27

Kate

Álex me acaba de hacer un enorme regalo, pero en lugar de hacerme feliz, eso solo me ha recordado lo que me ha quitado. No soy una desagradecida. Solo es que no puedo olvidarme de que en realidad no soy más que una prisionera, como Dania tan amablemente me recordó.

Decidida a no dejar que mi tristeza me arruine el poco tiempo que tengo con mi madre, me arreglo y bajo a las siete para llamar a su puerta. Ella abre con un bonito vestido rojo con chaqueta a juego. El rojo le sienta bien. El color pega con su complexión y hace destacar su cabello rubio y sus ojos azules.

—Buenos días, cariño —dice, estrechándome en sus brazos—. Feliz Navidad. ¿Dónde está Álex?.

—Feliz Navidad, mamá. —La beso en la mejilla—. Álex se está encargando de algo del trabajo. Desayunará en la habitación y se reunirá con nosotras más tarde.

Ella pasa los ojos sobre mis vaqueros, mi jersey y mis botas Uggs. Pone una mano en su cadera y dice:

—Tenemos que ir de compras.

Yo levanto un dedo.

—Oh, no. No pienso volver a caer en esa trampa.

La última vez que mi madre me llevó de compras nos pasamos horas probándonos ropa. Cuando por fin conseguí arrastrarla de vuelta a casa, tenía ampollas en los pies. Para más inri, me convenció para que me comprase un vestido negro corto que me costó un riñón y que nunca he tenido el valor de ponerme.

Ella suelta una exclamación y me agarra la mano derecha.

—¡Pero mira eso. Este anillo es precioso! —Me observa con una chispita traviesa en los ojos—. Déjame adivinar. ¿Álex?

Yo asiento.

—Mi regalo de Navidad.

—Este hombre es de lo que no hay. Me alegro por ti. Te lo mereces. —Se agarra de mi brazo—. Venga. Vamos a desayunar y luego te llevaré a ver todo esto.

Una parte del peso que me oprime se esfuma. Su entusiasmo es contagioso.

—Vamos —replico. Puede que sea por el clima de las montañas, pero me muero de hambre.

En el comedor, elegimos una mesa pequeña en la terraza cerrada. Con las vistas del lago y el sol que entra por la ventana, es un lugar maravilloso. Mientras bebemos una deliciosa bebida de algarroba y canela, mi madre me da más detalles sobre la evolución de su tratamiento. Me siento un poco culpable por disfrutar el desayuno de frutas del bosque congeladas y yogur vegano, sabiendo que el dinero de Álex es el que lo está pagando, pero aparto ese pensamiento a un lado. Me ha dicho repetidamente que quiere hacer esto. Al principio, creía que era porque me amaba, pero ahora ya he aprendido un poco más. Álex es una persona muy generosa, y le gusta hacer regalos. Exactamente lo que es esto: un enorme regalo. Aunque para un hombre tan rico como Álex, el precio de este tratamiento debe de ser calderilla. Fui una tonta al ver algo más en eso.

—¿Has oído lo que acabo de decirte? —pregunta mamá.

Me obligo a volver al presente echándome una bronca por dentro. Ahora no es el momento de dejar a mi mente divagar.

—Lo siento. Estaba soñando despierta.

—Mm. —Ella me dedica una mirada de aprobación—. Alguien está enamorada. Te estaba preguntando si querías ver el resto del este sitio después de desayunar.

—Claro. —Me termino la bebida y cojo el tenedor—. Me encantaría.

Cuando hemos terminado de comer, mi madre me hace una visita rápida, enseñándome las partes que no había visto la vez anterior, incluyendo el gimnasio, la piscina climatizada, las salas de yoga y meditación, la consulta del dietista, el salón de conferencias donde les dan sesiones educativas y el ala de fisioterapia.

Mamá me explica que el tratamiento de fisioterapia incluye masajes y ejercicios de movilidad. Al lado del ala donde hacen los tratamientos hay un pequeño salón de belleza donde los pacientes pueden cortarse el pelo o hacerse la manicura. Los pacientes se quedan un par de meses, lo que hace necesario que exista tal servicio.

Al final de la visita, mamá mira el reloj.

—¡Oh, Dios mío! Mira la hora que es. Será mejor que vayamos a buscar la comida que trajisteis.

Álex está trabajando en el portátil, sentado a la mesa, cuando llegamos a nuestra habitación. Después de que él y mi madre intercambien felicitaciones navideñas, nosotras sacamos los platos de la nevera mientras él guarda el portátil y lo mete en la caja fuerte. Bajamos justo antes de las doce.

El Dr. Hendricks nos está esperando en la zona de recepción desierta. Es alto y moreno, con unas pinceladas de gris en las sienes: un hombre atractivo con aspecto tanto inteligente como relajado, vestido con una camisa abotonada y un par de pantalones tipo chinos. Cuando nos acercamos, deja de apoyarse en el mostrador y se endereza. Al posar la vista en mi madre, sus ojos verdes se agrandan.

—Laura. —Se acerca para encontrarse con nosotros a medio camino, y le coge las bolsas de la compra a mi madre—. Estás espectacular.

—Gracias. —Un súbito rubor colorea sus mejillas—. Estos son mi hija, Kate, y su novio, Álex.

—Kate. —Extiende la mano y estrecha primero la mía y luego la de Álex. Su sonrisa es cálida y sus ojos amables—. Encantado de conoceros a los dos.

—Gracias por invitarnos a su casa, Dr. Hendricks. —digo yo.

—Por favor, llamadme William. Gracias por aceptar. —Intenta coger la bolsa de plástico que llevo yo—. ¿Me permites?

Lo cargamos todo en su coche mientras él nos pregunta qué tal fue nuestro vuelo. Álex da una respuesta vaga, sin mencionar que vinimos en avión privado. Después de ayudar a mi madre a subir al asiento del pasajero de su coche, William nos habla de los atractivos turísticos locales en las cercanas Smoky Mountains por si decidimos volver en verano.

Él levanta la vista cuando los guardias de Álex se suben a sus coches, pero se abstiene de preguntar nada cuando Álex y yo nos vamos hacia nuestro coche. Mamá ya debe de haberle instruido sobre lo que Álex denomina «su protocolo».

El coche de William nos guía, y nosotros le seguimos. Miro a mi alrededor cuando abandonamos los terrenos de la clínica. ¿Dónde están los hombres que vigilan a mi madre? Álex dijo que ella ni se daría cuenta de que estaban ahí. ¿Se ocultan en alguna cabaña escondida por allí cerca o la están siguiendo vía satélite? Tal vez las dos cosas.

Cogemos una ruta que serpentea montaña arriba. Desde ahí, el viaje solo nos lleva quince minutos. La casa de William es una construcción moderna situada en un saliente con vistas al lago y a las montañas. Mientras mi madre saca la comida de las bolsas, él nos la enseña a Álex y a mí. La casa es pequeña, pero las habitaciones son espaciosas y los muebles minimalistas crean un flujo sin interrupciones entre el salón, el comedor y la cocina. Los dos dormitorios del piso de arriba comparten un baño y un balcón. Mi parte favorita es la terraza exterior que cuelga por encima del saliente.

Nos paramos junto a la barandilla para admirar las vistas. Álex apoya un codo en ella y me rodea la cintura con el otro brazo. Como siempre, su cercanía embriaga mis sentidos, haciendo que cualquier otra cosa parezca insignificante. Ni siquiera las vistas, aunque sean magníficas, pueden competir con él.

—Esto es espectacular —exclamo.

—Me alegro de que te guste —replica William—. Me construí esta casa hace cinco años, cuando me mudé desde Oakland.

Álex lanza una mirada experta hacia el horizonte, con sus ojos azules alerta mientras evalúa los alrededores. Satisfecho al parecer por su evaluación visual, mira su teléfono antes de decir:

—Iré a ver si Laura necesita ayuda en la cocina.

—¿Kate? —dice William cuando Álex se ha marchado.

Yo dejo de contemplar el paisaje y le miro.

—Quiero que sepas que no tienes nada de qué preocuparte en lo que respecta a tu madre. Nos gustamos. —Una sonrisa se dibuja en sus labios—. Mucho. Me encantan su optimismo y su amor por la vida. Es una mujer asombrosa. También me doy cuenta de que es algo así como un espíritu libre, así que no tengo intención de empujarle a hacer nada que no quiera.

Parece tan sincero que no puedo evitar creerle.

—Es bueno saberlo.

—Cuando coja mis vacaciones este verano, me gustaría visitarla en Nueva York. Esperaba que nosotros —hace un gesto con la mano—, tú y yo, pudiésemos conocernos mejor. Sé que estás ocupada. Mi madre me ha hablado de tu trabajo.

Yo le devuelvo la sonrisa.

—Eso me gustaría.

—Genial. —Él suelta una ligera risa—. No quiero que tengas la impresión equivocada, como si estuviese apresurando las cosas cuando te he dicho que no lo haría, pero mis hijos estarán en Florida. ¿Qué tal si fuésemos todos allí y a pasar juntos un fin de semana? Me gustaría que tú y tu madre los conocierais. Y Álex también, claro.

Apartando los mechones de pelo que el aire ha soplado en mi cara, le digo:

—Lo tendré en cuenta cuando planifique mis turnos de verano. —Si estoy de vuelta en el trabajo para entonces, es decir—. Estoy segura de que podré rascar algún fin de semana largo.

—Fantástico. —Él tamborilea con los dedos en la barandilla—. ¿Vamos adentro, que estaremos más calentitos?

Cuando regresamos a la cocina, mi madre y Álex ya han terminado de vaciar las bolsas.

—¿Qué te ha parecido? —me pregunta ella por lo bajinis mientras William nos sirve zumo de uva orgánico con Álex haciéndole compañía.

—Parece muy majo —le digo con honestidad.

Ella está casi radiante de alegría.

—Sabía que te gustaría.

—Tomad —dice William, dándonos un vaso de zumo a cada una—. Hecho en casa con uvas de California.

Pasamos una agradable media hora sorbiendo nuestros vasos en la cocina mientras calentamos los platos de Tima y William añade los toques finales a los que ha preparado él. Escucho atentamente mientras me habla del programa y de su desarrollo. A nivel personal, todo lo que tenga que ver con el bienestar de mi madre me interesa, y a nivel profesional, encuentro fascinante la información médica.

Nuestro almuerzo se alarga hasta bien entrada la tarde. Cuando por fin le damos las gracias a William, nos despedimos y salimos de vuelta, ya ha oscurecido.

A pesar de la agradable tarde, no puedo librarme de mi tensión al llegar a la clínica. Conociéndome tanto como me conoce, mi madre se da cuenta.

—¿Va todo bien? —pregunta cuando entramos en el vestíbulo.

—Sí —digo, sonriendo para no preocuparla. Me odio a mi misma por mentirle a mi madre—. Todo va perfectamente.

Sorprendentemente, duermo bien y me levanto descansada a la mañana siguiente. Pensé que la ansiedad me tendría toda la noche dando vueltas.

Aparte de abrir los ojos, no me muevo. Álex está tumbado de espaldas, todavía dormido. Aprovecho la ocasión para mirarle atentamente. Su rostro no refleja la tensión que muestran sus rasgos durante el día. Por una vez, parece relajado. Una barba incipiente oscurece su barbilla. Sus pestañas son largas para ser de hombre, suavizando las líneas rectas y duras de su marcada estructura ósea. Parece vulnerable cuando duerme. La forma en que eso me atenaza el corazón me recuerda lo susceptible que soy a él.

Intentando no hacer ruido, salgo de la cama, pero en el momento en que me pongo en pie, Álex abre los ojos. Su sonrisa espontánea me desarma. Sus ojos azules están cargados de sueño pero aun así me atraviesan mientras él me evalúa. Una emoción como un aleteo se remueve en mi pecho.

—¿Has dormido bien? —pregunta con una voz sexy de llevarme a la cama.

—De hecho, sí. —Le miro con las pestañas entornadas mientras rebusco mi ropa en mi bolsa—. ¿Y tú?

Él se incorpora un poco y apoya la cabeza en el cabecero de la cama para mirarme.

—Igual que un bebé. —Sus labios se agitan con una incipiente sonrisa—. Como siempre que duermo a tu lado.

Mi mirada se ve atraída a la sexy curva de esos labios. Mi respuesta pretende ser inteligente y graciosa, pero mi voz suena vergonzosamente falta de aire.

—Haciendo hincapié en lo de dormir. Me sorprende que no te me echaras encima cuando nos metimos en la cama.

Su sonrisa se agranda, perezosamente.

—Suenas decepcionada.

Pongo los ojos en blanco y me dirijo al baño.

—Katyusha.

Me quedo clavada en el sitio.

Sus palabras contienen un tono de disculpa.

—Ojalá pudiésemos quedarnos más tiempo, pero tenemos que irnos hoy.

No me esperaba otra cosa, pero las noticias son igualmente decepcionantes.

—¿Cuándo?

—Después de desayunar.

Yo asiento.

—Estaré lista.

Cuando termino de vestirme en el baño, vuelvo al dormitorio. Álex está al teléfono, hablando con alguien en ruso. Sigue en pantalones de pijama, paseando arriba y abajo por el cuarto. No puedo evitar quedarme mirando fijamente la ancha y bien definida extensión de su torso y las líneas de su vientre plano.

Él tapa el micrófono del móvil con la mano.

—Vete, mi amor. Te sigo en un rato.

Igor me espera al otro lado de la puerta para escoltarme escaleras abajo. Me encuentro a mi madre en la terraza, desayunando.

—Aquí estás —dice cuando me ve—. ¿Dónde está ese encantador hombre tuyo?

—Al teléfono. Bajará enseguida.

—Suena como un adicto al trabajo. —Se mueve a un lado—. Espero que no te importe que haya empezado a desayunar sin ti, pero pensaba que tal vez os levantaseis tarde.

Cojo la silla a su lado y le digo:

—Álex no quiere llegar a casa muy tarde. Me temo que tendremos que marcharnos después del desayuno.

—Es muy puntilloso.

Si ella supiera.

Estoy a medio desayunar cuando llega Álex. En cuanto entra por la puerta, todo el mundo le mira. Él causa ese tipo de efecto en la gente. No solo es por su imponente altura o por sus rasgos fuertemente masculinos. Es la forma tan segura de sí mismo en que se mueve.

Nos sonríe y se acerca a nosotras. A pesar de su gesto amable, la tensión ha vuelto a hacerse cargo de su cara. La línea cuadrada de su mandíbula es más pronunciada por la forma en que siempre aprieta un poco los dientes, y tiene los ojos tensos y vigilantes. Parece estar siempre atento, eternamente en guardia.

—Buenos días, Laura. —Mira a mi madre—. Estás muy guapa. Me gusta mucho ese nuevo peinado.

Ella se da unas palmaditas en el pelo.

—Oh, gracias. Eres un hombre tan encantador... Siéntate.

Cuando él me pone una mano en el hombro, mi cuerpo lo nota. La percepción de él hace vibrar mis terminaciones nerviosas y me baja por el brazo mientras se me pone la piel de gallina por debajo del jersey.

—Si no os importa, desayunaré algo rápido en el otro salón —dice—. Tengo asuntos que atender. Además, ya te robé a Katerina ayer. Te mereces tenerla toda para ti sola esta mañana.

Le da un apretón a mi madre en el hombro antes de marcharse.

—Oh, Dios —suelta mi madre, entusiasmada—. Ese hombre es la perfección hecha carne. ¿Podría llegar a ser más maravilloso?

Genial. Ahora está enamorada de la idea de Álex y yo. Me muerdo el labio. ¿Y si las cosas no funcionan? Ella se quedará muy decepcionada, y yo no podré contarle nunca la verdad.

—¿A qué viene esa cara tan larga? —pregunta, cogiendo mi mano.

Yo me suelto.

—Voy a echarte de menos.

—Estaré en casa antes de que te des cuenta.

Suelto un suspiro tembloroso, sin decirle que es muy posible que para entonces, yo siga estando en Rusia.

—Solo disfruta del tiempo que te queda de estar aquí. Te lo mereces.

—Tengo que admitirlo, esto parece más unas vacaciones que un tratamiento. Me lo estoy pasando muy bien con los otros pacientes y luego, por supuesto, está William.

Yo asiento.

—Quiere que vayamos este verano a conocer a sus hijos en Florida.

Su cara se llena de preocupación.

—¿Te parece bien?

—Por supuesto. —Una vez más, si he vuelto a los Estados Unidos. Aparto el inquietante pensamiento a un lado—. Parece ir en serio, pero me ha dicho que no pretende empujarte a nada. —Mi experiencia con Álex me hace decir—: Prométeme que no tomarás ninguna decisión precipitada.

—Ya me conoces. —Ella me da un apretón en la mano, me suelta y se acerca el zumo—. Puede que sea impulsiva, pero me tomo mi tiempo antes de comprometerme con nada.

No quiero que crea que estoy en contra de que tenga una relación a largo plazo con William.

—Solo quiero que seas feliz.

—Lo soy —dice ella con una amplia sonrisa—. Eso es lo único que siempre he querido para ti también, Katie. Estoy verdaderamente contenta de que hayas encontrado tu media naranja por fin.

Evitando responder a eso, cojo el zumo que me ha servido y oculto mi cara tras el vaso.

A la hora de marcharnos, ella viene a despedirnos. Nos decimos adiós, con mi madre abrazándonos a Álex y a mí y haciéndonos prometer que no trabajaremos demasiado. Nos saluda con la mano hasta que doblamos la esquina.

Es entonces cuando una sensación de vacío me golpea.

Es entonces cuando pienso que tal vez tendría que haber salido corriendo cuando he tenido ocasión.