A la mañana siguiente, me levanto temprano. He dormido mal porque mi kiska estaba enfadada. Me dio las buenas noches y me dejó darle un beso, pero el mensaje me llegó alto y claro cuando me dio la espalda y se puso a dormir.
Después de soltar algo de energía en el gimnasio, me ducho e informo a Tima de que voy a quedarme en casa y de que estaré por aquí para el almuerzo. Le pido que prepare algo especial para Katyusha, uno de sus platos favoritos, y luego voy a mi estudio a trabajar un poco.
Apenas me he sentado en mi escritorio cuando Igor da unos golpecitos con los nudillos en la puerta abierta.
—Pasa —le digo, haciéndole un gesto de que entre.
—Ha habido un avance que tienes que conocer —dice, acercándose a mi mesa.
Centro en él toda mi atención.
Se detiene tras la silla de las visitas.
—Stefanov ha puesto precio a la cabeza de Besov. Acaba de correrse la voz. La noticia está difundiéndose por los círculos de la bratva.
—Interesante. —Me paso un pulgar por los labios—. ¿Qué motivos da?
—Stefanov dice que Pavlov le vendió a Besov. Según él, Pavlov es un traidor y Besov un chantajista.
—El drama se está poniendo más intrigante por momentos.
No hace falta demasiado para unir los puntos. Stefanov y Pavlov estaban compinchados. Uno de ellos, o ambos, ordenó mi asesinato y pagó a Besov por el trabajo. Stefanov ya ha matado a Pavlov. Ahora acaba de colgar una diana en la espalda del asesino. Si el precio es lo bastante alto, alguien encontrará a Besov al final, y le entregará su cabeza en bandeja. Stefanov está silenciando a todos los implicados en su plan para librarse de mí. El único cabo suelto soy yo, lo que solo puede significar una cosa. Se está preparando para venir a por mí.
—Diles a los hombres que estén extra vigilantes. Tengo la sensación de que no pasará demasiado tiempo hasta que Stefanov ataque.
Igor asiente y sale deprisa.
Yo desbloqueo mi portátil con la huella de mi pulgar y leo mis correos. Suena el teléfono y es Nelsky. Desde que he vuelto de los Estados Unidos, me informa a diario.
Respondo desde el portátil, que está conectado a mi móvil.
—Será mejor que tengas algo para mí.
—De hecho, lo tengo, señor.
Me quedo parado con los dedos por encima del teclado.
—¿Has descifrado el código?
—Hace diez segundos, señor.
Mi cuerpo se tensa de expectación.
—¿Le has echado un vistazo al contenido?
—No, señor. Le estoy enviando un archivo encriptado justo ahora.
Un mensaje de Nelsky aparece en mi buzón de correo.
—Lo tengo. Te vuelvo a llamar si tengo más instrucciones.
Cuelgo y descargo el mensaje en la aplicación de encriptado que descodifica el código. Es una grabación de seguridad de un hombre atado a una silla, con la cara hecha un amasijo sanguinolento. Apenas puedo reconocer sus facciones simétricas y su barbilla cuadrada, pero sí que reconozco la mesa redonda con el mantel a cuadros y el bol de madera lleno de fruta.
Nuestra cocina.
Mi padre.
Un inoportuno flashback me golpea en las tripas, un recuerdo de volver a casa del colegio y oler los blini que estaba friendo mi madre. Puedo ver su sonrisa al decirme que me lavase las manos.
—Primero una naranja —me dijo, revolviéndome el pelo mientras yo me metía un blin con miel entero en la boca después de lavarme las manos en el fregadero—. ¿Para qué son las naranjas, malysh?
—Para no coger un resfriado —respondí yo con la boca llena, sentándome a la mesa.
Las arrugas en torno a sus ojos azules se suavizaron.
—¿Y eso por qué es?
Yo puse los ojos en blanco. ¿Es que podría preguntarme algo más básico?
—Porque tienen vitamina C.
Ella me rodeó con el brazo, apretándome contra su cintura.
—Bien.
La tela áspera de su delantal arañó los primeros atisbos de barba de mi mejilla. Ella olía a aceite de freír y a jabón. Yo le devolví el abrazo, pero la vergüenza me hizo apartarme.
—Soy demasiado mayor para los abrazos —dije con voz gruñona.
Ella me dio unas palmaditas en la cara.
—Tienes razón. Eres ya casi un hombre, mi Sasha.
Mi pecho se hinchó de orgullo.
—Soy Álex. También soy demasiado mayor para lo de Sasha.
—Álex —dijo ella suavemente.
La memoria se desvanece y el dolor atenaza mi pecho. De haber sabido lo que iba a ocurrir al día siguiente, la habría abrazado más tiempo y le habría dicho que la quería.
Obligándome a dejar atrás el pasado, me obligo a volver a centrar mi atención en el portátil, mientras el miedo y la furia se mezclan para crear un violento cóctel en mi sangre.
En la pantalla, hay dos hombres delante de mi padre. Los dos tienen las cinturas gruesas y los brazos gordos y fofos. Mi padre, un oficial de policía que se encontraba a menudo con lo peor del ser humano, tenía cámaras de seguridad en el apartamento, por si las moscas. Los hombres no sabían lo de las cámaras ocultas porque ahora vuelven la espalda a mi padre mostrando sus caras.
Mi pulso se acelera.
Vladimir Stefanov y Oleg Pavlov.
Acercando su cabeza a la de Stefanov, Pavlov dice:
—No va a hablar.
Stefanov sonríe.
—Oh, lo hará. —Se vuelve otra vez hacia mi padre—. Dinos las pruebas que tienes contra nosotros y donde están y dejaremos vivir a tu mujer y a tu hijo.
Mi padre escupe sangre en el suelo.
—No tengo nada. Estáis perdiendo el tiempo.
Stefanov chasquea sus dedos en dirección a Pavlov. Pavlov va a alguna parte, desapareciendo del plano. Un instante después, está de vuelta, arrastrando una silla consigo.
Se me para el corazón.
Mi madre está sentada en la silla, con las manos atadas a la espalda. Él deja la silla junto a la de mi padre, para que sus hombros se toquen. Mi madre llora suavemente, pero no grita.
—Hablarás —dice Stefanov—. O la verás morir.
—Ella no tiene nada que ver con esto. Por favor, dejadla marchar —suplica mi padre, con un ruego desesperado en un ojo y el otro hinchado y cerrado.
Stefanov se inclina para ponerse a la altura de mirarle a los ojos a mi padre.
—Habla.
Pavlov agarra a mi madre por el pelo, y retuerce sus rizos oscuros entre los dedos. Ella solloza cuando él levanta el otro brazo, preparado para pegarle, pero no se achica.
—¡Para! —grita mi padre—. ¡Para, por favor! Os lo diré.
—¿Dónde? —exige Stefanov.
—En el baño. Hay una baldosa suelta en el baño. Está detrás de la tubería.
—Ve —le dice Stefanov a Pavlov al tiempo que este sale corriendo de la habitación. Luego se vuelve hacia mi padre y le pregunta—: ¿Creías que podrías chantajearme?
—No —dice mi padre con cara de asco—. Iba a entregarlo todo cuando supiera en quién podía confiar.
—No demasiado inteligente. —Stefanov menea la cabeza—. Tengo comprada a la policía.
—No a todos —dice mi padre con valentía.
Pavlov regresa con una bolsa de plástico colgando de sus dedos.
—Lo tengo. Tenía fotos nuestras reuniéndonos con su superior y documentos que prueban que le tenemos en nómina.
Stefanov asiente.
—Has hecho lo correcto, Viktor. Ahora tú y tu familia viviréis. Hasta voy a recompensarte generosamente por las molestias. ¿Hay alguna otra cosa que quieras darme? Por cada pedazo de información que me entregues, doblaré el precio.
Mi padre deja caer su cabeza.
—No.
—Creo que está diciendo la verdad —dice Pavlov.
La voz de Stefanov es clara, su orden fría.
—Abre la llave del gas.
Mi madre pestañea. Vuelve la cabeza al seguir a Pavlov hasta la cocinilla con la mirada.
—No —la palabra que susurra está cargada de temor.
Pavlov abre el gas.
Stefanov se saca un mechero del bolsillo y enciende la gruesa vela que hay sobre la mesa, la que mi madre usaba para ahorrar electricidad.
—¡No! —grita mi madre.
—¡Dijiste que nos dejarías marchar! —grita mi padre, y unas gotas de sangre de su boca le salpican el chaleco.
—El chico tiene casi quince años —dice Pavlov—. Será un problema para nosotros más adelante.
—¡No! —dice mi madre.
—No te preocupes por el crío. —Vladimir se encamina hacia la puerta—. Acabará en el sistema. Tendrá suerte si sobrevive.
—Adiós, amigos míos —dice Pavlov con tono burlón, siguiendo los pasos de Stefanov.
Mis padres se sientan uno al lado del otro, mirándose. Mi madre le muestra a mi padre una sonrisa trémula y entonces la pantalla se queda en negro.
Yo agarro el borde del escritorio con tanta fuerza que mis uñas dejan marcas en la madera.
Lo veo todo a través de una neblina roja.
Pavlov y Stefanov tenían comprado al superior de mi padre en la policía. Es una pena que ese hijo de puta ya lleve mucho tiempo muerto, porque yo lo torturaría personalmente hasta llevarlo a la tumba. Apostaría mi brazo izquierdo a que él fue quien sacó la cinta de la cámara de seguridad y se la entregó a Oleg Pavlov. Pavlov entonces se la dio a Besov vía Mukha, quien encriptó el archivo.
¿Por qué le daría Pavlov la grabación a Besov? Solo puede haber un motivo. Besov amenazó de muerte a Pavlov. Aparte de mí, ¿qué otra persona habría querido esa grabación? Stefanov. Son pruebas que le conectan con el asesinato de mis padres. Habría querido asegurarse de que jamás cayese en mis manos. Apostaría mi brazo derecho a que Stefanov le ordenó a Besov que amenazase a Pavlov para conseguir las pruebas. En el mismo instante en que Stefanov consiguió el archivo, se cargó a Pavlov. Ahora se está librando de Besov y luego se librará mí. Y todo listo y arreglado.
Todavía queda una pregunta. ¿Cómo ha averiguado Stefanov quién soy yo? Volkov es un apellido muy corriente en Rusia y Alexander es un nombre de pila muy popular. Después de que yo me fugase del sistema, no hay forma en que hubiese podido seguirme la pista. De haberlo hecho, me habría matado hace mucho. No, debe de haber averiguado hace poco que yo soy el hijo de la pareja que asesinó a sangre fría. No mucho antes de que Besov me disparase. Me imagino su sorpresa al descubrir que yo no había muerto dentro del sistema, después de todo. Debió de ser su peor pesadilla hecha realidad, al ver que me he convertido en uno de los hombres más poderosos de este país. Sabía que si yo me enteraba alguna vez de lo del asesinato, iría tras él con todos los recursos de que dispongo.
Mi voz no deja entrever mi fría furia cuando me levanto, cojo el móvil y llamo a Igor.
—Es la hora —digo cuando contesta—. Vamos a entrar.
—¿No quieres esperar a que Stefanov mueva primero? —pregunta.
—Ya no es necesario. —Salgo de la oficina a grandes zancadas—. Tengo la información que quería.
—Organizaré a los hombres —dice él con resignación.
Yo voy rápidamente detrás de la casa, tomando el camino más corto hasta los barracones para armarme, y casi tiro a Katerina al suelo al chocarme contra ella cuando sale de la cocina con una taza en la mano. La agarro por los codos para que recupere el equilibrio, asegurándome de que no la he quemado sin querer con el líquido caliente.
—¡Álex! —exclama ella, mirándome a la cara—. ¿Qué sucede?
—Nada —digo yo, apartándola a un lado—. Quédate en la casa. Hoy nada de paseos por el jardín. Estaré de vuelta en unas horas.
—¿Álex? —repite ella, dejando el tazón en una mesa del pasillo para correr tras de mí.
Yo no reduzco el paso.
—Katerina, ahora no, por favor.
Tima levanta la vista de la cocinilla, con una cara seria por una vez.
Agarro a Katerina por un brazo y la vuelvo a meter en la cocina.
—Tengo cosas que organizar y no necesito tenerte a ti por medio. —Le levanto la barbilla y le planto un casto beso en los labios—. Ahora sé una buena chica, hazlo por mí.
Ella parpadea, mirándome con los labios ligeramente abiertos y el ceño fruncido mientras yo me doy la vuelta, pero ahora mismo no puedo preocuparme de ella.
El tiempo de estancia de Stefanov en la Tierra ha llegado a su fin. Antes de que termine con él, estará llorando y llamando a su madre.