Félix y yo pasamos un par de días sin vernos. Él aprovechó el festivo para cerrar todo el fin de semana y yo decidí emplear aquel tiempo para poner en orden mis ideas, que estaban bastante revueltas después de lo que había pasado junto a mi casa.
No obstante, el lunes por la mañana, a la hora de siempre, me puse un vestido bonito y fui a tomarme el desayuno. Me detuve en el umbral de la librería-cafetería, un poco dubitativa. Quizás debería haberlo llamado antes de presentarme allí para evitar un momento incómodo. ¿Y si él no quería verme? ¿Y si había estado también dándole vueltas al beso y se arrepentía? A lo mejor solo lo había hecho por la emoción del momento, porque era la mañana de Navidad y nos habíamos pasado la noche en una fiesta.
Pero ya no podía echarme atrás. Félix levantó la mirada del mostrador y nuestros ojos se encontraron. Suspiró, como si verme lo hubiera aliviado, y yo esbocé una pequeña sonrisa antes de, por fin, abrir la puerta y pasar.
—Hola —lo saludé con cierta timidez.
Cerré con cuidado y di dos pasos hacia el frente. Paseé la mirada por el local, algo incómoda, aunque me alivió ver que estaba vacío. No sabía qué pasaría, pero prefería no tener testigos.
—Hola —me respondió él, atrayendo mi atención de nuevo hacia el mostrador—. No sabía si vendrías hoy.
—¿Y perderme mi desayuno gratis? —Félix sonrió al escuchar mi comentario y yo me encogí de hombro—. Ni pensarlo. Además… creo que tenemos que hablar de lo que pasó cuando nos despedimos el otro día.
—Sí, estoy de acuerdo. Hoy está esto muy tranquilo, así que, si te parece, te preparo el desayuno, me pongo un café y lo discutimos con tranquilidad.
Asentí y me dirigí hacia una de las mesas del fondo para esperarlo. Me quité el abrigo, me acomodé en el sofá y aguardé los cinco minutos más largos de mi vida (bueno, no fueron los más largos, pero entraron, desde luego, directamente al top cinco) hasta que llegó. Colocó todo en la mesa, dejó la bandeja en la de al lado y se sentó frente a mí, guardando una distancia prudencial.
Nos pasamos unos cuantos segundos en silencio, mirándonos fijamente el uno al otro, sin saber muy bien por dónde empezar. Bebí un sorbo de mi café con chocolate, tratando de reponer energías para lo que pudiera venir.
—Elvira, lo del otro día no… no lo tenía planeado —se atrevió por fin a decirme—. No así al menos.
—¿A qué te refieres?
No pude disimular mi curiosidad. Dejé la taza sobre la mesa y me eché un poco hacia delante, centrando toda mi atención en él.
—Creo que es bastante evidente que me gustas. Me llamaste la atención desde el primer momento que te vi, así que alguna vez he pensado en invitarte a salir —me confesó—, pero no quería hacerlo hasta tener claro si tú también estabas interesada en mí o si solo me veías como un amigo. Así que ese beso fue algo totalmente imprevisto.
—Para mí también lo fue. No sé qué me pasó, ni por qué lo hice, pero, de repente, no pude resistirme.
—¿Quiere eso decir que te arrepientes?
—¡No, claro que no! —me apresuré a aclararle—. No lo había planeado, pero me gustó mucho. Y la verdad es que creo que dejé de verte solo como a un amigo hace tiempo, aunque no me atrevía a admitirlo. Estoy muy a gusto cuando estamos juntos y… no sé, Félix, a lo mejor deberíamos salir a cenar una noche. Llevo todo el fin de semana tratando de poner en orden mis ideas y lo único que he sacado en claro es lo mucho que me apetece salir contigo. Si a ti te parece bien, claro está.
—Sí, ¡por supuesto! La cena suena bien. —Él asintió. Parecía mucho más tranquilo al saber que no había metido la pata y, siendo totalmente sincera, yo también lo estaba ahora que sabía que él no se arrepentía de nuestro beso—. Podríamos coger el coche, salir del pueblo para escaparnos de miradas indiscretas y tomar algo con calma, charlar un rato… Ya sabes, lo normal.
—Suena bien y me gusta lo de salir de aquí. Ya hay bastantes rumores sobre nosotros, así que me gustaría evitar un «escándalo».
—Estuve no hace mucho en una venta a las afueras en la que comimos muy bien. —Se levantó de su sofá y se sentó a mi lado—. Podemos llamar para que nos reserven una mesa para mañana por la noche.
—¿Mañana por la noche? ¿Tantas ganas tienes de salir conmigo?
Sonreí con picardía y me acerqué un poco más a él, que se sonrojó un poco.
—O podemos dejarlo para más adelante —comentó, apartando la mirada con nerviosismo—. A lo mejor prefieres aprovechar para estar con tu familia. No sé cuándo se marcha tu hermano, pero quizás…
—Mateo no se va hasta el tres de enero y, además, creo que en casa podrán prescindir de mí un rato —contesté mientras contenía la risa a duras penas. Félix estaba muy mono cuando se sonrojaba—. ¿Y tu madre?
—Se queda hasta Reyes y estoy seguro de que también podrá pasar unas cuantas horas sin mí.
—Pues haz entonces esa reserva y salgamos a cenar mañana.
Nos quedamos quietos, mirándonos. No me había dado cuenta hasta entonces de lo cerca que estábamos el uno del otro. Félix había apoyado una mano en el respaldo del sofá, por detrás de mi espalda. Me deslicé ligeramente hacia él hasta que nuestros costados estuvieron pegados y sus dedos rozaron mi hombro. Lo vi tragar saliva y bajar la mirada hacia mis labios.
—Está bien —consiguió murmurar, todavía con la vista fija en ellos—. Voy a…
Hizo ademán de levantarse, pero yo se lo impedí. Lo agarré de la muñeca y él me miró con el ceño fruncido, sin comprender muy bien qué sucedía.
—No tenemos prisa, ¿no? —dije. Me encogí de hombros mientras fingía una sonrisa inocente—. No creo que vayan a quedarse sin mesas.
Félix me miró de arriba abajo, aunque por fin pareció darse cuenta de mis intenciones. Sonrió también y volvió a sentarse.
—Supongo que no. —Bajó la vista de nuevo hacia mis labios y yo me mordí el inferior—. Podemos seguir hablando.
—O…
No terminé la frase. Incapaz de aguantar ni un segundo más, terminé de recorrer la distancia que nos separaba y lo besé. Félix apoyó una mano en mi mejilla y la recorrió lentamente con el pulgar, lo que me animó a alargar aquello. Era más que evidente que los dos nos teníamos muchas ganas.
—Elvira —murmuró él entre besos—, cualquiera podría… podría vernos… aquí.
Sonreí sin poder evitarlo. Acababa de tener una idea brillante.
—Uy, cierto. Tendremos que solucionar eso.
Casi sin separarme de sus labios, lo agarré de la camiseta y tiré hacia uno de los pasillos, para que nadie pudiera vernos desde la entrada. Apoyé su espalda contra la estantería, me puse de puntillas y lo besé de nuevo. Él me pasó los brazos alrededor de la cintura. Me atrajo un poco hacia sí, apretándome con más fuerza. No había ni un milímetro de distancia entre nosotros, aunque ninguno de los dos parecía tener quejas.
No sé muy bien cómo pasó, pero de repente era mi espalda la que estaba contra las baldas. Félix bajó un poco los brazos para posarlos bajo mi culo y me ayudó a impulsarme hacia arriba. Enredé las piernas alrededor de sus caderas y sonreí en mitad del beso.
—Oye, yo no venía con esta intención esta mañana… —comenté mientras él recorría mi cuello con los labios—. ¿No se supone que estás trabajando?
—Tranquila, eres la única que se ha pasado hoy por aquí. Están todos descansando después de las fiestas y...
Y justo entonces, como si lo hubiéramos invocado, escuchamos la puerta de la calle abrirse y varios pasos en la entrada.
—¿Qué decías?
—Mierda —masculló él, haciéndome reír—. Para qué hablaré…
Me bajó al suelo y se dirigió hacia el mostrador, aún estirándose la camiseta. Yo aguardé unos segundos antes de asomarme para ver quién nos había interrumpido.
—¡Cómo no! —mascullé.
Doña Emilia estaba sentándose junto a su cuñada en una de las mesas de la entrada. Yo me peiné con los dedos y salí de entre las estanterías, tratando en vano de no llamar su atención.
—Ay, Elvirita, no sabía que estabas aquí —comentó. Me miró de arriba abajo, probablemente tratando de averiguar lo que había pasado antes de su llegada—. No te he visto al entrar.
—Estaba buscando un libro —respondí, tratando de quitarle importancia y sonar convincente—. He venido a desayunar, como siempre.
Ella desvió la mirada hacia la mesa, en la que seguía nuestra comida a medio terminar, y amplió su sonrisa.
—Creo que os hemos interrumpido…
—Para nada, doña Emilia. ¿Interrumpir? ¿Usted? Nunca.
Félix, que llegaba con sus cafés, tuvo que contener la risa al escucharme decir aquello. Dejó las tazas en la mesa con la mejor de sus sonrisas, como si no hubiera pasado nada, y me acompañó a la mesa para terminar su bebida.
—Es increíble lo de esta mujer —murmuró para que solo yo pudiera oírlo—. ¿Crees que nos ha puesto cámaras?
—Creo que tiene ojos hasta en la nuca —contesté también en voz baja—, pero no pasa nada: ya terminaremos esto en otro momento.
—Dalo por hecho. —Él apuró el contenido de su taza de un sorbo y se puso de pie—. Te escribo cuando haya reservado la mesa.
Félix regresó detrás del mostrador y yo acabé mi desayuno con calma, a pesar de que notaba los ojos de doña Emilia observándome de vez en cuando.
En cuanto terminé, recogí mis cosas y dejé la mesa. Me despedí de mi vecina y su cuñada con la mano y le guiñé un ojo a Félix mientras le decía, con un gesto casi imperceptible, que hablaríamos más tarde. Él asintió y me devolvió el guiño con un súbito descaro que me hizo reír.
Tenía muchas ganas de saber cómo acabaría aquella cena.