En la mañana del día de Nochebuena, Álex me despierta temprano. Me hace ducharme y desayunar deprisa y cuarenta minutos después, estamos embarcando en su avión privado con los regalos que insistió en que comprara para mi madre y mis amigos cuando me llevó a hacer turismo y de tiendas. Pasaremos la noche en Deep Creek, donde Álex ha reservado un B&B. Debe de haber pedido el sitio completo, ya que Igor, Dimitri, Leonid, Yuri y otros cuatro hombres más se vienen con nosotros.
Me paso casi todo el vuelo durmiendo, descansando en condiciones gracias a la cómoda cama del dormitorio del avión de Álex. Como él es un obseso del trabajo, emplea ese tiempo para ponerse al día con sus negocios.
Me despierta para el aterrizaje, justo antes de las cuatro de la tarde. Como cuando llegamos a Rusia, él habla por un teléfono vía satélite sin parar, seguramente asegurándose de que estamos a salvo. Fuera del hangar privado hasta el que nos lleva el avión hay aparcados cuatro coches. Los hombres armados salen primero del avión. Cuando han comprobado los coches y el hangar, Álex y yo nos subimos a uno de ellos con Yuri. Con dos coches delante y otros dos detrás, hacemos el viaje hasta Deep Creek.
Desde allí, el viaje en coche hasta la clínica es breve. El moderno edificio está situado en una finca de varias hectáreas cerca de un lago. El suelo está cubierto de nieve y el lago azul está congelado, creando una bella imagen.
Mi madre está esperando en el lobby cuando llegamos. Lo atraviesa corriendo y me da un gran abrazo.
—¡Katie! —Después de besarme en la mejilla, se aparta y me observa de cerca—. Pero mírate. Has perdido peso. —Su frente dibuja un ceño—. ¿Estás comiendo suficiente?
Es difícil contener mis emociones y no estallar en llanto.
—Más que suficiente. ¡Me alegro tanto de verte!
—Yo también. —Mi madre se vuelve hacia Álex—. Este es el mejor regalo posible.
Álex se inclina para besarle en la mejilla.
—Tienes un aspecto estupendo, Laura. Da gusto mirarte.
Mi corazón se caldea mientras la observo detenidamente. De hecho, sí que parece esbelta y en forma. Su piel tiene un color saludable y sus ojos están brillantes.
—¡Guau! —exclamo—. Pero mírate.
Ella levanta los brazos y se da una vuelta sobre sí misma.
—¿Qué opinas?
—Mamá, estás espectacular.
—Gracias —dice ella, sonriendo—. Y ya me encuentro mucho mejor. Todavía tengo algunos episodios de dolores, pero no es nada en comparación a como era antes. Vuelvo a ser ágil. Es alucinante poder hacer las tareas normales sin sentir molestias.
—Me alegro tanto por ti... —Se merece esto y mucho más.
Ella se pasa una mano por el vestido.
—Todo gracias a ti, Álex. Jamás podré agradecértelo lo suficiente.
—No es necesario que me agradezcas nada —dice Álex con una cálida sonrisa.
Mamá mira por encima de su hombro hacia Igor y Leonid, que están ahí de pie justo al lado de la puerta.
—¿Vienen con vosotros?
—Sí —dice Álex—. No te preocupes por ellos. Viajar con guardaespaldas es parte de mi protocolo normal.
Espera hasta que vea a los hombres de fuera. Al menos llevan las armas ocultas por debajo de sus chaquetas. No quiero ni saber cómo ha conseguido que la clínica les permita entrar armados aquí dentro.
—¿En serio? —Mamá inclina la cabeza a un lado—. ¿Quiere eso decir que eres un blanco para los secuestros, o sea, para que te secuestren a cambio de un rescate?
—No es muy probable —responde Álex con una risita.
—Hemos traído comida rusa que ha hecho el chef de Álex —intervengo rápidamente para cambiar de tema—. Espero que te guste. Pensamos que sería más cómodo almorzar aquí que en algún local de la ciudad.
—No hay demasiados sitios abiertos mañana —añade Álex.
Mi madre me pasa un brazo sobre los hombros.
—Y a la porra con mi dieta.
—No te preocupes. —Álex coge la bolsa-nevera que había dejado a sus pies—. Le he dicho a mi chef que solo utilizase ingredientes permitidos en tu plan de comidas.
—Qué considerado por tu parte. —Mamá le dedica una sonrisa—. Pues mejor. Si no, tendría problemas con William.
—¿William? —pregunto mientras ella nos conduce hasta el ascensor.
El color de sus mejillas sube de tono hasta alcanzar un rubor.
—El Dr. Hendricks.
Yo abro mucho los ojos.
—¿Ya os llamáis por vuestros nombres de pila?
Ella baja el volumen y dice con un brillito en sus ojos:
—También hemos llegado a primera base.
—¡Mamá! —exclamo yo en un sonoro susurro.
Ella me guiña un ojo.
—Tengo una sorpresa para ti. —Nos mete en el ascensor cuando las puertas se abren—. No tenéis que ir al hotelito del pueblo —prosigue—. Alguien ha abandonado el programa por una emergencia familiar, así que hay una habitación libre. William me ha sugerido que os quedéis aquí para ahorraros los viajes a la ciudad y de vuelta. Gratis.
El ascensor se detiene en el segundo piso.
—Eso es muy amable por su parte —le digo, mirando de reojo a Álex—, pero no querríamos abusar.
Álex nos sostiene la puerta.
—Katerina tiene razón. Deberíamos seguir el plan original y dormir en la ciudad.
—Tonterías. —Mamá me coge por el brazo, me guía pasillo abajo y vuelve la cabeza para decirle a Álex—: Él no se habría ofrecido si no hubiese querido.
Abre la puerta del fondo y entra delante de nosotros.
—Estas habitaciones son un poco más pequeñas que las de mi planta, pero siguen siendo cómodas. ¿Qué os parece?
Miro a Álex buscando una respuesta. Él ha implementado una tonelada de medidas de seguridad. Cambiarlo todo ahora implicaría una reorganización tremenda.
Pero él me sorprende diciendo:
—Está genial. Si estás segura de que no es ninguna molestia para el centro, nos quedaremos encantados.
—¡Estupendo! —dice mamá—. Arreglado, entonces.
—Le diré a Yuri que suba nuestras bolsas —dice Álex.
Yo miro a mi alrededor, desabrochándome el abrigo. La habitación es agradable. A pesar del aspecto moderno y elegante del edificio, en el interior el foco está puesto en la comodidad. Hay una cama doble con mesillas ocupando la mitad de la habitación, y una mesa, neverita, sofá y mesa de café en la otra. Los colores son neutros: suaves tonos de beige con toques de verde. Un gran ventanal enmarca una vista del lago contra el fondo de las montañas, dejando entrar la luz a raudales.
—Podéis dejar vuestras cosas aquí —dice Mamá, señalando un pequeño vestidor que conecta con un baño.
Yo cuelgo mi abrigo en la percha de detrás de la puerta y me quito la bufanda.
—Parte de la comida necesita meterse en la nevera. Yo me pondré con eso.
Álex trae hasta la mesa la bolsa nevera que Tima ha preparado.
—Déjame echarte una mano. —Mamá saca los platos congelados de la bolsa—. ¿Qué es todo esto? —pregunta, llevándolos hasta la nevera—. Tu chef no tendría que haberse tomado tantas molestias.
—No ha sido ninguna molestia —dice él, quitándose el abrigo.
—Mucha gente no ha querido interrumpir su tratamiento y ha decidido quedarse aquí por Navidad —dice mamá, metiendo todo ordenadamente en la nevera—. Esta noche se celebra una cena especial.
—Eso es muy considerado por parte del personal —digo, acercándole el último recipiente de plástico.
Ella cierra la nevera y se acerca al sofá.
—Son todos estupendos. Todo el mundo aquí es muy amable. —Se sienta y nos mira alternativamente a Álex y a mí—. ¿Y qué hay de vosotros? ¿Qué tal San Petersburgo? Contádmelo todo.
Sonriendo, me siento a su lado.
—Ya te lo he contado todo por teléfono. ¿Y qué hay de tu apartamento? ¿Lo está cuidando bien tu vecina?
Ella me da unos golpecitos en la mano.
—Todo va bien por casa. ¿Estás segura de que no os podéis quedar más tiempo?
—Me temo que no —dice Álex, sacándose el teléfono del bolsillo. Tengo algunas obligaciones con mis negocios en Rusia.
Mamá hace una mueca.
—No me estoy quejando. No me puedo creer que hayáis volado toda esta distancia para pasar solo un par de días.
—Me he tomado la libertad de reservar uno de los salones privados para nuestro almuerzo de mañana —dice Álex—. Espero que os parezca bien.
Mamá se aclara la garganta.
—Hablando de almorzar, William me ha sugerido que comamos en su casa en vez de en el salón para los visitantes. Cree que nos resultará más cómodo.
Yo le echo otro rápido vistazo a Álex.
—¿Y qué hay de su familia? No quiero ser una molestia.
—Es viudo. —Ella cruza las piernas—. Sus hijos son mayores y están visitando a sus familias políticas este año, lo que significa que él también estará solo por Navidad.
—Oh, siento que haya perdido a su esposa —digo yo—. ¿Ocurrió hace mucho?
—Cinco años. Fue una enfermedad interminable. —Ella suelta un suspiro y me mira de refilón—. Creo que fue muy difícil para él y los niños.
—No puedo ni imaginarlo.
Álex teclea algo en su móvil.
—Dame su dirección. Le diré a mi chófer que la programe en su GPS.
Más bien, pretende asegurarse de que los alrededores sean seguros.
—Te enviaré un mensaje de texto con la dirección cuando vuelva a mi cuarto. —Una sonrisa suaviza las bonitas facciones de mi madre—. Debéis de estar cansados después del largo viaje. ¿Os gustaría echaros una siesta antes de la cena?
—En realidad, he dormido un montón en el vuelo —digo—, pero me vendría bien una ducha.
Ella se levanta.
—Os dejo para que os acomodéis. ¿Quedamos hacia las siete?
—Eso suena bien —responde Álex, guardándose el móvil en el bolsillo.
—Solo llamad a mi puerta cuando estéis listos —dice mamá mientras se marcha. Después de despedirse con la mano, desaparece dando saltitos.
—Sí que tiene buen aspecto —comenta Álex después de cerrar la puerta tras ella.
Me acerco a él y le rodeo la cintura con los brazos.
—Gracias, no solo por la visita sino también por estar haciendo todo esto por mi madre.
Él me besa la coronilla.
—Ya te lo dije, Katyusha, tu familia es la mía.
Me derrito contra él, incapaz de evitarlo. Cuando él es así de amable, es difícil recordar que ha tomado como rehén a mi libre albedrío.
La cena es una ocasión alegre. Los platos son vegetarianos, bajos en grasas saturadas y sodio, con cantidad de verduras y cereales integrales. El tema del menú es mediterráneo, lo que incluye una crema para untar de alcachofas al horno, ratatouille, guiso de garbanzos y ñoras, y un delicioso gazpacho de melón, ajo, albahaca y menta. De postre hay sopa de fresa servida con unas tejas de jengibre sin gluten ni lactosa, finas como el papel.
El Dr. Hendricks, o William, no está aquí. Mi madre dice que quiere dejarnos tiempo a solas para ponernos al día. Por lo mucho que está hablando de él, parece que ellos dos están pasando gran parte de su tiempo libre juntos.
Conocemos a otros pacientes que se han quedado aquí por Navidad. El grupo es variopinto, con hombres y mujeres de todas las edades. Vivir juntos unas semanas ha creado una camaradería entre ellos que se hace evidente en su parloteo.
Megan tiene diez años más que mi madre y es de Hawái. George es un veterano que tiene un rancho ganadero en Texas. Daphne tiene cuarenta años y el año que viene abrirá una floristería. Yo disfruto de la animada conversación y de conocer a gente nueva. Es un cambio bienvenido de mi aislamiento en Rusia. Durante unas horas, me olvido de la terrible realidad de la vida de Álex y cómo ha impactado en la mía.
Después de cenar tomamos cerveza de jengibre casera sin alcohol en el salón junto al árbol de navidad, mientras Daphne toca el piano y George nos hace partirnos de risa con su imitación de Billy Mack cantando «Christmas is all around», de la peli Love Actually.
Cuando llega la hora de irnos a la cama, me duele la tripa de tanto reírme.
Abrazo a mi madre al llegar a nuestra habitación, todavía secándome las lágrimas de diversión de los ojos.
—¡Me lo he pasado tan bien esta noche!
Álex me mira con una cálida sonrisa en los labios. Hasta él se ha echado alguna carcajada.
—Yo también —dice mamá.
—Álex y yo tenemos un regalo para ti.
—Oh, cariño. No deberíais haberlo hecho. —Haciendo un gesto en el aire hacia lo que nos rodea, añade—: Todo esto es ya demasiado y vuestra visita es el mejor regalo que podría haber pedido, por no mencionar lo caro y agotador que este viaje debe de ser para vosotros.
La agarro de la mano, abro la puerta y la arrastro dentro.
—Venga.
—¿Creías que vendríamos con las manos vacías? —Álex pregunta con una risita, siguiéndonos dentro.
—¿Tengo que cerrar los ojos? —pregunta ella soltando un gritito.
Me echo a reír.
—Está envuelto. Puedes mirar. —Saco el primer regalo de mi bolso y se lo doy.
Ella lo menea y le da vueltas mirándolo por todas partes.
—¿Qué es? No tengo ni idea.
—Ábrelo —la animo.
Ella rompe el papel de envolver y levanta la tapa de la caja.
—¡Oh, Katie! —exclama, sacando el suéter de cachemir—. Esto es precioso. Y azul, mi color favorito.
—Me alegra que te guste. Es de una boutique de San Petersburgo.
Me abraza primero a mí y luego a Álex.
—Me encanta.
Le doy su segundo regalo.
—Este es de Álex.
Ella deja el jersey en la mesa para arrancar el envoltorio de la caja. Cuando abre la tapa y desata los cordones de la bolsita de terciopelo, suelta una exclamación.
—¡Dios mío! Esto es precioso. Mirad todo este detalle.
—Es una réplica de Fabergé —dice Álex—. Por desgracia, no es auténtico.
—Me encanta. —Saca el delicado huevo de la cajita y lo estudia a la luz—. ¿Son esto...?
—Las piedras preciosas son auténticas —dice Álex—. Es una pieza de coleccionista, de edición limitada. El certificado de tasación está en la caja.
—Ay, señor. —Le mira boquiabierta—. No puedo aceptarlo.
—Ahora suenas igual que Katherine —dice él con tono jocoso—. Por supuesto que puedes. Insisto.
—Es precioso. —Vuelve a meterlo en su bolsita de terciopelo antes de dejarlo de vuelta en su caja con cuidado—. Gracias, Álex.
—El gran placer es mío al regalarlo —dice él con tono cálido.
—No puedo agradecértelo lo suficiente. —Los ojos de mi madre brillan por las lágrimas contenidas—. No solo por los regalos, sino por cuidar tan bien de mi hija.
Álex no mueve un músculo. Su respuesta es suave, como ensayada.
—Ella también cuida bien de mí.
Una parte de mi entusiasmo se esfuma. Las mentiras que le estamos soltando a mi madre arruinan de golpe mi efímera alegría. Me siento despreciable, como una traidora, pero ¿cómo puedo destrozarle su ilusión cuando le está yendo tan bien y tiene un aspecto mucho mejor? ¿Cómo puedo contarle la verdad si eso la machacaría? No, es mejor que se crea todas las mentiras sin importar lo mal que eso me haga sentir a mí.
Me da unas palmaditas en la mejilla y me dice:
—Debería dejaros para que os recuperaseis y descansaseis. Buenas noches, niños. Gracias de nuevo por mimarme.
—De nada, mamá —replico yo, con la garganta hecha un nudo de emociones más oscuras.
Ella se vuelve en la puerta.
—El mejor regalo sigue siendo teneros aquí.
No me fío de que mi voz pueda hablar, así que le envío un beso al aire antes de que cierre la puerta.
Mierda. Soy una persona horrible, engañando así a mi madre. No es así como ella me educó. Vivir con Álex me está obligando a convertirme en otra persona, y no estoy segura de que me guste esa persona.
Me vuelvo hacia la ventana y oculto mi expresión de Álex, que gracias a Dios está ocupado quitándose la chaqueta. No quiero que él vea lo que seguro tendré escrito en la cara... que ahora mismo, nos desprecio a los dos.
Miro el exterior iluminado por la luna. Ha dejado de nevar. El paisaje es un nuevo manto blanco de nieve reciente que destella a la luz de las farolas del jardín. Impoluto. No turbio ni lleno de mentiras sucias. No hay más edificios cerca pero a pesar de ello, yo cierro las cortinas. Con todo lo que está pasando, me estoy volviendo paranoica.
Doy un respingo cuando Álex me toca el hombro.
—Eh —dice, dándome la vuelta para que lo mire—. ¿Por qué te has puesto tan nerviosa de repente?
—¿Es seguro dormir aquí? —No puedo ocultar la tensión de mi voz—. No quiero atraer el peligro directamente hasta mi madre.
—Todo está solucionado —dice él con tono tranquilizador, frotándome los brazos—. Tengo a los hombres vigilando y disponemos de imágenes vía satélite.
—¿Y qué pasa con el almuerzo en casa del Dr. Hendricks? —pregunto, no muy convencida.
—Ya he enviado a Dimitri a comprobarlo todo. No pienso correr ningún riesgo, Katyusha.
—Vale. —Yo me muerdo el labio—. Estoy contenta de estar aquí, más de lo que podrías imaginarte. Solo es que yo...
—Déjame las preocupaciones a mí. —Me pellizca el bíceps—. Lo único que quiero que hagas es que disfrutes del tiempo con tu madre.
—Tienes razón. —Mi sonrisa es poco entusiasta—. Debería aprovecharlo al máximo. —Aunque es más fácil decirlo que hacerlo.
Él escudriña mi cara.
—Esta noche parecías feliz. Despreocupada.
—Lo estaba. —Sopeso cuánto contarle. No quiero que crea que soy una desagradecida—. Ha sido divertido. Me ha hecho olvidar.
Un atisbo de arrepentimiento cruza fugazmente su mirada, pero desaparece en un pestañeo. Me acerca más a él y dice:
—Yo sé cómo hacerte olvidar.
Su boca está sobre la mía antes de que pueda responder. Me mete los dedos en el pelo, acaricia mi lengua con la suya y, tal como me ha prometido, me transporta a un lugar en el que no existe el peligro.