Epílogo

Kate

Kiska —me dice Álex, apartando mi atención de las lápidas. Él entrecruza nuestros dedos, levanta nuestras manos y señala en la distancia—. Es ahí.

El diamante del anillo que llevo en el dedo centellea bajo el sol. La piedra parece capturar y conservar los brillantes rayos en su interior. Es un corte princesa rodeado rubíes, atemporal y perfecto.

Sigo la dirección de sus ojos. Es imposible no ver el ángel con el ala rota que llora en los escalones de una tumba. Su túnica de cemento se arrastra sobre la hierba, con el borde húmedo por los aspersores.

Entre nosotros se hace el silencio mientras nos acercamos. Mientras leo los nombres grabados en el mármol, cojo la mano de Álex, ofreciéndole a mi marido tanto consuelo como puedo.

Viktor Volkov.

Anastasia Volkova.

El cementerio ortodoxo ruso de San Petersburgo es muy bonito. La hierba luce un verde brillante, y unos lirios e iris multicolores crecen entre los árboles. El dulce perfume de la madreselva inunda el aire. Este día de verano es agradablemente cálido. Con los pájaros cantando y las abejas zumbando a nuestro alrededor, se respira paz. Es un buen lugar de descanso.

No hace mucho, cuando la lápida estaba cubierta por una capa blanca de nieve y yo me recuperaba de una herida de bala en una clínica privada, Álex encontró a la vieja guardesa del cementerio muerta cerca de la verja, congelada. Mejor así. Él no iba a detenerse hasta hacérselo pagar a todos los implicados en poner nuestras vidas en peligro.

El cuerpo de Iván Besov apareció flotando en la orilla el río cuando el hielo se fundió, justo como Álex había predicho. La policía abrió una investigación cuando se supo que Stefanov había puesto precio a la cabeza del sicario, pero la cerró debido a la falta de pruebas. La explosión en casa de Stefanov fue declarada un accidente causado por un escape de gas. Solo puedo asumir que la influencia de Álex jugó un papel en la rápida resolución de ambos casos.

Lena fue despedida. Álex se aseguró de que todo el mundo supiera que había envenenado a Dania, pero omitió los detalles más concretos de la conspiración. Con esa mancha en su reputación, el único trabajo que pudo encontrar fue hacer la colada en una prisión. Para una snob como ella, lavar las sábanas de la clase inferior a la que despreciaba debe de haber sido su peor pesadilla hecha realidad. Unas semanas después, se cayó por las escaleras y se rompió el cuello. Los testigos dijeron que había resbalado porque el suelo estaba mojado, pero yo sospecho que Mikhail tuvo algo que ver con su prematura muerte. Al menos, espero que fuese Mikhail. No puedo descartar del todo la mano de mi marido en esto... una idea que debería mantenerme despierta por las noches pero que, aunque parece raro, no lo hace.

En cuanto a Dania, su padre concertó un matrimonio con un viejo oligarca, un hombre que la tiene bien atada. Con el tiempo, puede que se haga cargo al final de su negocio pero por ahora, debe de tragar con que su padre trabaje codo a codo con Álex, el hombre que ella ha acabado por despreciar.

—¿Lista para marcharnos? —pregunta Álex.

Cuando vuelvo la cara, me lo encuentro estudiándome con esos penetrantes ojos azules, como le pillo haciendo tan a menudo.

—¿Y ?

—Sí —me responde.

La palabra vuela suavemente en la brisa. Es dulce, tranquila. El sufrimiento que estaba presente en su voz cuando Álex me contó cómo habían muerto sus padres ya no es audible en su tono. Sigue habiendo tristeza, pero bajo la pena subyace un tono de aceptación.

Yo le estudio a él con la misma intensidad. Las arrugas de alrededor de sus ojos se tensan con atención. Está eternamente en guardia, pero también hay veces en que la baja por completo. Como en la cama.

—¿Qué? —me pregunta suavemente, con una sonrisa dibujándose en sus labios mientras me aparta un mechón de pelo de la mejilla con el pulgar.

—Eres ridículamente atractivo. —Y yo estoy estúpidamente feliz.

Él suelta una risita.

—Tú debes de ser la única que piensa así.

Se equivoca. No es guapo a la manera convencional, eso es verdad, pero yo no me refiero solo a los cincelados rasgos de su cara ni a los músculos que se marcan en su ropa. Estoy hablando de lo que hay por dentro, del hombre a quien he llegado a conocer. Es peligroso. Letal. Pero también es leal y protector. Es un buen marido, no solo apoyando mi carrera como enfermera colegiada, sino también animándome a completar mis estudios con un doctorado en enfermería. Acepta a mis amigos y quiere a mi madre como si fuese la suya propia.

Él me mira a los ojos con aire inquisitivo.

—A veces —dice lentamente—, tengo que tocarte para asegurarme de que eres real. —Acompaña las palabras con sus actos, y me coge la mano con fuerza entre las suyas.

Lo que me ha pasado le ha dejado una marca. Ya hace tiempo que superé el trauma de que me dispararan, tanto física como emocionalmente, pero él sigue despertándose por las pesadillas en medio de la noche, bañado en sudor.

Me pongo de puntillas, y le beso en los labios.

—Estoy aquí.

El azul de sus ojos se oscurece, la fiera intensidad de su atención se centra únicamente en mí.

—Sí, y no vas a irte a ninguna parte.

—A ninguna —asiento—. No sin ti.

Él se relaja ante esa promesa, las arrugas de preocupación de su rostro se alisan y la dura postura de su mandíbula se relaja.

—Ven —dice, tirando de mi mano y volviéndose hacia el coche donde Yuri nos espera.

No lejos de Yuri, está situado un destacamento de guardias. Sus chaquetas negras de traje ocultan pistolas y cuchillos. Hay más armas ocultas bajo el suelo de sus coches. Álex nunca me deja ir a ninguna parte sin al menos seis guardaespaldas, pero me he ido acostumbrando a ellos. Igor ahora está a mis órdenes. Bueno, más o menos. Es el encargado de mi seguridad personal, pero sigue respondiendo ante mi marido.

—Me alegra que me hayas traído aquí —digo mientras Álex me agarra del codo para equilibrarme cuando uno de mis tacones se queda atascado en la espesa alfombra de hierba.

—Me alegra que hayas venido conmigo —replica él.

Como para habérmelo perdido.

Ahora entiendo por qué encargó la estatua de su jardín de Nueva York. Es una réplica de la de la tumba de sus padres.

Al pie de la cuesta, se detiene para inspeccionar mi sandalia. Se agacha y coge en su gran mano mi tobillo, cuya circunferencia completa puede rodear con los dedos, y me limpia el barro y la hierba pegados a mi tacón. Yo me agarro de su hombro para sostenerme, esperando pacientemente a que él se ocupe de cuidarme. He aprendido que necesita hacer estas cosas. Necesita proveer, proteger y confortar. A cambio, él me permite que yo haga lo mismo por él.

Bajo los ojos hacia su cabeza de oscuro y espeso cabello brillando al sol y pregunto:

—¿Todavía los echas mucho de menos?

Él levanta la mirada hacia mí.

—Sí. —Transcurre un instante antes de que él se levante—. Pero ese es el pasado, y nosotros somos el presente. Ahora tú eres mi familia. —Su voz se hace más baja, su timbre grave y cálido cuando me acaricia el vientre con el dorso de la mano—. Y pronto, tendremos una mayor.

Un cálido rubor se esparce por mis mejillas. Sé que los guardias están mirando.

—Puede que tarde algún tiempo —le advierto. Solo llevo un mes sin tomar la píldora.

Él baja la cabeza y me sostiene la mirada con un deseo inconfundible mientras me susurra las palabras en los labios.

—Tengo tiempo. A montones, si eso hace que pueda practicar cada día.

Eso me hace reír.

—Solo quieres impresionarme como en nuestra primera noche juntos, haciéndome creer que eres muy viril para tu edad de madurito.

Sus ojos se arrugan en las comisuras. Aprieta los labios, intentando reprimir su sonrisa. Mi corazón alza el vuelo.

Él me agarra por la muñeca y me atrae de un tirón hacia él, haciendo que nuestros cuerpos colisionen.

—¿Te estás riendo de mí, Señora Volkova?

El súbito movimiento me hace soltar una exclamación. En el mismo instante en que abro los labios, él se cuela dentro, tragándose el sonido y metiéndome la lengua hasta el fondo. Me fallan las rodillas. Me sujeto a sus brazos, sintiendo como los músculos se flexionan debajo de mis palmas cuando él extiende las suyas por mi espalda y me aprieta hasta que es imposible estar más cerca, lo suficiente para arquear mi espalda y dejarme sentir la dureza que crece contra mi estómago.

Un cementerio no es para nada un lugar apropiado. Los hombres que miran al frente con discreción y fingen no ver nada lo hacen todavía menos apropiado, pero no podría soltarme de su abrazo aunque lo intentara. Él me atrapa sin remedio. Mi piel arde con unas llamas que me queman el cuerpo hasta el tuétano.

Él me agarra por el culo, empujándome más contra él. Los hombres de traje negro y los coches negros desaparecen de mi vista. Ya no me importa ni donde estamos. La sensación veraniega que flota en el ambiente se convierte en una burbuja que nos aísla en nuestra propia felicidad. En nuestra euforia.

Mi teléfono suena.

Álex gruñe.

Sonrojada, me aparto y digo sin aliento:

—Aquí no.

—Tienes razón —dice él con tono huraño—. Deberías contestar. —Se pasa los dedos por el pelo y se lo revuelve de esa forma que a mí tanto me encanta—. Haces que me olvide de dónde estoy. —Una comisura de sus labios se levanta—. Produces ese efecto en mí. Siempre lo has hecho, desde la primera noche.

Me obligo a apartar la vista de sus ojos y rebusco en mi bolso hasta que encuentro el móvil y veo la pantalla.

—Es mi madre.

—Tómate tu tiempo. —Él saca su propio móvil del bolsillo y activa la pantalla, ya mirando sus mensajes. Volviéndose a un lado para darme una ilusión de privacidad, añade—: Saluda a Laura de mi parte.

Respiro hondo para serenarme antes de ponerme el móvil contra la oreja.

—Hola, mamá.

—¡Katie! Suenas sin aliento. ¿Te he pillado en mal momento?

Miro la imponente espalda de Álex.

—Ejem, no. Solo he estado caminando.

—¿Qué tal la luna de miel?

—Genial. Álex me ha llevado a ver todas las atracciones turísticas que nos perdimos en nuestra primera visita. Esta noche me va a llevar a algún sitio menos abarrotado. ¿Y tú? ¿Qué tal tus vacaciones?

—Fabulosas. William y yo decidimos probar la playa nudista.

—¿Pero no estabais en Croacia?

—Pues sí, cariño. Hemos encontrado un sitio aquí donde puedo conseguir un bronceado de cuerpo entero.

A pesar de su entusiasmo, no puedo evitar la preocupación que persiste en el fondo de mi mente.

—¿Qué tal te está tratando la vida de casada? —Con cautela, añado—: ¿Todavía no te parece muy claustrofóbica?

—Oh, no. William se irá mañana a hacer senderismo con guía en las montañas. Eso me dará un par de días en la playa para mí sola. Después, nos encontraremos en ese hotel tan elegante del que te hablé.

—Eso suena maravilloso. —Me alegro de que hayan encontrado la fórmula que funciona para ellos.

—¿Cómo está Álex?

—Está bien. Te envía saludos.

—Dale un beso de mi parte. —Su voz se torna acelerada—. ¡Oh, cielos! Mira la hora que es. Tengo que dejarte, cariño. Vamos a salir a cenar. Te llamo otra vez en un par de días.

Cuando guardo el móvil, Álex me pregunta:

—¿Está contenta?

—Eufórica.

—Me alegra oír eso. —Sonríe—. He ido a más bodas contigo en los últimos seis meses que en toda mi vida.

Yo le sonrío.

—¿Te estás quejando?

Él me coge una mano y continúa por el sendero por el que íbamos antes de desviarnos.

—No de la nuestra. ¿Cómo les va a Jo y a Ricky?

—Acaban de volver de Brasil. Quieren invitarnos a cenar cuando volvamos a casa.

—Solo si cocina Ricky. —Pone una mueca—. A Jo le irían bien unas clases.

Le doy un pellizco en el brazo.

—Eso no está bien.

Él adopta un gesto serio.

—Pero es cierto.

—Vale, de acuerdo. Admitiré que su moussaka estaba un pelín quemada.

Llegamos al coche. Yuri nos abre la puerta con expresión estoica. Álex se asegura de que me he acomodado bien en el asiento trasero y se sube a mi lado. Pone mi mano en su regazo y me señala los sitios turísticos de regreso a casa. Siempre que estamos juntos, necesita tocarme físicamente, pero no me estoy quejando. Me encanta esa obsesión suya conmigo. Lo necesito tanto como él necesita cuidar de mí.

—¿Tienes hambre? —pregunta cuando estamos de vuelta en nuestro dormitorio.

—Me muero de hambre. Debe de haber sido todo ese aire fresco.

Él asiente con aprobación.

—Bien. Ya le había pedido a Tima que preparara algo de picar.

Como si hubiese oído su nombre, Tima llama a la puerta. Álex abre y le deja pasar con un carrito cargado de platos. Una a una, Tima levanta las tapas plateadas para mostrar todos los aperitivos y recetas para picar rusas imaginables.

—Que aproveche —dice con una sonrisa y un guiño destinado a mí al salir.

—Pensaba que solo nos haría una pequeña selección —dice Álex cuando Tima ha salido—. Son platos fríos así que tienes tiempo para darte una ducha si quieres.

Mi vientre se caldea ante la insinuación encerrada en su voz.

—Claro. Me vendría bien una.

Me voy al baño y noto que él me va siguiendo. Sus pasos son silenciosos, como los de un ágil depredador felino, pero sé que está ahí. Su presencia es demasiado grande para ignorarla, su energía masculina demasiado abrumadora para que yo no sea consciente de cómo entra acechando en la estancia, pisándome los talones. El vello de mis brazos se pone de punta.

Antes de que pueda estirar la mano y abrir la cremallera de la espalda de mi vestido, él la coge por el cierre. Lo baja lentamente, dejando que mis dedos acaricien mi espina dorsal mientras el sonido de la cremallera reverbera y me desnuda. Cuando el vestido se abre de arriba a abajo, él me baja las mangas por los hombros. La tela de algodón cae a mis pies, rodeándome los tobillos.

Luego, él me abre el sostén, desenganchando el cierre con elegante eficiencia. Me quedo en silencio mientras él mete un dedo en la goma del tanga a juego. En vez de bajármelo despacio, le da un fuerte tirón. Un sonido de tejido roto atraviesa el aire, la puntilla se clava en mi piel un instante y luego el aire frío me rodea la piel. La brusquedad de esa acción es un fuerte contraste con la forma dulce en la que se ha librado del resto de mi ropa, y esa breve muestra de urgencia hace que un calor líquido se acumule entre mis piernas.

Me coge por la cintura y me da la vuelta para que estemos cara a cara. Lentamente, se agacha, pasando sus grandes y cálidas palmas por mis brazos, mis muslos y finalmente mis pantorrillas. Yo trago saliva sosteniéndole la mirada, absorbiendo las intenciones oscuras y hambrientas que reflejan esos magníficos lagos azules.

Con ternura, me quita una sandalia y luego la otra. Cuando me quedo totalmente desnuda frente a él, se endereza. Me coge un pecho y me pasa el pulgar por debajo. Mis pezones se endurecen al instante. Lo deseo tanto que me duele. Su mano es lo bastante grande como para cubrir del todo mis costillas. Me sostiene así un momento, solo acariciando la parte de debajo de mi pecho mientras me mira a los ojos. Le gusta leer mis reacciones cuando me toca. Le gusta aprender cómo hacerme gritar.

Como parece haber tenido suficiente de mirarme a ojos, baja su mirada hasta mis labios. Luego recorre un lento camino sobre mi cuerpo, deteniéndose en mis pechos. Me agarro de sus hombros para sujetarme cuando él baja la cabeza, buscando un pezón. En el momento en que cierra los labios rodeando la dura punta, un gemido se escapa de mi boca. Su lengua está caliente y sus dientes son malévolos. Sabe cómo hacer que pierda el control solo acariciándome, pero esta noche no me hace suplicar. Va más abajo, besando su ruta por mi cuerpo hasta volver a estar agachado delante de mí.

Suelto una exclamación cuando se pasa una de mis piernas por encima del hombro. Ya sé a dónde va a parar esto. Aun así, no estoy preparada para el estallido de placer que me sofoca cuando él va directo a por su premio. Lame y chupetea, y en cuestión de segundos, yo me corro. Las piernas se me han quedado como la gelatina tras ese orgasmo tan rápido e intenso, pero él no me da tregua. Se desnuda a la velocidad del rayo, dejando a la vista su firme cuerpo masculino y su erección de tamaño considerable.

No llegamos a la ducha. Me coge el rostro entre las manos y me besa como si necesitase de mi aire para respirar. Noto mi sabor en sus labios, las pruebas de cuánto le deseo. Cuando rodeo la carne aterciopelada de su polla con el puño, él me agarra por el pelo y me empuja hacia atrás, sobre mis rodillas. Yo le devuelvo el favor, chupándosela y lamiendo la punta hasta que su respiración se acelera y él menea las caderas cuando la meto más adentro.

Como siempre, me trago hasta la última gota cuando se corre, haciéndome dueña de su orgasmo igual que él se hace dueño del mío. Cuando se corre así pierde la urgencia inicial, pero no se detiene. En todo caso, aumenta su codicia por mí. Me ayuda a levantarme, me coge en brazos y me lleva hasta la ducha. Me sostiene con una mano, extendiendo sus dedos por mi cintura, mientras abre el grifo con la otra. Mientras el agua se calienta, él me besa, asegurándose de protegerme de la fría neblina de gotas con su cuerpo.

Cuando el chorro está templado, me pone debajo y me penetra con un solo empentón. Luego se detiene para dejar que me adapte. El calor que me quema por dentro es distinto, mejor que el placer de antes. Es el tipo de éxtasis que me anula la mente. Me roba mi sentido común y me hace olvidar todo lo demás.

Después de unos instantes, él comienza a moverse despacio, entrando más adentro. Mis gemidos le espolean. Mis sollozos le hacen mover sus caderas con más fuerza, pero cuando le clavo las uñas en los hombros es cuando él se lanza hacia lo más hondo y me posee. Siento las baldosas frías contra mi espalda. Cada embestida mueve mi cuerpo arriba y abajo por la suave superficie. Los bordes de las baldosas me arañan la piel, pero apenas soy consciente de eso. Mientras él me conduce hasta una altura insoportable, cualquier otra sensación es puro ruido de fondo.

Me coge por un pecho y me retuerce el pezón. La sensación hace brotar más chispas en mi vientre. Él deja de besarme y me mira a los ojos. De sus pestañas cuelgan unas gotas que brillan como diamantes contra el fondo de sus pupilas azules. El color es arrebatador, pero es la fiereza de la posesividad que chispea dentro de ellos lo que me hace centrarme. Es ese amor que todo lo abrasa reflejándose hacia mí lo que sostiene mi atención mientras él mete una mano entre nuestros cuerpos y encuentra mi clítoris. Lo frota con la yema del pulgar de esa forma que siempre me hace caer de rodillas, y cuando mis piernas flojean, él gira las caderas y se corre justo cuando yo me rompo y mis músculos se aprietan alrededor de su polla.

Parece un cliché decir que veo las estrellas, pero eso es lo que él me hace. El placer que me desgarra es como una explosión de meteoritos entrando de golpe en la atmósfera. Cuando cierro los ojos, los blancos puntitos incandescentes de las estrellas ardiendo en el cielo son como la estática de una pantalla de televisión. Pero eso no es lo que causa el culmen de mi euforia. Lo que me lleva hasta ese punto es el vínculo entre nosotros. Está siempre presente, sin importar lo que hagamos, pero lo siento más fuerte así, desnuda entre sus brazos, vulnerable y expuesta. Así es cuando tanto nuestros cuerpos como nuestras almas se desnudan.

Él apoya su frente contra la mía y dice con voz trémula y entrecortada:

—Katyusha...

El término cariñoso hace brotar una sensación de calidez por todo mi cuerpo.

Él me besa en los labios, y me atrapa el de abajo con los dientes.

—Me vuelves loco. Sumashedshim.

Sumashedshim —asiento.

Su voz es ronca.

—Dime que me deseas.

Vsegda. —Constantemente, siempre, eternamente, para siempre.

Un brillo de satisfacción se enciende en sus ojos cuando se aparta para mirarme.

—Tus lecciones de ruso se están notando.

Aletargada, me cuelgo de su cuello y le dejo que soporte mi peso.

—Mm.

—Vamos —dice él con voz tierna—. Déjame que cuide de ti.

Después de lavarme el cabello y el cuerpo, me envuelve en una toalla esponjosa y me seca con unas palmaditas antes de llevarme hasta la cama. Me sirve la cena allí, dándome de comer en la boca pequeños trocitos y acariciándome el pelo como si fuese su kiska, su gatita, tal y como él me llama.

Cuando he comido suficiente, nos sirve una copa de vino para cada uno. Después de unos sorbitos me deja echar una siesta. Ya es casi medianoche cuando él me despierta dándome un beso en el hombro.

—Katyusha. —Su voz profunda atraviesa mi sueño—. Despierta, amor mío.

Yo pestañeo y me froto los ojos.

—¿Ya es de día?

—No —dice él con un atisbo de sonrisa en los labios. Es casi medianoche. Ven.

Me ayuda a salir de la cama y me sostiene la bata abierta para que me la ponga. Cuando estoy protegida del aire más fresco de la noche, me coge de la mano y me lleva hasta la terraza de la azotea.

Me rodea con los brazos desde atrás y apoya la barbilla en mi cabeza.

—Mira —me dice.

Yo observo el paisaje. Las coloridas cúpulas de los edificios de estilo barroco relucen en la luz cobriza del atardecer. El sol pende del horizonte como una esfera de oro. Por encima, el cielo es de un delicado y frágil color blanco, como el velo de una novia.

—Una noche blanca —digo llena de asombro.

Él me besa la coronilla.

—Un día de medianoche

Me doy la vuelta sin soltarme de su abrazo y miro los marcados rasgos de su cara.

Él suelta una risita.

Las vistas son hacia el otro lado.

—No —le cojo por la mejilla—. Lo que yo quiero ver está aquí, justo delante de mí.

—Sí —dice él suavemente—. Así es. Eres tú. Siempre has sido tú.

Cuando él inclina la cabeza, yo le ofrezco mis labios y dejo que me bese bajo el sol de medianoche.

El viaje de Álex y Kate termina aquí; ¡gracias por seguir su épica historia de amor!


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