mejor.

Vuelvo al trabajo, con el temor inundando mi estómago. Sabía que Álex estaba entrenando, pero... ¿haciendo entrenamientos de combate con sus guardias? ¿Con cuchillos de verdad? ¿Y Dios sabe con qué otras armas?

—¿Qué está pasando aquí? —pregunta una voz profunda desde la puerta.

Yo levanto la vista. El objeto de mis pensamientos está en el umbral, vestido con un traje oscuro y exhibiendo una expresión iracunda.

—Stepan está herido —responde Igor—. Una cuchillada.

—Eso ya lo veo —dice Álex, cruzando la puerta—. ¿Pero qué está haciendo dejando que Katerina se lo cosa?

Yo le miro, pestañeando.

—¿Preferirías que lo hiciese Igor? Al menos yo estoy cualificada.

—Esto no es un puto hospital. —Álex se detiene al lado de la mesa—. Mis hombres saben cómo encargarse de sus heridas.

Igor se frota la cabeza con la mano.

—Solo creí...

—¿Que porque ella es enfermera, podríais montaros una puta enfermería? —La voz de Álex es severa.

—Álex —intervengo con tono dulce—. Estoy encantada de poder ayudar.

—No estás aquí para trabajar —dice él, lanzando una mirada gélida en dirección a Igor—. Y mis hombres no están aquí para ponerte sus zarpas encima.

—Basta ya. —Anudo el hilo—. En vez de estar enfadado por mi colaboración, ¿por qué no me pasas las tijeras?

Álex lo hace, a regañadientes.

Corto el hilo y le devuelvo las tijeras, diciendo de forma exageradamente dulce:

—Gracias.

—Hablaremos de esto en la biblioteca —me replica él entre dientes.

—Después de que haya desinfectado y vendado esta herida.

Él se cruza de brazos, vigilándome con gesto enfurruñado, pero no discute mientras termino mi trabajo y le digo a Stepan que se tome un par de analgésicos y un antibiótico por si acaso antes de irse a dormir.

Tima empieza a pasar un desinfectante por la mesa en cuanto Stepan se pone en pie. Igor apenas ha salido con el paciente cuando Álex me agarra por el antebrazo y me hace ponerme en pie.

—Ahora vamos a hablar —dice con voz sombría, casi llevándome a rastras hasta la puerta.

—Un momento. —Clavo los talones en el suelo—. Tengo que lavarme las manos.

Él me suelta, pero en el mismo instante en el que termino, me conduce a la habitación más cercana y me empuja dentro. Es una de las salas de estar junto al comedor. Camino hacia el centro de la estancia, creando algo de distancia. Él está furioso sin ninguna lógica y yo estoy disgustada. Los dos necesitamos espacio para dejarlo enfriar.

Él me observa con sus ojos azules echando chispas, cierra la puerta y gira la llave.

Eso hace que se me acelere el pulso de golpe.

—¿Qué estás haciendo?

—No me gusta que toques a mis hombres —me dice, acercándose.

Estiro al cuello para mirarle a los ojos cuando se detiene tan cerca que nuestros cuerpos casi se tocan.

—Ese es mi trabajo.

Su mandíbula adquiere un gesto de firmeza.

—No, aquí no lo es.

—Toco a otros hombres cada día en Nueva York —digo con frustración apenas reprimida.

Un músculo vibra en su sien.

—Eso no significa que a mí tenga que gustarme.

Me coloco con los brazos en jarras.

—Nunca me habías dicho que te molestara.

—Como acabo de decir, eso no significa que me guste.

—Esto es ridículo. Hay una diferencia entre tocar como cuidadora y hacer una caricia íntima. Lo comprendes, ¿no?

Él me dirige una sonrisa hosca.

—Para mí no hay ninguna diferencia entre el tipo de contacto. No quiero que les pongas las manos encima. —Su voz se vuelve más grave, cargada de intenciones peligrosas—. Y si los pillo a ellos poniéndote una mano encima, se la cortaré.

La ira bulle en mis venas, calentándome la piel.

—Me encanta mi trabajo. Soy buena en ello. Tú mismo me lo dijiste. Si tienes algún problema con mi trabajo, va a ser un problema para nosotros, y quiero decir un auténtico problema —añado con énfasis—. Uno de esos de o lo solucionamos o rompemos.

—Admiro tus habilidades y tu dedicación. —Él pronuncia las palabras sin gritar, pero con una pizca de tensión—. Admiro la profesión que has elegido y respeto tus decisiones. No te estoy diciendo que no puedes hacer lo que amas. Lo que te estoy diciendo, Katyusha, es que no me gusta compartir. Nunca me va a gustar que pongas las manos en el torso desnudo ni en la polla de otro hombre, por profesionales que sean tus intenciones.

—Estás celoso —digo, empezando a caer en la cuenta.

—Exacto. —Me pone una mano abierta sobre la zona baja de la espalda, apretándome contra él mientras desliza su mano libre debajo del doble de mi falda para agarrarme por el sexo—. Esto... —me lo estruja—me pertenece a mí. —Mientras juguetea suavemente con mi clítoris, prosigue en un tono que no deja espacio alguno para la discusión—. Solo a mí.

Una chispa viaja desde mi entrepierna hasta mi vientre, pero no puedo dejar que me desvíe del tema usando la lujuria.

—No. —Le empujo el pecho.

Él me mira con una mezcla de sorpresa, furia e incredulidad, pero no aparta la mano.

—Todavía no hemos acabado con esta discusión. —Le agarro por la muñeca y saco su mano de dentro de mi falda—. Yo no voy a engañarte con otro. Ese no es mi estilo. Pero no pienso acatar tus órdenes. —Señalo hacia la puerta cerrada—. Si no puedes aceptar eso, ya puedes salir por esa puerta. Mi trabajo no es negociable.

Una lenta tormenta se está formando en sus ojos.

—Tu trabajo no es el problema.

—Entonces, ¿cuál es?

—Mis hombres —suelta, con tono furioso—. Tú eres hermosa. Ellos están cachondos. Si sumas dos y dos, ¿qué te sale?

—Si no te fías de ellos, fíate de mí.

Él aprieta los dientes y me dice:

—Me estás pidiendo demasiado, Katerina.

Yo retrocedo un paso.

—¿Es demasiado pedir que confíes en mí?

Él se pasa los dedos por el pelo con energía.

—No es eso lo que estoy diciendo. Estoy hablando de que no quiero que ellos disfruten de tu contacto un poco más de la cuenta. —El azul de sus ojos se torna helado—. Si uno de esos hijos de puta consigue una erección por mirarte, pienso cortarle algo más que las manos.

—Álex, por favor. Stepan tenía mucho dolor. Te puedo prometer que lo último que él ha estado mientras le cosía era empalmado.

—Mejor —dice él escupiendo la palabra.

Dejo caer los brazos a los costados.

—No puedo creerme lo que me estás diciendo. Y ya que hablamos de confianza, ¿por qué no me habías contado que entrenabas con tus hombres?

Él frunce el ceño.

—¿Qué tiene eso que ver con esto?

—Estáis entrenando con cuchillos, ¡por el amor de Dios!

—Sí, claro —dice él como si fuese algo obvio.

—Hoy alguien ha salido herido. podrías resultar herido.

—La razón de entrenar con armas reales es asegurarse que no nos hieran.

—En un combate real, quieres decir —puntualizo, vacilando entre la furia y la preocupación.

Él reduce la distancia entre nosotros.

—Precisamente. —Me coloca un rizo detrás de la oreja y me pregunta con un leve atisbo de sonrisa en los labios—. ¿Estás preocupada por mí?

—Por supuesto que lo estoy —digo, incrédula.

—No lo estés. Sé cómo cuidarme.

—Entonces tú no estés celoso —suelto, impertérrita.

Él me dobla la mano por detrás de la nuca y me acerca más.

—¿Estás diciendo que si yo no soy celoso tú no estarás preocupada?

—Lo intentaré. —Trago saliva—. ¿Y tú?

Él me mira fijamente un instante.

—¿Qué es lo que me estás pidiendo, Katerina?

—De cualquier modo, ya estoy aquí. También podría ser útil con mis habilidades.

Él me estudia con una mirada penetrante mientras acaricia mi nuca con el pulgar.

—¿Estás aburrida?

Me encojo de hombros.

—Un poco.

Él asiente.

—Está bien. Yo peleo. Tú curas. ¿Contenta?

—¿Tan difícil ha sido? —pregunto con una sonrisa tensa.

Él me pasa la mano por el muslo por debajo de la falda.

—No tienes ni idea. —Mientras me conduce de espaldas hacia el sofá, añade con voz grave y baja —: Pero sabes que haría cualquier cosa por ti.

Nuestros cuerpos están apretados el uno contra el otro, y su erección se clava en mi estómago. Deslizo las manos por su torso por debajo de la chaqueta y él me agarra la cadera con más fuerza. Sosteniendo mi mirada, él traza el elástico de mi tanga con el dedo, dibujando una línea desde mi costado hasta la parte baja de mi espalda. Cuando se da cuenta de que mis nalgas están al aire, su mirada se oscurece. Acaricia la izquierda con su mano encallecida y noto la rugosidad de su piel contra la mía. Sus movimientos son suaves y lentos, pero la intensidad hace arder sus ojos.

Mi cuerpo se tensa por la expectación, indeciso sobre qué esperar cuando acaricia la raja de mi trasero con un dedo. Cuando encuentra la joya, su rostro se inunda de aprobación y lujuria. Entonces aprieta el tapón con una suave presión y yo suelto un jadeo.

—Has sido una niña buena —dice con voz ronca, inclinando la cabeza hacia la mía.

Yo levanto la cara para darle mejor acceso. Atrapa mis labios en un beso abrasador, barriendo nuestra pelea, tregua, preocupaciones e inseguridades. Nada de todo eso importa cuando él invierte nuestras posiciones, se sienta, y me coloca en su regazo para que yo le cabalgue. Me olvido del peligro inminente y del futuro lejano, centrándome solo en el sonido de la cremallera que él se está bajando, y en la punta caliente y suave de su polla acariciando el interior de mi muslo.

Él aparta el tanga y prueba a tocar mis pliegues con un dedo. Satisfecho al ver que estoy lista, me levanta sobre mis rodillas y posiciona su polla frente a mi vagina. Me deja que lo acepte a mi ritmo, leyendo mi cara mientras yo voy bajando lentamente.

La sensación de plenitud es casi demasiado y la forma en que su polla me hace estirarme por dentro unida a la presión del juguete insoportablemente estimulante. Me aprieta un pulgar contra el clítoris, masajeándolo hasta que mis músculos internos se relajan lo suficiente para aceptarlo hasta el final.

—Espera —digo sin aliento, agarrándole por la muñeca—. Me correré.

—Todavía no —concede él, cogiéndome la cabeza por un lado y atrayéndome más cerca.

Une nuestros labios y me besa con una habilidad que me hace temblar las rodillas. Pasa su lengua sobre la mía y explora las profundidades de mi boca antes de mordisquear suavemente mi labio inferior. Es un beso sin prisas. Se mantiene quieto, dándome tiempo para ajustarme a tenerle todo dentro, a disfrutar de la sensación que eso me causa.

Después de un largo rato de besos, él empieza a moverse lentamente. Le agarro por los hombros para sostenerme mientras él menea las caderas. La sensación es tan intensa, la penetración tan profunda, que dejo caer la cabeza hacia atrás, gimiendo. Él acelera el paso, añadiendo fricción a la ya abrumadora presión. Este placer es diferente. Es más oscuro. Más devastador.

Cuanto más rápido se mueve, más alto llega mi deseo. Se eleva a un crescendo, pero no alcanzo el final. No puedo, no sin algún tipo de contacto en mi clítoris. Meto la mano entre nuestros cuerpos, porque necesito llegar como nunca antes, pero él me agarra la muñeca con fuerza, evitando que me toque.

Voy a volverme loca si estas ansias intolerables no se detienen pronto.

Él me penetra más deprisa pero no con más fuerza, manteniendo el movimiento suave.

—¡Álex! Necesito...

El resto de mis palabras se pierden cuando me la mete hasta el fondo y me roba el aliento.

Su voz suena cargada de lujuria.

—Sé lo que necesitas.

Rodea mi cuerpo con la mano y agarra el extremo enjoyado del tapón, girándolo de izquierda a derecha mientras golpea mi sexo con empentones poco profundos. No hace falta más. Me rompo con un estremecimiento, apenas evitando soltar un grito. El alivio estalla por mi cuerpo como una tormenta violenta. Él me sigue un segundo después, su cuerpo se tensa y él se corre dentro de mí. En vez de salir después de vaciarse, me hace cabalgar las réplicas de mi orgasmo, prolongándolas aplicando con la palma de la mano presión en el juguete.

Nunca me había corrido así, ni con tanta fuerza y tampoco con solo este tipo de estimulación. Me derrumbo sobre su cuerpo, apoyo la frente en su hombro e inhalo el aroma masculino de su colonia. El conocido olor me ata a tierra tanto como sus fuertes manos en mi espalda.

—¿Cómo lo llevas? —murmura, y mordisquea el lóbulo de mi oreja.

—Mm. —No estoy segura de ser capaz de despegarme de él, y ni hablemos de ponerme en pie.

—Es hora de una actualización —dice con voz ronca—. Ya estás lista para llevar un tamaño más grande.

No tengo que preguntarle qué quiere decir.

—¿Silicona o cristal? —me pregunta, y cuando él me chupa el punto sensible de detrás de la oreja, se me pone la piel de gallina en el brazo.

—La silicona suena más suave. —Solo para provocarle, añado—: Me gusta el rojo.

Él suelta una risita.

—Un rubí entonces.

Me aparto, sorprendida.

—¿Un rubí?

Él me aparta el pelo de la frente.

—¿Qué es lo que esperabas, mi amor?

—¿Cristal? —pregunto frunciendo el ceño.

—Nah. —Menea la cabeza.

Abro la boca sin querer, asombrada.

—¿Quieres decir...?

—Un diamante, sí —dice él—. No creerías que iba a ponerte un vulgar cristal en el culo, ¿verdad?

Esas groseras palabras no suenan sexis, pero me caldean el vientre.

—Solo para que lo tengas claro —dice él, agarrando mi pelo en su puño con fuerza—. No tengo intención de salir por esa puerta en el futuro cercano, kiska.