38

Álex

La habitación de la clínica privada en San Petersburgo está iluminada suavemente por la luz del atardecer. La lámpara del techo está graduada para que sea tenue y no moleste a Katerina. Su cara sobre la almohada está muy pálida, del mismo tono que las sábanas blancas.

Pongo una mano en la suya encima del cobertor y la estudio igual que lo llevo haciendo durante las últimas cuatro horas. Sus ojos se mueven por debajo de los párpados como si estuviese sumida en un sueño profundo y su aliento acaricia el fino, casi invisible, vello de su piel cuando exhala.

Esas son señales de vida, lo mismo que sus constantes vitales que parpadean en el monitor de al lado de su cama. Aun así, siento la compulsión de vigilarla, la necesidad de asegurarme. Casi consigo que la maten. Eso no puede volver a ocurrir jamás. La mera idea hace que mi mente caiga en barrena y que mis entrañas se encojan en una apretada bola.

Igor entra con un vasito de papel que me entrega.

—¿Qué tal está?

—Estable. —Al menos eso es lo que ha dicho el cirujano. No me relajaré hasta que abra los ojos y me lo diga ella misma.

Su cara ruda se suaviza cuando la mira.

—Supongo que ahora tenemos algo en común. Los dos hemos recibido un disparo por ti.

Lo dice en tono de broma, intentando aligerar el cargado ambiente, pero mi mandíbula se tensa involuntariamente. Como acabo de decirme a mí mismo: eso no puede volver a ocurrir jamás. Maldita sea, pienso asegurarme totalmente de ello. Iván Besov ya no es una amenaza. Stefanov ya no anda por aquí sosteniendo una espada sobre mi cabeza. Y como nadie va a osar chivarse de mí a las autoridades, soy un hombre libre. Después del mensaje que he enviado al hacer estallar la casa de Vladimir, nadie intentará joderme.

—¿Alguna noticia de Besov? —pronuncio su nombre con tono de desprecio.

La forma en que Igor frunce el labio superior me dice que él siente lo mismo por ese cabrón.

—Probablemente el cadáver aparezca en alguna orilla en verano, con el deshielo.

Tomo un sorbo del café del hospital, porque necesito la cafeína para permanecer alerta. Llevo dos días sin dormir.

—¿Por qué no te vas y duermes un par de horas? —le digo a Igor. Lleva levantado tanto como yo—. El personal nos ha preparado una habitación. Leonid puede relevarte.

Frotándose los ojos, él me dirige un agradecido gesto de asentimiento.

—Estaré de vuelta en cuatro horas.

—Que sean seis. —No me sirve de nada si se está medio durmiendo allí de pie.

Me acabo lo que queda del café templado, estrujo el vaso y lo echo a la papelera.

—¿Necesitas alguna cosa? —pregunta Igor de camino a la puerta—. ¿Cena?

—La enfermera ya se ha ofrecido.

Él asiente y se va.

Vuelvo a dirigir mi atención hacia Katerina. Ha tenido suerte. La bala le dio en la parte carnosa del hombro, y no dañó ningún órgano vital. El cirujano me dijo que estaría en pie en un par de días y de vuelta a la normalidad en unas cuantas semanas. Tal vez sea así, pero siempre llevará una cicatriz... un recordatorio de lo cerca que he estado de perderla. No he dejado de fustigarme a mí mismo acerca del accidente, aunque teníamos pocas oportunidades de haber sobrevivido de ninguna otra manera. Si yo hubiese permitido que Besov nos condujera al destino que pretendía, habría sido un movimiento suicida por mi parte y asesino contra Katerina intentar reducirle estando herido y desarmado. Solo de pensarlo, la rabia me devora.

Sus pestañas aletean. Un suave gemido se escapa de sus labios.

Me acerco más.

—¿Katyusha? Estoy aquí, mi amor.

Ella abre los ojos. Esas preciosas lagunas teñidas de miel están nubladas hasta que ella parpadea y centra la vista. Su voz es ronca.

—¿Dónde estoy?

Cojo un vaso de agua de la mesilla y le acerco una pajita a los labios.

—En una clínica privada de San Petersburgo. —Le levanto el cuello y le ayudo a tomar un sorbo—. ¿Más?

Ella se lame una gota.

—Estoy bien.

Una oleada de ternura me golpea.

—¿Qué tal te encuentras?

Su sonrisa es débil.

—Colocada con morfina, supongo.

—Bien. —No quiero que sufra ningún dolor.

—¿Habéis encontrado el cuerpo?

Yo rechino los dientes al recordar como ella se desangraba sobre la nieve en las orillas del río helado.

—No. Aparecerá en verano.

Sus pupilas se dilatan al tiempo que sus ojos se agrandan.

—¿Y entonces qué?

—Entonces nada —digo, poniendo énfasis en la palabra nada.

Mordiéndose el labio, me lanza una mirada apesadumbrada.

—Le maté.

Le aprieto una mano.

—Defendiste nuestras vidas. —Mi mensaje no pronunciado es claro. No la considero ninguna asesina. No permitiré que lleve esa carga. —¿Entendido?

El ceño que arruga su frente no desaparece.

—Lo que quiero decir es que no me arrepiento de lo que hice. —Ella escudriña mi cara—. ¿En qué me convierte eso, Álex?

—En un ser humano —digo sin titubear.

Lo que quiere decir que también tendrá estrés postraumático por todo lo ocurrido. Pesadillas. Ataques de culpabilidad. De ansiedad, tal vez. Da igual. Ya he contratado al mejor psiquiatra de Nueva York.

—Gracias —susurra ella, relajándose ligeramente al aceptar la absolución que le ofrezco.

Lo duro de la situación es una losa en mi pecho. La he convertido en parte de mi mundo al enamorarme de ella. La he arrastrado al lodo, y ya no hay vuelta atrás. Ni ahora, ni nunca. Ella ha sido mía y yo he sido suyo desde el preciso instante en que posé mis ojos en ella por primera vez.

Me pone la mano en la mejilla y dice con voz suave:

—Superaremos esto juntos. Lo superaremos todo juntos. —Su mirada es de súplica—. ¿Vale?

La gratitud aleja la oscuridad y prende una chispa de excitación ante el futuro en el que estamos a punto de embarcarnos juntos.

—Gracias.

—¿Por qué? —pregunta ella, bajando la mano a la cama como si tenerla levantada le costase demasiado esfuerzo.

—Por saber quién soy y amarme a pesar de todo.

—Lo hago. Te quiero, Álex —dice con una suave luz en su mirada, dándome la confirmación que ansío.

Una sonrisa nace de mi pecho y se abre camino hasta mis labios. Es una buena sensación, esta sonrisa que viene de dentro. Normalmente es justo al revés. Normalmente, una sonrisa no es más que una forma no verbal de comunicación que me dicta mi mente en las circunstancias adecuadas. Pero esta sale del corazón. No he sonreído así desde la muerte de mis padres. Ha pasado tanto tiempo de eso que me había olvidado de como se supone que debe sonreír un ser humano.

—¿Qué? —pregunta ella, y sus labios se curvan igual que los míos.

Le aparto el pelo de la frente y contemplo su hermoso rostro.

—Aquí estamos, en San Petersburgo, solo que no en las circunstancias que habíamos imaginado.

—No —asiente ella—. No ha salido exactamente como me esperaba. ¿Has llamado a mi madre?

—Todavía no. Quería que estuvieses despierta primero. —Supongo que es una llamada que ella querrá hacer.

—Bien. —Se relaja visiblemente—. No quiero que ella se preocupe. Estoy pensando...

—¿Pensando en qué, kiska?

—Que ella no tiene por qué saberlo todo.

Yo asiento.

—Respetaré tus deseos.

Ella escudriña mi cara.

—¿Cuándo podremos irnos a casa? Quiero decir, a Nueva York.

—En cuanto vuelvas a la normalidad.

Su expresión se torna esperanzada.

—¿Lo dices en serio?

Otro acceso de culpabilidad me atenaza el pecho.

—Sí. Nada me impide llevar mis negocios desde Nueva York, tal como hacía cuando nos conocimos. Tendremos que volver por aquí de vez en cuando, pero te prometo que será en circunstancias mucho más agradables, y me aseguraré de que eso no interfiera con tu trabajo.

Ella suelta aire y dice:

—Puedo vivir con eso.

Acerco su mano a mis labios y beso cada dedo mientras sopeso mis palabras. Me cuesta decirle esto, porque voy a pedir algo de ella que yo no me merezco.

—Katerina —empiezo, con voz seria—. En cuanto a lo de haberte traído hasta aquí...

—Te perdono —dice ella antes de que yo pueda proseguir.

Me la quedo mirando mientras proceso el regalo que me ofrece. Solo hay una forma en que pueda corresponderle. Solemnemente, le prometo.

—Nunca volveré a hacer que estés triste.

Ella sonríe.

—Haré que cumplas eso.

—Una cosita más.

Ella arquea una ceja, esperando.

La extrema ausencia de romanticismo del espacio en que estamos no se me escapa, pero aun así me parece lo correcto. Nuestra relación comenzó en un hospital, así que parece adecuado que le haga la gran pregunta en otro.

—Katyusha, mi amor, ¿querrás llevar mi anillo?

—¿Te refieres a convertirme en la Sra. Volkova?

Joder, qué bien suena eso, es perfecto. Tengo la voz ronca.

—Sí.

Su respuesta hace eco a la mía.

—Sí.

Nunca había esperado que mi vida volviera a ser normal, pero aquí, en esta habitación, en esta ciudad que me ha causado tanta miseria, es tan perfecta como podría ser.

Pues mejor.

Porque independientemente de su respuesta, no pensaba dejarla marchar jamás.

Dicen que pocas cosas cambian en los barrios llamados durmientes de San Petersburgo. La gente siempre es igual. Tenemos una resistencia innata al cambio. Yo no soy distinto. Nunca seré un buen hombre. Dentro de mí residirán siempre la crueldad y la amabilidad, la una al lado de la otra. Pero mientras que mis enemigos siempre se encontrarán con mi lado oscuro, Katerina hace brillar la luz que creía que había perdido hace tiempo. A eso es a lo que pretendo aferrarme, a los buenos recuerdos y a los nuevos que estoy construyendo con la mujer que amo.

Mi Katyusha.