36

Álex

Vladimir Stefanov en persona entra por la puerta.

El odio escala por mi garganta. Quiero lanzarme sobre él y hacerle pedazos, pero tres guardias armados con rifles automáticos vienen justo detrás de él. Si estuviese yo solo en este agujero, no dudaría en arrancarle el corazón. Pero tengo que tener en cuenta a Katerina. Tengo que protegerla, lo que solo podré hacer si ella no me distrae poniéndose a sí misma en peligro.

Señalo con la cabeza hacia la esquina y le doy una orden silenciosa. Para mi alivio, ella retrocede lentamente hasta que su cuerpo se desdibuja en las sombras. Respiro hondo y despejo la mente, dejando que el instinto coja las riendas. Necesito centrarme en la supervivencia y no en la mujer a quien amo, porque el amor es un potente recordatorio de todo lo que puedo perder.

Enderezo los hombros cuando Stefanov se acerca, deslizando discretamente las manos por detrás de los muslos para ocultar las esquirlas de porcelana.

Su cara abotargada muestra una expresión de superioridad cuando él se detiene frente a mí.

—Me preguntaba si nos conoceríamos en persona. Si yo hubiese sido tú, habría esperado que ese día nunca llegara.

Tengo muchas ganas de partirle ese cuello gordo, pero eso sería demasiado fácil.

—Ya me tienes. Deja que Katerina se vaya.

Sus papadas tiemblan cuando se ríe.

—¿No creerías que iba a dejar marcharse a un testigo, verdad?

Rechino los dientes y contengo la violencia que amenaza con estallar.

—Un hombre que no mantiene su palabra es un hombre sin honor. —Incluso dentro de nuestros poco éticos círculos.

Él frunce el labio y dice con tono burlón:

—Me han acusado de cosas peores.

Mi sonrisa es fría.

—Nadie quiere seguir a un hombre sin honor.

—¿A quién preferirían seguir? ¿A ti? —Vuelve a reírse, mirando a sus hombres. Siguiéndole, todos estallan en risitas—. En ese caso, estarían siguiendo a un fantasma.

—Cumple con nuestro trato y déjala marchar. Todavía hay tiempo. Dentro de un minuto, dejarás de tener elección.

Él suelta un sonido burlón.

—¿Crees que estás en posición de negociar?

Reduzco la distancia dando un paso hacia él.

—Con ese archivo que ha caído en mis manos, tengo todo el poder.

Su expresión de regocijo se esfuma.

—¿Qué archivo?

—Vamos, Stefanov. Eres un pésimo actor.

Sus ojos se salen de sus órbitas. Imagino los engranajes que giran en su cabeza mientras intenta figurarse quién le habrá traicionado. Se libró de Oleg Pavlov, el único hombre aparte de Besov que sabía lo de su crimen. Debe de haber llegado a la conclusión de que Besov es el culpable de todo esto.

—Te estarás preguntando quién me lo ha dado —me mofo.

—¿Darte qué? —pregunta, manteniendo la farsa.

Mi voz es fría y el odio que siento por este hombre colorea cada una de las palabras que pronuncio:

—El vídeo de cómo asesinaste a mis padres.

Una exclamación brota desde la esquina, pero la ignoro. Necesito centrarme en Stefanov. En el mejor de los casos, es una serpiente, una que atacará alegremente cuando yo tenga la guardia baja.

El miedo se asoma a sus ojos, pero él parpadea y lo aparta rápidamente.

Me echo a reír.

—¿Pensabas que no lo averiguaría?

Él suelta un bufido.

—Eso da igual. Eres hombre muerto de todos modos.

Stefanov no es naif. Sabe que nunca me fiaría de que cumpliera su parte del trato. Está preparado para una guerra, pero eso no importa. Mi ejército es mucho más numeroso que los treinta hombres que guardan su casa. Stefanov ni sabrá qué le ha golpeado. Voy a quemar su casa hasta los cimientos antes de que acabe el día. Él puede quedarse ahí con ese aire ufano, pensando que los cincuenta hombres de su propiedad lo protegerán, pero pronto, estará rogando por su vida. Solo que antes de que eso suceda, necesito saber quién me ha traicionado a mí.

Le observo cuidadosamente mientras pregunto:

—¿Cómo has descubierto quién soy yo?

Su sonrisa me dice que ya está saboreando su victoria prematuramente.

—La guardiana del cementerio me contó que un hombre venía a visitar las tumbas. Le hizo una foto y me la envió.

—¿Esa vieja? ¿Le pagabas para informarte de si alguien visitaba las tumbas? —No me extraña que me pareciese como si mis padres estuvieran intentando advertirme de algo cuando los visité aquella vez, justo antes de salir hacia Nueva York. Suelto una risita lúgubre—. Tengo que concedértelo, Stefanov. No dejas nada al azar.

Él parece encantado consigo mismo.

—En caso de que al crecer estuvieses planeando vengarte. Tengo que decir, que no me esperaba que sobrevivieras a las calles.

—He sobrevivido bastante bien —digo yo con sonrisa burlona.

Ella me lanza una mirada ladina.

—¿Quién te lo contó? ¿Quién te dio la grabación? Dímelo ahora y acabaré contigo rápidamente.

Y una mierda, me parece que no.

Bang, bang, bang.

El ruido de disparos viene del piso de arriba.

Es la distracción que yo he estado esperando.

Stefanov da un respingo.

—¿Pero qué...?

Antes de que haya acabado la frase, yo ya tengo un brazo alrededor de su cuello, lo estoy sosteniendo como a un escudo delante de mí y tengo la afilada punta de la porcelana apretada contra su cuello.

—¡Tirad las armas! —ordeno a los guardias—. Solo tendré que apretar un poquito para que este sangre como un cerdo.

—¡Disparadle! —grita Stefanov.

Los guardias nos apuntan, titubeantes. Si me disparan a la mano, le meterán una bala en el cuello. No pueden dispararme a la cabeza sin atravesarle el cráneo. Han sido entrenados para proteger a Stefanov, y ese entrenamiento no les permitirá tomar un riesgo no calculado.

—Disparadle a la mujer —dice Stefanov, terminando en un balbuceo cuando yo le aprieto con más fuerza.

—Si le disparas —le digo—, tu mujer estará muerta.

Como si me hubiese oído, una aguda voz de mujer se escucha desde lo alto de las escaleras.

—¡No dispares, Vlad! Soy Galina. Por favor. Me han cogido.

Stefanov suelta una maldición mientras se escuchan unos pasos en las escaleras. Un grupo de hombres entra por la puerta. Están armados hasta los dientes, con granadas, cuchillos de combate y fusiles AK-47. Dimitri les sigue arrastrando a Galina, apuntándole con una pistola en la nuca. Igor viene justo detrás y se seca la frente con la manga cuando me ve.

Yob tvoyu mat’ —farfulla Stefanov.

Yo me dirijo a Igor.

—Llévate a Katerina. Sácala de aquí.

—No voy a dejarte —dice ella cuando Igor se acerca apresuradamente a buscarla.

Es demasiado valiente para su propio bien.

—Ya has oído a Álex —dice Igor—. Vámonos, Kate.

—Solucionemos esto con una pelea —dice Stefanov, desafiante—. De hombre a hombre.

—¡No lo hagas! —chilla Katerina mientras Igor le agarra por el brazo y empieza a arrastrarla hacia la puerta—. Va a luchar sucio. Ven conmigo, Álex. No dejes que la venganza enturbie tus decisiones.

Su voz me atraviesa y ese dulce sonido me centra en lugar de distraerme. Nunca había sido tan consciente del momento presente. Mi mente jamás había estado tan clara.

—Te quiero —le digo.

Ella se paraliza al oírlo. Un instante, lo mismo que Igor. No es ni el momento ni el lugar, pero le debía esas palabras. Necesitaba decírselas antes de que las cosas se pusieran todavía más feas.

Ella deja de resistirse y asiente. Con ese sencillo gesto, me ofrece su aceptación. Su confianza me llena el pecho de orgullo y calidez. Vine aquí esperándome muchas reacciones. La primera de las de mi lista fue la de culparme. Es por mi culpa que ella está en este lío. Pero cuando ella sigue a Igor y pasan por mi lado, sus dulces ojos color avellana son como espejos, reflejando lo que yo siento en mi corazón. Sus pestañas suben y bajan. Con un solo parpadeo, me ha contado todo lo que yo quería saber. Me dice que es mía, y que me querrá pase lo que pase.

El odio se disipa, transformándose en una calma helada. Estoy tranquilo y sereno. El poder que le había dado a Stefanov al odiarle se desvanece. Y así, de pronto, él ya no importa. Sus actos no me afectan. Es solo un saco de mierda del que hay que encargarse. Un cabo suelto que hay que atar.

A pesar de haber conseguido todo el poder y la riqueza que tengo, nunca me había sentido feliz ni libre del todo. Mi pasado siempre ha pendido como una espada invisible sobre mi cabeza. Me he culpado a mí mismo por las muertes de mis padres. Me he quedado despierto toda la noche pensando que tendría que haber olido el escape de gas, que tendría que haberle dicho a mi padre que no fumara en el apartamento. Me he fustigado por haber estado leyendo comics y no haberle prestado atención a la cocinilla defectuosa que tenía debajo de mis narices. Ahora, por primera vez desde la muerte de mis padres, siento en la boca el sabor de la libertad, al tiempo que los grilletes de mi pasado se abren y me liberan.

Dimitri empuja a Galina hasta el centro de la estancia.

—La casa está rodeada. Los hombres de Stefanov se han rendido. —Le da un empujón a Galina—. Cuéntaselo.

—Es verdad —dice ella, sollozante—. Nos han quitado todas las armas y han encerrado a todo el mundo en el salón.

—¿Alguna baja? —pregunto.

—Dos de los hombres de Stefanov —dice Dimitri—. Los pillamos por sorpresa.

Aprieto el cuello de Stefanov y les digo a sus hombres:

—No hace falta que muera nadie más. Bajad vuestras armas.

Stefanov dice con voz ahogada:

—Os matarán.

—Estáis en inferioridad numérica —prosigo yo, ignorándole—. No seáis estúpidos. Bajad vuestras armas. A diferencia de vuestro ex-jefe, nosotros no disparamos a hombres desarmados. Ofreceré trabajo a todos los que me juren lealtad.

Stefanov escupe saliva cuando exclama:

—¡Miente!

Aprieto la punta de la esquirla lo suficiente para atravesarle la piel.

—La familia de Pavlov quiere venganza. Por no hablar de Iván Besov, al que le has colgado una diana en la espalda.

Él se queda callado.

Mi risita es condescendiente.

—A estas horas, la familia de Pavlov ya habrá sacado la cabeza de Oleg de tu congelador. Lo sabes tan bien como yo.

Suelta un suspiro jadeante.

—Mátame y tú tampoco serás más que un asesino a sangre fría.

Me río con frialdad.

—¿Y quién de nosotros no lo es? Todos tenemos las manos manchadas de sangre. Aun así, nadie quiere seguir a un traidor. —Me vuelvo hacia mis hombres—. Llevad a sus guardias arriba y encerradlos con los otros.

Los guardias de Stefanov no se resisten. Salen de la habitación como un rebaño de ovejas siguiendo a su nuevo pastor.

Cuando solo quedamos Dimitri, Stefanov y su mujer, me dirijo a ella.

—¿Quieres morir con él?

Ella niega con la cabeza, haciendo que su pelo rubio vuele a los lados.

—No. Por favor, no.

—Pedazo de mierda —dice Stefanov entre dientes—. Vaya una esposa estás hecha.

Ella escupe a sus pies.

—Que el infierno te maldiga, Vladimir Stefanov. Ojala ardas allí.

Yo señalo con la cabeza hacia las escaleras.

—Llévatela.

Cuando Dimitri se da la vuelta para acompañarla, Stefanov se mueve con sorprendente agilidad para alguien de su tamaño. Echa un brazo atrás y me clava el codo en el estómago. El golpe hace que yo me quede sin aire. En cuanto la fuerza con la que le agarro se reduce, él se retuerce para darse la vuelta y pegarme un puñetazo en la mandíbula. La fuerza del golpe hace que me tambalee. Apenas tengo tiempo con la pérdida de estabilidad de esquivar el siguiente golpe que dirige a mi cara.

Me quita la esquirla de la mano y me la clava en el costado, donde mi abrigo y mi chaqueta están abiertos. El dolor me arde y me hiela a la vez. Es una sensación con la que soy íntimamente familiar. Cuando vivía en las calles, me atacaron con objetos punzantes variados. Sé cómo bloquear ese dolor y emplear la adrenalina para centrarme en los movimientos de mi oponente.

Dimitri no dispara. Nuestras peleas siempre son justas. Stefanov se coloca de piernas abiertas, jadeando. Tiene muchísimo sobrepeso y está bajo de forma. Hace años que no ha peleado en persona. En el mismo instante en que recupera el aliento, yo le ataco. Con la otra esquirla, le hago un tajo en la cara desde la ceja hasta el labio.

Se le llena el ojo de sangre. Parece peor de lo que es, una herida en la cabeza siempre sangra, pero él chilla como un cerdo al que están sacrificando.

Galina grita.

Stefanov viene a por mí, con la sangre que cae por su cara cegándole. Está dando puñaladas al aire. Le agarro por la muñeca y le aprieto lo bastante fuerte para romperle los huesos. Él suelta un grito y abre la mano, soltando el arma.

—Eso está mejor —canturreo, doblándole el brazo por detrás de la espalda.

Dimitri me lanza una pistola.

Apoyo el cañón entre los omóplatos de Stefanov.

—Camina.

Subimos las escaleras, siguiendo a Dimitri y Galina. Aparto el abrigo y echo un vistazo a mi costado. Por el roto de mi camisa brota la sangre. El corte necesitará puntos, pero eso tendrá que esperar.

—Saca a todo el mundo de la casa —ordeno a Dimitri—. Leonid sabrá donde llevarlos.

Mientras Dimitri y Galina van al salón, empujo a Stefanov por delante de mí hasta la cocina.

—No te muevas. Si te disparo en la espalda, acabarás tu vida en una silla de ruedas. Supongo que esa no es la clase de vida que desea un jefe de la bratva.

Él no dice nada y me obedece en silencio.

Sigo apuntando a su espalda con la pistola mientras rebusco en los cajones. No me cuesta mucho encontrar lo que busco. Es una cuerda de saltar a la comba, metida en un cajón con ceras y rotuladores de colores. Sus hijas ya van a la universidad. La cuerda de saltar debe de ser algún recuerdo. Bien. Eso parece apropiado.

Le ato a una silla en un santiamén. Él me mira con odio hasta que me acerco a los fogones y abro el gas. Entonces empieza a suplicar.

—No, por favor —dice él, parpadeando para librarse de la sangre que tiñe de rojo el blanco de sus ojos.

Me detengo delante de él.

—Mi padre dijo esas mismas palabras. Salvo que él no suplicaba por su propia vida, sino por la de mi madre —Inclino la cabeza a un lado, estudiando sus rasgos para poder recordar para siempre la expresión de derrota de su cara—. Entonces tú no les mostraste clemencia, ¿y ahora me la estás pidiendo?

—Tengo dinero —dice con la cara llena de babas y de lágrimas—. A montones.

Yo me inclino, para ponernos a la misma altura y mirarle a los ojos.

—¿Crees que yo necesito dinero?

—Tengo poder. Puedo hacer que suceda lo que desees. ¿Qué es lo que quieres? —sus ademanes se tornan enfebrecidos—. ¿Una casa estupenda llena de mujeres? ¿Quieres que los hombres se arrodillen ante ti cuando entres en una sala? Dímelo —me insta, acercándose hacia mí—. Solo dilo y será tuyo.

—Guárdate el aliento para el demonio —digo con asco.

—¡No! —grita él cuando yo cojo una vela ornamentada de una estantería y la dejo en la mesa delante de él.

El olor a gas llena el aire.

—Por favor, Volkov —dice él, pronunciando las palabras con dificultad.

Yo cojo la caja de cerillas que hay junto a la cocinilla. Enciendo una y acerco la llama a la vela. La mecha prende. Una llama anaranjada cobra vida.

—Soy padre —grita él—. Tengo dos hijas.

Yo ya no le escucho más. Salgo de la habitación y tiro la cerilla quemada por encima mi hombro.

Dimitri me espera en la puerta delantera.

—¿Has evacuado la casa? —pregunto.

Él asiente.

—Leonid y el resto de los nuestros se han llevado a los hombres, señor. Galina ha llamado a su hermana para que venga a buscarla.

No le he dado tiempo para coger nada valioso de la casa. Stefanov me dejó sin nada. Su familia va a quedarse sin nada también.

—¿Dónde está Katerina? —pregunto mientras recorro el camino de entrada.

—Está esperando en el coche —dice él, acelerando el paso para seguirme—. Igor está con ella. Yuri está esperando sus instrucciones al lado de su coche.

Mi pecho se expande cuando cojo aire.

—¿Señor? ¿Álex?

La forma en que dice mi nombre hace que me vuelva a mirarle.

—¿Qué?

Se acerca a mi lado.

—Estás sangrando.

—Puede esperar.

Él sabe cuándo no debe discutir conmigo.

Nos detenemos fuera de la verja. Igor está apoyado contra el capó del coche, fumando un cigarrillo. Puedo contar con los dedos de una mano las veces que le he visto fumar. Respiro todavía mejor cuando veo a Katerina en el asiento del pasajero del coche. Ella se agarra del salpicadero con las dos manos y los ojos inundados de lágrimas. Necesito sacarla de aquí. Por su profesión, ya se había encontrado con la violencia, pero nunca la había experimentado de primera mano. Solo necesito un poco más de tiempo.

Me doy la vuelta. Dimitri está a mi lado, y los dos nos quedamos muy derechos y con caras solemnes mientras miramos la casa. Está todo tranquilo, como cuando yo he llegado. Una sensación inquietante se desliza por los brillantes rayos de sol que han atravesado un espacio entre las nubes. Conforman un abanico luminoso, y entonces el hueco se cierra y todo se vuelve gris. Los pájaros guardan silencio, como si lo presintieran.

¡Bum!

Una explosión hace temblar la casa, lanzando las tejas por los aires. Unas nubes anaranjadas estallan por las ventanas creando olas de calor sobre el paisaje blanco. Las llamas se elevan hacia el cielo, con las puntas de sus lenguas terminando en bucles de humo negro.

—Vámonos —le digo a Dimitri—. Aquí ya no queda nada. —Ni en el plano físico ni en el emocional.

—¿Quieres que conduzca?

—No, ve con Yuri e Igor. —Yo os sigo. —Necesito estar con Katerina a solas.

—¿Directo a casa o pasando por el hospital? —me pregunta echando un vistazo a mi costado de nuevo.

—A casa. —Katerina puede coserme allí—. Nos vemos en la mansión.

—Empezaremos a interrogar a los hombres de Stefanov —dice él, ya de camino hacia el coche donde espera Yuri—. Decidiremos quién se pasa a nuestro bando y de quién nos debemos librar.

Igor se endereza, apaga el cigarrillo y se mete la colilla en el bolsillo. Me dirige un respetuoso gesto de asentimiento con la cabeza antes de meterse al coche con Dimitri y Yuri.

Me quedo de pie en la calle mientras arrancan, observando su coche hasta que vuelven la esquina. Da la sensación de que es el final, como cerrar un capítulo que no ha terminado bien. Después del punto final está la esperanza. Una página nueva. Tiempo de dejar atrás el pasado y seguir adelante.

Galina se ha quedado sola pero tiene lo que mi madre no pudo tener: su vida y a sus hijas. Cómo reconstruya su nuevo futuro depende de ella. De alguna manera retorcida, eso tiene un tinte de felicidad.

Le debo una llamada a Mikhail para contarle lo que ha ocurrido. Pero no ahora. Le llamaré cuando lleguemos a casa.

Impaciente por estar con Katerina, me acerco a ella con pasos apresurados. Apenas he agarrado la manija de la puerta cuando escucho sirenas en la distancia.

Al subirme a su lado, su cabeza hace un casi imperceptible movimiento de negación, con las lágrimas rodando por sus mejillas.

Cierro la puerta y dejo la pistola en el salpicadero.

—Eh, —Cojo su cara entre mis manos y la atraigo hacia mí—. Todo ha terminado. Estás bien. Vamos a estar bien.

Una sombra que se mueve en la parte trasera atrae mi mirada. De repente, entiendo la reacción de Katerina, esa ligera negación con la cabeza.

Hay alguien escondido ahí atrás.

Un hombre se incorpora.

—Unas últimas palabras para la posteridad.

El instinto de lucha toma el control, pero antes de que pueda clavarle los dedos en los ojos, él apoya una pistola en la sien de Katerina.

La furia me hace temblar por dentro. La visión de esa arma contra su cabeza me hace desear romper todos los dedos de la mano que sujeta la pistola antes de sacarle los sesos a ese tío de un disparo.

Abrumado por una rabia impotente, le miro a los ojos por el espejo retrovisor. Tiene la cara cuadrada y el pelo rubio. Le reconozco antes de que él diga:

—Mi nombre es Iván Besov. Es un placer conocerte por fin, Alexander Volkov.