Siento el frío del cañón del arma contra mi sien. Me quedo mirado a la otra, la que ha dejado Álex sobre el salpicadero. ¿Cómo de rápido podría cogerla?
—Tdt, tdt —dice Besov, estirándose entre los asientos para cogerla.
—Eres hombre muerto —murmura Álex, apretando los dientes.
Besov se echa a reír.
—Por si no lo habías notado, soy yo el que tiene las pistolas.
Álex se da la vuelta en su asiento.
—¿Qué es lo que quieres?
Besov se encoge de hombros.
—Nada.
—¿Entonces por qué estás aquí? —pregunta Álex con la mirada fría como un glaciar.
—Nunca dejo un trabajo sin terminar. —Antón me sonríe por el espejo retrovisor—. Y nunca fallo. No es bueno para mi reputación profesional. Además, tú has sido una presa tan difícil... Será un honor matarte por fin.
Yo pestañeo para contener mis lágrimas y le miro. Debe de haberse colado en el coche mientras toda la acción tenía lugar en la casa. Igor y yo, y todo el mundo, habíamos estado demasiado distraídos para pensar en registrar los coches. No ha sido hasta que estaba dentro del vehículo cuando me he dado cuenta de que no estaba sola.
—La policía llegará pronto —dice Álex.
Las luces de las sirenas ya son visibles en la distancia.
—Arranca —dice Besov, clavándome más el cañón de la pistola contra la sien.
Álex me dirige una sonrisa tranquilizadora. Su voz es suave.
—Katerina, ponte el cinturón.
Me resulta fácil seguir esa orden. Siempre ha sido fácil seguirle. Es la clase de líder en la que confía la gente.
Él se abrocha su propio cinturón antes de encender el motor.
—¿Dónde quieres que vaya?
—De vuelta a la calle principal —dice Besov, bajando la pistola hasta mi costado—. Gira a la izquierda en la intersección.
Los nudillos de Álex se ponen blancos al apretar el volante. Su cuerpo es como un muelle apretado y tenso, pero conduce con suavidad, dándole la vuelta al coche y dirigiéndose hacia la calle principal. Giramos a la izquierda justo al mismo tiempo que los coches de policía doblan la esquina y aceleran por la carretera.
Vuelvo el cuello para mirarles mientras conducimos en dirección contraria, con el corazón golpeteando con fuerza. Tal vez pueda hacerle una señal a alguno de los hombres.
Besov me da un empujón en las costillas con el arma.
—Los ojos mirando al frente.
Como no tengo elección, miro hacia adelante. De cualquier forma, ¿qué habría dicho si la policía nos hubiese parado? Álex acaba de volar la casa de Stefanov. Con Stefanov dentro.
Lo sombrío de nuestra situación me golpea de repente. Estamos jodidos. Irónicamente, en la celda yo mantenía viva mi esperanza. ¿Pero aquí fuera? Nuestras opciones no tienen buena pinta. No tenemos armas y Besov, un sicario bien entrenado, tiene dos. Además, Álex está sangrando. Miro su costado donde se le ha abierto el abrigo. Por debajo de la chaqueta, tiene la camisa rota y empapada en sangre. Parece una puñalada. Necesita puntos. Si la hemorragia no se detiene, pronto estará demasiado débil para conducir, por no hablar de para defenderse.
—Ahora gira a la derecha —dice Besov.
El elegante vecindario de casas enormes deja paso a edificios de apartamentos. Cruzamos un puente y conducimos siguiendo la orilla del río. Empieza a nevar, y los copos caen perezosos sobre el parabrisas. Álex enciende los limpiaparabrisas.
Conducimos varios minutos más, siguiendo las indicaciones de Besov, hasta que los edificios empiezan a desaparecer y finalmente dejamos atrás San Petersburgo. Estamos en una carretera que nos conduce hacia el campo. Debe de estar llevándonos a algún sitio aislado para matarnos.
El silencio en el coche es ensordecedor. La carretera va en línea recta hasta donde alcanza la vista. Besov ya no está dándonos indicaciones. Sin testigos a la vista, levanta las dos pistolas y apoya una contra mi cabeza y la otra contra la de Álex.
Álex tensa la mandíbula pero mantiene la vista puesta en la estrecha carretera, llevándonos a través de la nevada que se convierte en tormenta de nieve cuando el viento arrecia. Los limpiaparabrisas hacen unos ruiditos apagados al mover la nieve a derecha e izquierda mientras Álex acelera al máximo. Nuestra visibilidad disminuye. La nieve cae con más intensidad y los faros del coche iluminan los copos.
Hay algunos árboles junto a las cunetas. Poco a poco, se van volviendo más numerosos. Estamos entrando en un bosque. Me agarro a los bordes de mi asiento y miro a Álex. Está pálido, una señal reveladora de la pérdida de sangre. Él vuelve la cabeza no más de un centímetro y mueve rápidamente los ojos de la carretera hasta mi cara.
—Te quiero —dibujan sus labios sin emitir ningún sonido.
Las palabras son mudas, pero su significado es poderoso. Cargado de intensidad.
Reúno todo el valor que puedo encontrar y le sonrío. Nuestras miradas se unen. Él ya no se centra en la carretera. Eso solo dura un instante, pero sé de manera instintiva que este es el momento en que se supone que nuestras vidas tienen que pasar por delante de nuestros ojos.
Con un movimiento brusco, gira el volante hacia la izquierda. Nuestros cuerpos son lanzados hacia un lado cuando el coche derrapa por la carretera. El cinturón se me clava en el pecho. Yo grito. No puedo evitarlo. Al mismo tiempo, la inercia lanza a Besov por los aires. Aleteando con los brazos, se golpea contra la puerta, pero no antes de soltar un disparo.
El dolor me atraviesa el hombro.
El coche atraviesa el quitamiedos y se precipita por un terraplén. Me veo impulsada hacia adelante cuando los neumáticos pierden su agarre. Vamos lanzados como un torpedo, y golpeamos contra una zanja a toda velocidad. La espesa nieve nos frena. Noto una violenta sacudida en el cuello cuando nos detenemos de forma abrupta. El morro del coche se clava hacia adelante, y el peso de la parte trasera lo vuelve a levantar. El mundo da vueltas al otro lado de la ventanilla cuando damos una vuelta de campana. El golpe me da un latigazo en la columna vertebral. El coche se estruja, el metal cruje y las ventanillas estallan.
Luego se hace el silencio.
Me quedo inmóvil unos instantes. Desorientada.
Nieva demasiado para ver ninguna otra cosa aparte de que estoy boca abajo, apretujada en un estrecho espacio.
—¡Katerina!
La voz de Álex atraviesa la extraña insensibilidad que me domina.
Una mano cálida me toca el brazo.
—Katyusha, háblame.
Obligo a funcionar a mis cuerdas vocales.
—Estoy... —trago saliva—. Estoy bien.
Él dice algo en ruso, una maldición o tal vez una exclamación de alivio.
—Te estoy desabrochando el cinturón. Agárrate a algo.
El cierre hace un clic. El aire abandona mis pulmones con un «uf» cuando mi espalda choca contra el techo.
—Voy a por ti —dice él, desabrochando su cinturón antes de salir por la ventanilla.
Aturdida, me quedo entre los restos. Hemos tenido un accidente. Compruebo el espacio que tengo delante. Besov está tumbado de costado con el cuello doblado contra la ventanilla. Ya no lleva las pistolas. No las veo por ninguna parte.
Mi hombro me arde de dolor. Siento el brazo izquierdo insensible. Con el brazo derecho, palpo el sitio que me duele.
Está mojado.
Me acerco la mano a la cara.
Sangre.
Me han disparado.
—Katerina —dice Álex a mi lado.
Vuelvo la cabeza. Está arrodillado en la nieve, con el rostro contraído por una expresión de preocupación.
—Pasa el cuerpo por la ventanilla —me urge—. Yo tiraré de ti para sacarte.
Intento hacer lo que me pide, pero mi brazo izquierdo se niega a cooperar.
—Solo un poquito más, mi amor. —Su tono es calmado, pero no puede ocultar la ansiedad que traspasa la tranquilidad forzada de su gesto—. Te tengo.
Me pasa una mano por debajo del brazo izquierdo y me saca por la ventanilla rota. El cristal se ha roto en diminutos fragmentos, pero la chaqueta acolchada me protege de cortarme con los bordes afilados.
—Vas a estar bien —dice Álex, acunando mi cara en su regazo.
—Álex. —Mi voz suena ronca—. Me han disparado.
Sus labios se transforman en una línea recta. El caos se arremolina en sus ojos de azul helado, diciéndome la verdad aunque él me esté sonriendo—. Lo superarás.
Yo gimo cuando me levanta en sus brazos y se pone en pie.
—Tu teléfono —digo, intentando respirar a través de las agudas oleadas de dolor—. Pide ayuda.
—Primero tengo que llevarte a un sitio seguro.
Debemos de tener algún ángel guardián, porque el viento pierde intensidad hasta convertirse en una brisa y la nieve deja de caer lo suficiente para que la visibilidad regrese.
Él me protege contra su cuerpo y da un paso. La nieve es tan espesa que se hunde hasta las rodillas. Al otro lado de la zanja, un campo se extiende por delante del bosque. Tiene que cruzar esa distancia antes de que podamos escondernos entre la densa vegetación. No lo conseguiremos así, no con él herido y llevándome en brazos mientras intenta caminar por la nieve.
—Déjame en el suelo —digo con voz entrecortada—. Haz esa llamada.
Él se detiene, titubeante.
—Has perdido demasiada sangre. No puedes llevarme a cuestas todo el camino hasta allí. La nieve es demasiado espesa.
La indecisión pasa fugazmente por sus ojos. Sabe que tengo razón, porque un segundo después me deja en el suelo con cuidado. Debajo de mí, la nieve está fría. Mi chaqueta pronto se empapará. Si no me desangro, empezaré a sufrir hipotermia. Si la bala me ha desgarrado alguna arteria, necesito cirugía, y deprisa. Mi lado profesional calcula los riesgos en piloto automático mientras él se quita el abrigo y lo echa al suelo haciendo las veces de manta.
—No —le digo a través de mis labios pálidos—. Quédatelo puesto. Vas a morir congelado.
Él me sonríe.
—Estoy acostumbrado a este frío. Crecí aquí, ¿recuerdas?
Yo tampoco soy de Florida precisamente, pero eso no nos hace a ninguno de los dos inmune a la ciencia más básica. Una vez que su temperatura corporal descienda de treinta y cinco grados, está muerto.
—Álex, por favor. —Protesto más mientras él me coge y me tumba sobre su abrigo, pero él no va a dejarse convencer.
Se agacha a mi lado y me aparta el pelo de la cara.
—No puedo dejarte tirada sobre esta nieve húmeda. Sufrirás un shock hipotérmico.
Un movimiento junto al coche atrae mi atención. Álex me está tapando la visión a medias con su cuerpo, pero cuando se endereza, veo a Besov intentando ponerse en pie.
—¡Álex! —grito, con el frío invadiendo mis entrañas.
Él sigue mi mirada y se da la vuelta.
Besov está apoyado contra el coche, apuntando a Álex con una pistola. A juzgar por la sangre que chorrea por su cara y por la inestabilidad con la que se tiene en pie, ha recibido un fuerte golpe. Álex se coloca delante de mí, protegiéndome con su cuerpo, pero veo las horribles imágenes que se desarrollan a través del ancho hueco entre sus piernas.
—Has perdido —dice Besov, riéndose mientras apunta para dispararle a Álex.
Álex se lanza sobre él.
Mi grito desgarrador surca el aire.
Besov aprieta el gatillo, pero la mano le tiembla y la bala da en la nieve a la izquierda de Álex. Besov se tambalea de lado a lado. Antes de que pueda recuperar el equilibrio, Álex da un salto. La pistola se escapa de las manos de Besov cuando ambos hombres caen al suelo. Ruedan por la nieve, mientras sus puños y sus codos golpean en todas direcciones.
Ignorando mi brazo insensible, lucho por ponerme en pie. Mis botas se hunden en la nieve. No me ayuda mucho llevar los cordones mal atados y flojos. Mis pies bailan dentro, resbalando en las botas que me quedan demasiado grandes. La izquierda se queda atascada en el suelo embarrado por debajo de la nieve, y yo caigo boca abajo. Me apoyo en mi brazo sano y me levanto del suelo. Gritos de guerra masculinos y gruñidos vienen de donde los hombres están peleando. Me limpio la nieve de la cara y escupo la que me he tragado antes de obligar a mis piernas a volver a moverse.
Álex y Besov están intentando matarse mutuamente solo con sus manos. Caen rodando por un segundo terraplén hasta la orilla de un río helado. Mi cuerpo está lleno de adrenalina que circula venciendo al frío. Acelero con los pulmones ardiéndome por el esfuerzo y en unos cuantos pasos más alcanzo la pistola.
Cuando la levanto de la nieve, el metal está frío. Pesa mucho en mi mano. Yo nunca he disparado un arma, pero mi dedo se curva instintivamente alrededor del gatillo. Me pego contra el cuerpo el brazo herido y corro cuanto la nieve me permite mientras apunto con la pistola en dirección a la pelea.
Los dos hombres están sangrando más que antes. Un hilillo de sangre cae de la nariz de Álex, y Besov tiene una ceja abierta.
—¡Álex! —grito cuando llego al terraplén. Aquí la nieve es menos espesa, casi una capa de hielo. Antes de que pueda sujetarme, resbalo por la pendiente. Mis pies se levantan del suelo por debajo de mí. Un dolor me sacude la columna cuando choco con la rabadilla contra el suelo, pero no suelto la pistola. La agarro con fuerza, porque es un asunto de vida o muerte.
—¡Álex! Apunto a ciegas delante de mí.
Los hombres no se detienen. Los sordos golpes de sus puños les hacen emitir gruñidos mientras los dos intercambian una lluvia de golpes. Álex está encima. Consigue dar un puñetazo que lanza a Besov volando hacia un lado. Un chorro de sangre sale de la boca de Besov, dibujando una línea roja sobre la nieve. Besov clava un puño en el costado herido de Álex. Álex aúlla, echando la cabeza hacia atrás. Eso le da a Besov ocasión de tumbar a Álex de espaldas, invirtiendo sus posiciones. Oigo crujir el cartílago cuando le da un gancho a la nariz de Álex.
No tengo un blanco limpio. Si aprieto el gatillo, podría matar a Álex. Apunto hacia arriba y disparo.
¡Bang!
El eco del tiro resuena en el aire. Una bandada de pájaros se eleva de los árboles del bosque y alza el vuelo ruidosamente hacia el cielo.
Los dos hombres se quedan inmóviles. Me deslizo hasta la parte de abajo del terraplén sobre mi trasero, levantando los pies para que no se me claven los tacones en la nieve y me detengan.
Con Álex momentáneamente distraído, Besov se suelta. En vez de subir por el desnivel o correr a lo largo de la orilla, se dirige en línea recta hacia el río helado. Cuando está a medio camino, lo bastante lejos para sentirse a salvo de mi puntería de amateur, se detiene.
Uno de sus ojos está tan hinchado que no lo puede abrir, y tiene el labio partido, pero eso no evita que lo haga curvarse en una sonrisa burlona.
—Puede que ahora os libréis, pero volveré a por vosotros. —Su voz resuena sobre la llanura—. Nunca volveréis a dormir tranquilos. Ese es mi regalo para vosotros dos. —Me tira un beso antes de proseguir con su huida, esta vez caminando a un paso jocosamente normal.
Se me nubla la vista. Es igual que una escena de una película en la que el malo gana. Te quedas mirando la pantalla, esperando, porque nadie se merece vivir con miedo, pero entonces la pantalla se funde a negro, suena la música y empiezan a aparecer los títulos de crédito. Lo veo ocurriendo ahora mismo, veo nuestro futuro como una espectadora que lo observa desde la seguridad de su sofá. Veo a Igor inconsciente en Urgencias y la bala que le sacó el doctor, la bala que el guardaespaldas recibió para salvar a Álex. Veo a Álex en aquella cama, sin respirar, con sus ojos azules ya sin vida. Me veo a mí misma, a mamá, a Joanne, a mis amigos, y a todos los demás a quienes Besov utilizará para llegar hasta nosotros. Porque no se detendrá. No a menos que sea yo quien lo detenga.
Sin pararme a pensar, apunto a sus pies y aprieto el gatillo.
Él se detiene y vuelve la cabeza para lanzarme una mirada de sorpresa. Entonces hay un momento de silencio mientras el olor a pólvora alcanza mi nariz. Álex se mueve en mi visión periférica. No sé si me está diciendo que me eche atrás o que me calme, pero yo no hago ninguna de las dos cosas mientras la carcajada de Besov atraviesa el aire.
Vuelvo a apretar el gatillo. El hielo se resquebraja alrededor de sus pies. Su risa se corta de golpe. Un sonido revolotea entre los copos de nieve.
Crac.
Él se queda quieto y sus ojos se agrandan.
Es demasiado tarde.
La capa helada cede. Se rompe. Su peso le hace caer.
Pasa un instante. Y otro. Mi corazón golpetea contra mis costillas y cada latido me duele. Otro segundo se desvanece en la nada pero Besov no vuelve a aparecer.
El hielo que se ha quebrado está ahora en mis venas.
He matado a alguien. No le he disparado, pero he apretado el gatillo. Y no siento haberlo hecho. No estoy segura de qué me produce más conmoción. Haberlo hecho, o no sentir remordimientos.
—¡Katerina!
Miro hacia el origen de ese grito. Álex está acercándose por la nieve, utilizando las manos para trepar por la parte de más pendiente.
Justo cuando llega a mi lado, mis piernas dejan de sostenerme. La pistola se desliza de entre mis manos mientras yo caigo.
Él cae de rodillas a mi lado, agarrándome la cara con las manos.
—Katerina, mírame. Mírame, mi amor. Quédate conmigo. Quédate conmigo, maldita sea. Voy a sacarte de aquí.
Yo lucho por hacerle caso, pero la pantalla se está oscureciendo y los títulos de crédito empiezan a aparecer.
—Es un final feliz —susurro mientras él me sostiene contra su pecho.
Él baja la vista y me sonríe, mirándome como si esta fuese la última vez que me viera. Parece querer discutirme algo, pero no lo hace. En vez de eso acaricia mi frente con una mano y dice con la voz más triste que yo haya escuchado jamás.
—Sí. —Sella la afirmación con un tierno beso—. Lo es
Sí.
Lo fue.