20

Kate

El mismo equipo de mujeres se presenta en la tarde del día de la gala para ayudarme a vestirme para el evento. Gracias a Dios, esta vez Lena no está presente.

Estoy lista con media hora de antelación a cuando Álex me ha dicho que debíamos salir. Un guardia escolta a las mujeres abajo mientras yo añado los toques finales con una pizca de perfume y los pendientes de rubíes que Álex me regaló en Nueva York.

Hacia las seis, voy en busca de Álex, que se ha vestido en otro de los dormitorios para dejarles a las mujeres espacio en el suyo. El corredor que atravieso está en silencio; no se escucha ni un sonido a través de ninguna de las puertas cerradas. Como no sé qué habitación está usando él, me dirijo al descansillo.

Desde el incidente de mi madre, el ambiente entre nosotros sigue siendo tenso. Ninguno de los dos ha vuelto a iniciar la discusión. Estamos evitando el tema para mantener la paz. La noche después de eso, Álex llegó tarde a casa y cenamos juntos como si nada hubiese pasado. Más tarde, en la cama, hicimos el amor como si él no hubiese hecho añicos mi vida y el mundo no estuviese rompiéndose en mil pedazos a nuestro alrededor.

Cuando llego al final del pasillo, escucho unas voces que me llegan desde el piso de abajo. Me detengo en el descansillo. Álex y un hombre que no conozco están conversando en el recibidor. Álex lleva pantalones oscuros y un chaleco entallado sobre una camisa blanca. Con su cabello castaño peinado hacia atrás y sus hombros imposiblemente anchos, tiene un aspecto peligrosamente atractivo. Hasta intimidante. La constitución delgada y la baja estatura del hombre que tiene delante solo contribuyen a poner énfasis en el tamaño y la fuerza formidables de Álex.

No he hecho ningún ruido, pero Álex se detiene a mitad de frase y mira hacia donde yo estoy. El azul de sus ojos se calienta un tono mientras pasa la vista sobre mí.

—Katerina —dice con voz profunda, pronunciando mi nombre con ese acento ruso que siempre hace que suene tan exótico—. Me gustaría que conocieras a alguien.

Presto más atención a su invitado. Igual que Álex, el hombre viste un traje oscuro, pero uno menos formal. Lleva una maleta de metal del tamaño de un maletín en una mano y un bastón en la otra.

Álex deja al hombre allí y sube las escaleras para encontrarse conmigo arriba. Me pilla desprevenida cuando inclina la cabeza y me planta un beso en la oreja. Es un beso tierno pero posesivo, uno que proclama sin ambages que soy suya.

—Estás preciosa —dice a un volumen lo bastante bajo para que solo lo pueda oír yo.

No son tanto las palabras como la admiración presente en sus ojos lo que otorga más valor a su cumplido.

Me ofrece un brazo. Después de que coloque la mano sobre su antebrazo, me guía con cuidado escaleras abajo. Estoy acostumbrada a andar con tacones, pero aprecio su gesto caballeroso.

—Este es el Sr. Krupnov —me dice cuando llegamos al pie de las escaleras.

El hombre deja el maletín en el suelo y se acerca tan deprisa como le permite el bastón. Extiende su mano y dice con un inglés cargado de acento extranjero:

—Es un pla-placer conocerla.

—Lo mismo digo —le respondo, estrechándole la mano.

Álex apoya una de las suyas sobre mi otra mano, allí donde descansa en su brazo y me sonríe.

—¿Vamos al salón? Tengo una sorpresa para ti.

Mi vista va y viene entre Álex y el hombre, y una punzada de nervios chispea en mi estómago. En circunstancias normales, me gustan las sorpresas, pero con la situación en la que nos encontramos, he aprendido a ser cauta. No me gusta tener la desventaja de no saber nada.

—Por favor, sígame —le dice Álex al Sr. Krupnov, guiándonos hasta el salón.

Una vez dentro, nos quedamos de pie en medio de la habitación mientras el hombre apoya el bastón en el sofá y coloca el maletín en la mesita de café. Cuando lo abre, se me corta la respiración. La maleta está llena de anillos engarzados con gemas de todos los colores del arco iris. Los diseños varían desde lo elaboradamente voluminoso a lo sencillo y elegante.

—Elige uno —dice Álex, señalando la colección.

El trabajo artesano de los anillos es exquisito. No dudo que cada uno de ellos cuesta una fortuna. Por supuesto, Álex puede permitirse sin problemas la maleta entera. Lo que me molesta no es el precio del regalo que me está haciendo, sino el motivo que se esconde tras ello. He aprendido que Álex nunca hace nada sin un cuidadoso cálculo previo.

—No es mi cumpleaños —protesto.

Álex me dirige una media sonrisa.

—Soy totalmente consciente.

—Entonces, ¿por qué?

Él arquea una ceja.

—¿Necesito una razón?

Estudio su rostro, pero su expresión no delata nada.

—No he po-podido evitar ver sus pendientes —dice el Sr. Krupnov, con un guiño—. ¿Podría sugerirle el anillo de rubíes? —Coge un anillo de oro con un gran rubí en el centro y unos cuantos más pequeños rodeándolo—. Este es un diseño cla-clásico. Ate-te-temporal.

—Pruébatelo —me dice Álex.

Cuando yo no me muevo, Álex le quita de la mano el anillo al Sr. Krupnov y agarra la mía. Mirándome a los ojos, lo desliza sobre mi anular.

Miro hacia abajo. ¡Guau! Ese diseño algo pasado de moda se transforma en mi mano. La montura de rubíes adquiere un efecto tridimensional cuando las piedras atrapan la luz y cobran vida como si cada una de ellas tuviese un latido propio.

Álex hace girar el anillo para comprobar si me va bien.

—Un poquito ancho.

—Eso no es pro-problema. —El Señor Kupnov se saca un juego de medir tallas de anillo del bolsillo—. Pu-puedo ajustarlo fácilmente. —Me lanza una mirada inquisitiva—. Si est-te es el anillo que le gusta a la dama. ¿Desea ta-tal vez pro-probarse algún otro?

El anillo es perfecto pero yo digo:

—No puedo aceptarlo. Es demasiado.

—Nos lo quedamos —interviene Álex.

Mr. Krupnov se lanza a hacer su venta.

—Solo co-cogeré el tamaño de la joven dama, y te-tendrá el anillo para la semana pro-próxima.

—¡Álex! —digo en tono de protesta.

Él me saca con dulzura el anillo del dedo y se lo pasa al Sr. Krupnov antes de besarme la mano.

—No quiero oír ningún argumento en contra.

—¿Por qué? —pregunto yo mientras el Sr. Krupnov saca una libreta y un lápiz de su otro bolsillo.

Álex me besa la comisura de los labios.

—Porque puedo.

Y así, sin más, la discusión ha terminado. El Sr. Krupnov toma las medidas de mis dedos y las garabatea en su libreta. Pregunta en qué dedo me gustaría llevar el anillo, escribe eso también y luego se despide y se va.

Cuando nos quedamos solos, me siento obligada a decir «Gracias» aunque Álex no me haya dado opción a rechazar su regalo.

Él frunce el ceño.

—No pareces contenta. Si no te gusta ese anillo, te compraré otro.

—El anillo es una preciosidad.

—¿Entonces cuál es el problema? —pregunta, cogiendo mi mano.

—No estoy acostumbrada a recibir regalos que deben de costar más de lo que yo gano en un año.

Él apoya su mano en mi cadera y me levanta la barbilla con un dedo.

—Acostúmbrate.

Estoy a punto de insistir sobre la motivación detrás del repentino regalo, pero él me detiene con otro beso en los labios.

—Será mejor que nos vayamos. —Sus hombros se llenan de tensión—. No podemos llegar tarde. Quiero estar allí antes que nadie.

Vale. Porque es peligroso salir.

Los músculos de mi estómago se hacen una bola cuando él me lleva hasta el recibidor donde Lena nos espera con los abrigos y mi bolsito de fiesta. Álex me ayuda a ponerme el abrigo formal blanco de diseño antes de ponerse él mismo una elegante chaqueta y su propio abrigo. Guiándome fuera, me ayuda a subirme al coche que espera en la entrada. Como de costumbre, conduce Yuri.

Recorremos el camino hasta el centro antiguo de la ciudad en un convoy de coches. Álex lleva un auricular y se comunica sin parar en ruso mientras revisa su móvil. Después de cuarenta minutos, llegamos a un control de carreteras. Yuri baja la ventanilla y le dice algo al hombre que se le ha acercado. Inmediatamente, la barrera se abre.

Se me atenaza más el estómago al ver a los hombres vestidos con trajes de combate y armados con rifles que bordean ambos lados de la calle. Es como si estuviésemos entrando en una zona de guerra. Al final de la manzana, llegamos a un imponente edificio con columnas en el frontal. Está nevando suavemente. Los copos se iluminan por las luces doradas que brillan desde la impresionante fachada del antiguo palacio ahora reconvertido en hotel. Lena me contó orgullosa que había sido la residencia de la princesa Lobavnova-Rostovskaya en 1820.

Entramos a un garaje subterráneo fuertemente vigilado. Desde allí, un ascensor que funciona mediante huellas dactilares nos lleva hasta el salón de baile. Los guardaespaldas de Álex nos siguen hasta el vestíbulo, a menos de un paso por detrás de nosotros. Álex deja nuestros abrigos en el guardarropa antes de rodearme la cintura con un brazo y echar a andar sosteniéndome contra él.

Como somos los primeros en llegar, somos los únicos invitados en la sala vacía. Hay unas mesas redondas decoradas con manteles de brocado y vajilla con ribete de oro. Varios camareros andan puliendo las copas de cristal y los cubiertos dorados, mientras que otros alinean los asientos. Los centros de mesa son arreglos florales de lirios y peonías blancas que perfuman el salón con sus dulces aromas. Las flores deben de haber sido cultivadas en invernaderos o traídas de alguna región más cálida especialmente para esta ocasión.

Cuando Álex ha dado una vuelta a la estancia arrastrándome con él, me conduce a nuestra mesa y me sienta.

—¿Champán? —pregunta cuando aparece un camarero con una botella.

—Gracias —respondo, y asiento en dirección al camarero.

No pasa mucho rato antes de que los invitados comiencen a llegar. En pocos minutos, el salón es un hervidero de mujeres con preciosos vestidos y hombres con trajes elegantes. Álex me coge de la mano por debajo de la mesa, pero sigue ocupado en su móvil, hablando un ruso muy rápido. No me importa. Me estoy entreteniendo sola observando a la gente.

Los primeros invitados en unirse a nuestra mesa son una señora mayor con un traje de lentejuelas rojo y un caballero con chaleco plateado y pajarita. Álex me los presenta como los Dyatilov.

La señora Dyatilova me pide que la llame Elvira. Su inglés con acento británico es impecable, lo que ella atribuye a los años que pasó estudiando en Inglaterra. El Sr. Dyatilov, por otra parte, tiene que depender de las traducciones de su esposa para seguir nuestra conversación, y pronto se rinde y se lanza a discutir algo en ruso con Álex.

Los siguientes invitados en llegar son una pareja que parece tener cuarenta y pocos años. La Sra. Feba Zykova es una alegre mujer que me explica que posee una fábrica textil, mientras que el sumiso Mr. Zykov está en el negocio de las importaciones y exportaciones. De qué tipo, su esposa no lo dice, y él no parece hablar el mejor inglés del mundo tampoco. Sin duda, Álex se ha asegurado que las mujeres de nuestra mesa hablen inglés fluido, una consideración por la que le estoy muy agradecida.

Elvira me da consejos sobre sitios turísticos que visitar. La dejo hablar, sin decirle que probablemente no pueda visitar ninguno de los museos ni ir a ninguno de los ballets que ella me está recomendando. Álex sigue hablando con los hombres, pero mantiene un punto de contacto entre nosotros con su mano en mi rodilla. El contacto es a la vez tranquilizador y posesivo.

Cuando Elvira para de hablar para beber un sorbo de agua, Álex se inclina hacia mí y me susurra al oído:

—¿Todavía no estás demasiado aburrida?

Me vuelvo a mirarle a la cara. Como siempre, soy híper-consciente de su presencia. El aroma de su colonia especiada y el contacto electrizante de sus dedos en mi rodilla abruman mis sentidos. Es imposible mirar esos ojos y no ahogarse en esas límpidas lagunas azules. Sus labios tiemblan un poco y sus ojos azules se arrugan en las comisuras. Él sabe el efecto que causa en mí. Con una sola mirada, me deja indefensa. La atracción entre nosotros es tan potente como el primer día. Si yo no fuese tan sensata, diría que aquel día, cuando nos encontramos, fue cosa del destino. Pero eso querría decir que Igor recibió un tiro solo para poder hacer que Álex y yo nos encontrásemos. Irónicamente, eso querría decir que la misma razón que hace que estemos aquí en San Petersburgo y en esta horripilante situación, el hecho de que alguien esté intentando matar a Álex, es la responsable de habernos echado a uno en brazos del otro. De alguna manera, tendría que estar agradecida con el que va tras Álex. De no ser por él, jamás nos habríamos conocido.

—Buenas noches —dice una educada voz femenina.

Echo un vistazo a los invitados que acaban de llegar a nuestra mesa y me quedo helada. Dania y su padre, Mikhail, están de pie ahí delante. Mi espalda se tensa al recordar mi conversación con Dania en la fiesta de Nueva York, cuando ella me dijo que estaba destinada a casarse con Álex.

Dania y Mikhail saludan a todos los de la mesa. Con un traje de noche blanco de falda vaporosa, Dania parece una princesa Disney. Su cabello negro crea un asombroso contraste con sus ojos azules y su piel pálida. Su maquillaje es ligero y juvenil, dándole un aire inocente. Virginal, casi. De una belleza clásica. Tiene toda la pinta de ser carne de matrimonio perfecta, y por la forma en que los hombres de la sala la están mirando, es innegablemente deseable también. ¿Es esto lo que Lena estaba tratando de decirme? ¿Que no he venido vestida para el papel? ¿Que no tengo ni idea de a qué me enfrento ni de cómo librar la sutil batalla por la atención de un hombre?

Echo una mirada fugaz a Álex mientras Mikhail le estrecha la mano. Al menos él no está mirando a Dania con la boca abierta como los otros caballeros.

—¡Estoy tan contenta de estar en vuestra mesa! —exclama Dania cuando llega nuestro turno de intercambiar saludos—. Estaba deseando volver a verte cuando oí que estabas en San Petersburgo.

Para mi consternación, se sienta en la silla vacía de mi lado. Mikhail se instala en el sitio que queda vacante a la derecha de Álex.

—¿Cómo estás, Dania querida? —pregunta Feba, con afecto. Está hablando en inglés, seguro que por mí—. Hacía siglos.

Dania hace un gesto de quitarle importancia con la mano.

—He estado viajando sin parar. Ya sabes cómo los negocios de papá nos llevan por todo el mundo.

—Espero que nos visites ahora que estás en casa —dice Feba.

—Deberíamos organizar un almuerzo —dice Dania—. Solo mujeres. —Me guiña el ojo—. No me iría mal librarme un rato de la compañía de esos hombres de negocios.

—No sabía que estuvieses tan implicada en el negocio de tu padre —dice Elvira con una pizca de desdén—. ¿Qué tal le va a tu madre?

Dania mira a Elvira directamente a los ojos.

—Ya sabes cómo es mamá. Por desgracia, siempre borracha. —Se vuelve y me explica—: Por si no habías escuchado los cotilleos aún, mi madre es una alcohólica y se prodiga poco en público.

Eso le cierra la boca a Elvira. Los hombres siguen enfrascados en su conversación. Mikhail no muestra ningún signo de haber escuchado nada.

—Para responder a tu pregunta sobre mi implicación en el negocio, Elvira —prosigue Dania con voz melosa—, como sabes, soy hija única. Algún día, yo lo heredaré.

—O lo que es más probable, lo heredará tu futuro marido —puntualiza Elvira.

—¿Qué hay de quedar en Chekhov la semana que viene? —pregunta Dania mirando a su alrededor en la mesa—. Tienen un chef nuevo y las críticas son fabulosas. —Se vuelve en su asiento para mirarme—. Kate, tienes que venir. Te puedo presentar a unos amigos que te ayudarán a pasar el rato mientras Álex se pasa todas esas largas horas en la oficina. Todo el mundo sabe lo adicto al trabajo que es. Si te gustan la ópera y el ballet, debes unirte a mi club mensual de cultura.

—Eso sería maravilloso —dice Feba—. Sé que vosotras las jóvenes preferís las discotecas pero si no os importa pasar un par de tardes en compañía de una vieja dama, me encantaría presentaros a alguno de mis amigos artistas. Son una compañía de lo más entretenida.

Estoy a punto de inventarme alguna excusa de por qué no podré aceptar esas invitaciones cuando Álex dice:

—Me temo que eso no va a ser posible.

Dania le mira con los ojos muy abiertos.

—¿En serio, Álex? Que no estamos en la Edad Media. Estoy segura de que Kate puede tomar sus propias decisiones. —Clava los ojos en mí—. ¿Verdad, Kate?

Los dedos de Álex aprietan con más fuerza mi rodilla.

—Katerina y yo todavía tenemos mucho por ver.

—Pero tú no haces nada más que trabajar desde que volviste, como pude comprobar por mí misma cuando nos vimos ayer —dice Dania, regañándole con el ceño fruncido—. ¿No estarás pensando guardarte tu novia toda para ti, verdad?

Yo me tenso todavía más. ¿Se vieron ayer y Álex no me lo ha mencionado? Pero, claro, ¿por qué tendría que hacerlo? Él es quien manda. Solo comparte conmigo los hechos que considera necesario.

—Ya sabes cómo es —dice Álex, con una sonrisa tensa.

Dania pestañea.

—En realidad, no.

La sonrisa se queda helada en los labios de Álex.

—Somos como recién casados. —Su tono encierra una advertencia sin palabras—. Todavía de luna de miel.

Elvira suelta una exclamación.

Feba coge un menú y se abanica con él.

Al parecer, el sexo antes del matrimonio es algo que nuestras acompañantes de más edad ven con malos ojos. O al menos, que lo estemos discutiendo en voz alta.

La sonrisa de Dania es de autosuficiencia.

—No sabes proteger el honor de una dama, ¿verdad, Álex Volkov?

Mikhail se aclara la garganta y exclama con tono de reproche:

—¡Dania!

—Solo estaba cuidando de mis hermanas mujeres. —Me coge la mano y prosigue—: No le permitas que te mande todo el rato incluso antes de haber puesto un anillo en tu dedo. Tienes derecho a ser tú misma. En Rusia nos hemos modernizado, ¿sabes?

Yo aparto la mano.

—Gracias, pero estoy demasiado ocupada para aceptar ninguna invitación por el momento.

—¿Ocupada haciendo qué? —pregunta Dania—. ¿Sentarte sola en casa todo el día?

—Trabajando de enfermera —digo con voz tensa—.

—De enfermera —repite Dania despacio—. Sí, por supuesto. Trabajas de enfermera en Nueva York. Álex mencionó algo al respecto. ¿Y de quién te ocupas ahora? —resopla—. ¿De sus guardaespaldas?

Por debajo de la mesa, Álex me estruja la rodilla tan fuerte que casi me hace daño, pero sigue cogiendo el pie de su copa de agua con la otra mano con ligereza.

—Disculpadme —digo, poniéndome en pie—. Tengo que empolvarme la nariz.

Álex se levanta también.

—Te acompaño.

—¿Al baño de señoras? —exclama Feba, abanicándose a más velocidad.

—Por favor, Álex —dice Elvira, guiñando un ojo—. Existen límites hasta para los que están de luna de miel.

El humor educado de Álex es pura falsedad.

—Nadie me ha acusado jamás de no ser un caballero.

—Yo la acompañaré —dice Dania, levantándose—. Mis guardaespaldas pueden quedarse vigilando fuera, si eso hace que te sientas mejor, Álex.

—Siéntate, Álex —dice Mikhail, poniendo una mano en el antebrazo de Álex—. Deja que las mujeres sean mujeres y hagan lo que sea que las mujeres hagan cuando van al baño.

—Cotillear —dice Dania con tono conspirador.

No tengo deseo alguno de dejar que Dania me acompañe al lavabo. Ir allí era solo una excusa para escaparme, pero todos están mirándonos a Álex, Dania y a mí ahora, esperando a ver qué hace Álex. Ya me ha hecho quedar como alguien incapaz de tomar sus propias decisiones. Ha anunciado a toda la mesa que no podemos quitarnos las manos de encima, cuando las mujeres más mayores han dejado claro que ese tema es tabú hablarlo en público. Ya tienen una impresión negativa de mí. Si Álex insiste en acompañarme hasta el baño, solo empeorará las cosas. Después de todo lo que se ha dicho, sin duda creerán que vamos juntos para poder echar un polvo rapidito.

Hay un tenso instante, mientras la indecisión se refleja en el rostro de Álex. Sé lo preocupado que está por nuestra seguridad, pero gracias a las medidas que ha implementado, este salón es igual que Fort Knox.

—No tardaremos mucho —le digo, recuperando el único poder que puedo mientras echo mi silla para atrás.

Mi corazón mide el tiempo con pesados latidos. Pasa un segundo, luego otro, y luego Álex se sienta lentamente, pero no antes de intercambiar una mirada con Igor, que está no muy lejos de nuestra mesa.

Más que aliviada, me disculpo y me alejo. Dania se cuelga de mi brazo como si fuésemos amiguitas y va parloteando amigablemente mientras sigo las indicaciones del baño hasta el final del pasillo.

No escucho una palabra de lo que dice. Tengo el cerebro como si me hubiesen rellenado la cabeza con algodón. Solo puedo pensar en lo humillada que me siento, aunque sé de forma lógica que no era la intención de Álex. Él solo intentaba mantenerme a salvo, pero al hacerlo, nos ha dicho a mí y a todos que no puedo ir a ninguna parte sin su consentimiento.

—Eh, —Dania me da un empujoncito en el hombro al entrar en el lavabo de señoras—. ¿Estás bien? Te veo pálida.

Voy hasta el lavabo y miro mi reflejo en el espejo. Mis mejillas están de hecho pálidas a pesar del maquillaje y del tono aceitunado natural de mi piel. Saco un colorete del bolso y me pongo un poco en los pómulos.

—¿Te está tratando bien Álex? —pregunta, alisándose con la mano su perfecto peinado. Lleva el pelo recogido en un moño bajo en la nuca.

—Sé lo que estabas tratando de hacer ahí fuera —le digo, mirándola con dureza. Si piensa que voy a jugar a sus jueguecitos cuando estemos a solas, será mejor que vuelva a pensar.

Ella se da unas palmaditas en el pelo.

—Lo que estaba haciendo ahí afuera era preocuparme por ti.

Suelto una risita carente de humor.

—¿Es eso cierto?

—Mira —me dice con un suspiro—. Álex me dijo lo que está pasando cuando habló ayer conmigo.

¿Que él fue corriendo a ella con nuestros problemas? No me lo creo ni por un segundo. Estudio su cara en el espejo mientras saco un pintalabios de mi bolso.

—¿Y qué es lo que está pasando?

—Me habló del atentado de Nueva York. Está preocupado.

—¡Claro que lo está, maldita sea! Alguien está tratando de matarle.

Se apoya con la espalda contra el lavabo.

—Puede cuidar de sí mismo. Está preocupado por ti. Tú eres una debilidad.

Inhalo aire con fuerza.

—Yo no he pedido que esto ocurriera.

—No. —Me ofrece una sonrisa burlona—. Eso está bien claro. No estás aquí por voluntad propia. No eres más que una prisionera. Por desgracia, ahora estás haciendo que Álex también sea otro prisionero.

La miro boquiabierta.

—¿Qué? —¿Le ha contado Álex que poco menos que me ha secuestrado? ¿O solo está adivinándolo? ¿Y qué quiere decir con esa última parte?

Ella se encoge de hombros.

—Álex se siente responsable de ti. Tiene que estar contigo hasta que sepa con certeza que estás a salvo. No le estás haciendo ningún favor quedándote con él.

Solo está intentando averiguar cuál es mi situación, estoy casi segura. De cualquier forma, no tengo ningún motivo para ocultarle la verdad.

—Como has dicho —le digo, cerrando el pintalabios y echándolo dentro del bolso—, no tengo exactamente elección.

—¿Y si la tuvieras?

Me quedo inmóvil.

—¿Qué se supone que quiere decir eso?

—¿Y si pudieras marcharte?

No me gusta a dónde está yendo esta conversación.

—No pienso hacerle eso a Álex.

—¿Hacerle qué? ¿Darle una oportunidad de cazar a su atacante sin tenerte a ti atándole como un grillete? No solo estás obstaculizando sus esfuerzos. Estás reduciendo significativamente también sus posibilidades de salir vivo de esto.

Agarro el bolso con fuerza y me vuelvo a mirarla a la cara.

—¿Que estás tratando de decirme, Dania?

—Si Álex estuviese conmigo, como se supone que debería estar, mi padre ya hace tiempo que hubiese ido tras el atacante de mi prometido. En estos momentos, la amenaza contra mi futuro marido ya no existiría.

Aprieto el bolso con más fuerza.

—Y una mierda.

—No eres consciente de lo poderoso que es mi padre. —Su gesto es de tristeza—. Es bastante seguro decir que no vamos a ser amigas en el futuro cercano. Lo único que tenemos en común es que a las dos nos importa Álex. Es lo único en lo que estamos de acuerdo, ¿verdad?

—Exacto. —Yo entorno los ojos—. ¿A dónde pretendes ir a parar?

—Que te aferres a él es una postura egoísta, Kate. Tú no perteneces a nuestro mundo. Ya te lo dije una vez, y si no me creíste entonces, mira esta noche a tu alrededor. Mira a la gente de nuestra mesa. ¿Crees que encajas aquí? Ni siquiera hablas nuestro idioma. Si te importase Álex en absoluto, le dejarías libre para que viviese la vida que está destinado a vivir, una buena y larga vida. Mi padre puede hacer que eso suceda. Una vez anunciemos nuestro compromiso, papá moverá cielo y tierra para atrapar al hombre que amenaza a su futuro yerno, y por consiguiente, el futuro de su única hija.

—Estás delirando —digo, intentando marcharme.

Ella me agarra con fuerza por la muñeca, reteniéndome.

—¿Es esta la clase de vida que quieres? ¿Estar para siempre bajo el control de Álex? ¿Hacer lo que él te diga y solo ir dónde él te deje, si es que te deja?

Me suelto.

—No sabes nada sobre Álex y yo.

—Y tú no sabes cómo funcionan las cosas en nuestro mundo, pero creo que empiezas a darte cuenta de que San Petersburgo no es Nueva York. Aquí no tienes tu trabajo ni sales por ahí con tus amigos. Una vez Álex te ate para siempre, serás como una esposa de la bratva. No tendrás derecho a decidir. Tu opinión no importará. Tendrás suerte si puedes volver a ver a tu familia.

Eso toca una fibra sensible, una dolorosa, pero me obligo a que mis labios adquieran una sonrisa burlona.

—¿Y para ti sería distinto?

—Lo sería, porque mi padre es Mikhail Turgenev, y yo soy la única heredera de sus negocios. —Me dedica una mirada de lástima y pregunta—: ¿Quién es tu padre?

Esa flecha me alcanza directo al corazón. No conocer mis orígenes nunca me había molestado antes, y odio que esta mujer tenga el poder de hacer que me importe.

—Una cosa más que tienes que saber sobre Álex —prosigue— es que él no se enamora. Jamás.

De todo lo que lleva dicho, esas palabras son las que me golpean con más dureza.

—Tú eso no lo sabes.

Mi máscara de serenidad debe de estar resquebrajándose porque su expresión se convierte en una de pena.

—¿Por qué crees que nunca te ha dicho que te quiere?

Su afirmación se clava como un puñal en mi estómago. Me cuesta un mundo y más no demostrarle cuánto me ha dolido. Levanto la barbilla y le digo con mi tono más seguro:

—Eso tampoco lo sabes.

Ella se cruza de brazos y menea una cadera.

—Oh, pero sí que lo sé, querida. —La compasión se intensifica en sus ojos—. Él mismo me lo contó ayer.

Si me hubiese empalado en una espada, no me habría torturado más. Sin desperdiciar otra mirada en ella, salgo del baño.

Igor y otros guardias a los que no conozco están esperando fuera. Dania sale detrás de mí, sonriendo como si nunca hubiese roto un plato.

Los guardias nos siguen en silencio hasta el salón. Álex y Mikhail se levantan cuando llegamos a nuestra mesa. Los camareros se ponen en acción, sacando nuestras sillas. Ya han servido los entrantes. Los demás esperan a que Dania y yo estemos sentados antes de coger sus cubiertos.

—¿Va todo bien? —me susurra Álex al oído, frotándome el hombro con el pulgar.

Un escalofrío desciende por mi brazo.

—Sí. —Me fuerzo a sonreír—. Perfectamente.

—Estaba empezando a echarte de menos —dice con voz ronca.

—¿Vino? —pregunta Mikhail.

—Vodka, por favor —responde Dania.

Feba le dirige un asentimiento de aprobación.

Mikhail chasquea los dedos, y un camarero se acerca y sirve vodka para Dania y vino para mí. Mikhail está hablando sobre el vino dulce que está maridado con el entrante, pero yo apenas le escucho. Solo puedo pensar en las crueles palabras de Dania.

Hay una pizca de verdad en su argumentación. Dos, en realidad.

Una: ¿seré para siempre la marioneta de Álex? A él le gusta tener el control. ¿Me dejará recuperar mi vida cuando todo esto haya terminado? Y dos: ¿estoy perjudicando a Álex estando en su vida? Igor me implicó que yo era la razón de que Álex arriesgase nuestras vidas al llevarme a hacer turismo. Es verdad que Igor creía que yo le había pedido en plan egoísta a Álex que me sacara por ahí, pero aunque yo en realidad sugerí que nos quedásemos en casa, Álex se arriesgó para mi beneficio, y eso me convierte en responsable. De manera indirecta, mi presencia está teniendo un impacto negativo en la vida de Álex. ¿Y si estoy debilitándole? ¿Y si su obsesión conmigo le está poniendo más aún en el punto de mira?

A lo largo de la cena de cinco platos, esas preguntas siguen rondándome la cabeza. No recuerdo ni lo que como ni lo que bebo, ni de qué hablan las señoras. Cuando llega el momento del discurso importante sobre la energía nuclear, Álex me lo traduce consideradamente, susurrando en mi oído lo que se está diciendo.

El contenido del discurso me entra por una oreja y me sale por la otra. Lo que sí que se queda en mi cerebro es mi creciente convicción de que esa potencial empresa conjunta es importante para Álex porque él cree en que todo el mundo pueda tener calefacción barata, incluyendo a las comunidades más desfavorecidas.

Parece pasar una eternidad antes de que nos despidamos, lo que le cuesta a Álex una hora al menos, dado que tiene a mucha gente a la que saludar. Cuando estamos en el coche por fin, me relajo un poco por primera vez.

—¿Qué te pasa, kiska? —me pregunta Álex, rodeándome los hombros con su brazo.

Hago otro valiente esfuerzo por sonreír.

—Nada.

Él me acerca más.

—Apenas has dicho dos palabras durante la cena.

Me escapo de su mirada penetrante mirando por la ventanilla.

—Era difícil seguir la conversación.

Él me agarra por la barbilla y gira mi rostro hacia el suyo.

—La conversación era en inglés. Por eso me aseguré de que las mujeres sentadas a nuestra mesa hablasen tu lengua con fluidez.

—Gracias por eso —le digo, con auténtica gratitud.

—Es solo lo normal. —Él escudriña mi cara—. Hay alguna otra cosa que no me estás contando. —Entorna los ojos y pregunta—: ¿Te ha dicho Dania algo en el baño?

—De hecho, sí. —Yo le escudriño ahora a él—. Me dice que te vio ayer.

—Así es —dice él lentamente, con un aire de pregunta en su admisión.

Entonces ella no mentía sobre eso.

—Me ha dicho que yo soy tu debilidad.

Sus ojos azules se oscurecen a la suave luz interior del coche.

—Lo eres. —Dibuja el contorno de mi cara con su mano y me dice con voz grave y profunda—. La única que jamás he tenido.

Yo cojo aire.

—Si te hago ser débil...

Su tono se torna seco.

—Ni se te ocurra decirlo.

—Yo solo iba a...

Extiende sus dedos por mis mejillas, haciendo que mis labios adquieran forma de puchero, y gruñe:

—No voy a dejarte marchar. Ni ahora. Ni nunca. ¿Lo has entendido?

La verdad se retuerce dentro de mí, cortándome un poco más profundo.

—Esto no es amor —susurro—. Esto es obsesión.

Sus ojos azules relucen cuando los cierra otro poquito. El latido de mi corazón se acelera. El hombre que me está mirando es un depredador con una inteligencia increíble y un gran conocimiento de la naturaleza humana, uno de los hombres más perspicaces e inteligentes del mundo en los negocios. Tiene poder a paladas, tanto de ese con el que algunos hombres nacen, como del que se adquiere a través del dinero. De hecho, él es la persona más poderosa que conozco, y me está observando ahora como un cazador que no tiene intención de dejar marchar a su presa.

Su voz es peligrosamente suave cuando pasa su mano por mi cuello.

—Da igual como lo llames. Tú eres mía, y ahora tu vida está aquí. —Me rodea el cuello con los dedos y me sujeta con un gesto posesivo—. Será una vida feliz si no te resistes tanto.

Yo trago saliva, y mi garganta se mueve contra la presión de su palma.

Él inclina la cabeza y me acaricia los labios con una pregunta:

—¿Está claro, Katyusha?

—Sí —respondo, sin atreverme a respirar.

Sé a dónde va esto cuando me empuja pero no le detengo. Solo hay una partición entre nosotros y Yuri, pero no es la primera vez que me lo ha hecho en un coche. Cuando mi espalda toca el asiento, no suelto ni una protesta. En mi boca tengo el sabor de la derrota, pero intento aceptarla sin dejarle entrever mis lágrimas. Mi vientre palpita de expectación esperando el momento en que acabe conmigo.

No me hace esperar demasiado. Me planta el más suave de los besos en los labios y mete una mano por debajo de mi falda y entre mis piernas. Mi ropa interior no supone ninguna barrera para su fuerza. El tejido de puntillas se rasga con un sonido que se confunde con mi jadeo justo antes de clavarme dos dedos dentro con fuerza. Sin darme apenas tiempo de coger aire, me folla con los dedos, con movimientos bruscos.

Mi cuerpo se inclina siguiendo su ritmo, respondiendo con placer. Él me mordisquea el labio inferior y me dice tiernas palabras en ruso mientras me palmea el clítoris y curva sus dedos dentro de mí. Esto un campo de batalla, y la guerra ha terminado incluso antes de empezar.

Me corro en segundos, rindiéndome como un enemigo derrotado. No importa que mi liberación golpee cada músculo de mi cuerpo con un éxtasis insoportable, ni que él me regale dulces piropos mezclados con besos en el cuello por mi actuación de récord. Es una derrota igualmente.

Porque así es como funciona la guerra.

Solo hay dos resultados posibles, solo dos lados.

Si no eres el ganador, eres el perdedor.